CAPÍTULO 28

En el momento en que Marjannah abandonaba el burdel, un Sheng mucho más corpóreo que el que Xuan había conjurado para ella atravesaba una barriada de Infierno bastante parecida, aunque el rumor traqueteante de las fábricas, cuya maquinaria no se detenía ni siquiera al ponerse el sol, fuera la única canción que resonaba en sus calles. Había aprovechado que Raisha y Aldashir seguían en la Catedral de la Razón para encaminarse hacia la zona de los muelles, donde las casas de apuestas, los fumaderos de opio y los burdeles brotaban del suelo como hongos, y tras doblar una esquina en la que unas prostitutas cuchicheaban entre sí, protegiéndose con chales del frío, se detuvo delante de una puerta sin repintar, no muy alejada del río Moronoe, y llamó cinco veces seguidas con los nudillos.

Hubo ruido de pasos al otro lado y, cuando alguien apartó la madera que cubría la mirilla, unos ojos castaños aparecieron en ella. Unos ojos de cristal que se movían de manera muy poco humana.

—¿Puedo hacer algo por usted? —oyó preguntar por encima de la música.

—El canto de la sirena me ha atraído aquí —respondió el joven.

«Correcto», contestaron desde dentro, y tras accionar tal cantidad de pestillos que perdió la cuenta, una autómata muy maquillada y vestida con poco más que un corpiño, una enagua y unas medias le invitó a pasar.

Aquel local podría contener a un centenar de personas, aunque solo había una docena en ese momento, repartidas entre las mesas redondas y los divanes de terciopelo rojo. Las paredes eran del mismo color, adornadas con unos espejos de marco dorado en los que se reflejaban las arañas de cristal. Sobre un escenario, otra autómata con un revelador vestido verde cantaba para la concurrencia, aunque nadie parecía hacerle demasiado caso: casi todos los hombres, tan refinados que solo podían estar haciendo una escapada desde Cielo, hablaban en voz baja mientras acariciaban distraídamente a las chicas sentadas en sus rodillas.

La que acababa de abrir la puerta aún seguía de pie ante Sheng. Su aspecto era bastante distinto del de los autómatas de Infierno, normalmente reducidos a un torso mecánico que se desplazaba sobre una rueda; podría haber pasado por una muchacha de lo más atractiva de no ser por las junturas que se adivinaban en la unión de sus miembros.

—¿Le apetece que le sirva una copa, señor? —Cuando deslizó sus dedos entre los del muchacho, Sheng se preguntó con qué estarían recubiertos, porque su tacto casi podía confundirse con el de la piel real. Casi—. ¿O prefiere que vayamos arriba?

—No hace falta, no he venido para lo que estás… —Pero entonces se dio cuenta de que su cuerpo había comenzado a cambiar, con la naturalidad con la que se abre una flor.

En menos de lo que tardó en procesarlo, sus tirabuzones castaños se habían acortado hasta sus orejas, sus pechos habían desaparecido debajo del corpiño y unas líneas más rectas se habían dibujado en su mandíbula.

—¿Mejor así? —También su voz era distinta ahora, bastante más grave—. Dígame lo que quiere esta noche y yo se lo daré. Puede sentarse si lo desea mientras yo le…

—Noah, no pierdas el tiempo con ese muerto de hambre —intervino alguien, y Sheng vio cómo un hombre abandonaba uno de los divanes—. Ya sabes que los helianos no dejan dinero, pero este —se acercó al muchacho, blandiendo un dedo—, este está más pelado que todos los culos de las ranas sagradas de sus islas.

Debía de tener unos treinta años y era musculoso, demasiado para el elegante chaleco que llevaba puesto, del que asomaban las cadenas de dos relojes. Su pelo era tan rubio como el de los camerotienses, pero las pequeñas trenzas de sus sienes, y las dos que remataban su espesa barba, delataban demasiado bien que procedía del Enjambre.

—Continúa con lo tuyo, que ya me encargo yo de él —le ordenó al autómata; este asintió antes de alejarse. El hombre le sacudió entonces una potente palmada en la espalda que sin duda pretendía ser amistosa—. ¿Cuándo has llegado, hijo de perra?

—Ayer por la tarde, pero no he podido acercarme hasta ahora —contestó Sheng conteniendo un quejido—. Necesito hablar contigo, Egilsson. De algo importante.

—Entonces habrá que buscar un sitio más discreto. Acompáñame, tengo otra habitación al fondo.

