CAPÍTULO 40
Había un infierno dentro del propio Infierno, donde el olvido podía comprarse con cuatro cortesanos de cobre y las almas en pena que lo habitaban, atrapadas en sus propias ensoñaciones, se dejaban acunar por una humareda azul que no procedía de ningún fuego.
Hacía tiempo que los olvidaderos de éter se habían convertido en una obsesión para la Guardia Infernal, pero acceder a aquel submundo seguía siendo relativamente sencillo para quien no tuviera nada que perder ni escrúpulos a la hora de tratar con según qué individuos. Derrumbado sobre uno de los jergones del sótano, Sheng siguió con los ojos a uno de los empleados del local (un heliano que podría cuadruplicarle la edad, con el rapado de la isla de Maishanji pero ni rastro del maquillaje reluciente del Clan del Jade) mientras se abría camino entre los amodorrados clientes. Una hilera de manivelas sobresalía del papel de la pared, intercaladas con mecheros de gas a punto de extinguirse, y cuando el anciano accionó unos resortes, la penumbra se inundó de unas volutas que hicieron suspirar de alivio a los presentes.
En la mente de Sheng, las sombras se arrastraban a su alrededor mientras la humareda lo mecía como a un recién nacido. Sus recuerdos empezaban a enmarañarse tanto como sus sentidos, aunque estaba seguro de que no había regresado a la pensión; en su cuarto no había nada que necesitara recoger y, después de dejar a Raisha en manos de Egilsson, hasta los escalones que ella había pisado le dolían como una herida recién abierta. El éter de contrabando había paliado algo su angustia, aunque tenía demasiado que olvidar para conseguir hacerlo en las casi veinticuatro horas que llevaba allí.
—Solo espero que algún día me perdones por esto, aunque no me lo merezca ni en mil años. —¿Cuánto tiempo había pasado desde que pronunció esas palabras? ¿Una sola noche? ¿Una semana entera?—. Tharmida era suficiente. No necesitaba esto… para odiarme aún más.
Detrás de la cortina que rodeaba su jergón, uno de los clientes cambió de postura con un gemido que parecía proceder de una dimensión muy lejana. ¿Cuántas cosas tendrían que perdonarse esos pobres diablos si estaban allí por los mismos motivos que él?
—Lo peor es que creo… que te habría caído bien. La habrías zarandeado para que espabilase, pero también la habrías protegido con uñas y dientes… —Cuando cerró los ojos, el azul siguió inundándolos—. Siempre te gustaron… las causas perdidas.
—No había nada de eso en tu princesa, Sheng. Es más fuerte de lo que tú serás jamás.
Esas palabras resonaron con más claridad en sus oídos, pero hasta que no se apoyó en un codo para incorporarse, luchando por sacudirse la somnolencia, Sheng no comprendió que la mujer que acababa de hablarle se encontraba a los pies de su jergón.
La expresión con que lo observaba era la misma de siempre, la que tenía cada vez que conjuraba su imagen mediante el heli. Cuando inclinó la cabeza, unos mechones oscuros le cayeron por la cara, rozando las cicatrices de su frente.
—Llevas…, ¿llevas mucho tiempo aquí? —preguntó Sheng.
—Dentro de ti, cinco años —respondió la mujer con calma—. Deberías saberlo mejor que nadie, después de todo lo que has hecho para verme.
Su aspecto, sin embargo, parecía aún más etéreo que en el tren de Qa’Ifar. El humo del que estaba hecha ondeaba ante sus ojos, una niebla condensada en un cuerpo de mujer.
—Ahora mismo, no queda de mí más que tu recuerdo —prosiguió—, incluido mi paradero real. Eres el único que sabe cuál es, incluso dentro de la propia hermandad.
—No estoy seguro —musitó el muchacho—. Mi contacto en aquel prostíbulo estuvo haciendo demasiadas preguntas. Quiso tirarme de la lengua acerca de ti… y de Tharmida.
