CAPÍTULO 30

Muchos años antes, al poco de ascender al Trono del Sol, Marjannah recibió de parte de un emir adulador un rubí del tamaño de una nuez, envuelto entre tantas capas de algodón en rama que tardó una eternidad en sacarlo. La llegada a la isla de Sakatsu le hizo acordarse de aquel regalo, porque las nubes eran tan espesas que no supieron lo cerca que se encontraban hasta que la capital del Imperio de Helial, más roja y reluciente que una piedra preciosa, apareció flotando ante sus ojos.

Incluso a través de la cortina de lluvia, la Ciudad Celestial daba la impresión de haber sido diseñada por alguna deidad de las matemáticas. Era tan grande como Sairayat y se asentaba en medio de un bosque de arces parduzcos, en una retícula dividida en cuadrados que, a su vez, se dividían en otros cuadrados; y cuanto más se acercaban con el Ave Fénix, más deseosos de echar a volar parecían los tejados de los edificios, con unos aleros tan recurvados como si un incendio los hubiera hecho retorcerse. Casi todo lo que distinguían, de hecho, era del color de las llamas, salvo las esculturillas metálicas alineadas sobre los tejados; había tantas criaturas mitológicas que un humo dorado parecía ascender desde sus tejas.

Cuando por fin echaron el ancla en el Aeródromo Imperial, una bandada de sombrillas de papel encerado atravesó el aire para protegerlas de la lluvia, encantadas por unos eunucos (la sultana contó casi un centenar, ataviados con ropas azules y sombreros cónicos) que habían caído de rodillas sobre las losas encharcadas. Una silueta masculina despuntaba entre sus cabezas inclinadas, y cuando Cordelia, las cuatro guardianas y ella se acercaron lo bastante como para reconocerla, Marjannah sintió un aleteo de emoción en el pecho con el que no había contado.

Los años habían dejado su marca en el Honorable Zhao Shuren, aunque en el mejor de los sentidos; hasta los cabellos plateados de sus sienes resultaban atractivos. El Regente Imperial llevaba el pelo recogido en una trenza, más larga que las de los eunucos, y una túnica de seda granate con serpientes bordadas en oro.

—Su serenísima majestad, es un placer teneros aquí… —Cuando se enderezó tras una reverencia, Marjannah descubrió que se había dejado bigote y perilla—. La víbora del desierto está más hermosa que nunca —añadió lo bastante bajo para que nadie le oyera.

—El placer es mío, Honorable Zhao —respondió ella devolviéndole la inclinación, y después dijo en el mismo tono—: A la serpiente alada le sienta esa barba de maravilla.

Diez años después de la cumbre de Puerta de Paz, lo que más recordaba Marjannah de él era el modo en que sonreía, porque siempre le daba la sensación de que lo hacía con los ojos más que con la boca. Aquella sonrisa estaba de nuevo allí, aunque no durara más que un momento; cuando Cordelia se acercó a ellos, Zhao Shuren volvía a ser el regente.

—Supongo que conoceréis a su alteza Cordelia Darlington —los presentó—. Dio la casualidad de que estaba conmigo en Sairayat cuando recibí vuestro mensaje, y se ofreció amablemente —oyó cómo la camerotiense resoplaba— a traerme aquí.

—Alteza —saludó Zhao Shuren—. Este es un placer inesperado, pero confío en que os sintáis a gusto con nosotros. Su majestad espera en la sala de audiencias, junto con el Consejo Celestial. Si sois tan amables de acompañarme… —Y con una última mirada de complicidad a la que Marjannah respondió con un guiño, las condujo por una escalera que desde abajo parecía interminable hasta unas puertas de madera roja adornadas con clavos.

Había una cartela decorativa debajo del alero, dentro de una orla formada por seis serpientes mordiéndose la cola; «SALÓN DE LA DIVINA PROVIDENCIA», leyó Marjannah antes de que dos eunucos abrieran las puertas. Lo que encontraron en el interior le hizo pensar en un exquisito joyero que le había enviado Zhao Shuren, porque las paredes estaban recubiertas de tallas diminutas; volvía a haber serpientes entrelazadas en sus relieves, además de otras tantas enroscadas en torno a los pilares dorados y rojos y agazapadas en los adornos del artesonado. Aquellos colores estaban presentes también en los muebles, seis sillas de respaldo alto colocadas a izquierda y derecha del pasillo central.

