CAPÍTULO 37

Era todavía de noche cuando el aerocarruaje de Sebastian Blackstone, después de recorrer una de las arterias por las que se desplazaban los vehículos voladores de Cielo, los dejó a Raisha y a él en el distrito de la aristocracia. La avenida en la que acababan de posarse estaba desierta a esa hora; solo había una pareja de la Guardia Celestial paseándose entre las mansiones ajardinadas, pero, cuando reconocieron al príncipe heredero, se inclinaron ante él antes de marcharse discretamente.

—Esta niebla es bastante distinta de la de abajo, ¿verdad? —comentó Sebastian, y Raisha tuvo que darle la razón: una bruma helada se extendía a su alrededor como velos de gasa, desdibujando los barrotes de la ornamentada verja junto a la que se habían detenido.

—Al menos no huele al humo de las fábricas —coincidió la chica. Se había quedado mirando unos postes de hierro, colocados a intervalos regulares en la calle, que desprendían una extraña fosforescencia azulada—. ¿Eso son farolas? ¿Farolas de verdad?

—Glimáridas luminiscentes —contestó el príncipe, divertido por su reacción—. Se parecen bastante a vuestras glaucinas, pero pueden pasarse la noche entera brillando.

A Raisha no se le ocurrió qué decir; estaba demasiado fascinada por lo que veía. Los postes habían sido forjados como tallos reales, con largas hojas enredadas en torno a ellos, y las flores que se abrían en lo alto derramaban su claridad sobre las casas de cristal y hierro.

—La fitotecnología está causando sensación en Brigantia desde que comenzaron a realizarse inyecciones de éter en plantas auténticas —continuó Sebastian—. Estas especies tienen aún más éxito que las plantas mecánicas, y eso que los arbustos de rocío espinoso, desde la última Exposición Tecnóloga, están arrasando en el mercado. Sígueme, es por aquí.

Había sacado una llave para abrir la verja más cercana. Un camino de gravilla serpenteaba entre los matorrales metálicos y los árboles que extendían un dosel sobre ellos, tan frondosos que apenas lo atravesaba la luz azul de las glimáridas.

—¿Cómo ha acabado esta propiedad en tu poder? —preguntó Raisha mientras se recogía la falda, procurando que no se le enganchara en los matorrales.

—Era la casa de soltero de mi padre cuando se instaló en la ciudad, tras concluir sus estudios en la Academia Tecnóloga. Son preciosas, lo sé —añadió Sebastian al ver que se había detenido delante de uno de los arbustos de rocío espinoso. Debían de haber detectado su presencia mediante algún sensor, porque los capullos se estaban abriendo igual que los de las coronas de noche—. No se marchitan, no hay que atenderlas y pueden desprender hasta una docena de perfumes diferentes. Perfectas para una ciudad moderna.

El aspecto de aquellos delicados pétalos de seda hizo que la princesa se acordara de las plantas de su palacio; unas plantas de verdad, que crecían y respiraban de verdad. No obstante, se esforzó por mantener la nostalgia a raya mientras se apresuraba detrás de Sebastian hacia la entrada de la mansión.

—Hace dos años conseguí que mi padre me la cediera, lo cual fue una suerte; por lo menos tengo un refugio al que acudir cuando la corte me sobrepasa. —Tras introducir una secuencia de números y letras en un curioso cilindro rotatorio, incrustado debajo del cristal de la puerta, esta se abrió con un clic y el muchacho la invitó a pasar—. Después de ti.

—Vaya… —susurró Raisha, desprendiéndose del bonete—. Qué sitio tan hermoso.

En aquel vestíbulo podría haber cabido todo el edificio de la pensión de Infierno. Una escalera doble presidía la estancia, cuyas paredes estaban cubiertas con paneles de roble en la mitad inferior y cristaleras de colores en la superior. También era de cristal la lámpara del techo, semejante a una cascada congelada mediante un hechizo; y justo debajo, con los brazos contra el pecho, se hallaba una mujer.

—Alteza —saludó a Sebastian con una seca inclinación. A juzgar por el batín que llevaba puesto, acababa de saltar de la cama—. No os esperábamos tan tarde… o tan temprano —añadió echando un vistazo a un reloj de pared.

