CAPÍTULO 36

Marjannah había oído decir que no existía nada más veloz en Gaiatra que las aeronaves helianas, pero hasta que no embarcó en la de Zhao Shuren, al amanecer del día siguiente, no supo hasta qué punto era cierto. El Zhaohua del Regente Imperial podría parecer diminuto al lado de los majestuosos buques de guerra, pero se deslizaba con la gracilidad de un diente de león a través de las nubes; su estructura estaba construida con el bambú más ligero que podía cosecharse en Kiyasato y las velas de color rojo eran de papel de Tagani, semejantes a unos enormes abanicos desplegados. A ambos lados del casco, tres pares de remos del mismo material propulsaban a la nave con una cadencia similar a la de las aletas de un pez, haciendo que a la sultana apenas le diera tiempo a acostumbrarse: seis horas después, ya estaban a punto de arribar a Leizu, donde los esperaba la tía del regente, la Honorable Zhao Lian.

Aquella isla parecía tan boscosa como Sakatsu, pero los arces habían dado paso a unas inmensas plantaciones de morera. Las ondulaciones verdes relucían con los círculos de heli de los sericultores, vasallos del Clan de la Seda que trabajaban para los Zhao desde mucho antes de que Helial se convirtiera en un imperio. La residencia familiar no tardó en asomar entre las nubes, como una embarcación encallada en un mar de niebla, y el regente dio orden de aterrizar en uno de sus patios.

Encontraron a la matriarca en una de las galerías que lo rodeaban, examinando el contenido de los cestos sujetos por unas sirvientas. Cuando los recién llegados se acercaron, la sultana reparó en que eran capullos de seda, tan pequeños que recordaban a granos de arroz.

—Majestad —saludó la Honorable Zhao. Tras despachar a las dos chicas, se inclinó ante ella—. Cuánto me honra que aceptarais mi invitación. No esperaba que la trajeras en persona, Shuren —le dijo al regente.

—Es lo menos que puedo hacer como su anfitrión —respondió Zhao Shuren— y lo mejor para despistar a los curiosos. El consejo tiene muchos ojos, más de los que debería.

—Me alegro de conoceros por fin, Honorable Zhao —saludó Marjannah, y se inclinó también ante la mujer—. Vuestro sobrino me ha hablado mucho de vos.

«Es lo más parecido a una madre que he tenido», le había contado durante la primera noche que pasaron juntos, después de explicarle que su tío, fallecido poco antes de la cumbre de Puerta de Paz, lo había acogido en su casa tras la muerte de sus padres, cuidándolo como el heredero que no había tenido. La Honorable Zhao, que se había apoyado cariñosamente en su brazo, debía de rondar los setenta años, aunque su reluciente pelo negro la hacía parecer más joven y el porte de su pequeño cuerpo, envuelto en una seda con peonías bordadas en escarlata, era digno de una emperatriz.

—Habéis llegado en el momento perfecto —comentó mientras echaban a andar por la galería. Los adornos de terciopelo de su moño oscilaban a cada paso—. Parece que la lluvia nos dará una pequeña tregua, así que podremos almorzar en el jardín.

—Esperábamos hacerlo en el Zhaohua, antes de aterrizar —respondió su sobrino—, pero estábamos tan pendientes del paisaje que perdimos la noción del tiempo.

—Si no os importa, preferiría que nos ocupáramos antes del asunto que nos ha traído aquí —dijo la sultana—. Doy por hecho que estáis al corriente de lo sucedido con mi hija…

—No os gusta perder el tiempo con formalidades, por lo que veo. —Los finos labios de la anciana esbozaron una sonrisa—. Será mejor que vayamos a un lugar más discreto.

—Esperaré aquí fuera a que terminéis de hablar —dijo el regente, y después de que su tía le diera una palmadita en la cara, fue a examinar también los capullos de seda.

Como sucedía cada vez que le presentaban a alguien, los ojos de la Honorable Zhao se detuvieron en la quemadura de la frente de Marjannah, aunque solo durante unos segundos; antes de que pudiera sentirse incómoda, la había invitado a entrar en una de las estancias abiertas a la galería. Dos de las paredes estaban ocupadas por biombos de seda, pero estos se hallaban plegados y los arbustos casi daban la impresión de reptar hasta el interior. El escaso mobiliario no podía ser más refinado: una amplia mesa de pintura que hacía las veces de escritorio, un diván con las patas talladas como serpientes, un reposapiés a juego.

