CAPÍTULO 41

—Todavía tardarán algún tiempo en acostumbrarse a ti, aunque tu nuevo apellido reluzca tanto como tu nueva ropa —comentó Dalia mientras caminaba detrás de Zafirah, poco después de que el sol se pusiera tras las montañas, por uno de los senderos del jardín de Jayaswal Shan. Unos esclavos estaban encendiendo farolillos de cristal de colores, pero dejaron de charlar en cuanto las vieron acercarse—. La lengua de Asav debe de haber sido más ágil que la de tu padre. A estas alturas, no habrá una sola persona que no esté al corriente de quién era en realidad su nueva esclava.

—Puede que ya no me vean así, pero sigo siendo una intrusa para ellos —respondió Zafirah mientras alisaba, de mal humor, su vestido azul oscuro, bordado con los diamantes dorados de los Shan—. Y lo mismo sucede con mi padre, si es que puede llamársele así.

—No me entra en la cabeza que te importe tan poco lo que has descubierto. Después de pasarte la vida sin saber nada de él, sin conocer siquiera su nombre…

—¿Tú tienes hermanos, Dalia? —preguntó la niña, y cuando negó con la cabeza, inquirió—: ¿No extrañas haber crecido con alguien con quien reírte, pelearte…?

—La verdad es que no… No se puede echar de menos lo que no has conocido.

—Pues lo mismo podría decirte yo —afirmó Zafirah, y recogió un extremo de su chal para que no se le mojara al pasar junto a una fuente.

Solo había estado con Jayaswal una vez más, y tampoco es que mantuvieran una conversación apasionante. Su padre la había mandado llamar, de mala gana, para que cenara con él, durante la primera noche de Zafirah en el palacete, pero había estado más pendiente del cordero con cúrcuma y coco, las empanadillas de verduras con especias y las espirales de almíbar que de su propia hija. Por deliciosa que fuera la cocina sawita, el encuentro debió de resultarle tan tenso como a ella y Zafirah suspiró de alivio cuando pudo retirarse a su alcoba, sin más compañía que Dalia.

Al menos no había vuelto a requerirla, lo cual le daba cierto margen para pensar en su escapada. Las murallas de los Jardines de Oro eran demasiado altas para plantearse escalarlas, y contaban con demasiados pabellones de vigilancia. «Por no hablar de que los sawitas las habrán reforzado con su magia —pensó mientras enfilaban otro sendero de mármol, bajo los arcos descritos por chorros de agua de una fuente a otra—. Si las demiurgas no dejaron ni un sillar del palacio sin conjuros, sabe Shamaya lo que habrán hecho aquí».

—¿Qué es eso que asoma al fondo? —preguntó deteniéndose en seco. Una cúpula de piedra dorada, con su característico remate de armelia en flor, despuntaba entre las ramas de unas acacias—. Parece demasiado pequeño para ser otro palacete.

—Debe de tratarse de un santuario privado —contestó Dalia, y cuando su pequeña acompañante apretó el paso, la siguió con un «¡no sabes si podemos entrar!».

Una vez que dejaron atrás el grupo de acacias, Zafirah se dio cuenta de que el edificio no tenía muros: la cúpula se apoyaba en un círculo de columnas, con elefantes esculpidos a ambos lados de sus capiteles. El suelo tenía un diseño concéntrico que recordaba a una armelia, y cuando Dalia y ella se colaron en el interior, iluminado por unos pebeteros, vieron que unas cadenetas de flores caían desde lo alto.

—Fíjate, la cúpula está llena de relieves… —Zafirah señaló los contornos de una silueta humana esculpida en el centro—. ¿Eso de ahí es una diosa?

—Gaiatra, la Diosa Madre —dijo Dalia con reverencia—, la que creó nuestro mundo.

La niña la miró con sorpresa antes de clavar los ojos en las alturas, pese a no poder apreciar gran cosa. La luz de los pebeteros convertía la cúpula en un laberinto de sombras.

—Esa mujer sawita que conociste en tu antiguo templo… —dijo al cabo de unos segundos—. ¿En qué creía antes de convertirse al Culto de Shamaya?

—No son religiones muy distintas, lo cual tiene sentido; piensa que los aramatíes no poseían una cultura propia cuando cruzaron el Mar Migratorio hasta Occidente.

—La Migración —asintió la pequeña, sintiendo una nostalgia insospechada por la maestra Fátima y la madrasa—. Nadie sabe de dónde vinimos ni qué éramos antes…

—Nadie más que Los Que Recuerdan, si hay algo cierto en las leyendas.

Zafirah tardó en procesar lo que Dalia había dicho; cuando lo hizo, soltó una de las cadenetas de armelias que había agarrado.

—¿Los Que Recuerdan? ¿Quiénes se supone que son?

—La gente que vivía aquí antes de los Tiempos Antiguos, hasta que los antepasados de los aramatíes les hicieron replegarse a las montañas. Siguen siendo la casta superior de Ragapur, aunque la sacerdotisa de mi templo dijo que apenas queda una docena. Viven en un santuario en el centro de la ciudad, del que nunca salen…

—¿Y qué es lo que recuerdan? —dijo Zafirah, pero la chica se encogió de hombros.