—Majestad. Alteza. —Como una sola persona, los seis ministros se pusieron en pie para inclinarse ante las recién llegadas—. Es un honor teneros aquí —añadió uno de ellos.

—El honor es nuestro —respondió Cordelia mientras hacía también una reverencia.

La de Marjannah fue bastante más breve, pues toda su atención estaba puesta en la pequeña persona que presidía la sala. El niño emperador aparentaba ser aún más diminuto en aquel trono monstruoso, erigido sobre nueve peldaños y rodeado por las cabezas de seis serpientes doradas que parecían contemplarlos con avidez.

—Os doy las gracias por recibirnos, majestad —saludó la sultana—. Es la primera vez que nos vemos en persona, así que no quiero dejar pasar la oportunidad de daros personalmente el pésame por la muerte de vuestros padres.

Pero el niño ni siquiera se molestó en mirarla. Tenía entre los dedos un juguete que Marjannah no había visto nunca, una libélula de bambú que salía disparada hacia las alturas tras frotar con ambas manos la varilla sobre la que se mantenía en equilibrio.

—Nunca llegué a conocerlos —continuó—, pero todo el mundo me los ha descrito como dos personas admirables. Estoy segura de que los echaréis de…

—Tío, devuélveme la libélula —ordenó el pequeño sin hacerle caso, y el Honorable Nishiki, el ministro de barba blanca sentado más cerca del trono, se agachó para obedecer.

—… de que los echaréis de menos, aunque apenas pasaseis tiempo con ellos. Sabéis que las relaciones entre Aramat y Helial han sido excelentes, sobre todo desde la cumbre de Puerta de Paz, y por eso me atrevo a solicitar vuestra ayuda. Mi hija, la princesa Raisha, ha sido secuestrada hace unos días, y todo apunta a que el responsable es súbdito vuestro.

Si esperaba causar algún impacto con aquello, se sintió decepcionada. El emperador continuó dando vueltas a la varilla, haciendo que su juguete echara a volar hacia la cabeza de un chambelán.

—Recibimos el comunicador que nos enviasteis, como bien sabéis —asintió Zhao Shuren—, y entendemos vuestra preocupación. Fue el Honorable Yao, el patriarca del Clan de la Tinta —señaló al más joven de los ministros, cuyo cuero cabelludo estaba recubierto de tatuajes azul oscuro—, quien se encargó de responderos de mi parte.

—Pero no sabemos por qué estáis tan segura de que se trata de un heliano —dijo el Honorable Yashiro, del Clan del Bambú—. Es una presunción muy atrevida, majestad…

—Principalmente porque la Crisálida dejó de existir hace años —dijo el Honorable Shinzo como representante del Papel. Al igual que Yashiro y Nishiki, vestía con una túnica de mangas anchas que delataba su procedencia norteña, sin más ornamentos que un prendedor del que se balanceaba un capullo de glicinia acuática hecho con papel doblado. Todos sus colegas llevaban un adorno semejante: el del patriarca de los Madera eran unas hojas de sándalo lacadas en oro; el de la matriarca de los Jade, una sarta de perlas de ese material…

—O eso es lo que todos creíamos —respondió esta última, la Honorable Qian. Iba rapada y su piel relucía con el característico polvo de jade de su isla—. Pero, como Zhao Lian no está —señaló la silla vacía de al lado—, no podemos hablar en su lugar.

—A mi tía la han retenido en Leizu unos asuntos urgentes, aunque espera poder hablar lo antes posible con la sultana. —Zhao Shuren miró al pequeño emperador, que continuaba ajeno a todo, antes de girarse hacia Marjannah—. ¿En qué os basáis para afirmar algo así?

