CAPÍTULO 33
Seguía lloviendo a mares cuando Marjannah y Cordelia, tras instalarse en el Palacio del Esplendor Primaveral que Zhao Shuren había hecho preparar para ellas, subieron al palanquín que había enviado a recogerlas. Al parecer, el emperador se encontraba un poco resfriado («Lo has asustado para el resto del año», dijo Cordelia al saberlo) y el regente las invitaba a cenar con él en un pabellón de los jardines.
—Nunca lo reconocerá, pero está encantado de tenernos aquí —comentó Marjannah mientras recorrían una de las avenidas perfectamente rectas que separaban los diferentes recintos del complejo. Los farolillos de los eunucos, que se balanceaban en sus manos como globos de luz, iluminaban las serpientes de oro incrustadas en los muros, tan rojos como todos los de la Ciudad Celestial—. Puede que parezca ceremonioso como el que más, pero a Zhao siempre le han agotado estas parafernalias. Nuestra llegada debe de haber sido un soplo de aire fresco para él.
—En Cameroth tenemos una expresión, «sentirse el último piñón de un engranaje», que me describe muy bien ahora mismo —replicó Cordelia, recostada entre los cojines del palanquín—. Casi me dan ganas de regresar a mi alcoba para que podáis coquetear a gusto.
—No me has visto coquetear aún, alteza. Créeme que lo recordarías si fuera así.
—¿Se supone que eso es una amenaza, serenísima majestad? ¿Voy a tener que dormir con tapones en los oídos por si el Regente Imperial decide hacerte una visita?
—Pues lo cierto es que no pensaba en él, pero no te lo recomiendo. Te daré un susto de muerte si me meto entre tus sábanas sin que me oigas. —Y cuando Cordelia la miró con los ojos muy abiertos, la sultana siguió diciendo—: Las noches son mucho más desapacibles que en Aramat y no querrás que me ponga mala como el pobre emperador.
—Ah, serás… —Marjannah no pudo contener la risa al verla ruborizarse—. ¿Es que no te cansas de ser tan escandalosa? ¿Sigues siendo incapaz de tomarte nada en serio?
—Que yo recuerde, no te molestaba tanto hace años. Protestabas sin parar, te ponías tan roja como ahora, pero en el fondo te encantaba que fuera irreverente. Igual que a Zhao.
—Hace años no estábamos en esta situación, Mariana. A mí no me había desterrado mi padre y tampoco habían secuestrado a tu hija. Creo que esto sí es para ponernos serias.
Cordelia se había quedado mirando la serpiente más cercana, sobre la que seguían resbalando riachuelos de lluvia. Al no obtener respuesta, se giró hacia la sultana y le sorprendió descubrir que la risa se había apagado en sus ojos.
—Lo siento, no tendría que haber… —Alargó una mano hacia ella, pero no se atrevió a tocarla—. No me hagas caso —dijo en voz baja—. Ya sabes que soy una bruta.
—No importa —contestó Marjannah, y pasado un momento, añadió—: En realidad, estoy aterrorizada…, pero dejar que los demás se den cuenta solo me haría más vulnerable.
Durante unos minutos ambas guardaron silencio, atravesando una avenida tras otra entre el eco de las suelas de madera de los eunucos. Las rúbricas con las que hacían que el palanquín se desplazase por el aire arrancaban destellos azules a los charcos del suelo.
—Recuerdo una noche espantosa, poco después de convertirme en sultana… —dijo Marjannah por fin, y Cordelia la miró, aún algo avergonzada—. Los emires de Tharmida, Hafayah y Qa’Ifar se habían negado a someterse, asegurando que había acabado con mi esposo a instancias del Culto de Shamaya, y estábamos al borde de la guerra civil. Llevaba horas reunida con mi Diván, la cabeza parecía a punto de estallarme… y Raisha no dejaba de llorar. Debía de tener cuatro o cinco meses y ya no sabía qué hacer para que se calmase.
