CAPÍTULO 29

Zafirah vivió en un infierno durante los siguientes dos días, y no solo porque el calor hubiera arreciado de repente sobre Sairayat. Lo que había descubierto en la biblioteca se había quedado rondando por su cabeza como una zaraspa atrapada en un frasco, pero, por muchas vueltas que le daba, no conseguía tomar una decisión al respecto. Cada vez se encontraba más segura de que el Gran Templo de Shamaya era el objetivo del Alacrán, pero no tenía ninguna prueba a la que aferrarse ni adultas a las que pedir ayuda si aquello implicaba delatar a su madre…, algo para lo que Zafirah no se sentía preparada en absoluto.

En cierto momento, se planteó enviar a Armeda el escarabajo hechizado por Salma y Samra para advertir al templo de lo que se avecinaba, pero la posibilidad de que alguien lo interceptase desde el alminar de los comunicadores le hizo desistir de la idea. Finalmente, incapaz de seguir debatiéndose en la angustia, decidió encargarse ella misma del asunto: aprovechando que la mayoría de las alumnas del Harén se había reunido en la Rotonda para el desayuno, se escabulló a la misma azotea desde la que había echado a volar unos días antes, con la pesada alfombra metálica al hombro, y se puso en camino hacia el norte.

Aquel viaje resultó bastante más largo que el anterior, y el hecho de que hiciera más calor a cada minuto tampoco ayudaba mucho. Zafirah no había necesitado tomar prestada una de las elaboradas brújulas del Taller; bastaba con seguir el curso del río Pari hasta su nacimiento, en las montañas donde habitaba el Alacrán. El sol se deshacía en destellos de luz sobre sus aguas, parecidas a una serpiente iridiscente desde la alfombra, hasta que el cauce se ensanchó convirtiéndose en un lago, tan enorme que Zafirah creyó estar ante un océano, y el templo de Shamaya, situado en la otra orilla, emergió de la bruma del desierto.

Creía haberse hecho una idea de su aspecto gracias a la descripción de la biblioteca, pero nada la había preparado para la altura de sus alminares gemelos, la majestuosidad de su cúpula ni, lo más sobrecogedor de todo, la escultura de la Diosa del Sol tallada cientos de años antes en aquel recoveco de las montañas. Alcanzando casi por completo la cumbre de la pared rocosa, una Shamaya gigantesca daba la impresión de surgir de ella, rodeando el santuario protectoramente con los brazos; tenía las muñecas y la garganta cargadas de adornos, una corona de la que brotaban en abanico unos rayos de luz y dos ojos que, pese a la distancia a la que se hallaba, parecían capaces de fulminar a la niña con un parpadeo.

—No me mires as í —murmuró esta, tragando saliva, mientras guiaba a la alfombra hacia el alminar situado a la derecha. Le habría sido difícil decir si estaba más fascinada o más aterrorizada—. He venido hasta aquí para ayudarte, por pequeña que te pueda parecer.

Cuando por fin desmontó en lo alto de la torre, estaba tan empapada que la ropa se le pegaba al cuerpo. Sus piernas parecían negarse a obedecerla después de pasar tantas horas sentada en la misma posición, pero consiguió tambalearse en dirección a la balaustrada, desde donde vislumbró el atrio destinado a las abluciones. Una pequeña congregación de fieles, procedente de la aldea construida a orillas del lago, asistía a una ceremonia del atardecer parecida a las del palacio real, con la diferencia de que una docena de bailarinas danzaba en honor a Shamaya mientras una sacerdotisa entonaba una oración.

Por preocupada que estuviera Zafirah, le resultó imposible no quedarse prendada, al menos durante unos minutos, de la danza de aquellas muchachas. Había oído describir la gracilidad de las adoratrices de Shamaya, pero nadie le había hablado de cómo se parecían a un puñado de rayos de sol flameando sobre la tierra, con sus ropajes de pedrería pasando de un naranja intenso a un amarillo desvaído y sus velos de gasa roja girando en torno a sus brazos desnudos. También estos emitían un suave resplandor y, cuando descendió la escalera del alminar, supo a qué se debía: tenían las manos y las piernas cubiertas de intrincados dibujos dorados, con el emblema solar resaltando sobre sus pieles morenas.

A medida que las muchachas se entrecruzaban unas con otras, la luz se atenuaba al desaparecer detrás de las montañas de Furaq, hasta que no fueron más que unas sombras ensortijándose entre un cascabeleo de ajorcas de oro. Finalmente, las doce se sentaron en una sincronía perfecta y la música procedente de unos tambores se acalló al unísono, y solo cuando los últimos devotos abandonaron el patio Zafirah se atrevió a descender a él.

