CAPÍTULO 43
Hacía tiempo que la medianoche había quedado atrás, pero Raisha seguía tan despabilada como si acabara de tomarse cinco tazas de café de Qa’Ifar. La habitación que la señora Earnshaw había preparado malhumoradamente para ella era la más confortable que había pisado desde que se marchó de su casa, pero ni la majestuosa cama de baldaquino ni los almohadones de plumas de falcarol conseguían que el sueño pareciese menos empeñado en darle esquinazo.
Con la mejilla apoyada en una mano, contemplaba absorta el culebreo de las llamas en la chimenea, parecido a las danzas de las adoratrices de Shamaya. Sus pensamientos regresaban sin parar a la conversación que había mantenido con Sebastian, sobre la cual seguía sin tomar una decisión. Una propuesta de matrimonio era lo último que había tenido en mente al pedirle ayuda…, principalmente porque apenas se había parado a pensar, durante todos esos años a la sombra de su madre, que en algún momento debería casarse.
Ciertamente, Sebastian había dejado claro que podrían ser solo amigos, pero Raisha no era tan inocente como para obviar lo que todo el mundo esperaría que ocurriese entre la sultana de Aramat y su serenísimo esposo. Por muchos comentarios que hubiese captado en el Harén, acompañados de risas traviesas, aquello que tanto obsesionaba a la gente constituía un misterio para ella, pese a que no dejara de acordarse de Sheng cuando se preguntaba qué se sentiría al estar en brazos de un hombre.
Como un imán contra el que empezaba a estar harta de luchar, su recuerdo atrajo hacia sí los dispersos pensamientos que revoloteaban por su mente. La princesa se dio la vuelta entre las sábanas, fulminando con la mirada las flores bordadas en el baldaquino. Si había creído que no podría detestarle más después de haberla vendido al mejor postor, que siguiera teniendo la capacidad de incendiarle la sangre casi la hacía odiarse tanto como a él. Durante las últimas horas habían regresado a su memoria más retazos de lo sucedido en el reservado, y el bochornoso ardor que la recorría cuando pensaba en cómo lo habían hecho sus dedos no parecía tener que ver con el calentador que Abigail había colocado debajo de la colcha.
Deberíamos matarlo algún día. —La chica estrujó la colcha de raso entre los dedos, tratando de olvidar cómo sus manos habían estado en sus caderas, en la cintura que parecía haberle modelado como un alfarero—. Si una sultana puede ejecutar a quien le plazca, ¿por qué no hacerlo con él? ¿Acaso no serás sultana cuando tu madre no esté?
Demasiado distraída rumiando su venganza, tardó en comprender que lo que estaba escuchando no eran sus propios pensamientos. Alguien daba la impresión de hablarle en susurros, dentro de su propia cabeza, por absurdo que fuera. Confundida, se apoyó en un codo para mirar alrededor, pensando que quizás había dejado el gramófono sin apagar, hasta que oyó algo que le hizo girarse hacia la puerta: un tintineo metálico procedente del corredor, acompañado por unos pasos.
«¿Me estaban hablando desde fuera?». Se puso en pie para dirigirse hacia allí, con el camisón ondeando alrededor de sus pies, y accionó el pomo de bronce. Al asomar la cabeza, vio alejarse una silueta entre las sombras proyectadas por los árboles a través de las cristaleras; y, cuando se disponía a doblar una esquina, reconoció el pálido rostro de la señora Earnshaw.
Solo entonces comprendió que lo que acababa de oír era el repiqueteo del dedal, las tijeras y el resto de colgantes prendidos en su ropa. «Pero eso no explica por qué se puso a decirme esas cosas», pensó mientras echaba a andar en la misma dirección.
—Señora Earnshaw… —Antes de que acabara de hablar, oyó cerrarse una puerta en el siguiente corredor y, al apresurarse hacia allí, vio que había desaparecido—. ¿Señora Earnshaw…?
