CAPÍTULO 44
El Gran Templo de Shamaya en Armeda era una herida abierta en las montañas, un escenario aún más desolador de lo que Zafirah, en los días que habían transcurrido desde que lo hicieron saltar por los aires, había atinado a imaginar. Aquella noche no había ni una nube en el cielo y Sirturah, Sinnanah y Siamat iluminaban las ruinas casi como si fuese de día. Mientras descendían a caballo por la ruta que les había indicado Dalia, a través de un paso entre las montañas al sur del territorio sawita, las triples sombras de la comitiva eran cada vez más complicadas de distinguir, entre las proyectadas por los escombros de la muralla, la cúpula destrozada del templo y la estatua mutilada de la diosa.
—Parece haberse convertido en un reino fantasma —musitó Zafirah, rodeando la cintura de su padre con los brazos. Tres guardias habían partido con ellos de Ragapur, uno con Dalia a su espalda—. Así debía de estar hace cientos de años, después de que lo destruyera Mahmoud al’Sairahr.
—Los cuerpos han desaparecido —susurró Dalia. Desgajada de la montaña, la enorme cabeza de Shamaya parecía surgir del suelo, como si unas arenas movedizas la estuvieran absorbiendo—. Pero fue aquí donde vimos caer a mis compañeras…
—Los habitantes de Armeda deben de haber retirado los cadáveres después del derrumbe —respondió Jayaswal—. Todo está muy calmado…, más de lo que debería.
Al girarse hacia el sur, Zafirah distinguió el contorno de las azoteas de la aldea, manchas negras recortándose sobre el centelleo del agua. El lago era un espejo recién bruñido en el que los Esposos Lunares aún se contemplarían unas cuantas horas más.
—A esa gente no le haría gracia sorprendernos aquí, mi señor —advirtió uno de los guardias mientras seguían a Jayaswal. Los cascos de los caballos resonaban sobre las losas agrietadas del atrio—. Creerán que somos bandidos o que solo hemos venido a saquear…
—Dudo que nos hayan dejado gran cosa, por muy devotos que aseguren ser —dijo Jayaswal antes de mirar a Zafirah—. ¿Dónde se supone que está esa alfombra tuya?
La niña tardó unos segundos en ubicarse y, cuando lo hizo, señaló con un dedo. El alminar construido a la derecha del atrio (lo que quedaba de él, mejor dicho) yacía al otro lado del complejo, desmoronado sobre el brazo izquierdo de Shamaya. Jayaswal espoleó entonces a su caballo y el animal, saltando por encima de unos cascotes, se encaminó en esa dirección.
Aunque la noche casi le hubiera arrebatado sus colores al mundo, Zafirah vio que la arena seguía manchada de rojo cerca del alminar. Costaría bastante borrar el recuerdo de todas esas muertes, incluso con los cuerpos enterrados.
—Ashok, ve con ella —le ordenó Jayaswal al guardia que viajaba con Dalia cuando la pequeña, tras deslizarse de la silla de montar, echó a correr hacia los restos de la torre.
—Vuestra hija no se va a escapar, amo —aseguró la chica—. No nos habría hecho venir a este lugar, sabiendo lo que significaría para mí, si solo quisiera…
Pero se quedó callada cuando un silbido, procedente del sendero que acababan de dejar atrás, pareció pasar sobre ellos como si una corriente de aire lo arrastrara consigo.
—¿Qué ha sido eso? —dijo Jayaswal. Zafirah, que también lo había oído, se detuvo mientras trepaba por el brazo de la diosa, usando los dijes de sus pulseras como escalones.
—Puede haber sido un pájaro, amo… —contestó Dalia—. Las montañas que rodean el templo hacen que los sonidos se propaguen de maneras muy extrañas. Cuando una de mis compañeras tosía, las paredes de piedra amplificaban tanto el ruido que casi…
Sus palabras fueron acalladas por otro silbido, aunque ninguno de los hombres adivinó su procedencia a tiempo: una fracción de segundo más tarde, algo impactó contra la espalda de Dalia, haciéndola tambalearse sobre el caballo.
A Jayaswal se le escapó un grito y su montura se encabritó. Zafirah no entendió lo que ocurría hasta que reparó en la palidez de la chica, en su rostro desencajado…
—¿Dalia…? —Entonces se dio cuenta de que algo asomaba en su pecho y su titubeo se convirtió en un alarido—. ¡Dalia, no! —Bajó de un salto de la estatua—. ¡No…!
—¡Mi señor, cuidado! —gritó uno de los guardias, y espoleó a su caballo segundos antes de que una flecha atravesara la penumbra hacia Jayaswal.