—¿Y por qué no se la entregaste a las niñeras? —se extrañó Cordelia—. Es lo que mi madre hacía con Elaine, Igraine y conmigo… Ninguna casa real se plantearía otra cosa.
—Pero ella era todo lo que tenía… Es todo lo que tengo, incluso ahora —se corrigió Marjannah a sí misma; los ojos le brillaban—. Durante aquellos días en los que todo estuvo a punto de irse a pique, Raisha siguió en mis brazos y, en cierto momento, me acuerdo de que pensé: «¿Cómo voy a sujetar las riendas de un sultanato si ni siquiera soy capaz de cuidar de mi propia hija? ¿Cómo pareceré poderosa ante mis súbditos si no consigo que deje de llorar, si estoy fracasando en lo que todo el mundo da por hecho que he nacido para hacer?». Tenía dieciocho años y estaba perdida, tan perdida… y tan asustada…
Mientras hablaban, el palanquín había doblado a la derecha y, tras cruzar una puerta redonda coronada por un alero, se había adentrado en la esponjosa espesura de los Jardines Imperiales. Olía a tierra húmeda y a plantas desconocidas, y la lluvia tocaba una melodía intermitente sobre los nenúfares de un estanque atravesado por un puentecillo de madera.
—¿Y cómo encontraste una solución? —preguntó la princesa al cabo.
—No la encontré —reconoció Marjannah—. Solo fingí estar segura de mí misma y todos se lo creyeron, y rebelarse ante alguien a quien ya no consideras vulnerable requiere un valor que los primos de Khaseem no tenían. —Tras respirar hondo, añadió—: Puede que lleve tanto tiempo poniéndome esta máscara que nadie sepa reconocer ya mi verdadero rostro. Cuando me asomo cada mañana al balcón, lo único que mi pueblo ve es a una tirana sedienta de sangre, un monstruo que ignora lo que son los escrúpulos… Ese es el precio que he tenido que pagar: que mi nombre y mi memoria sean arrastrados por el barro.
—Pero yo te vi más nerviosa que nunca cuando me presenté en tu palacio. Estabas muerta de miedo después de recibir ese mensaje de Zhao Shuren invitándote a venir aquí.
«Porque tú siempre has sido mi excepción». Para entonces, habían acabado de cruzar el puentecillo y los eunucos, tras detener el palanquín en la orilla de enfrente, se inclinaron ante ellas mientras Zhao Shuren salía del pabellón para recibirlas. No era muy diferente del que Marjannah tenía en sus jardines, aunque estaba rodeado por unas mamparas rojas con adornos tan intrincados que, al dejar pasar la luz del interior, parecían recortados en papel.
Mientras otros eunucos servían unas bandejas de laca con la cena (raíces de loto con arroz blanco, pato asado con brotes de bambú, sopa de nido de pescador nocturno y una docena de exquisiteces más), su anfitrión les habló de los últimos problemas que había afrontado como Regente Imperial, relacionados sobre todo con la administración del complejo palaciego y el funcionamiento de las residencias de las mujeres. Al parecer, el difunto emperador Nishiki contaba con medio centenar de concubinas a las que Zhao Shuren no había querido despachar a sus antiguos hogares.
—No creo que le diera tiempo a visitar ni a la mitad, así que no es de extrañar que no hubiese más herederos —comentó entre el repiqueteo de la lluvia contra las mamparas—. Algunas siguen sin adaptarse a este lugar, aunque lleven más de una década viviendo en él. Supongo que la Ciudad Celestial nunca ha tenido compasión con los extraños, sobre todo desde que siente que la hemos invadido.
—Sigo sin entender cómo lo consiguieron —dijo Cordelia mientras se peleaba con sus palillos—. Arrancar un palacio de sus cimientos para trasladarlo de una isla a otra, después de que el Clan de la Madera sustituyera al del Hierro en el trono…
—Un palacio del tamaño de una ciudad entera —precisó la sultana—. Puede que mi Harén supiera cómo hacerlo, aunque sería pieza a pieza, y con maquinaria mágica. Si lo que se cuenta es cierto, no usaron nada más que el heli combinado de seis islas diferentes.