—… y tú has girado un segundo después de lo que debías, Khamila —estaba riñendo la sacerdotisa a sus acólitas cuando las alcanzó—. Te ha faltado poco para chocar con Aila.

—Pido perdón a la Diosa —contestó la muchacha en cuestión, uniendo sus manos.

—Entiendo perfectamente cómo os sentís, pero debemos honrar la sagrada misión que se nos ha encomendado. Pensar todo el tiempo en lo que está pasando no hará… —La sacerdotisa reparó entonces en Zafirah, y enarcó las cejas—. Si quieres hacer una ofrenda, pequeña, será mejor que regreses mañana. El templo está a punto de cerrar sus puertas.

—No he venido por eso —contestó la niña, poniéndose roja—, sino para…, bueno…

Deber ía haber pensado más en esa parte del plan, se dijo con una creciente inquietud al sentir sobre sí todas las miradas. Ahora que por fin se encontraba allí, no tenía la menor idea de cómo abordar el tema sin que la tomaran por loca y, lo que era aún más importante, sin que dedujeran que su madre estaba implicada en aquel asunto.

—¿Deseas pedirle algo a la Diosa? —quiso saber la mujer—. ¿O a sus sacerdotisas?

—Otra huérfana más a la que han dejado en la calle —se oyó susurrar a una de las bailarinas—. A este paso, tendremos tantas a las que criar que no nos cabrán en el patio.

—Si te vuelvo a escuchar hablar así, Aila, serás tú quien deje un puesto vacante en este templo —declaró la sacerdotisa. Cuando la muchacha agachó la cabeza, se giró hacia Zafirah con una expresión algo más amable—. ¿De qué se trata? —la instó.

« Ni siquiera tienes pruebas de lo que has venido a contarles —pensaba esta sin parar, más apurada a cada instante—. Podría ser cualquier otro edificio, cualquier otra ciudad… ».

—Creo que… alguien quiere atacar el santuario. —Esta vez oyó cómo Aila daba un respingo mientras las demás, demasiado sorprendidas para reaccionar, la miraban como a un arenúnculo que hubiera empezado a hablar de improviso—. Los enemigos de la sultana Marjannah están planeando un ataque —siguió diciendo aun así—, un golpe para desestabilizarla, y es posible…, más bien probable…, que pretendan darlo aquí, en Armeda.

—¿Los enemigos de la sultana? —repitió la sacerdotisa. Una sombra acababa de nublarle los ojos, rodeados por unas arrugas prematuras—. ¿De qué estás hablando, niña?

—¡Sabía que los bandidos planeaban algo! —profirió entonces una de las chicas, y las demás se pusieron a hablar al mismo tiempo, como si hubieran abierto una compuerta.

De modo que eso era lo que tanto las preocupaba, dedujo la pequeña; debían de estar angustiadas por lo sucedido en los caravasares, situándose tan cerca de las montañas en las que moraba el Alacrán. « Y eso que ni siquiera he tenido que pronunciar su nombre ».

—¡Callaos de una vez, todas! —orden ó la sacerdotisa. Toda su amabilidad parecía haberse esfumado—. Espero que seas consciente de la gravedad de lo que estás diciendo.

—No habría venido hasta aquí si no —contestó Zafirah—. Lo único que quiero es…

—Eres un artífice del Harén, por lo que veo. —Los ojos de la mujer inspeccionaron su atuendo; había salido con tantas prisas de Sairayat que ni siquiera se había quitado el mandil de cuero ni las muñequeras—. ¿Ha sido la serenísima sultana quien te ha enviado?

—No, Marjannah no… — « Marjannah no está en el palacio » , estuvo a punto de decir, pero se mordió la lengua; que ella supiera, nadie se hallaba al corriente fuera del Harén—. No puedo decir cómo lo he descubierto, pero, si la banda del Alacrán logra hacer aquí lo mismo que en los caravasares, tanto el templo como la aldea corren un terrible peligro.

Al escuchar aquello, una de las muchachas dejó escapar un grito y se tapó la boca.

—¿ «No puedo decir cómo lo he descubierto» ? —repitió la sacerdotisa, impacientándose—. ¿Te parece que esa es suficiente razón como para dar la voz de alarma?

—Sacerdotisa, tal vez deberíamos escucharla… —se atrevió a intervenir una chica.

—Lo que está diciendo coincide con los rumores que han llegado hasta aquí —se mostró de acuerdo otra, en voz muy baja—. El Alacrán se encuentra cada vez más cerca y solo es cuestión de tiempo que decida convertirnos en su blanco. Si el Harén accediera a enviar más guardianas a Armeda, podríamos reforzar la vigilancia alrededor del santuario.