—El heliano que entró en mi palacio lo hizo con el aspecto de uno de mis esposos, al que después nos encargamos de interrogar. —«Y que, a estas alturas, ya habrá perdido la cabeza», pensó Marjannah—. Fue él quien nos confesó que había aceptado veinte escamas de oro a cambio de permitirle adoptar su apariencia. He intentado seguir su rastro, pero ha demostrado ser demasiado escurridizo… y por eso necesitaba hablar con su majestad. —Ahora fue ella quien miró al niño—. Solicito que se realice una investigación en la isla de Leizu para dar con los responsables del secuestro.

Pero sus palabras no despertaron más interés en el pequeño que el piar de un pájaro. Había echado a volar la libélula otra vez, riéndose cuando describió una parábola sobre las cabezas de sus ministros, aunque no pudo ir muy lejos: en cuanto se acercó lo suficiente a Marjannah, esta estiró una mano para agarrarla y, acto seguido, la rompió por la mitad.

Al emperador se le congeló la sonrisa y los eunucos se quedaron lívidos. La sultana, sin alterarse lo más mínimo, siguió haciéndola trizas antes de arrojar los pedazos al suelo.

—Mariana, qué… —empezó a decir Cordelia en un susurro.

—Espero que con esto podamos comportarnos como adultos —siguió diciendo Marjannah—, porque no estoy dispuesta a perder ni un minuto de mi tiempo con un mocoso malcriado. ¿Creéis que no tenemos nada mejor que hacer que reíros las gracias? —El niño la miraba atónito, encogiéndose en el trono—. ¿Sabéis la cantidad de gente que ha muerto defendiendo vuestras fronteras, que ha dado la vida por vuestra dinastía, para que no penséis en otra cosa que en vuestros jueguecitos? Tenéis once años, por el amor de Shamaya; ya es hora de que os comportéis. —La sultana miró los restos de la libélula—. Además, ese juguete era feísimo.

Al emperador le empezó a temblar la barbilla, pero no pronunció palabra. Marjannah se percató de que las comisuras de la boca de Zhao Shuren se agitaban detrás de su mano.

—Si fuerais hijo mío, os daría una azotaina de la que no os olvidaríais —concluyó mientras apuntaba al pequeño con un dedo—, y lo cierto es que la estáis pidiendo a gritos.

—¡Majestad! —El Honorable Shinzo se había puesto tan blanco como su glicinia de papel—. Estáis…, ¡estáis hablando con el Emperador Celestial!

—¿Dejáis fumar semillas de yuna al Emperador Celestial? —preguntó Marjannah.

—Pero… por supuesto que no, majestad. Nunca nos atreveríamos a poner en riesgo…

—Nuestro soberano, aunque rebosante de sabiduría, sigue siendo muy joven —afirmó a su vez el Honorable Yashiro, tan escandalizado como su colega—. Por ancestrales que sean esas prácticas, sus pulmones aún no están preparados para algo así.

—Como tampoco lo está su carácter —coincidió Marjannah— y, por tanto, tenéis la obligación de educarle. Quien asienta su trono sobre millones de espaldas debe demostrar que merece una responsabilidad así; es una de las primeras cosas que le enseñé a mi hija.

—Confiemos en que esa lección le resultara de provecho —dijo la Honorable Qian mientras cogía una taza de té—, más que la relacionada con las ejecuciones públicas diarias.

La mirada que le lanzó Marjannah podría haber atravesado una pared, pero la mujer se limitó a dar un sorbo a su infusión. Ante aquella repentina tensión, Zhao Shuren se aclaró la garganta.

—Sin duda, la Honorable Qian no ha pretendido insultar a su serenísima majestad…

—No —interrumpió Marjannah—, no tiene importancia. Sigamos hablando de mi hija, que es, a fin de cuentas, lo que me ha traído hasta aquí. Pero, como al menos coincidimos en cuanto a la juventud del emperador, me parece que será más sensato ahorrarle esta conversación.