De no haberle empujado a un lado, le habría alcanzado en un hombro. Los ojos de Zafirah pasaron de su padre, que parecía tan desconcertado como ella, a la silueta inmóvil de Dalia. Una de sus manos se había posado en su pecho, pero el riachuelo oscuro que descendía entre sus dedos confirmó las sospechas de la niña.
—¡Dalia, por favor, no! ¡Dalia…! —Pero, mientras decía esto, su cuerpo se deslizó poco a poco sobre la silla de montar hasta desaparecer de su vista.
—¡Zafirah, apártate de ahí! —oyó gritar a Jayaswal—. ¡Esas alimañas…!
Su túnica también estaba manchada de rojo, allí donde le había alcanzado la sangre de la adoratriz. Hasta que Zafirah no se obligó a mirar más allá, no se percató de que unas sombras habían asomado entre las rocas, a ambos lados del sendero que descendía de la montaña. El negro de sus ropajes era inconfundible, tanto como el animal bordado en oro sobre el pecho de uno de ellos.
—¡El maldito Alacrán sigue aquí! —gritó su padre. Cuando el bandido tensó su arco, el guardia que había ayudado a Jayaswal dejó escapar un alarido y cayó también al suelo mientras los bandidos abatían a otro—. ¡Sube ahora mismo ahí y busca esa alfombra de una vez! —siguió vociferando Jayaswal mientras bajaba de un salto de su montura—. ¡Tenemos que largarnos de inmediato!
—Pero los caballos… —consiguió articular la niña—. Con los caballos podríamos…
—No alcanzaríamos siquiera la aldea, ¡son demasiados para nosotros! ¡Si no nos tendieron una emboscada antes, debió de ser porque aún no…!
Pero otro chillido detrás de él, procedente del guardia que le pisaba los talones, le hizo soltar un juramento. Después de trepar por la pulsera de la estatua, obligó a la niña a encaramarse al alminar en ruinas, haciendo que las siguientes flechas se estrellaran contra el brazo de la diosa. Mientras rezaba para que intercediera por ellos, Zafirah apartó un pedrusco tras otro, con la frente húmeda de sudor, hasta que una esquina de la alfombra apareció bajo una roca: estaba sepultada por una capa de arena, pero el conjuro de Wallada, grabado sobre la cenefa dorada, brillaba como el primer día.
—¡Aquí está! —Con ayuda de Jayaswal, tiró de ella para liberarla de los escombros, tan pesados que no habría podido moverlos sola. Parecía estar en buen estado; la malla metálica se había abollado y una agarradera amenazaba con desprenderse, pero podría haber sido peor—. ¡Tenemos que subir a esas piedras —señaló la parte superior del alminar— para marcharnos de aquí!
—¿Es que te has vuelto loca? —exclamó su padre—. ¿Por qué tendríamos que…?
—¡Mi alfombra no cuenta con ningún motor para volar! ¡La única manera de hacerlo es saltando al vacío sobre ella, pero desde esta altura no será suficiente!
Hubo un nuevo silbido cuando una flecha pasó entre ambos, arrancándole un grito a la pequeña. De no haber tirado Jayaswal de ella, habría hecho más que arañarle la cara.
—Malditos seáis el Taller y tú —gruñó su padre. Con las voces de los bandidos cada vez más cerca, treparon por un lateral de la torre hasta mantenerse en equilibrio sobre ella—. Y ahora, ¿qué se supone que debemos hacer?
—Rezar a Shamaya, en mi caso, o a Gaiatra en el tuyo —contestó la niña, y le hizo sentarse en la alfombra—. Sobre todo si tienes miedo a las alturas.
Entonces la impulsó con los talones, como había hecho desde la azotea del palacio, y los bandidos gritaron aún más cuando se elevaron después de caer al vacío. La agarradera floja hizo que se tambaleasen al esquivar las flechas, pero Zafirah estabilizó la alfombra a tiempo y, unos segundos más tarde, estaban sobrevolando el lago de Armeda, con el pulso martilleando tanto contra sus oídos que apenas captaban el silbido del viento.
Las aguas del río Pari también relucían bajo las tres lunas, y la pequeña se encaminó hacia él para emprender a la inversa el camino que había seguido días antes. Durante unos minutos, siguió oyendo jadear a su padre (ahora era él quien se agarraba a su cintura, algo que no dejaba de ser irónico), pero Zafirah se sentía demasiado abrumada para pronunciar palabra, incluso cuando empezaron a dejar atrás las ondulaciones del Mar de Cobre.