Tras chasquear los dedos para darle instrucciones a un camarero, el hombre lo condujo hasta una cortina de cordeles a la izquierda del escenario. Detrás había una puerta por la que se accedía a una sala privada, mucho más sencilla que la anterior y en la cual, sobre un diván al que se le salía el relleno, encontraron a un muchacho de la edad de Sheng con una autómata a cada lado, compitiendo por desabrocharle el chaleco entre risas. «Vamos, marchaos a tomar por culo los tres», les ordenó el empresario, y mientras se apresuraban a regresar al salón, Sheng se abrió camino entre los muebles disparejos para instalarse en una mesa, con la superficie cubierta por unas quemaduras sospechosamente parecidas a las de los rifles de éter de la Guardia Celestial.

—No tengo licor de arroz ni ninguna de esas mierdas que tomáis vosotros —dijo Egilsson, agachado ante un mueble bar—. Solo nos quedan los caldos de finolis.

—Da lo mismo —respondió Sheng—. Hoy prefiero no beber.

—Ah, conque es así de importante. —Egilsson se puso de nuevo en pie, con un vaso en una mano y una botella de cristal tallado en la otra—. Tú te lo pierdes, pero he dejado una cerveza a medias ahí fuera y esto tiene pinta de ir para largo, así que…

Sheng se limitó a hacer un gesto con la mano mientras el empresario se acomodaba al otro lado de la mesa, extendiendo las piernas sobre una de las sillas. En el escenario, la corista continuaba con su canción, aunque no parecía tener más éxito que antes.

—Una clientela aburrida, la de esta noche —comentó el chico.

—Una clientela morbosa —le corrigió Egilsson—, aunque era de esperar. Solo hace un par de horas que nos hemos enterado, pero dudo que se hable de otra cosa en un mes.

—¿A qué te refieres? —se sorprendió Sheng—. ¿Ha ocurrido algo malo?

—No me digas que una serpiente como tú, especializada en colarse por cada puñetera rendija, no está aún al corriente. —Y cuando arrugó el entrecejo, el empresario explicó—: Se han cargado a Cordelia Darlington hace unos días, mientras sobrevolaba el Mar Espejado. Un golpe maestro por parte del Enjambre.

—¿La princesa Cordelia? —dejó escapar Sheng—. ¿Han sido capaces de asaltar una aeronave de la Casa Real?

Por eso Raisha y Aldashir no habían regresado aún de la catedral; debía de haber un revuelo espantoso en Cielo. «Y, muy pronto, unas represalias aún mayores en Infierno».

—No parece haber sido por dinero, aunque se hayan encargado los saqueadores —aseguró Egilsson—. Dicen que lo único que le quitaron fue un camafeo; se lo han enviado esta tarde a su señor padre, que a su vez ha enviado al ejército a recuperar su nave.

—Pues no quiero ni imaginar lo que pasará cuando repatríen el cadáver. Dudo que su funeral resulte el colmo de la elegancia, habiendo sido tan popular entre los proletarios.

—Deja que se distraigan con algo mientras puedan. Así se les olvidará que este puto polvorín en el que nos encontramos está a punto de saltar por los aires.

Mientras decía esto, Egilsson comenzó a balancearse en su silla, sin apartar los ojos del muchacho. La luz de las bujías hacía que sus iris grises parecieran casi transparentes.

—Si te hospedas en Infierno, habrás visto la huella de las Ascuas por todas partes.

—He notado aún más desperfectos que en mi última visita —asintió Sheng—. Hay cristales rotos, escaparates destrozados a pedradas… y cientos de pintadas del pájaro rojo.

—Por mí, como si se lo dibujan en el culo —resopló Egilsson—. Esos anarquistas no quieren saber nada de nosotros, pero mejor que sea así. Necesito a los imbéciles de ahí arriba —señaló el techo con su vaso de whisky— para mantener a flote lo de aquí abajo.

—Hace unas semanas, cuando pasé por Cabo Armisticio, oí unas cuantas cosas acerca de los Hollister. Todos parecían pensar que era cuestión de tiempo que actuasen…

—Neil Hollister es la clase de héroe carismático que un pueblo desesperado necesita poner en un altar, pero todo lo que tiene de noble lo tiene también de imbécil. Es su hermana la que maneja el cotarro y se ensucia las manos cuando hace falta. —Y Egilsson añadió en un tono casi soñador—: Me la tiré hace unos años, antes de que el Priorato pusiera precio a sus cabezas y tuvieran que huir como ratas. Creo que lo sentí más que los muertos de hambre de las fábricas.

Se oyeron aplausos distraídos cuando la corista acabó de cantar, seguidos por unos gallos espantosos: algún cliente debía de haber subido al escenario jaleado por sus amigos.

—Pero ya basta de hablar del Enjambre, de las Ascuas y de la madre que los parió a todos ellos —prosiguió el empresario—. ¿Vas a decirme de una vez para qué has venido?

