CAPÍTULO 35

La ciudad de Ragapur, la capital del reino de Sawa, descansaba en una hondonada abierta en las montañas de Furaq como un nido cobijado entre el ramaje. Decían de ella que era el primer asentamiento de Occidente, que ya era antigua cuando los ancestros de los Sairahr y los Darlington se repartieron el continente, y Zafirah no pudo evitar preguntarse, mientras la banda del Alacrán la hacía desmontar delante de la muralla, si no tendría más años que la propia cordillera. Solo hacía media hora que había salido el sol y el cielo continuaba envuelto en gasas amoratadas, pero sus sillares resplandecían como el oro; unos torreones cilíndricos flanqueaban las puertas, rematados por pabellones con cúpulas, y un friso de cerámica esmaltada ocupaba el tercio inferior de la muralla. Los adornos de color púrpura que lo recorrían eran armelias, la flor convertida en el emblema del reino sawita y la que solían usar, además, en sus ceremonias funerarias.

Darse cuenta de aquello le atenazó el estómago, pero Hamid le dio un empellón para que siguiera caminando, detrás de Dalia y sus compañeras, hacia una tienda instalada a los pies de la muralla. Dos hombres montaban guardia a la entrada, apoyados en unas lanzas con borlas doradas.

—Hoy habéis llegado por los pelos, Hamid —saludó uno.

—Dos de esos condenados caballos nos han jugado una mala pasada —rezongó el bandido, tirando del brazo de Zafirah—. Debían de estar enfermos cuando nos pusimos en camino, pero no lo notamos hasta que era tarde. Hemos dejado a los otros para el arrastre…

—Bueno, al menos ha merecido la pena. —Los oscuros ojos del guardia brillaron al observar a las adoratrices—. Menudo muestrario de sedas habéis traído esta vez, ¿eh?

—Un cargamento estupendo —asintió Hamid—. Creo que a tus señores les encantará.

Por toda respuesta, el guardia esbozó una sonrisa torva antes de apartar una cortina. El grupo fue conducido entonces al interior de la tienda, que resultó ser bastante mayor de lo que Zafirah había imaginado; una sucesión de lonas descoloridas la protegía del viento, aunque este seguía colándose por las rendijas, al igual que el mortecino resplandor del alba. Las tarimas que se extendían a ambos lados debían de servir para exponer la mercancía, porque ya había tantas personas sobre ellas que no pudo evitar acordarse de la muchedumbre reunida cada mañana ante el palacio de Sairayat.

«No hay muestrarios de sedas —pensó mientras Hamid las empujaba hacia una de las tarimas. Casi todos sus ocupantes eran mujeres, aunque también había un par de hombres musculosos y hasta algunos ancianos—. Las sedas somos nosotras, porque se supone que nada de esto está ocurriendo».

—La sultana Marjannah no puede estar al corriente de lo que hacen aquí —oyó susurrar a Dalia a sus espaldas—. ¡Creía que la esclavitud estaba prohibida en Ragapur…!

—Ese es el problema —susurró la niña—, que no lo hacen en Ragapur, sino a sus puertas. Mientras no suceda dentro de las murallas, ningún decreto de la sultana impedirá… —Pero un nuevo empujón de Hamid le hizo guardar silencio y no le quedó más remedio que subir a una tarima, detrás de la silenciosa y demacrada Khamila.

Una vez en ella, unos sawitas dividieron a las recién llegadas en dos grupos: las adoratrices fueron colocadas en el centro, junto a dos mujeres de su misma edad, mientras que Zafirah (la única niña, o eso le pareció) se quedó con Hamid en el extremo de la izquierda. Para entonces, el morado que se distinguía entre las lonas se había aclarado aún más y no tuvieron que esperar demasiado hasta que unos empleados apartaron la cortina, permitiendo el paso a los primeros compradores del día.

Incluso en la distancia, el bronceado de sus rostros le recordó a Zafirah a los sillares de la muralla. Todo Ragapur estaba hecho de oro: cada joya de sus habitantes, cada ropaje.

—Presta atención a lo que tienes delante, mocosa, porque acabarás agradeciéndonoslo —dijo Hamid en su oído—. En ningún otro mercado, ni siquiera en tiempos del difunto sultán, habrías podido caer en mejores manos.