Nadie respondió a su llamada, solo el rumor amortiguado de unos engranajes. Tras unos segundos de vacilación, Raisha se acercó a la puerta más cercana y descubrió que el ruido procedía de allí, aunque lo que más le sorprendió fue el hecho de que la plancha de madera, como si estuviera conectada a un mecanismo, pareciera vibrar contra sus goznes.
«Debe de ser una especie de montacargas —comprendió mientras apoyaba una mano en la puerta—, como los que madre mandó instalar en las cocinas. La señora Earnshaw tiene que haber bajado en él». Al cabo de un minuto, la vibración se interrumpió antes de reanudarse otra vez y Raisha contuvo el aliento cuando algo encajó detrás de la puerta, segundos antes de que esta se abriera.
El habitáculo al que daba acceso era más pequeño de lo que imaginaba. Cuando se introdujo en él para accionar tentativamente un resorte de hierro, una verja se cerró delante de la puerta y el montacargas comenzó a descender, con un traqueteo tan brusco que le arrancó un respingo. Se hundió en el suelo durante tanto rato que la princesa se preguntó si no alcanzarían el núcleo de Gaiatra, hasta que se detuvieron con un topetazo y, cuando la verja se abrió por sí sola, descubrió que no había una segunda puerta a sus espaldas, sino un corredor esculpido en la roca. Se parece al que usamos para sacar a ese heliano del palacio. Una pena que no supiésemos entonces de qué era capaz.
Aquel susurro confirmó lo que había empezado a sospechar: no era el ama de llaves quien le había hablado desde el corredor. «No entiendo nada», pensó mientras sacudía la cabeza, aunque no tenía sentido retroceder; si había llegado tan lejos, podría asegurarse al menos de que estaba en lo cierto. Unas piedrecillas se le clavaron en los pies descalzos cuando empezó a andar por el corredor, pero se mordió los labios para que no la oyeran gemir hasta que, tras descender por una escalera de caracol también excavada en la roca, llegó a una estancia más iluminada.
Apenas le dio tiempo a esconderse tras unas cajas de madera cuando cayó en que el ama de llaves no era la única que estaba allí. Otras diez personas se movían de un lado a otro, cargando con más cajas como aquellas.
—¿… una mendiga de Infierno, entonces? —decía en ese momento una mujer—. No pensaba que el principito fuese uno de esos a los que les gusta pescar en nuestro estanque.
—Creo que los tiros no van por ahí —respondió la señora Earnshaw—, pero no he podido averiguar nada más; solo me dijo que tenía que tratarla igual que a él.
—Querrá deslumbrarla con sus riquezas, aunque no esté pensando en llevársela a la cama. Para que fuese su tipo, debería tener unos cuantos tornillos más.
Raisha sintió cómo se ponía roja cuando algunos se echaron a reír, aunque no habría sabido decir si era por la rabia o por el bochorno. La señora Earnshaw chasqueó la lengua.
—Ese pobre muchacho… En realidad, me da más pena de lo que imagináis. Su familia lo destrozó para siempre dejándolo al cuidado de los autómatas; ahora le resulta imposible confiar en nadie cuyas reacciones no pueda prever de antemano. Ni siquiera entiendo cómo se atrevió a traer aquí a esa chica, temiendo tantísimo a los seres humanos…
—A mí me dan pena los niños que se desmayan después de trabajar catorce horas seguidas en la fábrica —replicó la otra mujer. Llevaba unos pantalones de lona metidos por dentro de las botas, del mismo cuero marrón que su cinturón, y una camisa con una cinta roja en el cuello; la misma cinta que llevaban sus compañeros—. Lo que le pase a ese niño de papá me importa una mierda, Earnshaw, y a ti también debería darte igual. Y Colm —le dijo a un chico que se había detenido cerca—, si se te cae esa caja por cotillear, te ganarás un guantazo.
—Menos mal que tenemos a la sensible Dana Hollister de nuestro lado —resopló el tal Colm mientras se alejaba— para saber lo que es que se preocupen por uno.
