CAPÍTULO 32
—Por la Diosa, Zafirah, menos mal… —fue lo primero que oyó al entreabrir los ojos. La punzada que recorrió su cráneo le arrancó un gemido y tardó unos segundos en asumir que estaba tumbada; el mundo entero parecía haberse puesto a girar en torno a ella—. ¿Cómo te sientes?
—Me duele muchísimo… la cabeza —contestó en un hilo de voz. Tenía arena entre los dientes y un regusto a bilis espantoso en la boca—. Pero no recuerdo por qué…
—Creo que te alcanzó un sillar, pero al menos sigues entera. —Cuando logró enfocar la mirada, descubrió que la cabeza inclinada sobre ella pertenecía a Dalia, la adoratriz del templo de Armeda. Había otras cinco chicas acurrucadas a su lado, todavía con los ropajes naranjas y rojos con los que las había visto bailar, pero con el maquillaje emborronado debido al llanto—. Espera, apóyate mejor en mí —dijo Dalia cuando quiso enderezarse—. Si te levantas de repente, te marearás otra vez.
Algo ardía sobre su hombro y, cuando Zafirah se restregó los ojos, descubrió que era una antorcha clavada entre unas rocas, lo cual le hizo darse cuenta de dónde se encontraban: en el interior de una especie de cueva. Las lágrimas de piedra que colgaban sobre sus cabezas, por parecidas que fueran a la decoración del Jardín, solo podían haber sido creadas por el agua.
—¿Dónde estamos ahora? —le preguntó a Dalia—. Me acuerdo de haber viajado al templo de Shamaya…, de que hubo una explosión…
—Tenías razón en lo que nos advertiste: la banda del Alacrán planeaba un ataque contra nuestro santuario —susurró una de las muchachas.
—Fueron ellos quienes nos sacaron de entre las ruinas —añadió Dalia—, aunque no precisamente para salvarnos. Nos han traído a caballo hace unas horas, pero no debiste de enterarte de nada… Según les hemos oído decir, nos encontramos en las cuevas de Taifar.
Había un alboroto considerable más allá, donde las antorchas eran más numerosas y el espacio se ensanchaba hasta convertirse en una gruta mayor. Varias docenas de bandidos, vestidos de negro como el Alacrán, charlaban entre montones de cajas de madera, cofres de cuero repujado y sacos de arpillera. Un rincón estaba abarrotado de rollos de seda, junto a los cuales centelleaban unas bolsas con monedas; además de los soles y las lunas aramatíes, había algunas que Zafirah nunca había visto, como las alargadas escamas de Helial, los gruesos soberanos de Cameroth, con el Ojo de la Razón, y hasta discos de madreperla de la República de Paz.
Era difícil precisar cuánto tiempo había pasado inconsciente, pero dedujo que debía de ser de día: un bandido descendía en aquel momento, todavía recolocándose la ropa, de una zona más elevada sobre la que se derramaba un resplandor diferente. La erosión había excavado una abertura allí arriba y Zafirah supuso que usaban aquella zona como aseo, si es que esa gente sabía lo que significaba la palabra. «Las cuevas de Taifar… —pensó mientras Dalia la ayudaba a ponerse de pie—. Eso también salía en el mapa de la biblioteca: estaban al norte de la cordillera de Nesrinush, cerca de donde sorprendí a mi madre con el Alacrán».
A juzgar por el revuelo, su tío no debía de estar ese día en la guarida. Zafirah no era tan ingenua como para esperar que intercediese por ella si descubría quién era, pero estaba preguntándose dónde se habría metido cuando alguien a quien sí conocía se les acercó renqueando. Era el tipo que le había entregado un mapa al Alacrán, al que este se había referido como Hamid; la niña lo identificó por la prótesis de su pierna derecha, rematada por una garra.
—A ver qué me habéis traído esta vez —dijo mientras se deshacía de una gastada capa; la arena que se desprendió de ella delataba que acababa de llegar—. Más vale que me deis una alegría, porque por vuestras madres que vengo de un humor de perros.
Tenía más cicatrices en la cara que todos los demás bandidos juntos, aunque no las habría necesitado para resultar repulsivo. Sus ojos de sapo relucieron cuando comenzó a inspeccionar a las chicas, rodeado por un puñado de hombres a los que parecía hacerles mucha gracia el modo en que estas se estremecían cuando las examinaba más de la cuenta.