—Nadie lo sabe, pero no tiene que ver solo con nuestro sultanato: también afecta a Cameroth, Helial, la República de Paz…, hasta al Enjambre y las Islas Cicatrices, y tal vez incluso a Kash. Según nuestra sacerdotisa, el poder de lo que saben los hace tan poderosos que no están dispuestos a compartirlo con nadie. —Mientras decía esto, Dalia se sentó en el suelo, con la espalda contra una columna—. Pero también creen en la diosa Gaiatra, y en eso somos idénticos.

Por más que entornaba los ojos, Zafirah seguía sin distinguir muchos detalles, de modo que acabó arrastrando uno de los pebeteros hasta el centro. La luz iluminó entonces el rostro de la escultura, cuya expresión era más amable de lo que había imaginado; llevaba el pelo en una trenza al modo sawita, enroscada como una aureola alrededor de su figura, y los collares, los pendientes y el aro en la nariz de las mujeres de Ragapur. Entre sus manos decoradas con alheña había una esfera que supuso que representaría a Gaiatra, bañada por el resplandor del primer día de la Creación.

—«Y la diosa Gaiatra dio forma al mundo con sus propias manos, con sus tierras y sus mares, con sus luces y sus sombras —recitó en un susurro, como les había enseñado Fátima—, y cuando supo que sus hijos no la necesitarían más, la diosa se echó a dormir…».

—Una manera elegante de decir que nos abandonó.

La voz de Jayaswal la hizo volverse con un revoloteo de su chal. Acababa de detenerse en un escalón del templete, con una bandeja en las manos y el ceño fruncido.

—Para interesarte tanto la religión, no eres muy respetuosa que digamos —continuó—. No puedes mover como se te antoje los pebeteros del incienso sagrado.

—Lo sabría si alguien se hubiera molestado en explicarme su cultura —replicó la pequeña en el mismo tono—, pero supongo que no soy lo bastante sawita para merecerlo.

Dalia se había apresurado a incorporarse con la cabeza inclinada, pero Jayaswal no la miró siquiera al pasar a su lado. La vela que llevaba en la bandeja daba una apariencia espectral a su rostro; también había unas armelias, observó Zafirah, y un cuenco con agua.

—Los libros sagrados del Culto de Shamaya no cuentan más que majaderías. —Tras devolver el pebetero a su posición original, Jayaswal depositó las ofrendas en el suelo, en el centro exacto de la armelia—. Con una única diosa es más que suficiente. Solo existe otra cosa que adoremos en Sawa, y es el oro de las montañas; eso sí que mueve el mundo.

—Pero Shamaya, Sinnanah, Sirturah y Siamat nacieron de Gaiatra —se empecinó la pequeña—, y eso los convierte también en dioses…

—El sol no es más que un sol y las lunas no son más que unas lunas. Vuestra sultana ha llevado a cabo una labor excelente metiéndoos semejantes cuentos en la cabeza.

Hasta entonces, Zafirah no había reparado en que la parte inferior de la cúpula y las columnas estaban cubiertas asimismo de relieves. Eran tan menudos como el diseño de una celosía, cientos de figuras postradas a los pies de Gaiatra en agradecimiento; la niña reconoció una hilera de camellos, otra de leones, otra de rucs incluso, como el que la había atacado en Nesrinush…, y fue entonces cuando descubrió que uno de ellos se movía.

Lo primero que pensó fue que una esculturilla acababa de cobrar vida, hasta que se percató de que no era de piedra, sino de bronce. Y demasiado parecida a…

—¿Qué pasa ahora, te ofende lo que he dicho? —Su padre enarcó una ceja—. Debes de ser más leal a esa tirana de lo que pensaba.

—Yo… —El corazón de la pequeña dio una voltereta al reconocer, encima de un hombro de Jayaswal, a su escarabajo mecánico. Se había posado sobre la grupa de un diminuto tigre, moviendo suavemente las pinzas—. Es solo que… me apetece rezar un rato.

¿Significaba eso que Itimad había recibido su mensaje? ¿Cómo había sido capaz aquel trasto de volar hasta Sairayat y regresar con su respuesta en solo dos días?

—Creo que me quedaré un poco más aquí… y luego volveré al palacete. Podéis marcharos antes, no me importa que… —Pero los agudos ojos de Jayaswal habían captado el movimiento de los suyos y, antes de que pudiera detenerle, se había dado la vuelta.

A Dalia se le escapó un grito cuando el escarabajo, con un chirrido, abandonó la pared para volar hacia ellos. Zafirah se lanzó hacia delante para atraparlo, pero soltó otro grito cuando su padre la agarró de la trenza para hacerse con él.

—Qué diantres… —Al sentirlo moverse entre sus dedos, Jayaswal abrió los ojos de par en par—. ¿De dónde ha salido esta… cosa? —Miró a Zafirah—. ¿La has traído tú?

Cuando la niña no respondió, soltó su trenza. Los conjuros de Salma y Samra brillaban bajo la luz de los pebeteros, cada palabra ardiendo con su propia magia.