Daba igual lo pendiente que estuviera del paisaje; cada vez que parpadeaba, volvía a ver a Dalia sobre su caballo, con una flecha clavada en la espalda y la sangre resbalando entre sus dedos. Hasta que no sintió el escozor de las lágrimas en una mejilla, Zafirah no recordó que también la habían herido a ella, y levantó un hombro para secarse la cara. Era culpa suya que la joven hubiera muerto, le repetía su conciencia sin parar; si no le hubiera pedido que les acompañase a Armeda, Dalia seguiría con vida. Si no hubiera convencido a su padre de que la comprara, si hubiera caído aquel día en manos de cualquier otro amo…
—Nunca pensé que diría esto, pero tal vez me he equivocado contigo. —La voz de Jayaswal la hizo regresar a la realidad—. Esto no podría haberlo fabricado una niñata tontorrona como la que me pareció estar acogiendo hace unos días.
—Ya te lo advertí cuando apareció mi escarabajo: sirvo para algo más que para atraer a mi madre hasta ti —le respondió la pequeña, sin dejar de sorber por la nariz.
Quizás fueran imaginaciones suyas, pero el tono de su padre había cambiado. Pese a mostrar la reticencia de costumbre, parecía impresionado… y también conmovido.
—Puedes pensar que es cosa de tu sangre si eso te hace sentirte orgulloso —dijo Zafirah al cabo de un instante—. Aunque no haya nada de magia sawita en mí…
—No la necesitas —la interrumpió Jayaswal—, ni ninguna otra cosa que yo pudiera haberte dado. Todo lo bueno que haya en ti lo habrás heredado de tu madre. —Y al reparar en la sorpresa con la que ella le miraba, añadió apretando los dientes—: Más vale que te concentres en este trasto. Si por tu culpa acabamos en la arena, retiraré todo lo que he dicho.
Durante las siguientes horas viajaron en silencio, aunque Zafirah no habría sabido decir cuántas fueron. Pese a que el Mar de Cobre pareciera inacabable, el paisaje no tardó en volverse más familiar a medida que las aldeas asomaban entre las ondulaciones del desierto y los parches oscuros de los palmerales; y para cuando una luz diferente comenzó a reflejarse sobre el Pari, el conocido perfil de Sairayat, con sus cúpulas de bronce calado y sus alminares en espiral, se recortó por fin sobre el rojo del horizonte.
«Estoy en casa —pensó Zafirah, sorprendida por su propia reacción; casi se sentía como un ave migratoria que hubiera encontrado su antiguo nido—. Estoy en casa, por fin…».
—Me imagino que te habrá dado tiempo a pergeñar algún plan —comentó su padre mientras hacía descender a la alfombra, aunque no tanto como para que los distinguiera la gente que dormía en las azoteas por culpa del calor—. ¿Qué piensas hacer?
—De momento, buscar a tía Itimad —contestó la niña, y presionó uno de los estribos para rodear la aguja dorada que remataba una cúpula—. Ella sabrá qué es lo más sensato.
—Eres consciente de que aún no me has contado en qué está metida Aixa, ¿verdad?
«Ni lo voy a hacer», pensó la pequeña mientras zigzagueaban entre las airosas torres de los Oasis Carmesíes, el corazón del distrito aristocrático de la capital, y la que se elevaba sobre uno de los cientos de baños comunitarios. La muralla del palacio asomó finalmente por encima del mar de azoteas, con sus almenas escalonadas y sus estandartes púrpuras y dorados, pero a Zafirah apenas le dio tiempo a atisbar la espesura del otro lado: nada más pasar sobre ella, sintió un zarandeo a sus espaldas seguido de un grito.
Una mano invisible parecía haber derribado a Jayaswal de la alfombra. El viraje de la niña fue tan brusco que a punto estuvo de perder el equilibrio, pero, cuando describió una curva para regresar a la muralla, vio que su padre se encontraba sobre la techumbre de cañas tendida de un lado a otro de la callejuela.
—Gaiatra bendita, ¿qué…? —empezó a decir Jayaswal, hasta que parte del entramado se quebró bajo su peso—. ¿Qué diablos ha sido eso? —exclamó desde el suelo.
—Baja la voz —le instó Zafirah, descendiendo a su lado— o toda la calle nos oirá.
—¿Es que han alcanzado a la alfombra? Me parece haber distinguido unas balistas sobre la muralla… —Con un gruñido, su padre se puso en pie y se sacudió la arena—. Pero no he sentido ningún golpe.