—Mis disculpas, señora Earnshaw, pero anoche ocurrió un imprevisto —contestó el chico—. ¿Le importaría sacar algo de ropa para mi acompañante y prepararle un baño?

Cuando la señora Earnshaw clavó sus pequeños ojos en Raisha, esta se obligó a no apartar la mirada. Era una mujer de unos cincuenta años, con el cuello lleno de arrugas y el pelo tan negro como su batín. Llevaba prendido en el camisón un broche del que colgaban un puñado de llaves, unas tijeras, un dedal y un par de anteojos.

—¿Ahora recogemos a mendigas de la calle, alteza? ¿Es un homenaje a vuestra tía?

—Esta señorita es mi invitada, señora Earnshaw, y la tratará como si fuera yo —le advirtió el príncipe—. Mejor que si fuera yo, lo cual quiere decir que tendrá que sonreírle incluso. Dígale a Abigail que le traiga el desayuno; estaremos en el salón de la planta baja.

El ama de llaves apretó sus apergaminados labios, pero se marchó sin decir nada más. Sebastian condujo entonces a Raisha a una estancia situada a mano derecha, donde la invitó a tomar asiento mientras apretaba un resorte situado sobre la chimenea. Un fuego se encendió en su interior, sobresaltando a la muchacha.

—Ponte cómoda, por favor —dijo Sebastian, y dejó su levita sobre el respaldo de un diván—. Espero que sea más acogedor que ese agujero de Infierno.

—Creo que cualquier sitio lo sería, incluidos nuestros caravasares —contestó la princesa. Había tomado asiento sobre otro diván, pero la sorpresa que se dibujó en el rostro de Sebastian, cuando se quitó los botines para acomodarse con las piernas cruzadas, le hizo bajarlas—. En los cuales, eh…, solemos sentarnos así.

Apenas habían empezado a charlar cuando una doncella autómata, con un vestido negro y un delantal y una cofia blancos, apareció en el salón. «Alteza», dijo inclinándose ante Sebastian; «señorita», saludó también a Raisha, y tras dejar una bandeja de plata sobre una mesita dispuesta entre los divanes, se retiró acompañada por unos discretos chirridos.

—¿Por qué la doncella y el ama de llaves visten de negro? —quiso saber la princesa. La visión del desayuno casi hizo que le rugiera el estómago: había una tetera y una jarrita con leche además de huevos revueltos, tostadas recién hechas, mantequilla y mermelada.

—Es nuestra manera de guardar luto —contestó Sebastian mientras le mostraba una banda también negra que llevaba en un antebrazo—. ¿Has oído lo que sucedió con mi tía?

—Ah, sí… Lo siento mucho —dijo Raisha en voz baja—. ¿Estabas muy unido a ella?

—Nadie en mi familia lo estaba, ni siquiera sus propias hermanas. Tía Cordelia tenía unas ideas muy propias, por decirlo de algún modo…, y muy distintas de las de mi abuelo. Creo que su empatía para con nuestro pueblo le parecía escandalosa. Impropia de una princesa.

«De qué me sonará eso —pensó Raisha mientras Sebastian servía el té—. Y qué solo debe de haberse sentido este muchacho, con una familia así».

—¿Por eso te gusta refugiarte aquí? —preguntó mientras observaba la estancia, cuyas paredes estaban recubiertas con un papel pintado de motivos florales. Una jaula con un pájaro colgaba al lado de la ventana, aunque la rigidez con la que este se movía delataba su naturaleza mecánica—. ¿Estabas harto de que tus parientes se tiraran los trastos a la cabeza?

—En realidad, no puede decirse que tenga demasiado trato con ellos, ni siquiera para discutir. Mi única compañía cuando era pequeño, de hecho, solía ser la de los autómatas.

Mientras decía esto se acercó, con las manos en los bolsillos de su inmaculado pantalón, hasta el rincón en el que se encontraba la jaula. Raisha se quedó mirando cómo el pájaro reaccionaba de inmediato, revoloteando de un soporte a otro.

—Mi padre siempre está ocupadísimo con sus negocios y sus prototipos —continuó Sebastian—, aunque me imagino que es lo que se espera de un Lord Tecnólogo.