—Lo cual demuestra lo fuertes que podemos ser mediante la unión. Por desgracia, no es algo que a las islas norteñas les apetezca recordar, ni tampoco a la propia Ciudad Celestial, a juzgar por las cosas que están ocurriendo desde el cambio de dinastía.
—No iréis a decirnos que sois de los que creen que esto está encantado. —Cordelia se quedó tan perpleja que olvidó sus palillos—. El Priorato de la Razón asegura que todas esas historias de almas en pena, susurros de ultratumba y demás solo son cuentos helianos.
—Ojalá pudiera estar de acuerdo con ellos, pero llevo demasiado tiempo residiendo aquí.
Cuando el regente se estiró para servirse más arroz, el movimiento hizo que las serpientes bordadas en sus mangas dieran la impresión de nadar a través de la seda roja.
—Se han producido sucesos extraños durante los últimos sesenta años…, aunque no de los que implican a almas en pena. Muchos sirvientes han perdido objetos que tenían en la mano, se han encontrado de repente en alcobas situadas al otro lado del complejo, han cruzado puertas que desaparecían a sus espaldas… —El regente sacudió la cabeza—. Los más sensatos aseguran que es un eco del heli usado aquí durante siglos, como las ondas que provoca un guijarro arrojado al agua.
—Y los que no son tan sensatos pensarán otra cosa —contestó la sultana—. Si han pasado sesenta años desde que comenzó, la causa solo puede estar en el Hierro.
—Pero si acabamos de decir que esa dinastía se extinguió —se extrañó Cordelia—. Su historia concluyó a la vez que la de la isla de Shaowa… Ya no queda nada de esa gente.
—En el sentido corporal, supongo que no —reconoció Zhao Shuren—, pero fue el Hierro quien construyó esta ciudad, y algunas plantas no se dejan injertar así como así en suelo ajeno. Contaminan toda la tierra a su alrededor, llegando a estrangular incluso a las especies que las rodean. —El regente miró entonces a Marjannah—. En realidad, esa es la razón por la que te pedí que vinieses, aunque me haya sido imposible explicártelo antes.
Aquel cambio en su modo de hablarle (Zhao Shuren solo la tuteaba cuando lo recibía en su alcoba, durante las noches que compartieron en Cabo Armisticio) le confirmó a Marjannah que había dado en el clavo. Tras apoyar los palillos en un soporte lacado, dio una orden que hizo que los eunucos abandonaran silenciosamente el pabellón.
—Me imagino —continuó cuando estuvieron a solas— que no hay ningún emirato de Aramat ni ningún condado de Cameroth que no esté al corriente de lo que pasó. El Gran Maremoto también afectó a las costas de Occidente, aunque no tanto como a Helial.
—Deberías haber visto cómo estaba la bahía de Tharmida cuando subí al trono —contestó Marjannah—. De no ser por los muelles mecánicos, no se habrían recuperado nunca.
Fue entonces cuando acabó la Era de la Madre para la República de Paz, otra de las grandes afectadas por el desastre, y comenzó la Era de la Prometida, una encarnación que había demostrado ser mucho más caprichosa y destructiva que su predecesora.
—Vuestro archipiélago se puso de acuerdo para alzar el vuelo a la vez —respondió Cordelia—. Canalizasteis el heli de todos los clanes para salvar a las islas antes de que las destruyera el oleaje…, pero dejasteis a una atrás.
—Las de Maishanji, Leizu, Ruogang, Sakatsu, Kiyasato y Tagani fueron arrancadas del lecho marino —siguió diciendo Marjannah—. De Shaowa, en cambio, solo os llevasteis la Ciudad Celestial, la capital de los antiguos emperadores. El Clan del Hierro se extinguió al ser abandonado a su suerte.
—Veo que estaba en lo cierto: toda Gaiatra recuerda lo que sucedió ese día —Zhao Shuren sonaba extrañamente cansado—, pero no estoy tan seguro de que sepa los motivos.