Los ojos del chambelán volaron hacia Zhao Shuren y, tras recibir un asentimiento en respuesta, se inclinó ante el niño; la prisa que este se dio por acompañarle fuera le hizo saber a Marjannah hasta qué punto lo había asustado. Unos eunucos aparecieron entonces con dos sillas más y Cordelia y ella se instalaron enfrente del regente, que acababa de tomar asiento a los pies del trono.

—Sobre lo que estabais planteando antes, majestad —comenzó el Honorable Nishiki—, podríamos llevar a cabo la investigación que habéis pedido, aunque debería ser la Honorable Zhao Lian quien se encargase de ello. Fue ella la que consiguió erradicar a la Crisálida después de dos décadas al frente de la isla de Leizu…

—Y la que debería asumir las consecuencias de su fracaso —dijo la Honorable Qian sin dejar de sorber su té— si se demuestra que esas ratas nos han engañado por su culpa.

«Le rompería la taza en la cara y la usaría para rajarle el cuello —pensó Marjannah, esbozando una amable sonrisa—. Así sabríamos si su sangre reluce tanto como su pellejo».

—Lo que más me sorprende de esta situación —siguió diciendo— es que el Consejo Celestial no se hubiera planteado hasta ahora la posibilidad de que la Crisálida continuara haciendo de las suyas… A raíz de los últimos acontecimientos, es algo más que probable.

—¿Los últimos acontecimientos? —se apresuró a preguntar el Honorable Yao, tan interesado en las habladurías como cualquier Tinta que se preciase—. ¿A qué os referís?

—Simplemente, a que controlar los rumores que salen de una ciudad tan inmensa, como bien sabrá vuestro clan, es como pretender recoger agua con una cesta de mimbre.

—Mientras nos hospedábamos en su mansión —añadió Cordelia—, el gobernador Delphinstone mencionó el intento de asesinato sufrido por el emperador hace dos semanas.

De inmediato, las cabezas de todos los ministros se volvieron hacia el frente y hasta Zhao Shuren clavó la mirada en sus zapatillas. «Al diablo la sutileza», pensó Marjannah.

—Por muy malcriado que sea, debe de estar aterrado —prosiguió—. Claro que, teniendo en cuenta lo protectores que estáis siendo con él, doy por hecho que nadie habrá deslizado, en sus celestiales oídos, la verdad sobre la muerte de sus padres.

—Majestad. —Yashiro miró a Shinzo, alarmado—. Majestad, ¿qué…?

—La aeronave en la que volaban no fue derribada por una tormenta. Alguien se encargó de acabar con el emperador y la emperatriz.

La taza de la Honorable Qian se hizo añicos, derramando el té sobre el borde de su túnica. Con un giro de su muñeca, dibujó una rúbrica en el aire que hizo que los pedazos se unieran por sí solos antes de regresar a sus manos. Durante unos segundos, nadie dijo una palabra hasta que Zhao Shuren dirigió un «dejadnos a solas, todos» a los eunucos, quienes se apresuraron a obedecerle.

Cuando las puertas claveteadas se cerraron tras ellos, Marjannah se volvió hacia el Honorable Nishiki. Estaba tan callado como los demás, pero el dolor afloraba a sus ojos.

—Ojalá pudiera deciros que os equivocáis, majestad —contestó—. Alguien salió al encuentro de la embarcación de mi sobrino, efectivamente, cuando estaba a medio camino entre Sakatsu y Ruogang, pero ninguna de las aeronaves escolta pudo reaccionar a tiempo… En cuestión de unos minutos, se habían hundido en el océano.

—¿Creéis que pudo ser una emboscada del Enjambre? —preguntó Cordelia. Cuando Zhao Shuren negó con la cabeza, la princesa insistió—: ¿Cómo podéis estar tan seguros? A mí misma me atacaron hace poco esas alimañas. De hecho, de no haber sido por la sultana…

«Vaya, Cordelia —pensó Marjannah, sorprendida—, estamos progresando».

—Lo sentimos, alteza —contestó el regente—, pero entenderéis que existen ciertos detalles que preferiríamos no compartir. Se trata de un asunto muy delicado.

