CAPÍTULO 31

—Si mi hermanastra Aixa me viera entrar aquí, enviaría a tantas guardianas a escoltarme que no cabría ni un alfiler —comentó Raisha cuando Sheng cerró la puerta a una niebla empeñada en seguirles. Eran las diez de la noche, la hora de apogeo de las tabernas, y la situada en una esquina de la plaza del cercano mercado estaba a rebosar—. ¿Seguro de que nadie sospechará que soy…?

—Para hacerlo tendrían que prestarnos atención, pero parecen demasiado entretenidos con las últimas noticias —la tranquilizó el muchacho mientras echaba hacia atrás su coleta—. Créeme, tienen cuestiones bastante importantes de las que charlar.

Aquella noche se les había hecho tarde esperando a Aldashir, cuyas indagaciones lo retenían en Cielo la mayor parte del día, y Sheng le había propuesto bajar a cenar al local donde habían estado encargando la comida. Era la primera vez que Raisha ponía el pie en un sitio así y la curiosidad con que lo contemplaba todo, mientras el muchacho la precedía entre las atiborradas mesitas, casi resultaba tierna. Un mostrador se extendía de lado a lado de la taberna, conectado mediante tuberías a unos barriles apilados contra las paredes de ladrillo, y sobre él traqueteaba una cinta mecánica en la que el propietario colgaba las jarras después de secarlas.

Había una pared entera ocupada por unos reservados, separados mediante mamparas de madera tallada. Los bancos estaban tan desgastados que, cuando la princesa se deslizó en uno, sintió cómo las astillas sueltas se le enganchaban en la toquilla, aunque no bastó para empañar su fascinación. «Qué amable ha sido por su parte traerme aquí».

—¿A qué te referías antes? —quiso saber después de que el camarero, un autómata con apariencia humana en la parte superior del cuerpo y una única rueda en la inferior, se acercara para tomarles nota—. Decías que se había producido algún suceso importante…

—El fallecimiento de un miembro de la Casa Real. No sé si habías oído hablar de la princesa Cordelia, la tercera hija del rey. —Al escuchar esto, Raisha apartó la mirada de la lámpara de cristales rojos suspendida sobre la mesa—. Murió hace unos días mientras sobrevolaba el Mar Espejado; dicen que su entierro tendrá lugar muy pronto.

—¿Murió? —preguntó la chica con los ojos muy abiertos—. ¿La tía de Sebastian?

Por eso debió de marcharse tan precipitadamente mientras hablaban en la Catedral de la Razón. «Esto complicará aún más la misión de Aldashir —reflexionó Raisha, pero enseguida se riñó a sí misma—: No seas tan ruin, ¡ha perdido a una pariente!».

—Pues debía de ser bastante popular entre las clases humildes —comentó mientras miraba a los parroquianos. No había música, risotadas ni juegos de cartas en ninguna mesa; la gente hablaba con las cabezas muy juntas y aire de solemnidad—. Me extraña que en Infierno estén tan apenados por la muerte de alguien que no era el heredero.

—A la princesa Cordelia la conocían mejor que al resto de la familia —dijo Sheng, recostado en el otro banco— y siempre intercedía por ellos cuando había problemas aquí.

—¿Siendo comandante de la Guardia Celestial? ¿Teniendo la oportunidad de pasarse la vida en el distrito de los aristócratas en lugar de en…, bueno…?

—¿En el de las causas perdidas? —ofreció el muchacho—. No sería la primera princesa que se busca problemas por preocuparse demasiado por su pueblo, ¿no te parece?

Aquello hizo ruborizarse a Raisha, pero el camarero regresó en ese momento con lo que le habían pedido (unos pasteles de carne que, según le explicó Sheng, era tradicional acompañar con un vino de Redholm) y empezaron a cenar en silencio, escuchando cómo los camerotienses hablaban de los preparativos del funeral.

—¿Se sabe cómo ha muerto? —preguntó la chica pasado un rato, mientras cortaba un trozo de hojaldre y carne humeante que, para su sorpresa, resultó estar buena.

—He oído decir que fue a manos de unos saqueadores. Es el gremio intermedio del Enjambre, el territorio de los piratas. Los mayores enemigos de Cameroth.

—No tenía ni idea de que aquí también contaran con un Alacrán —se asombró ella.

—Ojalá fuera solamente uno. Bebe un poco más. —Sheng le llenó la copa, que se había vaciado más rápido de lo que esperaba—. Está bastante picante todo.