—Menos mal que me hicisteis caso, mastuerzos —añadió mientras soltaba el brazo de la temblorosa Dalia—. Os dije que en los templos podríais haceros con remesas más interesantes que las de los caravasares.
—Nunca entenderé esa obsesión con las vírgenes que tienen en Ragapur —comentó otro bandido—; pero, mientras nos sigan pagando, me importarán una mierda sus gustos.
—¿En… Ragapur? —susurró una de las adoratrices—. ¿Significa eso que nos quieren vender a los esclavistas de Sawa?
—Mientras le sigan pagando al jefe —corrigió Hamid a su secuaz—, la auténtica prioridad en estos momentos, hasta que se salga con la suya. Será una manera de recuperarnos de lo de la botica de Aziz; aún me hierve la sangre cada vez que lo recuerdo.
De modo que sus suposiciones eran ciertas, comprendió Zafirah mientras el hombre se dejaba caer sobre una caja: los sacos con polvo de glaucinas que había encontrado en aquel sótano, durante la incursión con Salma y Samra, estaban destinados al Alacrán. «¿Cuánto tiempo llevan haciendo de las suyas en Sairayat? El contrabando en los bazares, un gul enjaulado en una tienda…, hasta lo de esas cabezas de trapo que les arrojaron a Marjannah y Raisha».
—Ya habrá ocasión de sacar a Aziz de las mazmorras —siguió Hamid— y darle el recibimiento que se merece. Ahora que lo pienso, tal vez podríamos reservarle alguna chica; tenemos suficientes como para sacar una buena tajada de…
—Nosotras no somos algo de lo que se pueda «sacar tajada». No somos mercancía.
La voz que sonó detrás de Zafirah le hizo darse la vuelta. Una de las adoratrices, con la barbilla alzada, había dado un paso adelante.
—No somos mercancía —repitió más despacio. Era la muchacha llamada Khamila a la que la sacerdotisa había regañado después del ritual—. Nuestras familias se cuentan entre las más poderosas de los emiratos del norte. Cuando llegue a sus oídos lo que habéis hecho, desearíais no haberos acercado a Armeda jamás.
—Es curioso que menciones a vuestros parientes —comentó Hamid—. No pareció importarles demasiado lo que os sucediera cuando os entregaron al templo.
—¡Consagrarnos a Shamaya es un honor! En cuanto entramos a su servicio, nos volvimos tan sagradas como la Diosa. Ni siquiera tenéis derecho a tocarnos.
Los bandidos no pudieron contener la risa, lo que hizo encogerse aún más a las chicas. Hamid fue el único que no se sumó a ellos, aunque esbozó una sonrisa.
—Pues te tocarán bastante a partir de ahora, preciosa, y en sitios de los que a lo mejor ni siquiera has oído hablar. —Sus secuaces se pusieron a silbar—. Quién sabe, puede que te guste y todo. Quizás hasta acabes agradeciéndonoslo tanto a nosotros como a tu diosa.
—Nadie me va a hacer nada que yo no quiera. Prefiero morir antes que permitirlo.
Otras dos muchachas asintieron, aunque tenían los ojos llenos de lágrimas. Zafirah se acurrucó más contra Dalia cuando Hamid, pasados unos segundos, se levantó de la caja.
—Un discurso admirable —aseguró mientras se acercaba a Khamila—. Me imagino que habrán sido esos parientes tuyos quienes te han inculcado sus antiguos valores. El arrojo de las mujeres norteñas en tiempos de guerra ha dado bastante que hablar. —Entonces sacó algo de su blusón, y la chica abrió mucho los ojos cuando lo puso en su mano—. Pues muere entonces, si tantas ganas tienes.
Pese a estar un tanto mellada, la hoja brillaba de manera inconfundible. Zafirah la reconoció enseguida: era una daga curva de Hafayah que Aixa le había enseñado a lanzar.
—¿No estabas dispuesta a inmolarte hace un momento? —El bandido extendió los brazos mientras paseaba una mirada a su alrededor—. ¿Crees que alguno de nosotros moverá un dedo para impedírtelo, teniendo tantas chicas con las que llenarnos los bolsillos?