—Ah, Zhao, díselo de una vez si no quieres que lo haga yo —le advirtió el Honorable Yao, pasándose una mano por los tatuajes—. No hace falta que seas siempre tan modesto.

Aquello hizo que su colega frunciera el ceño, aunque acabó suspirando. Marjannah y Cordelia observaron cómo desabrochaba el colgante de su ropa para dejar al descubierto la túnica interior, apartándola después para revelar algo que la sultana ya había visto: una profunda cicatriz cerca de la clavícula izquierda, solo unos dedos por encima del corazón.

«Me dijo que había sido un accidente durante una sesión de entrenamiento —pensó enarcando una ceja en su dirección—. Ahora resulta que los helianos también saben mentir».

—Por la Razón… —dijo Cordelia pasado un momento—. Solo he visto marcas así en los habitantes de los pueblos costeros, al herirse con sus arpones cazando osos marinos.

—Pues no se diferencia mucho de lo que ocurrió —dijo el Honorable Yao—. Zhao se encontraba esa tarde con el emperador; ambos estaban muy unidos y su majestad quiso que lo acompañara a Ruogang. Cuando empezó el ataque, lo protegió con su propio cuerpo hasta que el impacto de un proyectil le hizo caer por la borda. Una de las aeronaves escolta, por suerte, lo recogió antes de que se ahogara…, aunque no consiguieron salvar a nuestros soberanos.

—Yao, déjalo ya —le interrumpió el regente, abrochándose la ropa—. Sé que te encanta recordarme esa historia, pero no es lo que la sultana necesita escuchar hoy.

Marjannah, sin embargo, no había despegado los labios, y no solo por el asombro que le había causado aquella revelación. Estaba acordándose de lo último que le había dicho Itimad antes de que dejara el palacio, algo sobre unas balistas de repetición en las que quería trabajar con la hija de Aixa… «Desde luego, podrían haberlo hecho con un artefacto como ese, aunque no es la clase de arma a la que recurriría un heliano. Y se han puesto demasiado tensos cuando lo he mencionado, como si…».

Pero entonces unió todos los puntos, y la constelación que se dibujó en su mente la dejó sin aliento. El recuerdo de la Seda de Cabo Armisticio, con su piel recorrida por manchas de óxido y sus dedos afilados como puñales, resultaba más vívido que nunca.

—No entiendo nada, Mariana. —El susurro de Cordelia la hizo regresar al presente—. Si esto no tiene nada que ver con tu hija, ¿para qué nos han hecho venir?

—No ha sido cosa del consejo —repuso Marjannah—. Ha surgido de Zhao Shuren, y nadie más debe de saberlo… De lo contrario, ya lo habrían mencionado.

«Cuando los enemigos acechan, la serpiente alada invita a la víbora del desierto a visitar su nido». Como si le hubiera leído la mente, los ojos del regente (qué hermosos y negros eran; no entendía cómo lo había olvidado) atravesaron la sala de audiencias para cruzarse con los de ella.

—Ya habrá tiempo para hablar de todo esto —continuó el Honorable Yao—. La travesía desde Cabo Armisticio es dura y ni siquiera hemos dejado que nuestras invitadas se recuperen.

—He mandado preparar para ellas el Palacio del Esplendor Primaveral —asintió el regente—. Confío en que lo encuentren acogedor.

—¿El palacio de qué? —se desconcertó Cordelia—. ¿No vamos a quedarnos aquí?

—La Ciudad Celestial cuenta con más de cuatrocientas residencias, alteza. —Zhao Shuren dio unas palmadas—. Pediré un palanquín; se tarda demasiado en recorrerla a pie.

—Y no queremos que les suceda nada malo de camino —dijo la Honorable Qian, dejando la taza vacía en una mesa—. Dos miembros de la realeza muertos en una década ya suponen un mal augurio. Cuatro, decididamente…, anunciarían la peor de las catástrofes.

Y tras inclinarse de nuevo, fue la primera en abandonar la sala de audiencias mientras los eunucos que se disponían a entrar tropezaban casi en su precipitación por apartarse.