—Esas balistas fueron idea mía…, pero no —aclaró la niña cuando Jayaswal la miró desconcertado—, creo que no han tenido nada que ver con esto. Tú eres el único que se ha caído, y ha sido porque eres un hombre. Me había olvidado de las reglas de este lugar.
—Ah, las dichosas demiurgas y sus conjuros protectores. —Cuando alzaron los ojos hacia la muralla, a través de la techumbre hecha pedazos, vieron relucir el oro de los poemas grabados sobre los sillares—. Bueno, alguna manera habrá de entrar. Si los esposos de la sultana lo hacen cada día…
—A ellos los traen por la puerta de la Gran Plaza —dijo Zafirah, enrollando la alfombra—. Se me ha ocurrido un modo de hacerlo, aunque no estoy segura de que funcione…, pero no tenemos muchas alternativas. Y deja de sacudirte la túnica —añadió mientras echaba a andar—. Costará más limpiar la sangre que la arena.
Tras recorrer durante casi un minuto la parte trasera del palacio, localizó lo que estaba buscando: una puerta que casi debía de llevar en la muralla más tiempo que los propios Sairahr, a juzgar por cómo la había decolorado el sol. Por suerte, no tuvo que improvisar ninguna ganzúa para abrirla; con un par de empellones, Jayaswal la desencajó de sus goznes y ambos se quedaron mirando el oscuro corredor al que daba acceso.
—¿Adónde conduce esto? —susurró él mientras recolocaba la plancha de madera. La luz que se colaba por las grietas iluminó unas telarañas plateadas, tendidas de un lado a otro de la bóveda de piedra—. No parece haber pasado mucha gente por aquí.
—Es un pasadizo que comunica los jardines del palacio con el exterior —contestó Zafirah. Poco a poco, empezó a avanzar con una mano en la pared—. Mi tía Raisha y yo lo descubrimos hace unos años, mientras perseguíamos a un pavo real. La entrada estaba repleta de malas hierbas, así que dimos por hecho que nadie lo había usado en mucho tiempo. Ahora que lo pienso —la niña observó el suelo—, puede que la propia Raisha decidiera usarlo para…
Pese a que la luz fuera cada vez más tenue, no le costó reconocer el contorno de unas huellas en la alfombra de polvo, acompañadas por otras más redondeadas que identificó como las de un camello. «Yo tenía razón, entonces —pensó mientras rozaba una antorcha colocada en un hueco de la pared; la ceniza que se desprendió de ella despejó sus dudas—. A Raisha no la secuestró nadie: se marchó porque decidió hacerlo. Y puede que… —Se le encogió el estómago—. Puede que esta fuera la vía de escape por la que mi madre y la persona que la ayudó sacaron a Sharr la noche de la Conjura».
—Ten cuidado a partir de ahora —murmuró cuando alcanzaron la puerta situada al final del corredor. La espesura de los jardines se extendía sobre sus cabezas, un dosel de seda verde oscuro salpicado de abalorios de colores—. A lo mejor deberías esperarme en…
—Ni lo sueñes —interrumpió él—. No he hecho este viaje para quedarme de brazos cruzados. Dime dónde tienen a Aixa y yo me ocuparé de lo demás.
Pero el rumor de unas voces había atraído la atención de Zafirah y, cuando se giró hacia uno de los senderos, vio pasar una silueta a lo lejos. Era tan pequeña que la confundió con una alumna de la madrasa, hasta que la luz se reflejó en sus lentes de aumento.
—Nisreen —susurró. Jayaswal hizo ademán de agarrarla, pero se apartó de él a tiempo—. Haz lo que te digo y espérame aquí. Volveré en un segundo.
Todavía le llegaron unas cuantas imprecaciones de su padre mientras se deslizaba entre la espesura, sin sentir apenas los arañazos de los arbustos de fragantinas. Nisreen y sus acompañantes habían rodeado una fuente y continuado por otro sendero, y cuando la niña abandonó el cobijo de las plantas para correr hacia ellas, reconoció la voz de Itimad.
—… demasiados problemas para mantener el orden. Ya sabes cómo es mi hermana: siempre se queja de que la tratamos como a una delicada florecilla.
—Pues no será porque se comporte de otro modo —refunfuñó Nisreen—, ni tampoco sus chicas. Para una cosa que le hemos pedido a Wallada, más vale que se asegure de… —Pero el «¡tía, tía!» de Zafirah las hizo detenerse.
A Itimad se le escapó una exclamación ahogada. «¡Zafirah!», dijo mientras se agachaba ante ella, rodeándola con los brazos y cubriéndole la cara de besos ante las miradas atónitas de las otras cuatro mujeres, todas pertenecientes al Taller.