—¿Y con tu madre no te llevas bien? —quiso saber la muchacha—. ¿Cómo es ella?

—Cariñosa no, desde luego. —El pájaro asomó entre los barrotes su cabeza cubierta de plumas para picotear un dedo de Sebastian—. Dudo que encuentres en Brigantia a una devota mayor del Culto de la Razón. Le encanta predicar con el ejemplo, así que los sentimientos siempre han sido en nuestra casa una debilidad con la que no merece la pena perder el tiempo. —Cuando se volvió hacia ella, una sonrisa melancólica había aparecido en sus labios—. Pero basta de hablar de mí. Dijiste que querías proponerme algo.

—Ah, en cuanto a eso… —Raisha dudó con una taza humeante en las manos antes de devolverla a la bandeja—. ¿Estáis al corriente de lo que… mi madre está haciendo? ¿Lo de los esposos con los que se casa cada día para después…?

—No hay nadie que no lo sepa en todo Cameroth —respondió él—. El Priorato lo repite en todos sus sermones, como advertencia de lo que puede pasar cuando se adora a un falso dios. No te lo tomes como algo personal; suelen cazar las oportunidades al vuelo.

—Pues les hemos dado un argumento inmejorable —refunfuñó Raisha, y dio unas palmaditas sobre el diván—. Siéntate aquí, por favor, y deja que te lo explique.

Afortunadamente, el té de bergamota empezaba a surtir efecto y su cabeza se hallaba más despejada. Mientras Sebastian le hacía continuar con el desayuno, se dedicó a explicarle lo que la había hecho dejar Aramat, aunque no mencionó a Sheng; seguía notando un nudo en el pecho cada vez que se acordaba de su traición. Sebastian, para su alivio, parecía tomarse en serio lo que le decía.

—¿De modo que por eso te presentaste en la catedral hace unos días? —preguntó cuando Raisha acabó de contárselo—. ¿Estabas tratando de ponerte en contacto conmigo?

—Fue Aldashir quien averiguó tu paradero, aunque no estaba seguro de que fuera buena idea… Decía que tu abuelo se negaría a inmiscuirse en nuestra política interna.

—Y tenía razón —asintió el chico—. Una cosa es que nuestros reinos estén en relativa paz y otra muy distinta, que uno deba meterse en los asuntos del otro. Pero entiendo que quisieras hacer algo al respecto. —La contempló un instante—. Eres increíblemente valiente.

«Lo que soy es imbécil —pensó Raisha mientras más recuerdos del reservado, como detalles inconexos de una misma ilustración, regresaban a su memoria—. De lo contrario, seguiría en Infierno ahora mismo, aunque lo más lejos posible de ese condenado heliano».

—Pero mientras contemos con el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación…

—Solo es un puñado de firmas sobre papel mojado, Raisha. Mi reino desconfía del tuyo más de lo que puedas imaginar; lleva siendo así desde la Guerra del Norte y el Sur.

—Dirás más bien que es el Priorato quien desconfía. Alguien… —De nuevo aquella punzada de dolor—. Alguien me dijo hace poco que controla por completo a la Casa Real.

—Incluidas las madres que se olvidan de que existes —coincidió él—. Lo cierto es que ya va siendo hora de que las cosas cambien aquí, pero no soy el primero de la familia que lo piensa. Sé muy bien lo que es capaz de hacer mi abuelo con los que le llevan la contraria. —Tras unos segundos de silencio, quebrado por el repiqueteo de los cientos de engranajes de la mansión, el príncipe la miró—. Pensaré en el mejor modo de ayudarte con tu madre…, pero necesitaría pedirte algo a cambio.

Esta vez fue Raisha quien lo observó con expectación cuando volvió a ponerse en pie. Tras echar un vistazo al vestíbulo, cerró la puerta y se giró hacia ella.

—Desde hace unos meses —lo vio dar unos pasos sobre la alfombra, sin saber muy bien cómo comenzar— hay un asunto del que no se deja de hablar en nuestro palacio ni tampoco en la corte y el propio Parlamento. Mi abuelo ha decidido que tengo que casarme.

—Ah —contestó Raisha, y cuando no añadió nada más, preguntó—: ¿Y con quién?