—Si se ha tratado de un atentado, el rey Reginald no dejará ni una piedra por remover en el Enjambre. No quiero ni imaginar lo que les haría mi madre si me sucediera lo mismo. —Sheng tragó saliva, pero Raisha no se fijó en ello—. Aun así, me cuesta creer que sean peores que nuestros bandidos.

«Oh, por supuesto que pueden serlo —pensó él mientras hacía una seña al camarero, que se había puesto a recoger unos platos, para que les llevara una segunda botella—. Ya tendrás oportunidades de comprobarlo cuando estés con ellos».

La estrategia que se había visto obligado a adoptar no podía ser más burda, pero aquellas condenadas esposas no le dejaban muchas más opciones ni tenía tampoco esencia de cielonocturno, semillas de glicinia acuática ni ninguna de las sustancias a las que recurrían en la Crisálida. Había sido la propia Raisha quien le había dado la idea; Sheng le había oído decir que se mareaba con el olor de una destilería cercana, al no estar acostumbrada al alcohol, y se había asegurado de pedir el más potente que tuvieran en la taberna sin que la chica lo sospechase.

Afortunadamente, también era lo bastante dulce como para que le gustase. Mucho después de haber vaciado sus platos, cuando los demás comensales también habían pasado a las copas y algunos cantaban solemnemente por la princesa fallecida, Raisha ya le había contado tantas cosas acerca de la vida en el Harén que era Sheng quien empezaba a sentir que la cabeza le daba vueltas. Al principio se había dedicado a revolotear de un tema a otro, más locuaz y sonriente de lo que la había visto nunca, pero durante la última media hora se había puesto sentimental.

—Se suponía que tenía que haber un sitio para mí en el Jardín —dijo mientras daba vueltas a su copa vacía. Tenía las mejillas encendidas y la espalda apoyada contra la pared del reservado—. Quiero decir, no por ser la princesa, sino por ser hija de mi madre. Mi madre es nuestra demiurga más poderosa, pero ni siquiera tiene que usar una pulsera. Zafirah dijo una vez que… ¿Sabes quién es Zafirah?

—Tu sobrina —contestó Sheng con paciencia—. Ya me lo has explicado dos veces.

—Mi sobrinastra… porque su madre Aixa es mi hermanastra…, así que supongo que se llamará así. Zafirah me dijo que no era culpa nuestra ser tan torpes —se pasó una mano por la frente—, sino de las expectativas que las demás han puesto en nosotras.

Hacía tiempo que se le había caído el bonete y sus rizos negros resbalaban sobre su blusa. Sheng se sorprendió pensando de repente en lo bonito que era su pelo cuando no se lo recogía ni lo adornaba con cintas, pero apartó aquella idea de inmediato.

—Mi madre es capaz de hacer cualquier cosa con el metal, consigue que reaccione tal y como ella desea…, pero yo no puedo lograrlo ni con el conjuro más simple. Da igual cuánto los memorice; las cosas nunca salen como yo quiero. Nunca consigo hacerlo bien.

—Pero si me tuviste encerrado durante dos días dentro de esa tinaja —contestó un desconcertado Sheng—. Yo diría que lo que escribiste en la tapa funcionó a la perfección.

—¿No te acuerdas de lo que tuve que hacer para sacarte? No conseguí deshacer el conjuro porque me puse nerviosa, y eso es lo que me acaba pasando siempre. Lo echo todo a perder porque la única persona… en la que me resulta imposible confiar… soy yo misma.

La copa se había inclinado peligrosamente en su mano y Sheng la agarró antes de que se le escapara. Algo le oprimía el estómago, algo demasiado parecido al arrepentimiento.

—Seguro que también te he contado lo de la Triple Prueba… ¿Sabes lo que es eso?

—No hace falta que sigamos hablando de ello, princesa. Estoy viendo que te vas a echar a llorar en cualquier momento y el cocinero pensará que ha sido culpa del pastel.

—Es el examen que nos hacen al salir de la Madrasa Real. Para saber en qué facción del Harén deberíamos seguir estudiando. El mío fue un desastre, claro. El peor de todos.

—Bueno, un mal día lo tiene cualquiera. Seguro que ahora lo harías mucho mejor.

—Era el día más importante. El que decidiría nuestro destino. —La chica le dirigió una mirada húmeda por encima de la mesa—. ¿Tenéis algo así en tu escuela de asesinos?

«Algo así. —Sheng apretó los puños bajo la mesa—. Tharmida fue mi Triple Prueba».