—¡No voy a pedir más guardianas porque no necesitamos ninguna! —se encrespó la sacerdotisa, cortando de cuajo los susurros—. Por el amor de Shamaya, estoy harta de tener que lidiar con un hatajo de paranoicas. Vamos a regresar ahora mismo ahí dentro y a cerrar bien las puertas, tal como hacemos cada noche. Y tú —los volantes de su vestido revolotearon al girarse hacia Zafirah— deberías aprender que estas bromitas no tienen ninguna gracia. No sé cómo no te lo han enseñado en el Harén a base de palos.

—No es ninguna broma, ¡estoy diciendo la verdad! —Cuando la mujer hizo un gesto para que las demás la siguieran, Zafirah apretó los puños de rabia—. ¡A mí también me atacó uno de sus gules! —gritó sin poder contenerse—. ¡He visto lo que pueden hacer!

Las adoratrices se detuvieron poco a poco, y también la sacerdotisa. Zafirah sintió que le faltaba la voz, pero no estaba dispuesta a callarse. No pensaba hacerlo nunca más.

—He visto cómo se mueven, cómo atacan — continuó diciendo— y he estudiado lo que pueden hacer con sus víctimas. Si un bandido te tiende una emboscada, lo peor que puede pasarte es morir. Pero con los gules hay condenas peores. Muchísimo peores.

—Es suficiente. —Cuando la sacerdotisa alzó una mano, sus brazaletes relucieron con los últimos rayos del sol—. Más vale que te marches, niña, y busques cobijo en la aldea. Por suerte para ti, los chacales serán lo más peligroso con lo que te topes.

Entonces reanudó su camino hacia el templo, seguida por unas adoratrices cada vez más asustadas, y Zafirah observó cómo se alejaban con los ojos húmedos de frustración. « ¿Y qué esperabas? —le amonestó una vocecita procedente de su cabeza que, para que su congoja fuera absoluta, se parecía a la de su madre—. ¿De verdad confiabas en que te tomaran en serio? Da igual cuántas pruebas puedas aportar; para ellas solo seguirás siendo una niña. —Hasta que las losas del suelo no se emborronaron ante sus ojos, no reparó en que estaba sollozando—. Y nadie está dispuesto a escuchar a una niña ».

—Pequeña… —oyó decir a alguien mientras se secaba la cara con una manga . Una de las adoratrices, para sorpresa de Zafirah, se había rezagado a prop ósito—. Vamos, toma esto. —Sacó un pañuelo de su vestido—. Es de seda, pero no te preocupes.

Debía de ser de las bailarinas más jóvenes, y la niña la encontró preciosa: tenía el pelo largo hasta la cintura, de un negro reluciente como el betún, y los ojos muy grandes.

—Me llamo Dalia —dijo mientras se agachaba ante ella, acompañada por un tintineo de joyas que le recordó a Wallada—. No se lo tengas en cuenta a la sacerdotisa; llevamos una temporada muy nerviosas, ella más que nadie. Es su manera de disimularlo.

—Pues lo hace de maravilla —contestó Zafirah con la voz ahogada por el pañuelo.

—Tiene que dar ejemplo de la serenidad que se esfuerza por inculcarnos —contestó la joven con una sonrisa—. La imperturbabilidad de Shamaya, capaz de salir cada día sin que nada la distraiga en su recorrido. Aunque supongo que, para una diosa, es mucho más sencillo. —Entonces se puso algo más seria—. Pareces demasiado segura de lo que dices para estar mintiendo. ¿Por qué no has querido contarnos cómo lo has sabido?

—No puedo decir nada, de verdad —la niña sacudió la cabeza—, pero eso no hace que sea menos cierto. Si hablara con otra responsable del templo, quizás me escucharía…

Dalia se recolocó el velo de gasa sobre la cabeza, mirando con inquietud cómo se alejaban sus compañeras. Dos sirvientas habían acudido a abrirles las puertas, pero la sacerdotisa se había detenido a unos pasos del umbral para decirles algo más a las chicas.

—La Suma Sacerdotisa es la máxima autoridad aquí —acabó respondiendo—. Está por encima de todas nosotras y solo obedece las órdenes de la sultana. Puedo solicitar que me reciba en sus aposentos y decirle que ha sido la propia soberana la que te ha enviado.

—Pero ya os he explicado que no es cierto —se sorprendió Zafirah—. Marjannah no se encuentra al corriente de esto y en el Harén nadie sabe que he viajado hasta aquí…

—Tampoco la Suma Sacerdotisa —contestó Dalia con astucia—. Si nos salvásemos gracias a una mentira, poco importaría que hubiésemos engañado a la mismísima Diosa.

Zafirah no estaba segura de que su superiora se mostrara de acuerdo, pero no le dio tiempo a preguntárselo. Acababa de abrir la boca cuando un ruido ensordecedor, parecido a los estallidos que sacudían el Taller cada vez que reventaba una máquina, se propagó por el interior del valle de Armeda, ahogando incluso el sonido de su propia voz.