—Y aun así, te arriesgas a venir a este agujero. —La mujer paseó a su alrededor una mirada crítica—. Es aún más triste que aquel burdel de Cabo Armisticio en el que dejabas que una Seda te vaciase los bolsillos a cambio de hacerme aparecer ante ti.
—Necesitaba verte tanto como ahora, pero con esto —Sheng alzó un brazo para enseñarle las esposas de hierro— ya no puedo trazar ni una rúbrica.
—Al final va a resultar que mi mayor temor era cierto: tengo un adicto al heli por hijo. —Con un suspiro, ella se sentó también en el jergón—. Pero sé por qué me necesitabas esta noche. Por esa princesa tuya de Aramat.
A Sheng no se le ocurrió qué contestar. Como siempre que hablaba con ella, parecía conocer lo que le pasaba por la mente antes de que él mismo se diera cuenta.
—Lo que le he hecho a Raisha… me está consumiendo, madre, me mata por dentro. Ella confiaba en mí, confiaba en mí de verdad… —Se dejó caer sobre el jergón con un quejido—. Era la única persona genuinamente buena que he conocido. Tan pura que no hacía otra cosa que preguntarme cómo seguiría respirando en este mundo de mierda…
¿Por qué su subconsciente se empeñaba en hablar de ella en pasado? ¿Y cómo era posible que sus esposas pesaran tanto, como la bola de hierro de un presidiario?
—Hacía las cosas porque sentía que eran correctas, sin esperar nada a cambio. Nunca me había encontrado con nadie como ella. —Se cubrió la cara con las manos, sobrepasado por el remordimiento—. Casi me devolvió la fe en la humanidad, por poca que fuera, durante los días que pasé a su lado… y, a cambio de eso, yo la destrocé.
Todavía le parecía sentir el cosquilleo de su pelo mientras dormía acurrucada entre sus brazos, en el vagón del tren. Su calor contra el pecho en el reservado de la taberna, la dulzura con que se había dejado besar cuando aún creía que había algo de integridad en él.
—Lo que el mundo me ha hecho a mí se lo he hecho yo a Raisha. Con la diferencia de que, en mi caso, fue un golpe lento pero constante, como el agua que acaba formando una estalactita. La puñalada que le he dado debe de haberle resultado tan brutal… que dudo que se recupere algún día.
—Me parece que no has escuchado lo que dije antes. —Aquello le hizo apartarse las manos de la cara; su madre seguía mirándole con la misma expresión indescifrable—. No tienes la menor idea de lo que esa muchacha será capaz de hacer con el paso del tiempo.
—¿De qué estás hablando? —se sorprendió él—. Sigue siendo una niña, demasiado ingenua para salir adelante por sí sola… Eso es lo que me hace odiarme tanto.
—Es una fuerza de la naturaleza, Sheng, aunque nunca la hayas visto así. ¿Te crees más maduro que ella solo porque tienes las manos llenas de sangre, en vez de esperanzas y de sueños? ¿Más que una chiquilla a la que se lo habían dado todo, pero que, desafiando a la persona que más quiere en
el mundo, abandona su jaula de oro porque siente que es lo que debe hacer? —Su madre sacudió la cabeza—. Lo ha arriesgado todo por sus ideales, por el bien de aquellos a los que ama. ¿No requiere más valor atreverse a dar un paso así que todo lo que solían obligarnos a hacer a nosotros?
Cuando se acercó a él, apoyando una mano en el jergón, el humo la siguió como a un incensario. Sheng distinguía a través de su rostro las cortinas que los rodeaban, las rasgaduras del papel pintado, incluso las manivelas que sobresalían de este.
—Existen distintos tipos de valor, y no todos son tan espectaculares como el que se espera de un asesino. Es hora de que demuestres que puedes ser como ella.
—Pero si ya lo he echado todo a perder —dijo su hijo, sin entender nada—. A estas horas debe de estar camino del Enjambre… ¿Qué diantres podría hacer para solucionarlo?