—Esto es tecnología aramatí —dijo su padre—. Del Harén de la sultana…

—Del Taller —le corrigió la pequeña, sin poder contenerse—. Fui yo quien lo creó, antes de marcharme del palacio. Lo llevaba conmigo cuando esos bandidos me atraparon.

Se oyó un nuevo chirrido cuando Jayaswal lo alzó, sujetándolo como si le quemase.

—¿Dices que esto lo has fabricado tú? ¿Pretendes que me crea que una cría puede diseñar algo así?

—A lo mejor resulta que soy algo más que un cebo para atraer a mi madre —repuso ella, y le alargó una mano—. Devuélvemelo, por favor. Le he cogido cariño y…

Pero los dedos de Jayaswal habían accionado uno de los resortes, y algo comenzó a repiquetear dentro del artefacto segundos antes de que el contenido del cilindro rotatorio resonara en el templete.

—Zafirah, acabo de recibir tu mensaje. —Aunque crepitante, la voz de Itimad era inconfundible; la niña contuvo la respiración—. No sé dónde estarás ahora mismo, pero tienes que mandarme este comunicador con tu situación exacta. He enviado a un destacamento de guardianas a las cuevas de Taifar, aunque las cosas aquí…

Un crepitar aún mayor ahogó la voz de su tía, pero la pequeña creyó identificar unos gritos en la distancia, mezclados con un entrechocar de armas. Mientras aguardaba con el corazón en un puño, Jayaswal y Dalia la miraban de hito en hito.

—… las cosas no van bien aquí, Zafirah —siguió Itimad—. Este canal no es seguro, así que no puedo contarte demasiado…, solo que tenías razón en lo que me advertiste en tu anterior mensaje, lo relacionado con tu madre. Quédate donde estás y espera a las guardianas; entenderás a qué me refiero cuando vuelvas a casa.

En cuestión de segundos, las tripas de Zafirah habían empezado a retorcerse como serpientes. Por un momento, pareció que Itimad iba a añadir algo más, pero el mensaje llegó a su fin con un último traqueteo antes de que el cilindro se detuviera.

Cuando el silencio se apoderó del templete, el lejano murmullo de los esclavos dio la impresión de ser el único ruido de Gaiatra, aparte de los chirridos del escarabajo.

—¿«Tenías razón en lo relacionado con tu madre»? —acabó diciendo Jayaswal—. Zafirah, ¿en qué diablos anda metida Aixa?

De no haber estado tan asustada, a la pequeña le habría sorprendido que se dirigiera por primera vez a ella por su nombre. Tardó unos segundos en recobrar la voz.

—No puedo contártelo… Solo empeoraríamos la situación.

—Zafirah, no me obligues a sacártelo a la fuerza —le advirtió su padre—. No vas a moverte de aquí hasta que obedezcas, ¿me estás escuchando? Ninguno de los tres va a hacerlo.

«¿Qué tengo que explicarte, que madre estaba preparando un golpe de estado y este se ha ido a pique? ¿Que si Marjannah la mata con sus propias manos será por mi culpa?». El dolor de estómago de la niña era cada vez más intenso, hasta que reparó en que el rostro de su padre no reflejaba la misma amenaza que su voz.

Pese a que siguiera siendo un desconocido para ella, su inquietud era tan palpable que a Zafirah se le ocurrió una idea. Una idea tan atrevida como desesperada…

—Durante la ausencia de la sultana, las guardianas del Cuartel… se han rebelado contra tía Itimad, quien presidía el Diván en su ausencia —improvisó.

—¿Marjannah al’Sairahr no está en el palacio? —dijo su padre, arrugando la frente.

—Se marchó a uno de los emiratos del norte…, no recuerdo a cuál…, y madre no ha podido mantener la situación bajo control. Ya estaba habiendo problemas cuando me marché de Sairayat y, a juzgar por lo que se oía en ese mensaje…, las cosas han ido a peor. —Entonces alzó los ojos hacia su padre—. Pero a lo mejor podríamos ayudarla.

Durante los meses que había pasado en el Cuartel, Aixa había tratado de enseñarle a usar armas de toda clase, pero la inocencia nunca había estado entre ellas. El cambio en la expresión de Jayaswal, sin embargo, le hizo saber que había dado en el clavo.

—Si estás insinuando que deberíamos marcharnos a Sairayat…, ¿eres consciente de lo que tardaríamos en atravesar la mitad del Mar de Cobre?

—No tendríamos por qué recurrir a los camellos ni a los caballos —se apresuró a decir la niña—. Yo no usé ninguno para trasladarme a Armeda y no me llevó ni un día hacerlo.

—Zafirah, sabes que mi templo está en ruinas —intervino Dalia en voz baja—. La banda del Alacrán lo convirtió en escombros, y me cuesta creer que esa alfombra voladora tuya continúe en el sitio donde la escondiste…

—Solo hay un modo de saberlo y evitar, de paso, que hagan lo mismo con Sairayat. Claro que todo depende —añadió la niña sin apartar los ojos de Jayaswal, dividido entre la incredulidad y la exasperación— de cuánto estemos dispuestos a arriesgar por mi madre.