—Hice el ridículo más espantoso. Estábamos todas ahí, de pie en la Rotonda… con mis hermanastras examinándonos y mi madre observando cómo lo hacíamos…, y a mí me faltó poco para quedarme fuera. —La voz de Raisha había empezado a temblar—. Sabía que sería un desastre con la espada y los engranajes, pero fallar también en los conjuros…

«Pase lo que pase, Sheng, no falles. —¿Cómo podía seguir sonando tan clara su voz si habían pasado más de cinco años?—. Porque lo perderemos todo si fallas».

—Nunca olvidaré lo que mi hermanastra Wallada le dijo a mi madre… «No es digna de pertenecer al Jardín, no hay ni una chispa de talento en ella. Si quiere servir al Trono del Sol, que lo haga sentándose algún día en él, porque las palabras nunca serán lo suyo».

Como si un miembro de su clan hubiera conjurado la imagen, Sheng se vio devuelto al barrio de los inmigrantes de Tharmida, al patio desde el que había accedido a la casa de los mercaderes helianos. Al almacén en el que había visto desangrarse a los dueños del negocio, después de rasgarles la garganta en la oscuridad. A las callejuelas encaladas (siempre recordaría ese blanco, siempre) por las que había perseguido a sus hijos.

«Si descubren lo que he tenido que hacer por ti, Sheng, será el fin para los dos». Un sollozo de Raisha lo devolvió al mundo real; había roto a llorar sin que él se diera cuenta.

—Pensé que mi madre la mataría… A Wallada, quiero decir, no a mí. Aunque me lo merecía más que ella. —Tenía los ojos tan brillantes que el muchacho casi pudo verse reflejado en ellos—. Por lo menos sirvió para que mi pueblo se hiciera una idea de la clase de sultana que tendrá. La más inútil de Aramat.

—¿Desean algo más los señores? —El camarero autómata había regresado con una servilleta doblada sobre el brazo—. ¿Otro añejo de Redholm, un…?

—Lárgate ahora mismo —murmuró Sheng mientras Raisha redoblaba sus sollozos.

—No importa cuánto me esfuerce: nunca estaré a su altura. No habrá una segunda Marjannah al’Sairahr. —Hundió la cara entre las manos—. Nunca seré como ella.

—¿Y tan terrible te parecería eso? —Cuando Raisha lo miró atónita, Sheng no pudo seguir conteniéndose—. Tu madre no es ninguna santa, princesa. Sabes tan bien como yo que ha hecho cosas horribles y sigue haciéndolas… De lo contrario, no estarías aquí.

—Tú no la conoces como Aldashir y yo. No sabes lo buena que ha sido conmigo, lo mucho que ha cambiado Aramat desde que subió al trono… ¿Crees que decidí sacarte del palacio porque me daba pena que murieras? —La muchacha sacudió la cabeza—. No lo hice por ti; lo hice por mi madre. Porque no quiero que la acaben odiando tanto como a…

Ni siquiera hizo falta que dijera «mi padre». Sheng había captado suficientes retazos de conversaciones con Aldashir para comprender cuánto le dolía a Raisha su propia sangre.

—Esta era la única oportunidad que tenía —la chica se inclinó sobre la mesa, alzando un índice tembloroso— de hacer las cosas bien. El único modo de reconciliarme conmigo misma después de tantos errores. Cuando te pasas la vida sintiéndote un fraude…

—… el perdón más difícil de obtener no es el de los demás, sino el tuyo —concluyó el muchacho, y Raisha se quedó callada—. No eres la única que se ha sentido así.

Y de todas las cosas que le estaban doliendo aquella noche, ninguna lo hacía tanto como haberse dado cuenta, en el peor momento posible, de que la persona a la que estaba a punto de traicionar era la que mejor le había comprendido en toda su vida. Quiso que la tierra se lo tragara cuando Raisha, inclinada aún sobre la mesa, deslizó las manos hacia él.

—Aldashir no hacía más que decirme… que no me fiara tanto de ti. Pero no sabía lo parecidos que somos en el fondo. —La chica siguió observándole unos segundos con ojos empañados antes de decir—: ¿Sabes que nunca me han besado?

—Bueno, me parece que ha llegado la hora de marcharnos. —Sheng se levantó tan deprisa que se golpeó en la cabeza con la lámpara—. Dentro de poco van a cerrar y…

—No, espera. Espera. —Cuando Raisha tiró de su brazo, no le quedó más remedio que sentarse de nuevo—. Necesito saber si eso… se me daría tan mal como todo lo demás.