—Precisamente tiene que ver con el Enjambre. Tengo algo que podría interesarles.

—Ah, así que sigues haciendo trabajitos para mis camaradas. Creía que los de tu calaña se conformaban con la manutención de la Crisálida y no necesitaban nada más…

—No es dinero lo que quiero —interrumpió Sheng—; al menos, no en esta ocasión.

—Entonces, ¿qué coño…? —Pero el gesto que le dedicó desde su asiento, señalando el pecho del empresario, hizo que Egilsson se callara poco a poco, hasta que comenzó a desabrochar los botones de su chaleco para abrirse el cuello de la camisa.

Justo encima de su corazón, un tatuaje azul resaltaba sobre su piel como un sello en un sobre blanco, atravesado por varias cicatrices de cuchillo: una de las sirenas adoradas por el Culto de las Profundidades, rodeada por un círculo formado por su propia cola. Tenía los mismos ojos que los relieves que Sheng había visto en los santuarios del Enjambre, desprovistos de iris y pupila, y los dientes tan puntiagudos como los puñales que sostenía en ambas manos.

—Esto sí que es una sorpresa —siguió diciendo Egilsson, y parecía sincero pese a su ironía—. No imaginaba que te hubieras encariñado tanto con mis compatriotas.

—Como si fuera el primer extranjero interesado en unirse a su causa. Sé que apenas quedan tripulaciones que estén conformadas únicamente por habitantes de las propias islas.

—Entonces sabrás también cómo se hacen las cosas allí. El juramento en una de las cuevas marinas, el saqueo de una armadura en las Colinas de Jade… Esto no consiste en decir «uy, qué ilusión, me muero por ser un pirata», firmar un papelito, pagar una cuota de admisión y ya está. —Los ojos grises de Egilsson relucían bajo las bujías—. Las cuotas son caras en el Enjambre, amigo mío. Se pagan con sangre, la mayoría de las veces.

—Si tanto te interesa saberlo, no tengo la menor intención de profanar los restos de mis emperadores muertos. Pienso entrar como saqueador sin someterme a ninguna prueba.

Egilsson soltó tal carcajada que se le derramó la bebida por la mesa.

—Y yo pienso subir al palacio real esta misma noche y montármelo con la princesa Igraine y la princesa Elaine a la vez. Eres de lo que no hay, de verdad. —Sacudió la cabeza—. ¿Qué puedes tener que sea tan importante como para hacerte pasar por encima de nuestro sistema gremial?

—A Raisha al’Sairahr, la hija de la sultana Marjannah. La heredera de Aramat.

En cuestión de segundos, al empresario se le congeló la risa. Sheng apoyó los brazos en la mesa mientras se inclinaba hacia delante; su rostro parecía estar esculpido en hielo.

—Te ahorraré los pormenores sobre cómo he conseguido traerla hasta aquí, pero el hecho es que se aloja en la misma pensión que yo. Antes de dirigirme a Aramat, como he dicho, estuve en Cabo Armisticio y no solo oí hablar de los Hollister, sino también del Rey de las Profundidades. Como puedes ver, esta serpiente sí que sabe colarse por las rendijas.

—¿Y qué es lo que escuchaste sobre su majestad? —dijo Egilsson, más serio ahora.

—Que está preparado para derrocar al gobernador Delphinstone, aunque los señores de las Islas Cicatrices se están haciendo de rogar. Si al final el movimiento de pinza de las hermandades piratas se queda en nada, creo que no le vendría mal recurrir a mi carta.

—Eso sería lo lógico si estuviésemos hablando de conquistar Aramat. Pero dudo que haya nadie tan imbécil como para intentarlo, con un ejército como el que tiene esa loca…

—¿Y no crees que esa loca haría lo que fuera por recuperar a su hija? ¿Incluso si eso implicase obligar a renunciar a Delphinstone, por muchos favores que pueda deberle, de modo que la república acabe cayendo en vuestras manos sin tener que sacar ni una pistola?

—Pero ¿qué plan de mierda…? —Pese al desdén de su voz, la creciente expectación de Egilsson le delataba—. Sabes lo jodido que sería trasladarla hasta Óhreinn…, ¿verdad?

—No más que traer el éter de contrabando que vendéis en Infierno —declaró el muchacho—. Si seguís untando a los del puerto de Harbrook, nadie dirá una sola palabra si os sorprenden.

De nuevo se hizo el silencio entre ambos mientras se oía cantar a otros clientes con demasiadas bebidas encima como para recordar que Cordelia Darlington acababa de morir.

—A ver si lo he entendido —dijo Egilsson por fin—. ¿Has secuestrado a la princesa de Aramat, pero no piensas pedir ninguna recompensa millonaria por ella? ¿Nada más que la admisión en nuestra hermandad? —Frunció el ceño—. ¿Qué jodida mosca te ha picado?