—No sé, Hamid —dijo uno de sus hombres, apoyado en una tinaja cercana—, un culo así no debería desaprovecharse. Además, ya la has oído: es sagrado y todo eso.
El aturdimiento con que Khamila se había quedado mirando el arma aumentó más si cabe el alborozo general. Sacudiendo la cabeza, Hamid se volvió hacia las muchachas.
—Si alguna está interesada en hacer lo mismo, que nos lo diga cuanto antes. Se tarda una eternidad en cavar una fosa aquí dentro, así que podríamos aprovechar para… —Pero el grito de los bandidos le hizo girar sobre sí mismo en el momento en que Khamila se precipitaba hacia él.
Zafirah solo tuvo que ver cómo blandía el arma para adivinar que no serviría de nada; en cuestión de segundos, un hombre se la había arrebatado y otro se había apresurado a inmovilizarla. Mientras la chica se revolvía como una fiera entre sus brazos, Hamid la observó con una extraña expresión en el rostro, hasta que se acercó poco a poco a Khamila.
La bofetada que le sacudió resonó en toda la cueva, y a Zafirah no le habría extrañado que alguna estalactita se desprendiese de las alturas. Su manaza dejó una marca roja en la mejilla de la muchacha, que se tambaleó entre los brazos de su captor.
—Empiezo a pensar que me he equivocado contigo: los razonamientos no parecen servir de gran cosa. —Pese a que el pelo le cayera sobre la cara, todas entrevieron que lo que ardía en los ojos de Khamila no era el miedo, sino el desprecio—. Habrá que hacértelo aprender de otro modo.
—Déjamela a mí, Hamid —pidió el que la sujetaba de la cintura—. Me encargaré de que esa boquita suya esté demasiado ocupada para cacarear.
—Creo que será mejor recurrir a una solución permanente. A fin de cuentas, sabemos para qué la quieren y dudo que a su futuro amo le importe mucho lo que tenga que decir.
Alargó una mano para que le devolvieran la daga y mientras los bandidos hacían arrodillarse a Khamila, que por primera vez parecía asustada, otro se puso a forcejear con ella hasta conseguir que abriera la boca. Hamid acercó entonces el arma a su lengua, pero la niña no pudo ver nada más; «no mires, Zafirah», susurró Dalia apretándola contra su pecho antes de que los gemidos de Khamila, inarticulados hasta entonces, se convirtieran en un chillido que le hizo cerrar los ojos con fuerza.
«Esto es lo que sucedía en el Harén en tiempos del anterior sultán. Daba igual que sus mujeres estuviesen cubiertas de joyas, que durmiesen en alcobas preciosas… Para mi abuelo, no eran más que mercancía, como lo somos nosotras ahora. Como lo seríamos para mi tío». Si antes había estado decidida a ayudar a Marjannah, aquello avivó en el interior de Zafirah una determinación que nunca había sentido. Las demás chicas habían roto a llorar y Dalia la había apretado más contra sí, y fue al tenerla tan cerca cuando sintió una presión, cerca de su cintura, que le hizo contener el aliento.
Se había olvidado por completo de su escarabajo mecánico. Los bandidos tampoco debían de haber reparado en él, porque seguía estando a salvo dentro de su ropa interior.
—Poned una daga al fuego enseguida. —La voz de Hamid sonaba muy lejana de repente, y cuando echó un vistazo por detrás de Dalia, vio que Khamila no era más que un fardo gimoteante en el suelo—. Si se nos vuelve a desangrar alguna, el jefe nos molerá a palos, aunque lo estuviera pidiendo a gritos.
—¿Y a esta mocosa qué le pasa? —refunfuñó otro bandido cuando Zafirah dio un paso hacia ellos. Dalia trató de agarrarla, pero no se detuvo—. ¿Es que quieres que te cortemos la lengua también a ti?
«Ya que están tan seguros de que eres una mocosa, te creerán si actúas como tal».
—Me…, me estoy haciendo pis —se atrevió a responder—. Por el miedo.
—Pues te aguantas. Dioses, esto es lo que pasa cuando traemos niñas —el hombre negó con la cabeza, exasperado—, que se nos convierten las cuevas en una puta guardería.