—Eso no importa ahora, princesa. Has bebido demasiado, ni siquiera deberíamos…

—Por favor… —dijo ella en un tono tan suplicante que Sheng comprendió que no tenía escapatoria. «Hazle caso y todo será más sencillo», pensó mientras se restregaba los ojos. «Unos minutos más de farsa y se acabará para siempre».

Conteniendo un suspiro de resignación, la agarró por la barbilla antes de inclinarse sobre su boca, aunque se detuvo cuando estaba a punto de tocarla. Vio cómo relucían las lágrimas sobre sus pestañas oscuras, cómo temblaban cuando cerró los ojos. «Solo es un beso —se recordó Sheng antes de cerrarlos también, y dejó que sus labios se encontraran con los de ella—. No se morirá porque le des un beso. Ni tampoco tú».

Había imaginado que sabría al vino de Redholm, pero no que las lágrimas hubiesen dejado un regusto tan salado en su boca. Tampoco había previsto que esta pudiese ser tan suave, más que ninguna otra cosa que recordara haber probado, ni que cuando se atreviera a profundizar más en el beso, casi sin percatarse de lo que estaba pasando, Raisha se abriría a él con la misma inocencia con que lo había hecho antes: como si no concibiera la idea de que después de escucharla así, de tocarla así, fuera capaz de hacerle daño.

Solo tenía que ser un beso, solo tenía que durar unos segundos. Sin embargo, cuando el tiempo se puso de nuevo en marcha y los dos se separaron poco a poco, Sheng se quedó mirándola con una expresión que la muchacha no pudo desentrañar, hasta que se levantó para rodear la mesa y deslizarse en el banco a su lado. Sus bocas se encontraron una vez más y todos los ruidos de Brigantia, al unísono, dieron la impresión de apagarse.

En el cubículo pintado de rojo por la lámpara, se bebieron con una urgencia que no hacía más que crecer con cada caricia, con cada movimiento. Las manos de Sheng descendieron por su cuello para posarse en sus hombros, y desde ahí resbalaron hasta su cintura, haciendo tintinear las esposas. La respiración de ella se aceleró cuando la atrajo más hacia sí, y fue en ese preciso instante, con los brazos de la muchacha alrededor de su cuello y su corazón latiendo contra el suyo, cuando comprendió que la tumba que estaba cavando ya era lo bastante grande como para acogerlos a los dos.

«Pase lo que pase, Sheng, no falles», le insistió la voz de sus recuerdos, y se obligó a apartarse de Raisha. Un jadeo escapó de los labios de la princesa, pero durante unos segundos no dijo nada, no hasta reparar en que los dedos de él seguían en su barbilla.

—Lo he hecho…, ¿lo he hecho bien? —preguntó.

—Demasiado bien —dijo Sheng a media voz. Al apoyar su frente en la de ella, sintió el aleteo de sus pestañas contra sus mejillas—. Nadie diría que no eres digna de ser besada.

«Me has herido de muerte con lo que acabas de hacer». Pese a lo cerca que seguían estando, le pareció distinguir un atisbo de sonrisa en los labios de Raisha, aunque no duró apenas: cuando quiso darse cuenta, sus ojos se habían cerrado y su cabeza había caído sobre el hombro de Sheng antes de resbalar por su pecho.

—¿Princesa…? —la llamó en un susurro, pero no obtuvo respuesta. Se había quedado acurrucada en su regazo como una niña—. Princesa —volvió a decir—. Raisha.

Resultaba dolorosamente irónico haber escogido ese momento para llamarla por su nombre por primera vez. Sheng la agarró por los hombros, sacudiéndola con suavidad, y el ruido ininteligible que escapó de su boca le confirmó que el plan había surtido efecto.

—Solo espero que algún día me perdones por esto —hundió la cara en su pelo, como para grabarse a fuego su olor—, aunque no me lo merezca ni en mil años. Ni en mil vidas.

—Eh, amigo —oyó decir desde el mostrador. El dueño de la taberna sonrió mientras señalaba unas escaleras con el pulgar—. Tengo una habitación ahí arriba, por si quiere rematar la faena ahora que esa monada está fuera de combate.

Pero Sheng, sin molestarse siquiera en responderle, dejó unas monedas en la mesa antes de sacar a Raisha en brazos del reservado, intentando ignorar el hecho de que las canciones que aún entonaban a sus espaldas, cuando abrió la puerta con un pie para regresar al neblinoso exterior, continuaban hablando de una princesa muerta.