Pese a haber pasado toda su vida en palacio, Zafirah no recordaba haber visto unas sedas como aquellas, tan cargadas de bordados que parecían de oro fundido. Su corte no se diferenciaba demasiado de las de los nobles de Aramat, aunque los turbantes de aquellos hombres eran más aplastados, con aspecto de bandejas recubiertas de tela, y estaban adornados con una sarta de perlas.

—Cada uno de los sawitas que ves ahí —siguió diciendo Hamid— podría comprar un emirato entero si lo deseara y aún le sobraría dinero para construirse un palacio.

—Pues no entiendo por qué prefieren gastárselo en esclavos —murmuró la pequeña.

—Es otra manera de dejar claro su estatus. Coleccionan sirvientes como si fueran caballos o uno de esos anillos que llevan en los dedos. Y si sabes lo que te conviene —cuando Hamid le retorció un brazo hacia atrás, Zafirah contuvo un grito—, más te vale hacerles creer que mereces la pena.

Cuando los sawitas comenzaron a deambular entre las tarimas, charlando mientras señalaban a sus ocupantes, el tintineo de sus adornos le hizo pensar en la música que acompañaba a las demiurgas. La mayoría se había dirigido al lugar en el que aguardaban Dalia y las demás, y pese a los esfuerzos de esta por pasar desapercibida, su hermoso rostro no tardó en atraer la atención de varios hombres, que se detuvieron delante de la tarima mientras Hamid se acercaba entre reverencias.

La punzada que Zafirah sentía en el estómago se convirtió en una puñalada cuando el bandido, después de hablar unos minutos con ellos, se puso a desvestir a Dalia para que la contemplaran sin ropa. Sus forcejeos no sirvieron de nada, y la niña se apresuró a apartar la mirada cuando el atisbo de sus hombros desnudos, temblando debido a los sollozos, le empañó los ojos también a ella.

—Fijaos en esto, si es un cachorro aramatí… —Hasta que no les oyó hablar, Zafirah no reparó en que otros dos nobles se habían detenido a sus pies—. Hacía tiempo que no nos traían a una tan joven —siguió uno de ellos—, aunque está hecha un saco de huesos.

—He visto mendigas más saludables en el Lodazal, Balaji —repuso el otro—. Con unos brazos como esos, solo serviría para pasear una bandeja durante un banquete.

Los dos llevaban la barba cuidadosamente recortada, dibujando curvas y contracurvas, y unos bigotes retorcidos en los que también relucían unos anillos.

—A lo mejor podría entrar de aprendiza en mis cocinas —dijo el tal Balaji—. Las últimas que compré no han salido como esperaba…

—Por si no lo saben, puedo entender lo que están diciendo —protestó Zafirah, haciendo que ambos rompieran a reír de buena gana.

La furia que le hacía sentir que la trataran como a un animal (peor aún, como a un objeto en un bazar) le hizo apretar los puños, aunque no fue capaz de decir nada más. Al volverse hacia uno de los hombres, se había percatado de que sus dedos jugueteaban con algo, una especie de pulsera cuyas perlas acababan de cambiar de color. Zafirah pensó que los ojos estaban jugándole una mala pasada cuando las vio sustituir su brillo nacarado por el azul y, unos segundos después, por el rojo.

—Mis señores. —La voz de Hamid, que había regresado a su lado, la hizo salir de su perplejidad—. ¿Estáis interesados en esta pequeña esclava, mis señores?

—Solo en esa lengua tan larga que tiene —respondió uno de los nobles, sonriendo todavía—. Me parece que os ha salido más graciosilla de lo que desearíais.

—Ah, tiene esa mala costumbre, aunque no es nada que no pueda arreglarse con unos cuantos correctivos. —Y mientras susurraba a su oído un «como vuelvas a hacer de las tuyas, me las pagarás», Hamid la empujó hacia la escalera—. Podéis echarle un vistazo si os interesa. Ya sabéis que una virgen siempre es una inversión segura…

Su pata de palo retumbó contra los peldaños, aunque no tanto como el corazón de la niña. El porte de los hombres era aún más impresionante a ras de suelo y, mientras Hamid regateaba con ellos, Zafirah echó un vistazo a la pulsera del más anciano, cuyas perlas eran ahora de un verde pálido.

—¿Quince brazadas por ella? Tiene que estar de broma, ¡si no es más que una cría!