—¿Qué estás haciendo tú aquí? —preguntó una perpleja Nisreen—. ¡Creíamos que seguías en Taifar, en manos de los bandidos! ¡Tu tía envió a un destacamento a buscarte!
—Me marché —respondió Zafirah a duras penas, medio asfixiada por los abrazos de Itimad— después de que me llevaran a Ragapur. Tenía que averiguar qué estaba ocurriendo aquí… —Alzó los ojos hacia su tía—. ¿Dónde está mi madre?
—Itimad reunió al Diván después de recibir tu comunicador —dijo Nisreen cuando esta no contestó; tenía los ojos llenos de lágrimas—. Les explicó lo que habías descubierto en la cordillera de Nesrinush, lo que Aixa estaba tramando con el Alacrán... y la auténtica identidad de este.
—Lubna quería que esperásemos a que regresara Marjannah —susurró Itimad—, pero las demás no estaban de acuerdo. Cuando convocamos a Aixa, por supuesto, se echó a reír en nuestra cara; dijo que eran imaginaciones tuyas y que quizás —su tía dudó unos segundos— solo estabas tratando de incriminarla por lo dura que ha sido contigo todo este tiempo.
—Pero no es verdad —murmuró Zafirah—. Yo no quería que le pasara nada malo… Si te conté todo eso, tía, fue por nosotras. Por Aramat.
El recuerdo de lo que se oía en la grabación de Itimad, aquel entrechocar de espadas captado por el escarabajo, fue como una piedra más sobre las que le oprimían el pecho.
—Cuando las guardianas se enteraron, se produjo un altercado espantoso —siguió Itimad—. Unas cuantas, las más fieles a tu madre, trataron de impedir que la detuviésemos y al final no nos quedó más remedio que encerrarlas con ella en el Cuartel.
—Las demás están confundidas —continuó Nisreen—, pero no nos extrañaría que se rebelaran también. Por mucha vigilancia que le hayamos puesto, Aixa es muy popular…
—Hemos hecho que las artífices y las demiurgas abandonen el Harén. Wallada las ha conducido al santuario de Shamaya, donde esperarán hasta que la situación se calme. Nisreen y yo nos dirigíamos hacia allí…, pero, ahora que has aparecido —Itimad acarició de nuevo la cara de su sobrina—, necesito pedirte un favor.
Por un momento, Zafirah temió que fuera a enviarla al Cuartel para interceder con su madre, pero Itimad parecía tener otras cosas en mente. Tras ordenar a las demás que la esperaran, rodeó los hombros de la niña para alejarse con ella y, cuando supo que no podrían oírlas, sacó algo de su camisa: una pequeña llave colgada de una cadena.
—¿Eso no es de Marjannah? Me parece habérselo visto alguna vez.
—Lo dejó en mi poder antes de irse —contestó Itimad, y tras quitarse la cadena, se la tendió a ella—, pero ahora quiero dártelo a ti. Necesito que saques algo de su despacho.
—Pero si yo no…, yo no tengo permiso para entrar ahí —Zafirah la miró con unos ojos desorbitados— y tú conoces mejor que nadie los sistemas de seguridad de ese sitio.
—Si has regresado en tu alfombra, no necesitarás forzar ninguna cerradura mágica. Esta llave —Itimad cerró los dedos de Zafirah sobre ella— sirve para abrir un cajón del escritorio de Marjannah, en el que encontrarás algo…
—Itimad, date prisa —la apremió Nisreen desde el sendero—. ¡Wallada debe de estar histérica!
—… que te permitirá conseguir ciertos artefactos diseñados para la sultana. No me atrevo a contarte nada más, no con tanta gente aquí, pero tienes que hacer esto por mí mientras me ocupo de otras cosas. Es más importante de lo que puedas imaginar.
—¿Y qué haré con lo que sea que encuentre? ¿Llevarlo al santuario de Shamaya con vosotras?
—Al contrario: escóndelo hasta que todo esto haya pasado. No puede caer en manos de nadie más, ¿comprendes? —Y sujetando su cara con las manos, Itimad susurró—: Sobre todo, Zafirah, no puede caer en manos de tu madre. Pase lo que pase.
Parecía tan tensa que la niña no se atrevió a hacer más preguntas, pese a tener tantas que apenas le cabían en la boca. «Itimad, vamos de una vez», oyeron decir a Nisreen antes de que agarrara a su tía de un brazo, y Zafirah se quedó en el sendero con la única compañía de una llave que prometía causarle aún más problemas de los que ya tenía.