—Es que me lo voy a hacer encima… y me daría mucha vergüenza. Además, aquí es donde estamos todos y no quiero… —Pero Hamid, resoplando como un toro, la agarró del pelo para conducirla en la dirección que la pequeña deseaba: la parte más elevada de la cueva por la que había visto bajar antes a un bandido.
Cuando alcanzaron el diminuto hueco abierto entre las rocas, Zafirah vio que había un cubo de madera en él, al lado de un montón de paja. Hamid la soltó con tanta energía que a punto estuvo de rodar por el suelo, pero consiguió agarrarse a tiempo a una piedra.
—Ni se te ocurra comentar nada sobre los baños de tu templo —le ordenó— porque no estoy para tonterías. Haz lo que tengas que hacer, y te lo advierto —se agachó ante la niña para mirarla a los ojos—: no pienses siquiera en intentar nada raro.
Zafirah negó con la cabeza, intentando parecer lo más asustada posible, y Hamid se puso en pie con otro gruñido. Fue arrastrando su pata de palo hasta la entrada del hueco, donde se quedó de pie con las manos en la cintura; y tras acercarse al cubo, Zafirah se aseguró de que no estaba prestándole atención antes de alzar la mirada.
Tal como había imaginado, aquella parte de la cueva comunicaba con el exterior: un retazo de cielo se distinguía allí arriba, tan pequeño que costaba creer que fuera real. «Solo tengo unos segundos —pensó mientras se levantaba la ropa—, pero bastaría para conseguirlo si Salma y Samra han hecho las cosas tan bien como de costumbre».
Los versos que las gemelas habían grabado en el escarabajo apenas eran visibles en la penumbra, pero Zafirah trató de recordar lo que le habían explicado. Había un conjuro de transmisión alrededor de los ojos para que pudiera grabar su voz…
—Esto… —Cuando apretó uno de los ojos, se oyó un ruido de engranajes que la hizo pegarse más a la pared—. Esto es un mensaje para Itimad al’Sairahr de parte de su sobrina. Estoy en peligro.
No pudo evitar mirar por encima de su hombro, pero Hamid no parecía haber oído nada extraño: se había puesto a ladrar órdenes a sus secuaces mientras Khamila continuaba sollozando.
—Estoy en las cuevas de Taifar en manos de unos bandidos. La gente del Alacrán me atrapó en el templo de Armeda… —Recordándose a sí misma que no había tiempo para más, se limitó a añadir—: He descubierto quién es, tía. El Alacrán es…, es tu hermano Sharr.
Podría haber dedicado ese tiempo a suplicarles que la fueran a rescatar, pero Zafirah había comprendido que existían cuestiones más apremiantes. «Esto es lo que Marjannah haría, y también Raisha. Porque Aramat importa más que lo que pueda ocurrirme».
—Sharr sigue vivo porque mi madre le ayudó a escapar. Todavía sigue ayudándole, a espaldas de Marjannah y el Diván. Los escuché hablar en la cordillera de Nesrinush la noche en que… —Pero un ruido apenas perceptible, que identificó como el de un cilindro rotatorio al detenerse, le hizo saber que ya no podría grabar nada más.
—Para estar muriéndote de ganas de mear, te lo tomas con calma —oyó decir a Hamid. Cuando se volvió de un salto, escondiendo el escarabajo entre las manos, vio que empezaba a impacientarse—. ¡No tengo todo el día, ya te lo he dicho!
—Enseguida acabo —prometió la niña, y en cuanto le dio la espalda, recorrió con un dedo el borde de las alas metálicas, donde estaba grabado el conjuro de vuelo, hasta localizar otro resorte que hizo que el autómata las desplegara a ambos lados.
Zafirah lo soltó entonces, con el corazón golpeándole las costillas. El escarabajo dio unos bandazos de una pared a otra, aleteó a su alrededor hasta conseguir orientarse y, tras unos segundos en los que temió que todo se fuera a pique, echó a volar hacia las alturas. Se escapó a través del diminuto hueco abierto entre las rocas, dibujando una estela de luz dorada a su paso, y la chiquilla contempló cómo desaparecía con la angustiosa certeza de que su única esperanza, igual de pequeña y reluciente, lo hacía a la vez que él.