—Una esclava de cama suele alcanzar las treinta, mis señores, y no os pareció un precio demasiado elevado la última vez que hicimos negocios. Al fin y al cabo, se trata de un aramatí de pura cepa, no de otra nativa de las Islas Cicatrices.

En el grupo situado un poco más allá debía de haberse alcanzado un acuerdo, porque uno de los nobles acababa de dejar, en manos de un comerciante, unos rollos de tela que hicieron que Zafirah atara cabos. «Aquí no usan monedas como las nuestras. Nos cambian por brazadas de seda… Eso es lo que valemos para esta gente».

—Me cuesta creer que las de las Islas Cicatrices estén tan escuchimizadas. Esta no parece haber comido en un mes, y en cuanto a esa boca… —Obedeciendo a un gesto de su cliente, Hamid obligó a Zafirah a abrirla—. Ni siquiera tiene los dientes en buen estado.

—Si tan interesado está en negociar con nosotros, debería cuidar mejor su mercancía —le advirtió su compañero—. Esto no es Aramat; ya sabe cuánto nos gusta rodearnos de cosas hermosas.

—Ese diente me lo rompí yo —espetó la pequeña, rabiosa— durante un entrenamiento.

La reacción de los sawitas no pudo parecerse menos a la que había esperado: en vez de sorprenderse, se rieron de nuevo mientras Hamid le tapaba la boca con una mano.

—Ahora me está empezando a hacer gracia de verdad. Tiene ingenio, desde luego…

—Cada vez se inventan cosas más increíbles. ¿Os acordáis de aquella muchacha que compró Vikram el año pasado, la que juraba ser una sobrina del emir de Qa’Ifar?

—No me estoy inventando nada —insistió la niña—. ¡Vengo del palacio de Sairayat, mi madre es la generala Aixa al’Sairahr, y cuando sepa…!

Pero los dedos de Hamid la acallaron cuando empezaba a atraer la atención y Zafirah no pudo hacer otra cosa que retorcerse con-tra él.

—No le hagáis caso, mis señores, os lo ruego. Solo es una cría parlanchina y estúpida que no sabe lo que le conviene. —Y Hamid contuvo un gruñido cuando le mordió un dedo.

—¿Quién ha dicho que es su madre? —quiso saber uno de los hombres con recelo.

—Una ramera cualquiera, mi señor, una mujerzuela de la calle a la que le traerá sin cuidado lo que le pase. Seguramente tenga tantas criaturas que ni la habrá echado en falta.

—Lo cual no le vendría nada mal a usted —intervino una voz que Zafirah no había oído hasta entonces, y cuando los cuatro se giraron en su dirección, vieron que otro sawita se aproximaba a ellos, con un anciano renqueante pegado a sus talones.

Su túnica azul oscuro, tan cubierta de filigranas como un collar de mujer, delataba lo elevado de su rango, aunque no tanto como la reacción de sus compatriotas. Los dos se llevaron una mano a la frente y Hamid se apresuró a inclinarse.

—Mi señor Shan…, qué honor teneros aquí —murmuró con los ojos clavados en los zapatos bordados del hombre—. De haber sabido que también os interesaban las niñas, os habríamos reservado unas cuantas…

—Prefiero las manzanas que ya han caído del árbol —contestó el recién llegado sin apartar la mirada de Zafirah—, aunque lo cierto es que esta ha despertado mi curiosidad.

No era un hombre atractivo, pero irradiaba un magnetismo desdeñoso que hizo retirarse discretamente a los otros dos nobles. Su barba y sus bigotes eran bastante más cortos, y llevaba los ojos perfilados con maquillaje negro.

—¿Cuánto pide por ella? —le preguntó a Hamid mientras su esclavo, encorvado por el peso de varias docenas de rollos de brocado, los miraba a Zafirah y a él con altivez.

—A los señores Balaji y Radhanath les pedí quince brazadas, mi señor. Pero, por ser vos quien sois —el bandido bajó la voz—, os la dejaré en catorce, siempre y cuando…

—Asav —dijo el hombre, y el anciano se acercó a Hamid para dejar en sus brazos los rollos. Este se quedó tan sorprendido que no pudo sostenerlos todos, y unos cuantos se extendieron por el suelo como pergaminos.

—Pero… ¿no pensáis regatear? ¿Con lo mucho que respetáis las tradiciones?