—¿Y cómo voy a saberlo yo si lo único que estás haciendo es hablar contigo mismo?
Como si aquello hubiera roto un sortilegio, la imagen de su madre tembló antes de empezar a disolverse. «No —imploró Sheng mientras extendía una mano, aunque lo único que pudo aferrar fue el vacío—. Madre, no. Por favor».
Cuando quiso darse cuenta, se había mezclado con la neblina que reptaba por la habitación. Sus dedos temblaban como los de un anciano. «Madre, no me dejes solo. No puedo hacer esto yo solo. —Se sentó en el jergón, con la cara entre las manos—. No he podido hacer nada, absolutamente nada, desde que te perdí».
A su derecha, el ocupante del otro jergón murmuró algo en sueños. El muchacho se secó las lágrimas, tan angustiado como furioso, pero no le dio tiempo a volver a tumbarse: acababa de abrir los ojos cuando distinguió algo que le hizo preguntarse si no estaría teniendo otra alucinación.
Un reguero reluciente descendía desde la entrada del sótano, resbalando sobre los peldaños en los que alguien había olvidado una bota. Sheng arrugó el ceño, pero la visión siguió siendo la misma: el riachuelo dorado continuó arrastrándose hasta el pie de la escalera, donde se convirtió en un pequeño charco antes de deslizarse entre los jergones cubiertos de manchas. «Definitivamente, he pasado demasiado tiempo aquí —pensó mientras lo veía avanzar entre las cortinas agitadas por las corrientes de éter—, a menos que se trate de…».
Solo cuando se detuvo ante él comprendió que estaba en lo cierto, aunque no le dio tiempo a reaccionar. En menos de lo que su corazón tardó en latir, las partículas de oro se habían elevado en el aire para convertirse en algo mucho más amenazador.
—Había oído decir que los cimientos de Infierno estaban plagados de ratas. —Las últimas escamas se recolocaron sobre el rostro de Aldashir como un mosaico cuyas estelas se movieran por sí solas—. Parece que las habladurías, por una vez, no exageraban.
—¿Qué estás haciendo tú aquí? —dejó escapar el muchacho, retrocediendo sobre el jergón—. ¿Cómo diablos has sabido…? ¿Quién te dijo dónde buscarme?
—La clase de gente que recomendaría este antro, aunque supongo que es de lo más adecuado para ti. No se preocupe, nos marchamos ahora mismo —dijo Aldashir cuando el hombre de al lado empezó a quejarse—. Hay un par de cosas de las que debemos hablar.
Entonces agarró a Sheng por el cuello de la chaqueta, como si no pesara nada, y lo levantó del jergón. Las voces habían hecho acudir al empleado del olvidadero, pero al ver a Aldashir se detuvo en seco y no movió ni un músculo mientras el chico, gimiendo cada vez que su cabeza golpeaba con un peldaño, era conducido escaleras arriba.
Sus sentidos seguían tan entumecidos que apenas reaccionó cuando dejaron atrás una trampilla, abierta en la trastienda de lo que parecía una inocente mercería, y salieron a trompicones al desangelado exterior. Todavía faltaban unas horas para que amaneciera y la oscuridad cortaba como si estuviera hecha de cuchillos. Sheng creyó reconocer el canal que había seguido para llegar hasta allí, donde permanecían amarradas unas herrumbrosas embarcaciones procedentes de los muelles, pese a que la niebla de Brigantia (la niebla de verdad, no el éter de contrabando) desdibujara todas las formas.
Tampoco le habría dado tiempo a contemplar gran cosa, porque Aldashir lo arrastró como a un saco hasta el callejón de al lado, tan estrecho que apenas cabían en él. Al joven se le escapó un grito cuando lo estampó contra los ladrillos de la pared.
—Y bien —volvió a decir el visir, tan cerca de Sheng que se vio reflejado en sus escamas—, ¿tienes algo que contarme, ahora que no hay testigos?