—Este era el estudio de Shuren antes de que se trasladara a la Ciudad Celestial —dijo la anciana. Había una estantería cuadriculada contra otra pared, repleta de porcelanas, quemadores de incienso y pergaminos—. Todas estas cosas las fue trayendo él, de sus viajes por el archipiélago… Sabía que mi esposo y yo lo extrañábamos mucho y siempre se las ingeniaba para sorprendernos con sus regalos.

—Creo que distinguiría su impronta en cualquier parte —respondió la sultana, observando un paisaje dibujado a tinta—. Tiene el gusto más exquisito que he conocido.

—La delicadeza de los eruditos de antaño, capaces de destrozarte de dos espadazos y, al minuto siguiente, estar escribiendo con tu sangre un poema sobre el rocío mañanero. —A la Honorable Zhao le costó contener una sonrisa de orgullo—. Siempre le han gustado las cosas hermosas, sobre todo si son especiales. Claro que eso lo sabréis mejor que nadie.

La picardía con la que dijo esto le arrancó otra sonrisa a Marjannah. «Seguidme», le indicó a continuación, y sacó una llave para abrir una puerta situada tras un biombo. Esta daba acceso a una sala más pequeña, decorada con paneles caligrafiados y con un objeto en el centro que, para curiosidad de la sultana, se hallaba cubierto por una cortina de seda.

Cuando la Honorable Zhao dibujó una rúbrica para retirarla, la luz que entraba desde el estudio se reflejó en una superficie resplandeciente, haciendo parpadear a Marjannah.

—¿Sabéis lo que es esto, majestad? —dijo mientras dejaba la seda sobre una silla.

—Un espejo —contestó la sultana, todavía deslumbrada—, pero no parece proceder de Helial. Qué extraño…

Al inclinarse para contemplarlo más de cerca, se disiparon las pocas dudas que le quedaban. Pese a las manchas que el paso del tiempo había dejado en el azogue, su brillo revelaba que estaba hecho de cristal de roca, tallado con la forma de un arco de herradura.

—Esto es del reino de Sawa. —Miró a la anciana, sorprendida—. ¿Qué hace aquí?

—Me imaginaba que reconoceríais enseguida su estilo. Por muchos años que hayan pasado, vuestras raíces siguen siendo las mismas. Fue vuestro padre quien me lo entregó —dijo la anciana ante su estupor— hace mucho tiempo, bastante antes de que nacierais. Pero supongo que nunca os habló de ello.

El desconcierto de Marjannah no tardó en convertirse en inquietud y la inquietud acabó dando paso a una tensión instintiva. Nadie le había preguntado por su padre, ni mucho menos por su procedencia, en los dieciocho años que llevaba sentada en el Trono del Sol.

—No sabía que lo hubierais conocido, Honorable Zhao —fue todo lo que contestó.

—A Dharmendra Bhara lo conocían pocas personas por su nombre, pero sus hazañas también se habían hecho célebres en Helial. Escribió una docena de libros acerca de sus recorridos por Gaiatra, desde las cumbres de las montañas de Furaq hasta los desiertos de las Islas Cicatrices. A nosotros nos visitó a comienzos de la Era Nishiki, cuando gobernaba el abuelo del actual emperador, para cazar algunos de los especímenes de nuestras islas…

—Los akaname de Sakatsu, los kappa de Kiyasato y los mogwai de Leizu —contestó Marjannah en un susurro—. Le encantaba hablarme de los monstruos acuáticos de Helial.

La nostalgia la golpeaba con más fuerza ahora, tanto que, por un momento, se sintió como un junco zarandeado por el temporal. «¿Cuánto hacía que no pensaba en ti, padre?».

—Durante una de esas cacerías, las cosas se le torcieron y mi esposo lo trajo a casa tras encontrarlo malherido en un camino. Pasó casi un mes con nosotros y, cuando pudo marcharse, quiso regalarnos algo. —La anciana acarició con un dedo el marco de cobre—. Esto, majestad, lo creó vuestro padre con sus propias manos.

—Pero si él… no era orfebre ni trabajó nunca el metal. —Marjannah se sentía más perdida a cada instante—. Dedicó su vida entera a dar caza a esas criaturas monstruosas…

—No estoy hablando del espejo en sí, sino de lo que contiene. Acercaos un poco más.