Aquel nombre reverberó en la mente de Raisha como una campana, aunque tardó unos segundos en recordar dónde lo había oído: era el apellido de los hermanos que, según Sebastian, estaban liderando un movimiento insurgente en Infierno. La mujer a la que se habían referido como Dana rozaba la treintena y su aspecto era el más extravagante que había visto: llevaba la mitad de la cabeza rapada y la otra mitad cubierta de bucles, tan rubios como el trigo recién cosechado.
«Pero no tiene sentido… Si pertenecen a las Ascuas, ¿qué están haciendo aquí, bajo la mansión del príncipe heredero? ¿Sabe Sebastian siquiera que existe este subterráneo?». A juzgar por lo que veía, debían de llevar bastante tiempo usándolo como almacén, porque algunas cajas estaban recubiertas por una espesa capa de polvo. Había también unas mesas arrinconadas contra la pared del fondo, a la izquierda de otro pasadizo por el que supuso que habían entrado, y sobre ellas distinguió montones de carteles de propaganda adornados con el pájaro rojo y algo parecido a una rudimentaria imprenta, compuesta por media docena de rodillos de distinto tamaño.
«No, esto no es un simple almacén. Es el cuartel general de las Ascuas, y está en las mismas entrañas de Cielo…, el último sitio que a las autoridades se les ocurriría registrar».
—Pensaba que sería tu hermano quien vendría a recoger todo esto —dijo la señora Earnshaw—. ¿Es que habéis tenido algún problema?
—Que yo sepa, no —contestó Dana Hollister—, aunque no me ha dado explicaciones. Solo me dijo que necesitaba abandonar la ciudad esta noche, por uno de nuestros túneles, para recibir un mensaje de Helial. —Se encogió de hombros, sentándose sobre una de las cajas—. Parecía importante, pero no tengo ni idea de qué era.
—Cuantos menos isleños tengamos metidos en esto, mejor —rezongó otro de sus hombres—. Bastante nos está costando mantener alejados a los del Enjambre.
—Pues yo diría que se han involucrado más de lo que esperábamos. —Y tras guardar silencio durante unos segundos, el ama de llaves preguntó, incapaz de contenerse—: ¿Es cierto lo que dicen, entonces? ¿Hemos perdido al Pájaro de Fuego?
Dana Hollister acababa de sacar una petaca, pero se detuvo antes de dar el primer sorbo. Sus ojos (eran grises, creyó percibir la princesa) brillaron como cuchillos.
—Earnshaw, deja de decir gilipolleces. Cordelia Darlington no era nuestro pájaro.
—Pero la profecía de la druidesa hablaba de… Decía que aparecería como una nube ardiente, que lo bañaría todo de rojo. Su pelo era rojo y su dirigible tenía un Ave Fénix…
—Y ese pájaro que la seguía a todas partes también era rojo —agregó Colm.
—¿Es que no me habéis escuchado? Era una puta Darlington, maldita sea. —Dana le tiró la petaca con tanto ímpetu que este apenas pudo atraparla—. ¿Pensabais de verdad que uno de ellos se ensuciaría las manos por nosotros? ¿Uno de los de ahí arriba —apuntó hacia el techo—, los que están tan cómodos en sus mansiones, sin que les importe una mierda que nos muramos de hambre? No me hagáis reír, joder…
—Si le diéramos lo mismo, no se habría metido en este asunto —aseguró la señora Earnshaw—. Sabes tan bien como yo, Dana, lo que arriesgó por nosotros.
—Hasta que los suyos descubrieron lo que se traía entre manos. Le faltó tiempo para largarse de aquí en cuanto su padre la desterró. Esto es lo que opino de los Darlington, de todos ellos. —Dana soltó un escupitajo en el suelo—. Lo mismo que opinan de nosotros.
Aquello arrancó un coro de «tiene razón» mezclado con algún que otro «no sé…» y Raisha tragó saliva, sintiéndose como un ratón infiltrado en la madriguera de unos zorros.
—Todo sería más sencillo —dijo Colm— si tu hermano diera de una vez ese paso adelante. Erigirse como el Pájaro de Fuego haría que todo Infierno…
—Neil no necesita esas mierdas para atraer a más gente —replicó su hermana—. Ya tiene las dos cosas que más le ayudarán: sus discursos y estos puños. —Y alzó las manos.