—No quería…, no quería causarle ningún daño, de verdad. —Su guantelete le oprimía tanto la garganta que apenas le salía la voz—. Lo único que hice fue dormirla…, pero no…
El siguiente golpe resultó aún más contundente, tanto que Sheng pensó que acababa de reventarle el oído. Un pitido comenzó a resonar en su cabeza, ahogando sus quejidos.
—¿«Lo único que hice fue dormirla»? ¿Estás diciendo que drogaste a mi princesa?
—Solo le di un poco de vino…, lo suficiente para que… —Sheng apretó los dientes con fuerza; sentía cómo un hilo de sangre resbalaba por su cuello—. Para que no se resistiera cuando la llevé al sitio acordado. Me prometieron que no le pasaría nada malo…
—¿De quién estás hablando, gusano sin escrúpulos? ¿Dónde está Raisha?
Pero el muchacho se limitó a guardar silencio, más por el aturdimiento del porrazo que por obstinación. El mundo pareció ponerse del revés cuando Aldashir, mascullando algo que no pudo comprender, lo levantó en volandas y lo sacó del callejón, aunque no precisamente para que le diera el aire.
Cuando lo arrojó sin contemplaciones al canal, el alarido que escapó de sus labios estuvo a punto de acabar con él. Cualquier rastro de sopor lo abandonó mientras pataleaba con todas sus fuerzas, sintiendo cómo la selva acuática que había crecido debajo del agua se aferraba a sus tobillos. Algo más grueso se había enroscado alrededor de su garganta, algo escamoso y metálico que el muchacho, pese a la ansiedad con la que se revolvía, habría reconocido en cualquier parte.
Probablemente no durase más que unos segundos, pero a él le dio la impresión de que habían transcurrido horas. Con una brusca sacudida, aquello que lo sujetaba tiró de su cuello y Sheng regresó a la superficie, tosiendo como si se le deshicieran los pulmones.
—Hace unos días, cuando estábamos en la pensión, no hacías más que preguntarme qué había después de la muerte. —Aldashir continuaba en la orilla, aunque con un aspecto muy diferente: se había convertido en una gigantesca cobra cuyos anillos lo inmovilizaban como una soga—. Parecías bastante interesado en saberlo, ¿recuerdas?
Lo dejó caer sobre los adoquines, tan infestados por las malas hierbas como el canal. Sin dejar de toser, Sheng retrocedió sobre las palmas de las manos hasta chocar con una pared, demasiado aturdido para enfocar la vista.
—Imagino que te sorprenderá la respuesta. —Aldashir no era más que una mancha borrosa entre la niebla, envuelta en el resplandor de sus ojos llameantes—. No había nada en absoluto, nada más que esto. El mismo mundo despiadado en el que estamos, sin escapatoria para quienes ya han dejado de respirar, sin posibilidad de redención ni segundas oportunidades. ¿Y quieres saber por qué era así? —Cuando acercó su cabeza de serpiente, Sheng se encogió más contra el muro—. Porque hice cosas tan horribles, cuando aún vivía, que los dioses no me permitieron cruzar al otro lado.
Ya no quedaba en él nada del hombre al que había visto abrazar a Raisha, el siervo entregado a la causa de su protegida, capaz de despedazar a unos gules para salvarla. Por primera vez desde que se conocían, Sheng sintió por él auténtico miedo.
—Ni siquiera Marjannah podría imaginar tantas atrocidades —siguió Aldashir—, y te aseguro que existen pocas cosas capaces de escandalizarla. Si en aquella época me dejé cegar por la ambición, el rencor, la ira —mientras decía esto, desplegó amenazadoramente su capucha escamosa—, piensa en lo que haría contigo si le sucediera algo a mi pequeña.
—Creo que me ha quedado… bastante claro —consiguió contestar Sheng—. Y a mi oído derecho también, aunque no sé —se llevó una mano a la sien— si sigo teniéndolo.