La sultana dudó un segundo, pero acabó obedeciendo. Al principio no distinguió más que su reflejo, hasta que reparó en algo que le cortó la respiración: había una humareda atrapada dentro del espejo, deshaciéndose en remolinos al otro lado del cristal.

—Honorable Zhao, ¿eso de ahí no es…? —Al mover un poco la cabeza, vio que no se trataba de un efecto óptico: el humo era de color azul—. ¿Es éter? ¿Como el de Cameroth?

—Es algo aún más poderoso, majestad, pese a lo escépticos que se mostrarían los camerotienses si me oyeran. Lo que vuestro padre aprisionó en su interior es un yinn.

Marjannah se había puesto en cuclillas ante el espejo, pero a punto estuvo de perder el equilibrio. Boquiabierta, se quedó mirando a la anciana antes de volver a inspeccionar el cristal, sintiendo cómo un sudor frío se deslizaba por el cuello de su vestido.

—Pero eso no es posible… —logró responder—. He oído hablar de criaturas como esas encerradas en arquetas, medallones e incluso lámparas de aceite, pero en un espejo…

El recuerdo de cierta botellita de plata escondida en un mausoleo de Manshiyat le empapó aún más el cuello. ¿Por qué tenía que acordarse otra vez de aquello?

—Solo un cazador de monstruos tan experto como él podría hacerlo —corroboró la Honorable Zhao—, con excepción, quizás, de los guerreros kashitas. Cuando nos lo regaló, Dharmendra Bhara aseguró haberse servido de un antiguo encantamiento sawita, basado en la conjunción de las tres lunas, para encadenar contra el azogue a un yinn recién atrapado.

—¿Y por qué tenéis algo así en vuestra casa? ¿Es que no sabéis lo peligroso que es?

«¿Es que no sabéis que puede destrozaros? —estuvo tentada de añadir Marjannah, pero se mordió la lengua—. ¿Que puede torturaros hasta haceros enloquecer?».

—El encantamiento impide que el yinn se comunique con su amo —prosiguió la anciana—, pero este sí puede servirse de su poder. Gracias al regalo de vuestro padre, he visto cosas que no creeríais sin moverme de esta habitación. He entrado en los sueños de otras personas, he leído dentro de sus corazones… y gracias a eso, majestad —se acercó más a la sultana, agarrándola de las manos—, seremos capaces de recuperar a la princesa.

Marjannah estaba tan aturdida por todo lo que le decía que ni siquiera se sorprendió ante aquella falta de protocolo. Tenía los ojos muy abiertos y clavados en los de la heliana.

—¿Pensáis…, pensáis que realmente…? —Sacudió la cabeza—. Si eso fuera cierto…

—Sé que lo es, majestad —aseguró la Honorable Zhao—, porque ya he conseguido hacerlo cuando supe que os dirigíais hacia aquí. Conozco el paradero de vuestra Raisha.

Hizo ademán de incorporarla, pero Marjannah ya se había levantado y tan deprisa que casi se mareó. Unas manchas rojas habían aparecido en sus mejillas.

—¿A qué estáis esperando, entonces? ¿Por qué no me lo dijisteis en cuanto aterricé?

—Porque antes necesitaba preguntaros algo… y rezo a Zhaohua para que no lo veáis como un chantaje por mi parte. —Sin dejarse amilanar por su impaciencia, la anciana tomó asiento en una silla de respaldo alto—. Lo único que quiero es que me digáis si estáis haciendo todo esto para vengar a vuestro padre.

—¿De qué demonios estáis hablando? —le espetó la sultana—. Sabéis perfectamente que, si he cruzado media Gaiatra, es por mi Raisha. ¿Qué tiene que ver mi padre con eso?

—No me refería a Raisha, sino a lo demás. Sobre todo, al difunto sultán de Aramat.

La agitación de Marjannah empezaba a ser superior a ella, ascendiendo por su pecho como una bola de fuego. Aun así, se esforzó por mantener la calma.

—¿Qué sabéis sobre lo que le sucedió a mi padre? —preguntó por fin.

—Que acudió al palacio de Sairayat con vos, cuando aún erais una niña, para pedirle ayuda a Khaseem al’Sairahr. Según los rumores, necesitaba contar con su patronazgo para emprender una expedición a los confines más remotos de Gaiatra, pero el sultán…

—No se conformó con negarle su apoyo —contestó Marjannah—, sino que se burló de aquel proyecto, la obra de toda una vida, delante de su Diván y de la corte entera. Para Khaseem, mi padre no era más que una mosca molesta, y cuando la noticia de su encierro amenazó con desencadenar una revuelta popular, lo mandó matar exactamente así: como a un insecto. Pero ¿qué más os da eso a vos? —Marjannah levantó la barbilla, pese a que había empezado a temblarle—. ¿Os importa solo porque mi padre os resultaba simpático?