—Pues el Priorato debería darte una medallita. No conozco a nadie más descreído.
—Que no crea en una criatura legendaria que supuestamente descenderá del cielo para salvarnos no me convierte en una escéptica. Existen cosas más importantes en las que sí que creo: la gente por la que luchamos, nuestro poder para cambiar las tornas… y mi hermano. —Dana alzó la barbilla—. Por encima de todo, creo en Neil.
—Todos creemos en Neil —dijo la señora Earnshaw, conmovida.
—El mismo que algún día se convertirá en nuestro Pájaro de Fuego —añadió Colm, y sin amilanarse ante los ojos en blanco de Dana, se volvió con la petaca en la mano hacia las Ascuas—. «Y el Pájaro de Fuego abrasará la opresión a su paso y las malas hierbas arderán hasta las raíces».
—«¡Arderán hasta las raíces!» —rugieron sus compañeros, y después de que Colm echara un trago, se pasaron la petaca de uno a otro, visiblemente más animados.
La señora Earnshaw aprovechó que estaban distraídos para agarrar a Dana por un codo y apartarla de la multitud. Raisha se encogió detrás de la caja cuando se detuvieron a escasa distancia, aunque tuvo que afinar el oído para captar sus susurros.
—Hay otra cosa de la que quería hablar contigo, Dana. Tiene que ver con Cordelia Darlington. —Y sin hacer caso a sus gruñidos, añadió—: Puede que los piratas sean responsables de su muerte, pero la orden de acabar con ella no partió del Enjambre.
En cuestión de segundos, la impaciencia abandonó el semblante de Dana Hollister.
—¿De qué demonios hablas, Earnshaw? ¿No fueron ellos quienes enviaron su camafeo…?
—¿… al rey Reginald? En efecto. —El ama de llaves respiró hondo—. Ya sabes para qué familia trabajo y quiénes se dejan caer por aquí. Es un secreto a voces en la Casa Real.
—No me jodas, Earnshaw, no puede ser. Ese cabrón no puede… ¿A su propia hija?
Cuando la mujer asintió, Raisha apretó una mano contra su boca. «¿Lo ha sabido espiando las conversaciones de Sebastian, cuando se refugiaba aquí de las intrigas palaciegas? ¿Por eso decía que su abuelo detestaba a su tía?».
—¿Cómo puede haber ordenado algo así? —siguió Dana a media voz—. Sabíamos que era un miserable sin escrúpulos, pero ya no estamos hablando de enviar a la Guardia Infernal a sofocar una de nuestras revueltas ni de detener a unos repartidores de octavillas…
—¿Te parece que la princesa Cordelia no era una amenaza mucho mayor? ¿A sabiendas de que os había proporcionado suficientes armas como para dar un golpe de estado?
—A cambio de que la sentásemos en el trono tras derrocar a su padre. Te he dicho que no había nada desinteresado en ella; no lo hay en nadie que haya tocado el poder.
—Eso ya no importa. Si tenemos esperanza, por poca que sea, es gracias a ella.
Raisha casi sintió que se le paraba el corazón. Sus ojos se posaron en las cajas desperdigadas por el subterráneo (¿cuántas podía haber, medio centenar, tal vez más?), cajas que hasta entonces le habían parecido inofensivas porque creía que lo más subversivo que podían contener eran carteles de propaganda. Su mano seguía apoyada en una, pero la apartó como si la madera le quemase.
—Evidentemente, todo eso del funeral no es más que una pantomima —declaró el ama de llaves—. Ha esperado a que repatriaran el cadáver solo para actuar públicamente como un padre destrozado por haber perdido a su oveja negra.
—Una pantomima que nos vendrá de perlas —dijo Dana, pasándose una mano por la parte rapada de la cabeza—. Neil no habría podido diseñar esta estrategia sin ella.