A juzgar por el persistente pitido de su cabeza, le había faltado poco para reventarle el tímpano. Tardó tanto en levantarse, apoyado en la pared, que a Aldashir le dio tiempo a regresar a su apariencia humana. «Ya no tiene sentido seguir con esta farsa».
—Te dije que estaba sana y salva, aunque no se encuentre aquí. Ayer por la noche, mientras seguías en Cielo, la llevé a un prostíbulo en el que… Espera, déjame acabar —se apresuró a decir cuando sus ojos llamearon aún más—. El dueño pertenece al Enjambre…
—¿Has entregado a mi Raisha a los piratas? —Ahora Aldashir daba aún más miedo, si es que eso era posible—. ¿No tenían suficiente con una princesa muerta esta semana?
—Lo único que quieren hacer con ella es chantajear a Delphinstone, el gobernador de la República de Paz. Pretenden usarla como moneda de cambio: no la dejarán marchar hasta que haya renunciado a su cargo o hasta que la sultana le obligue a hacerlo. Cuando la república esté en manos del Rey de las Profundidades, devolverán a Raisha a Aramat…
—Una moneda de cambio —repitió Aldashir tras unos segundos en los que solo se oyó el cloqueo del agua—. ¿Eso es lo que valía para ti después de salvarte la vida?
—No, Aldashir, te juro que no. Ya sé que no me creerás, pero durante estos días…
Ni siquiera le dio tiempo a pensar cómo explicarle lo que sentía; antes de que acabara de hablar, el visir abrió su chaqueta tan bruscamente que casi se la desgarró y, al hacer lo mismo con su túnica, dejó al descubierto algo que le hizo detenerse.
En aquella penumbra fantasmal, el tatuaje de su pecho resaltaba como si acabaran de dibujárselo. Todavía seguía teniendo la piel enrojecida, pero la silueta de la sirena, con sus ojos sin pupila y sus afilados colmillos, era inconfundible.
—Ya veo que estaba en lo cierto —dijo Aldashir, y lo soltó como si su contacto le repugnara—. Lo único que querías era salvar el pellejo a su costa.
—Me lo arrancaría con mis propias manos si eso pudiese devolvérmela… No tienes idea de cómo me siento ahora mismo —Sheng apenas podía hablar—, de lo que daría por retroceder en el tiempo. Si tú estás preocupado por Raisha, no te imaginas cómo estoy yo.
—¿De qué demonios hablas? Ya tienes lo que necesitabas, ¿qué más te da…?
—¡Ella era lo que necesitaba! —estalló el chico, y el eco que se propagó por el callejón hizo ladrar a unos perros—. ¡La necesitaba para sentir que aún había algo que merecía la pena en este cochino mundo! No hace falta que me repitas lo miserable que he sido; es lo único que escucho desde que me aparté de su lado.
Decirlo en voz alta solo lo hizo más doloroso. Sheng se rodeó la cabeza con los brazos, más desesperado a cada momento, y cuando asestó una rabiosa patada a la pared, los efectos del éter le hicieron caer, como un borracho, a los pies del Gran Visir.
«Ella era lo que necesitaba». Las palabras parecían resonar entre ambos, a pesar de que su eco se hubiera apagado. Durante unos segundos ninguno habló, perdidos como náufragos en un océano de niebla, hasta que Aldashir se agachó para ponerlo en pie.
Algo en sus ojos le recordó a los de su madre, como si también pudiesen leer en su alma. Su reacción, no obstante, no fue la que esperaba.
—¿Dónde se supone que está ese prostíbulo? —quiso saber.
—No pensarás en… Aldashir, es imposible que siga allí. A estas alturas, la estarán llevando a Harbrook, el puerto del que zarpan los barcos para el Enjambre…
—Por tu propio bien, mocoso, más vale que no se hayan dado tanta prisa —contestó el visir, y le asestó un empujón para que echara a andar— o tendré tantas cuentas que ajustar contigo que no podré hacerlo en una sola eternidad.