Pese al desdén con el que trataba de hablar, la amargura de su voz la delataba. ¿Qué habría dicho él si pudiese verla entonces? ¿Si supiese las cosas que había tenido que hacer?

—¿De modo que esa fue la auténtica motivación de la Conjura de Aramat? —inquirió la Honorable Zhao—. ¿Hacer pagar al sultán por el daño que os causó?

—¿Creéis que el golpe de estado que organicé obedecía solo a la venganza? —La sultana dejó escapar una carcajada seca—. Habría sido un motivo suficiente para alguien que amara Aramat, pero vos misma lo habéis dicho: mis raíces no están allí, sino en Sawa. Cuando las mujeres del Harén decidieron seguirme, tomaron el Bien Mayor como lema sin conocer siquiera su significado… al menos, el que tenía para mi padre.

«Marjannah, no importa lo que me pase —le había susurrado la última vez que pudo hablar con él, tras sobornar a uno de los carceleros del palacio—. Recuerda que Gaiatra está condenada a hundirse y solo hay una manera de escapar a su destrucción».

—Esa expedición de la que habéis hablado —continuó diciendo— no tenía nada que ver con sus cacerías de monstruos. Había algo, algo de fuera, que le preocupaba aún más.

—¿De fuera? —Ahora era la Honorable Zhao la desconcertada—. ¿De fuera de qué?

—¿Nunca os habéis dirigido hacia el este, más allá del Océano de la Devastación?

—Nuestras aeronaves no pueden cubrir unas distancias tan grandes, majestad. Es el heli de Tagani y Kiyasato lo que las hace levantar el vuelo, al estar construidas con papel y bambú. Cuando más nos alejamos de esas islas, más se debilita su capacidad voladora.

—Entonces no sabéis mejor que yo lo que se extiende más allá de nuestro mundo.

Mientras hablaba, Marjannah había dado unos pasos por la estancia, contemplando abstraída los pergaminos de las paredes. Por familiarizada que estuviera con la caligrafía heliana, su inquietud le impedía concentrarse en los caracteres, hasta que sucedió algo que casi los hizo desvanecerse ante sus ojos: la cabeza, de repente, volvió a dolerle.

Eres una narradora maravillosa, querida mía —oyó decir en un tono cargado de ironía—.Tus ancestros sawitas estarían orgullosos de ti, aunque no pueda decirse lo mismo del don con el que naciste. Si tu afinidad con el metal hubiese sido tan intensa como la de ellos, no habrías necesitado la magia de Helial ni la tecnología de Cameroth …, ni tampoco mi poder.

—Pero nada de esto explica, majestad, lo que estáis haciendo ahora. —Abrumada por el dolor, apenas pudo captar las palabras de la anciana—. Mi sobrino asegura que sois la persona más inteligente que ha conocido, y con esas ejecuciones de vuestros esposos…

—Callaos… —consiguió decir Marjannah—. Callaos, por favor…

—… solo lograréis destruir la obra de todos estos años. ¿No os dais cuenta de que esto os acerca cada vez más a Khaseem al’Sairahr? ¿No teméis convertiros en alguien tan cruel como él?

Qué palabra tan curiosa es «crueldad», y cómo cambia su significado dependiendo de quién la use. Nada me ha parecido más cruel que lo que has estado haciendo con mi gente, desde que se te ocurrió la idea de encerrar a un yinn dentro de un relicario para que tu primera demiurga, la princesa Wallada, pudiera servirse de su magia. Pero ambos estuvimos de acuerdo en que era un trato justo, ¿me equivoco? —Marjannah se llevó las manos temblorosas a la frente, estremecida de dolor—. Uno de los tuyos por uno de los míos.

—Majestad… —En algún momento, la Honorable Zhao debía de haber abandonado su silla, porque se encontraba a su lado—. Majestad, ¿qué os ocurre? ¿Por qué os habéis puesto tan pálida?