—A lo mejor es simplemente que me apetece cambiar de trabajo. Con unos poderes como los míos, cuando me deshaga de esto —Sheng levantó las muñecas en las que seguía llevando las esposas—, podría hacer una fortuna navegando con el Enjambre.

—Ah, claro, una explicación muy razonable. Pues yo creo que se trata de otra cosa.

Esta vez fue el dueño del burdel quien, después de abrocharse la camisa, se inclinó hacia Sheng por encima de la mesa. La jovialidad había huido de su rostro.

—Creo que estás hasta el cuello en una mierda muy grande. Posiblemente, la mierda más grande en la que te has metido, lo cual es decir mucho, con un historial como el tuyo. Te encargaron hacerle algo a la princesita, pero la misión ha acabado yéndose al carajo; la has cagado pero bien y ahora tienes miedo de lo que te pase cuando la Crisálida se entere. —Egilsson lo evaluó un momento antes de añadir—: Al final va a ser verdad lo que se cuenta sobre cómo os las gastáis allí.

—¿Y qué más da lo que haya ocurrido? —se impacientó Sheng—. Te he dicho que tengo a Raisha al’Sairahr, tú dices que se avecina una guerra, ¿no debería bastar con eso?

—No me lo trago —atajó Egilsson—, y no creo que nadie lo haga ni aunque la veamos con nuestros propios ojos. Si piensas que por traernos a una fulana de Alhazara con la piel más morena de lo habitual seremos tan idiotas como… —Pero entonces reparó en lo que Sheng acababa de sacar de su chaqueta.

En aquella habitación impregnada de humo de tabaco, la diadema de Raisha parecía tan fuera de lugar como una mariposa en un estercolero. Egilsson entreabrió la boca cuando Sheng la colocó sobre la mesa.

—Uno de sus sirvientes se la trajo del palacio —explicó—. La he cogido de su cuarto aprovechando que estaba fuera; ayer descubrí que la guarda dentro de su almohada.

—Joder. —Egilsson la agarró como si quemase—. Joder… ¿Es de oro?

Cuando le dio vueltas entre los dedos, los adornos tintinearon sobre la superficie de la mesa, pero el muchacho se estiró para recuperarla.

—La dejaré en vuestras manos cuando todo esto acabe para que puedan demostrar en el Enjambre que se trata de ella. Con una única condición: a la princesa no pueden tocarle ni un pelo. En cuanto caiga la República de Paz, la devolverán a su madre.

Aunque su tono de voz siguiera siendo el mismo, el nudo que sentía en el estómago pesaba más que sus esposas. «Tenías razón: con esto sí que la he cagado pero bien».

—¿Y cómo pretendes traernos a esa chica sin levantar sospechas? —quiso saber el hombre con los ojos clavados en la diadema—. Si dices que tiene a un criado con ella…

—Eso déjalo de mi cuenta. Creo que se fía de mí bastante más de lo que le conviene.

—Pues sí que os habéis hecho amiguitos en este tiempo. —Una sonrisa asomó entre la barba de Egilsson—. Qué cabrón, ¿te la has tirado? Dime, ¿cómo es tirarse a la realeza?

Pero Sheng, en lugar de contestarle, se limitó a devolver la diadema al interior de su chaqueta antes de ponerse en pie. Ya no había nada que le retuviera en esa estancia.

—Será mejor que regrese a la pensión antes de que lo hagan ellos. Volverás a saber de mí en los próximos días, pero hasta entonces… más vale que no hables de esto con nadie.

—Soy la discreción hecha carne —aseguró Egilsson mientras Sheng se dirigía a la puerta—. De lo contrario, te habría preguntado, por ejemplo, cómo se encuentra tu madre.

Los pies del chico se detuvieron al escucharle. Cuando se dio la vuelta, vio que el empresario estaba acariciando, con la mayor calma, el borde de su vaso.

—No he sabido nada de ella —acabó respondiendo—. Nada nuevo, quiero decir.

—¿Todavía sigue sin dar señales de vida? Han pasado ya unos cuantos años desde aquel golpe de Tharmida, ¿verdad? —Y como Sheng no dijo nada, Egilsson sonrió aún más que antes—. Si fuera ella, creo que me mantendría alejado de la Crisálida. Claro que tú sabrás mejor que nadie, ahora que vas a ser de los nuestros, lo que hacen allí con los desertores.

El muchacho entreabrió los labios, pero su única respuesta siguió siendo el silencio antes de marcharse con un portazo, lo bastante fuerte como para atraer las miradas de unos clientes, pero no tanto como para acallar la risa de Egilsson.