—Ya sabes mi opinión en cuanto a eso, Dana. Tomar Cielo no es algo que…
—Todos sus habitantes asistirán al paso del cortejo, menos las Ascuas infiltradas entre la servidumbre. Para cuando regresen a sus casas, estarán en nuestras manos y no les quedará más remedio que acudir al rey, presionándole para negociar la secesión de Infierno. —La joven sacó un papel que desdobló para enseñárselo—. Según el itinerario que nos han proporcionado nuestros contactos, les llevará casi toda la mañana recorrer el anillo de Cielo con el féretro, después de la ceremonia en la Catedral de la Razón. Es tiempo más que suficiente para que podamos ascender todos hasta este distrito por nuestra red de pasadizos.
Entonces se puso a señalarle algo escrito en el papel, pero Raisha no pudo seguir el hilo de la conversación: una mano, surgida de no sabía dónde, se apretó contra su boca.
—Mirad a quién tenemos aquí. —Cuando se retorció hacia atrás, vio que el hombre que la sujetaba iba vestido de azul; era un miembro de la Guardia Celestial—. Este agujero no parece lo más adecuado para alguien de vuestra altura, princesa.
—¿Es ella, Tom? —quiso saber el que le acompañaba. Raisha descubrió entonces, con una oleada de pánico, que el pasadizo estaba lleno de guardias—. ¿La bruja aramatí?
—Dudo que se nos haya colado más de una. Daos prisa en quitarle esa cosa, rápido…
Cuando uno de los hombres la agarró del brazo y otro intentó arrancarle la pulsera, los forcejeos de la princesa atrajeron la atención de las Ascuas. «¡Los perros de Cielo están aquí!», oyó vociferar a Dana, y en cuestión de segundos, un caos ensordecedor se desató en la estancia.
A Raisha solo le dio tiempo a percibir unos destellos azulados de éter antes de que le quitaran la pulsera de un tirón. De nada sirvió que se revolviera contra sus captores: los brazos que la inmovilizaban eran demasiado fuertes y ella estaba demasiado aterrorizada.
—No nos lo pongáis más difícil —le advirtió un guardia— o todos lo lamentaremos.
—¿Qué es lo que quieren… hacer conmigo? ¿Qué pretenden…?
—Lo que deberían haber hecho en la frontera en cuanto vinisteis —respondió el otro hombre—. No es nada personal, ya lo sabéis; solo órdenes del Priorato.
Hubo un ruido de disparos a sus espaldas, seguido por el crujido de algo de madera al quebrarse, y cuando Raisha se retorció para mirar por encima del hombro, vio que la señora Earnshaw acababa de derrumbarse contra la imprenta, con su batín salpicado de manchas oscuras. Durante ese tiempo no habían dejado de aparecer más guardias, tantos que casi triplicaban ya a las Ascuas.
«¡Cuidado con las armas!», chilló Dana, inmovilizada contra el suelo, cuando otra caja se rompió y unos artilugios desconocidos para Raisha rodaron entre la paja del relleno. Se giró de nuevo hacia los guardias, con los ojos llorosos.
—No tengo nada que ver con esta gente, se lo juro… ¡Estoy aquí por accidente!
—Ah, eso ya lo sabemos —asintió el hombre—, pero ha sido una suerte que pudiésemos matar dos pájaros de un tiro. Os estamos muy agradecidos.
—Tanto como deberíais estarlo vos al príncipe Sebastian. Solo la Razón sabe lo que os habrían hecho estos muertos de hambre de no habernos enviado su alteza a este lugar.
Hubo un nuevo «¡soltadme ahora mismo, cabrones, hijos de la…!» antes de que la bota de uno de los guardias impactara contra la cabeza de Dana, que se desmoronó entre las cajas chamuscadas. Otras dos Ascuas también yacían en el suelo, una con un reguero de sangre resbalando por la frente, pero la princesa no supo cómo acabó la refriega. «Deprisa, sacadla de aquí», ordenó uno de los hombres, y los que la sujetaban la arrastraron hacia el montacargas mientras sentía cómo los pedazos de su corazón que habían salido intactos de la traición de Sheng se convertían también en polvo.