—El Priorato asegura que el Clan del Hierro «permitió que la magia lo corrompiera de una manera aberrante» —contestó Cordelia—. Suena muy propio de ellos, la verdad…
—Y por una vez, alteza, debo darles la razón. Los Hierro fueron durante siglos los más poderosos del archipiélago, porque su dominio de los metales los convirtió en los amos y señores de la guerra. La seda no tenía nada que hacer ante el oro, la tinta no era rival para la plata, el papel y el bambú se rasgaban bajo el bronce. Consiguieron domar incluso al propio hierro, el enemigo natural de la magia, y por eso escogieron su nombre entre todos los demás metales. Mientras ocuparon el Trono de las Seis Serpientes, de las Siete Serpientes por entonces, no hubo nadie que se atreviera a plantarles cara… hasta que los otros clanes, horrorizados por las abominaciones que estaban llevando a cabo, decidieron servirse del Gran Maremoto para escapar de su yugo.
—¿Las abominaciones? —se extrañó Cordelia—. Entiendo que quisieran rebelarse ante unos tiranos, pero… ¿qué pudieron hacer que fuese tan terrible?
Al no recibir respuesta, la princesa miró a Marjannah, pero esta se había quedado abstraída. Una única imagen danzaba en su mente: unas planchas de hierro oxidado, tan grandes como el aeródromo del palacio, colocadas a modo de puertas sobre unas rocas azotadas por el oleaje. Casi le parecía sentir el tacto gelatinoso de las algas, el crujido de los moluscos adheridos al promontorio…
«Cruzaste un umbral muy peligroso esa noche, pequeña. —Aunque fuese un mero recuerdo, el eco de aquella voz le atenazó el alma—. Más de lo que puedas imaginar».
—¿Fue la última emperatriz del Hierro quien ordenó hacer esas cosas? —oyó decir a Cordelia—. ¿La que murió durante el maremoto con toda su familia?
—La Emperatriz Celestial Unalara —respondió la sultana—. Tan poderosa que su espíritu aún mora en las ruinas subterráneas de Shaowa, debajo de unas puertas que solo su clan podía abrir…, o eso es lo que se dice.
Sus dedos invisibles arañando las paredes herrumbrosas, el pulso de una magia que no había muerto con ella. Marjannah había escuchado suficientes cosas sobre Unalara para saber que debería temerla, pero la necesidad de desentrañar los secretos de las rúbricas helianas había superado a su prudencia. «Os necesito, majestad —le había dicho esa noche, en los antiguos laboratorios convertidos en escombros mohosos—. Necesito el poder de los vuestros para conseguir salvar a los míos».
—Algunos ancianos todavía recuerdan cómo Xian Unalara pedía ayuda a gritos, desde el cráter que había dejado la Ciudad Celestial, antes de que las olas se la tragaran —siguió susurrando Zhao Shuren—. Aunque ocurriera mucho antes de mi nacimiento, no hay un día que no me pregunte, al ver al emperador Nishiki en el nuevo trono, si aquello no fue un crimen peor que los del Hierro.
—Por eso os lo están haciendo pagar —contestó Marjannah—, y no me refiero solo a los sucesos extraños del palacio. Fue el Hierro quien acabó con el padre del emperador.
Instintivamente, Zhao Shuren se llevó una mano al pecho, donde sabía que estaba su cicatriz, y no necesitó más para comprender que estaba en lo cierto.
—Esos proyectiles con los que derribaron su aeronave… ¿quiénes los arrojaron?
—Nadie, Marjannah, ese es el problema. Salieron de la nada mientras atravesábamos un banco de nubes, destrozaron nuestras velas en segundos… y, una vez que acabaron con el emperador Nishiki y su esposa, desaparecieron con la misma rapidez. —Zhao Shuren se frotó la frente—. No se diferencia mucho del ataque sufrido por su hijo, sobre el cual ya os informó Delphinstone.