—¿Qué ha sido eso? —consiguió decir, a pesar de saber que Dalia tampoco la oía. Sus dedos se aferraron a la falda de la muchacha—. Ha sonado como si…

—La estatua… —dejó escapar ella antes de ponerse a chillar—. ¡La estatua está…!

Cuando Zafirah miró en la misma dirección, no comprendió de qué hablaba, no hasta que vio unos capullos grises que daban la impresión de estar abriéndose, como gigantescas flores de humo, sobre la efigie esculpida en la montaña. « No puede ser » , se dijo la niña, horrorizada, mientras un estallido de fuego iluminaba los collares de Shamaya, seguido por otro en una de las comisuras de su boca y otro más entre los rizos de su pelo.

Mientras permanecían paralizadas por la estupefacción, unos grandes fragmentos de piedra empezaron a desprenderse de las alturas. La parte izquierda de su rostro se desgajó de la roca tras un nuevo estallido, derramando una cascada de escombros sobre el templo.

—¡No! —Dalia echó a correr hacia las otras muchachas, que se habían quedado tan congeladas como Zafirah, y la niña se apresuró a seguirla. Pese a la distancia, pudo distinguir las resquebrajaduras que estaban dibujándose en la parte intacta de la cabeza de la Diosa—. ¡Están usando explosivos! ¡El Alacrán cuenta con explosivos!

—¡Apartaos de la puerta, ahora mismo, y que todo el mundo abandone el templo de inmediato! —chilló la mujer, agarrando a sus protegidas—. ¡Shamaya está a punto de…!

Pero las resquebrajaduras se habían extendido aún más, como grietas en un estanque congelado, y la Diosa del Sol, con un estruendo atronador, saltó en pedazos por los aires.

La mitad de los rayos de su corona se convirtieron en polvo en segundos. Dos de sus colgantes se desprendieron de la montaña, rodando pesadamente sobre las rocas antes de estrellarse contra la arena, y mientras una polvareda parecía cubrir el mundo por completo, la cabeza entera se desgajó del cuello y se desplomó sobre la cúpula situada debajo.

Fue entonces cuando se desató el caos. Zafirah apenas se dio cuenta de cómo Dalia le agarraba la mano para alejarla de allí, porque le resultaba imposible dejar de mirar: vio cómo la cúpula cedía bajo el peso de la inmensa mole, cómo se precipitaba a su vez sobre la entrada del santuario…, cómo los escombros corrían como olas desbocadas hacia ellas…

Solo cuando la sacerdotisa y sus muchachas desaparecieron, con un último alarido aterrorizado, bajo una catarata de piedras más grandes que la propia Zafirah, salió a duras penas de su aturdimiento. Su mano seguía en la de Dalia y ambas continuaban corriendo.

—Las ha aplasta…, las ha aplastado… —trató de decirle, aunque lo único que percibía con todo ese ruido era el silbido de sus propios oídos—. ¡Las ha aplastado…!

—¡Ya lo he visto, pero no podemos detenernos! ¡Nos pasará lo mismo si lo hacemos!

Cuando dio otro tirón a su brazo, Zafirah vio que se le habían saltado las lágrimas, aunque sus ojos eran dos manchurrones dorados en medio de la polvareda. La arena galopaba hacia ellas como corceles espectrales, dejando atrás unas densas estelas de humo.

—¡Creo que la entrada al atrio está ahí delante! —oyó gritar a Dalia en medio de un nuevo estruendo, provocado por el desprendimiento de otro fragmento de la montaña. Se había envuelto la cabeza como podía con el velo, sin dejar de correr—. ¡Si conseguimos cruzar el arco, quizás el muro nos proteja del aluvión, aunque sea durante unos…!

—¡El alminar! —chilló Zafirah antes de que pudiera seguir. Como si el tiempo se hubiera congelado por culpa de un extraño hechizo, vieron propagarse unas grietas por la torre en la que la niña había dejado su alfombra, hasta que esta también se hizo pedazos.

Dalia y ella se detuvieron en seco, sin poder contener un nuevo alarido. El suelo se estremeció bajo sus pies cuando unos sillares impactaron contra él, seguidos unos instantes después por otros más, de un tamaño mucho mayor. Uno de los fragmentos de Shamaya, al salir disparado de la montaña, se había estrellado contra la parte superior del alminar haciendo que este se quebrara como un junco, pero a Zafirah no le dio tiempo a ver nada más: una lluvia de escombros cayó sobre ambas, algo impactó contra ella arrojándola al suelo y la arena, como compadeciéndose de su espanto, acabó cegándola por completo.