—Cuando merece la pena hacerlo —le aclaró el caballero, y señaló con el mentón hacia el resto de los sawitas—. Ahora que ha conseguido lo que quería, déjenos en paz.

A Hamid se le nubló el semblante, pero enseguida recuperó su sonrisa zalamera y, tras inclinarse con un «mi señor», se alejó hacia la tarima de las adoratrices. Zafirah se quedó entonces a solas con los dos hombres, demasiado tensa para hacer otra cosa que contener el aliento.

—Dale algo para que se cubra, Asav —ordenó el caballero, sin quitarle los ojos de encima—. Con esos harapos que lleva, el aire de las montañas me la matará en un mes.

—Amo, no lo entiendo —protestó el anciano—. Se supone que habíamos venido a por una muchacha nueva, pero esta sigue siendo una mocosa. No os servirá para…

—No espero que lo entiendas, solo que obedezcas. —Y cuando el esclavo sacó, de mala gana, una túnica de algodón de una bolsa que llevaba el hombro, el caballero observó con las manos a la espalda cómo se la ponía a Zafirah—. Y ahora, seguidme los dos —les ordenó mientras giraba sobre sus talones—. Todavía tenemos cosas de las que ocuparnos.

—¡Esperad! —dijo la niña, y cuando la miró ceñudo, añadió—: Esperad…, por favor.

El sawita había dado un paso hacia la tarima y aquello le había hecho comprender que debía de haber estado observando a las adoratrices antes de fijarse en ella. La cabeza de Dalia había desaparecido entre las demás y la pequeña tardó unos segundos en localizarla.

—Si buscáis a una chica mayor que yo…, haríais bien comprando a esa.

—¿De quién estás hablando? —Cuando la señaló con un dedo, el sawita entornó sus ojos ribeteados de negro—. ¿De esa con el pelo tan largo, la que tiene un lunar en la cara?

—Los lunares son buenos augurios —comentó el anciano Asav—. Si los demonios descubren que no es perfecta, mi amo, no se molestarán en tratar de arrebatárosla.

El corazón de Zafirah se estremecía ahora como un engranaje mal ajustado, pero se esforzó por mantener la calma. «No puedo impedir que alguien la compre, pero al menos seguiríamos juntas —pensó mientras se acercaban más a Dalia; la chica se había envuelto en sus propios brazos y las lágrimas resbalaban por su rostro—. Juntas podríamos huir. Podríamos regresar a Aramat».

—No nos habíamos fijado en ella, amo —comentó Asav—. Es de vuestro estilo, sí…

—Sabe bailar de maravilla y ya habéis visto lo guapa que es. Además… —la niña dudó un instante, preguntándose qué valoraría más un hombre así—, es muy dulce y complaciente, y sería una compañía estupenda. Seguro que acabaríais dándome la razón.

—¿Y qué te importa eso a ti? —preguntó el anciano con suspicacia.

—Es que es… —Zafirah dudó de nuevo—. Es mi hermana…, mi única hermana. No nos hemos separado nunca. —Entonces alzó hacia el sawita unos ojos suplicantes, como hacía Raisha cuando quería convencer a Aldashir de algo—. Os lo ruego, mi amo…

Aquella última palabra le supo tan agria que le pareció un milagro que el hombre no se diera cuenta. Ella era la nieta de un sultán; nadie tenía derecho a obligarla a hablar así.

—Ya veo —respondió este después de unos segundos interminables. Había ladeado la cabeza sin dejar de contemplarla y la sarta de perlas que adornaba su turbante azul se balanceaba sobre su rostro—. ¿Hemos traído suficiente seda para una esclava más, Asav?

—Por supuesto, mi amo —contestó el anciano, a quien parecía ofenderle que se lo plantease siquiera—. Iré a hablar otra vez con ese cretino si lo deseáis.

—Hazlo y date prisa —ordenó el caballero—. Y en cuanto a ti —añadió mientras sujetaba a la niña de un brazo, atrayéndola más hacia sí—, ni se te ocurra mentirme otra vez. Sé perfectamente que no es tu hermana, y no solo porque parezcas una rata a su lado.

Y con un pequeño empujón, la obligó a dirigirse hacia la tarima antes de restregarse los dedos contra la ropa, como si temiese que su contacto fuera a ensuciarlos para siempre.