—Esperad, esperad un momento. —Cordelia levantó las manos—. ¿Estáis diciendo que un superviviente del Hierro, alguien capaz de mover metales mediante el heli, es quien está tratando de exterminar a los Nishiki? ¿En venganza por lo que hicieron a su clan?
—No existen supervivientes, Cordelia —le recordó la sultana. «Y Unalara ya no es más que un fantasma, incapaz de comunicarse con todo aquel que carezca de los deseos de un yinn».
Hasta que no advirtió cómo la miraba la princesa, no entendió que aquello debía de estar recordándole al ataque sufrido por el Ave Fénix y a lo que Marjannah le había dicho sobre su afinidad con el metal. «Lo que me faltaba», se resignó.
—Estamos haciendo cuanto está en nuestra mano por averiguarlo —les aseguró el regente—, pero no descartamos que se produzcan más atentados y, desde que supe que la princesa Raisha había sido secuestrada, no me quito de la cabeza que…
—Zhao, el heliano que se coló en mi palacio era un Seda —dijo Marjannah—, por eso necesito hablar con tu tía acerca de la Crisálida. Por poderosos que fueran los Hierro, su poder no les permitía cambiar de apariencia como hacen los habitantes de Leizu.
—Puedo acompañarte mañana a hablar con ella —se ofreció él—. Mi aeronave es una de las más rápidas de la corte; en menos de veinticuatro horas estaremos de vuelta.
—Hay algo más… Cuando estaba en Cabo Armisticio, me encontré con una férrica.
Tal como Marjannah había imaginado, el apuesto rostro del regente se descompuso al oír aquello. Nada de lo que habían hablado, de hecho, lo había descolocado tanto.
—¿Qué estás diciendo? ¿De dónde has sacado que era…?
—La vi transformarse con mis propios ojos al presionarla más de lo que debía. Está en uno de los burdeles, cerca de la residencia del gobernador…, un sitio al que solo acudí para recabar información sobre el secuestrador de Raisha —aclaró la sultana cuando Cordelia, con el ceño fruncido, rehuyó su mirada.
—Pero no tiene sentido. —Zhao Shuren seguía perplejo—. Sabes que los férricos desaparecieron a la vez que el Hierro… y, de nuevo, por nuestra culpa.
—¿Puedo preguntar qué son esas cosas? —dijo la princesa en tono malhumorado.
—El resultado, alteza, de las abominaciones de las que hablábamos. Entre los experimentos que la emperatriz Unalara realizó en sus laboratorios, estaba el de modificar el aspecto de una persona sirviéndose del metal y para ello decidió ensayar con la familia Li, uno de los clanes más humildes de Shaowa. Nadie sabe qué hizo con ellos, pero los que sobrevivieron al Gran Maremoto apenas podían considerarse humanos. Unalara los había destrozado convirtiéndolos en monstruos, criaturas de carne y de metal a la vez…
«De hierro —pensó Marjannah—, el mismo que usaba en sus experimentos. Una clase de hierro más peligrosa que ningún metal que haya existido, porque no actuaba como una barrera frente a la magia: en lugar de eso, la potenciaba como nada lo había hecho hasta entonces».
—Acabáis de decir que se extinguieron, pero ahora aseguráis que no murieron durante el maremoto… Por la Razón —dejó escapar Cordelia—, ¿qué hicisteis con esa gente?
—Si el Consejo Celestial decidió aniquilarlos, fue por piedad —explicó Zhao Shuren—, aunque no todos los clanes estaban de acuerdo. Los Seda y los Tinta nos negamos, pero los demás votaron a favor… y el hecho es que ahora, medio siglo después, tenemos otra vez entre nosotros a quienes convirtieron a los Li en unos demonios, martirizados hasta más allá de la locura. —Tras aguardar unos segundos con la mirada perdida, el regente observó a Cordelia—. Rezaré a las Seis Serpientes, alteza, para que tengáis razón y todo esto no sean más que cuentos de fantasmas. Porque no es la posibilidad de que el Hierro regrese lo que nos atemoriza: es el convencimiento de que nunca se marchó.