—Ese es el problema. Se trata de una cuestión más… complicada… de lo que mi familia parece pensar, sobre todo para mí. —Otra vez se quedó mirándola, con el fuego reflejándose en sus ojos azules—. ¿Sabes lo que querían hacer con nosotros dos?

De repente, el té pareció recalentarse en el estómago de Raisha, porque sintió cómo la cara empezaba a arderle. Asintió con la cabeza, sin saber todavía adónde quería ir a parar, hasta que el propio silencio resolvió sus dudas haciéndola sonrojarse aún más.

—Espera un momento, ¿no estarás pensando…? —Cuando él no dijo nada, Raisha apoyó una mano temblorosa sobre el brazo del diván—. Sebastian, no creo que yo fuera lo que tus cortesanos quisieran ver a tu lado, procediendo de donde procedo.

—Precisamente por eso te lo estoy proponiendo —respondió él—. Sería un modo de cortar amarras con el pasado. De que empezara una nueva era en este continente.

—Pero ¿es que no tienes más opciones? ¡Habrá docenas de muchachas deseando…!

—Oh, por supuesto que las hay. Cientos de ellas, tantas como casas nobiliarias hay en Cielo, por no hablar del resto de condados. —Sebastian se apoyó en la repisa de la chimenea, cruzando los brazos contra su chaleco—. Lady Liddell, según dicen, tiene un gusto exquisito con los adornos florales esmaltados. Lady Westenra es una virtuosa de la pianola mecánica, lo cual no tiene demasiado sentido, dado que están diseñadas para tocar por sí solas. Sus primas son igual de admirables, y las primas de sus primas… —Se pellizcó el puente de la nariz—. Como acabo de explicarte, es complicado.

—Pues cualquiera lo consideraría un catálogo bastante amplio. Por no hablar de que tú, bueno… —Raisha vaciló, un poco abochornada—. Eres muy apuesto.

—El problema no soy yo —dijo Sebastian—, sino lo que son todas ellas… para mí.

La obstinación con la que evitaba su mirada hizo que Raisha atara cabos.

—¿Es porque te gustan los hombres? —Aquello le hizo alzar la cabeza—. No hay nada de malo en eso. Quiero decir, a mi tía Itimad le gustan las mujeres. A mi madre, los hombres y las mujeres. —Raisha se encogió de hombros—. No tienes de qué avergonzarte.

—Me temo que las cosas son bastante distintas en Cameroth. Pero no, no es eso.

El desconcierto de la princesa no hacía más que crecer, hasta que el recuerdo de esa Noah con la que lo había visto en el burdel irrumpió en su cabeza.

—Cuando decías que preferías la compañía de los autómatas… —Un leño se partió en la chimenea, lo cual supuso un alivio; el silencio pesaba como el plomo—. Eso sí que es algo a lo que nosotras no estamos acostumbradas.

—Sé que te parecerá extraño, pero no te pediría que lo comprendieras…, solo que lo aceptases. —Llevado por un impulso, Sebastian se sentó de nuevo a su lado. Todos sus movimientos eran pulcros, calibrados al milímetro; Raisha empezaba a entender lo que le sucedía. Lo que el Culto de la Razón había hecho con él—. Ni siquiera tendría que ser un matrimonio de verdad, en el sentido de… Podríamos hacernos compañía. Ser amigos.

Cuando la cogió de las manos, Raisha apartó la derecha antes de que pudiera notar el relieve de la pulsera bajo su guante de lana. El roce de sus dedos le hizo pensar en los de Sheng, aunque sus recuerdos seguían demasiado enmarañados, nada más que destellos de claridad en una noche devorada por las tinieblas.

«El primer beso de mi vida y ni siquiera recuerdo los detalles. —Se obligó a tragarse el nudo de la garganta—. Sheng, nunca te perdonaré por esto».

—Tampoco tendríamos que vivir aquí si no te gusta mi ciudad. Podría irme contigo a Sairayat sin que eso implicara mi renuncia a la corona…

—Pero Cameroth y Aramat se convertirían en un único territorio. —«Y si madre no obliga a Wallada a retirar sus conjuros», pensó, «ni siquiera podrías pisar el palacio».