—No me encuentro bien… —Marjannah apenas se dio cuenta de cómo la conducía hasta el asiento—. La cabeza…, la cabeza me está…

Un esposo muerto por cada yinn atrapado —continuó escuchando—, un precio irrisorio para alguien tan necesitado de nuestra magia. Pero parece que ni siquiera eso bastaba…

—Cállate de una vez —susurró la sultana mientras hundía los dedos en su pelo, tan agarrotados que apenas podía moverlos. ¿Para qué le encargaste cierto diseño a Itimad, tan parecido a los relicarios en los que soléis atraparnos, si no era para cumplir la última voluntad de Dharmendra Bhara?—. No metas a mi padre en esto. No te lo pienso… —¿Y qué piensas hacer, querida, cuando alcances los confines de Gaiatra si ni siquiera él mismo sabía con certeza cuál es ese peligro sin nombre que aguarda más allá de vuestro mundo?

Con un último latido, la punzada de su cabeza se atenuó y Marjannah pudo regresar a la realidad. Los pergaminos seguían en las paredes, el espejo continuaba en su sitio y la Honorable Zhao, arrodillada a su lado, la observaba lívida.

—Perdonadme… —dijo la sultana tras unos segundos de silencio—. Desde hace un tiempo sufro una especie de migrañas. Es posible que con estos cambios de clima…

Pero los ojos de ella, tan parecidos a los del regente, seguían clavados en su rostro.

—Miradme —fue lo único que le respondió. Marjannah desvió la vista de forma instintiva, cada vez más cubierta de sudor—. Majestad, por favor… Solo quiero ayudaros.

—No vais a conseguir nada —le aseguró—. Si ni siquiera Mashiah, la responsable de nuestra enfermería, ha averiguado cómo luchar contra esto, dudo que lo hagáis vos.

Casi resultaba irónico que hubieran estado hablando de aquellos objetos capaces de contener a un yinn. «En eso me he convertido: en un recipiente. Igual que vuestro espejo».

—Pero ¿qué os han hecho, pequeña? —murmuró la Honorable Zhao—. ¿Qué os han metido dentro para que…? —Pero la sultana la detuvo.

—No queréis que os hable de ello, os lo aseguro, ni a mí me quedan fuerzas para hacerlo. Si tan deseosa estáis de ayudarme, contadme de una vez lo que habéis averiguado. Necesito encontrar a mi Raisha como sea.

Había tanta angustia en su voz, tanta desesperación en sus ojos inundados, que a la Honorable Zhao no le quedó más remedio que asentir, acariciando sus manos temblorosas.

—Como deseéis, majestad. Me imagino que esto os sorprenderá, pero… —Vaciló durante unos segundos—. Vuestra princesa no se encuentra en Helial.

—¿Qué? —Marjannah se quedó tan paralizada como si le hubiera dicho que en ese momento era noche cerrada—. Eso no puede ser. Su secuestrador…

—Shuren me ha explicado, en efecto, que se trata de un heliano. Probablemente, un miembro de la Crisálida; esos gusanos siguen saliendo hasta de debajo de las piedras.

—En ese caso, ¿qué os ha hecho pensar que no la ha traído aquí?

—Ya os lo he dicho: ha sido el espejo de vuestro padre quien me ha permitido descubrir su paradero. Puede que el heliano la sacara de Sairayat, pero la princesa no está ahora con él. Se encuentra en poder de otra gente…, la Casa Real de Cameroth.

Por un instante, Marjannah se sintió como si la hubiera alcanzado un rayo, pese a que la cabeza casi hubiera dejado de dolerle. «¿He hecho todo este viaje para nada? ¿Solo ha servido para alejarme más de Raisha?».

—Está en Occidente —murmuró—, en nuestro mismo continente…

—Si os sirve de consuelo, los Darlington deben de estar cuidando de ella, porque parecía encontrarse bien. Cuando la he visto, se hallaba en compañía del príncipe Sebastian, pero no sabría decir… —La Honorable Zhao se detuvo cuando Marjannah se puso en pie—. ¿Adónde vais?

—A pedirle a vuestro sobrino que me lleve de vuelta a la Ciudad Celestial. Esto lo cambia todo, pero no solo porque sepa a dónde debo dirigirme. —Y se encaminó hacia la puerta, con sus ojos encendidos por un resplandor muy diferente—. Si Cameroth ha decidido secuestrar a mi hija, recurriendo incluso a un sicario para hacerle el trabajo sucio, tened por seguro que recibirá lo que está pidiendo a gritos.