—¿No acabaría eso con los problemas políticos que arrastramos desde hace más de cuatrocientos años? Un único continente, Raisha, piénsalo. Un Occidente unificado por fin.

—Eso supondría la mitad de Gaiatra, pero el Priorato nunca lo permitirá. —La chica negó con la cabeza—. Y después de lo que has mencionado sobre sus sermones, ¿cómo puedo obligar a mis demiurgas a plegarse ante algo así? ¿Qué ocurriría con el Culto de Shamaya, con la fe de mis súbditos? ¿Qué diría mi madre de esto?

«Ella nunca habría renunciado a su identidad para sentarse en un trono —reflexionó la muchacha, aunque enseguida pensó—: Pero se casó con mi padre. Y luego lo asesinó».

—Antes te he dicho que pretendo cambiar las cosas cuando esté en mi mano hacerlo —dijo Sebastian en voz baja—. Mi abuelo no vivirá para siempre, y en cuanto al Culto de la Razón… tampoco tiene por qué hacerlo si yo decido que sea así.

—¿Estás hablando de derrocar al Priorato? ¿Después de los siglos que lleva…?

Pero Sebastian le cubrió la boca con una mano antes de que siguiera hablando. Ahora que lo tenía tan cerca, Raisha se percató de que sus pestañas eran tan rojas como su pelo.

—No debes decir nada semejante en voz alta; hasta pensarlo es tentar demasiado a la suerte. —Y cuando ella guardó silencio, dejó de tocarla—. ¿Lo sopesarás por lo menos?

La muchacha se limitó a asentir, aunque no le dio tiempo a añadir nada: en ese momento, un reloj mecánico anunció las ocho y media. Mientras hablaban había amanecido y la niebla, que allí no parecía batirse nunca en retirada, se había manchado de rojo.

—Alteza. —Alguien les llamó desde el otro lado de la puerta; la doncella autómata, a juzgar por su voz—. El aerocarruaje está dispuesto, alteza. Os esperan en el Parlamento.

—Gracias, Abigail —respondió Sebastian, y se incorporó una vez más. Raisha le acompañó de vuelta al vestíbulo, donde la luz también empezaba a atravesar los cristales—. No dejes entrar a nadie mientras estoy fuera, y asegúrate de que los vecinos no se acercan a curiosear —siguió diciéndole a la doncella—. Esta señorita es una invitada muy importante y hemos de tratarla como merece.

—Descuidad, alteza —contestó Abigail, inclinando la parte superior del cuerpo.

—Espera un momento, Sebastian —lo llamó Raisha cuando se disponía a abrir la puerta de la calle; el rojo de los cristales le había hecho acordarse de algo—. Mientras me encontraba en Infierno, vi algo que me llamó la atención… Había un dibujo por todas partes, un pájaro rojo.

—Ah, sí…, debía de ser el Pájaro de Fuego. Es el símbolo de las Ascuas. —Y ante su desconcierto, Sebastian explicó—: Es una sociedad de insurgentes que, desde hace unos años, está haciendo sudar bastante a la Guardia Infernal. La lideran los hermanos Hollister, aunque llevan algún tiempo en paradero desconocido…

—¿Y qué tiene que ver ese pájaro con ellos? ¿Es porque en Infierno todo es rojo?

—Creo que está relacionado con una supuesta profecía de hace mucho tiempo, antes de que surgiera el Priorato y el primer Darlington se sentara en el trono de Cameroth. Una druidesa aseguró que, en algún momento, una criatura como esa descendería de las alturas.

«Y el Pájaro de Fuego abrasará la opresión a su paso —recordó la chica, sintiendo un súbito desasosiego— y las malas hierbas arderán hasta las raíces».

—Solo es un cuento de viejas —sonrió Sebastian ante su reacción—, uno de esos que al pueblo le encantaba recordar en las noches de invierno. Desde que el Culto se encarga de nuestra protección moral —alzó las cejas—, ya no queda ni una hechicera en Brigantia.

—Por supuesto —contestó Raisha, escondiendo la mano derecha a la espalda, y se obligó a sonreír también cuando el muchacho, tras besarle galantemente la otra, abandonó la mansión para sumergirse en una neblina que ya parecía encontrarse envuelta en llamas.