CAPÍTULO 45

Estaba nadando entre peces de colores, grandes carpas que lo arrastraban consigo mientras remontaban un río sin nombre, pero a una parecían haberle salido manos en vez de aletas. Podía sentirlas alrededor de sus brazos, sacudiéndole, insistiéndole…

—Majestad. —También su voz recordaba a la de un humano, tan amortiguada como si hablara desde fuera del agua—. Majestad, por favor, despertaos.

—Todavía no hemos llegado a la cascada —murmuró el niño con la cara hundida en los cojines—. Dicen que no me convertiré en serpiente si no consigo saltar sobre ella…

—Esto no es un sueño, majestad. ¡Tenéis que levantaros de inmediato!

Con un gruñido, el emperador Nishiki apartó la colcha de seda. Su alcoba del Palacio Imperial continuaba sumida en las tinieblas y le llevó unos instantes distinguir, entre las siluetas de los muebles, la de la persona arrodillada junto a su cama.

—Honorable Qian… —Medio aturdido todavía, se sentó sobre el lecho mientras se restregaba los ojos—. Aún no es de día, ¿para qué habéis…?

—Os lo acabo de decir, majestad. Debemos salir de aquí.

La sorpresa que le causaron aquellas palabras (¿dónde estaban sus sirvientes y por qué los eunucos la habían dejado pasar?) despabilaron al pequeño. Pese a la oscuridad que lo envolvía como otra colcha, reconoció la angustia en el rostro de la matriarca.

—Honorable Qian, nunca os había visto sin maquillaje de jade… —Pero se detuvo cuando ella lo levantó en brazos—. Adónde…, ¿adónde me lleváis?

—A un sitio seguro, majestad, si es que sigue habiendo alguno en vuestro imperio.

Hasta que no abandonaron la estancia, el emperador no notó el revuelo que se oía fuera, amortiguado por el repiqueteo de la lluvia. La Honorable Qian atravesó a toda prisa la salita de estar y el zaguán, pero, cuando alcanzó la puerta que conducía al exterior, se detuvo tan bruscamente que el pequeño casi resbaló de sus brazos.

Durante un momento en que el mundo pareció detenerse, estuvo convencido de que había vuelto a quedarse dormido, de que la criatura que estaba viendo era una de esas carpas que, tras remontar durante meses la corriente, había saltado sobre la cascada mágica para convertirse en una serpiente. Pero nada de eso explicaba por qué sus escamas eran doradas, con una textura parecida al metal…, ni por qué los eunucos yacían tumbados en el suelo, con sus ropajes azules empapados de sangre. Solo quedaba uno en pie, retrocediendo hacia un pozo hasta que, con un chirrido espeluznante, la serpiente se arrojó sobre él.

Al niño no le dio tiempo a ver sus colmillos, pero sí lo que eran capaces de hacer. El eunuco cayó también al suelo con un grito, manchando de rojo el pretil de piedra.

—Son aún más rápidas de lo que creía —oyó mascullar a Qian antes de dejarlo sobre la tarima—. ¡Poneos detrás de mí!

—¿Qué son esas cosas? —balbuceó el niño—. ¿De dónde han sali…? —Pero volvió a enmudecer cuando la cabeza de la serpiente se giró hacia él.

Sus ojos ardían como los rubíes, y aquello fue lo que le permitió reconocerla: era uno de los relieves incrustados en las avenidas. Las piernas le temblaban tanto que se agarró a la puerta, pero no pudo preguntarle a Qian cómo había cobrado vida; sin dejar de observarla, la mujer arrancó con una mano la sarta de cuentas verdes que adornaba su túnica mientras dibujaba una rúbrica con la otra.

Al pequeño se le abrió la boca cuando las esferas se convirtieron en unas afiladas agujas de jade. Con un nuevo destello del heli, Qian se las arrojó a la serpiente a los ojos, haciendo que los rubíes se desparramaran por el suelo, invisibles sobre la sangre.

—Creo que ya no nos verá —dejó escapar—, pero todavía… ¡Maldita sea! —Y agarrando otra vez al emperador, regresó al interior de la residencia segundos antes de que la serpiente, entre unos chirridos cada vez más furiosos, se precipitara sobre ellos.

Su enorme cabeza atravesó la puerta como si estuviera hecha de papel. Los muebles saltaron por los aires y unas porcelanas se hicieron añicos, y el emperador soltó un grito cuando Qian y él rodaron entre unas sillas. Las fauces metálicas estaban ahora a su lado, destrozando todo lo que encontraban a su paso, pero la matriarca acababa de empezar a dibujar otra rúbrica cuando algo procedente del exterior distrajo a la criatura.

Hasta que no asomó la cabeza entre los restos de la puerta, el emperador Nishiki no reconoció las voces de las recién llegadas. La extranjera pelirroja a la que había recibido en la sala de audiencias, esa a la que el consejo se había referido como Cordelia Darlington, había entrado en el patio, seguida por cuatro mujeres con cotas de malla.

Demasiado aterrado para entender lo que decían, se quedó mirando cómo la princesa de Cameroth apuntaba a la serpiente con una extraña arma tan larga como su brazo. Unos proyectiles se estrellaron contra su cabeza, con un estrépito parecido al del metal en una forja. Los chirridos de la criatura aumentaron de intensidad mientras Qian, que le había susurrado un «quedaos ahí quieto», se ponía en pie para regresar el exterior.

—¡No! —El emperador se agarró a su túnica—. ¡No podéis dejarme solo!

—No os pasará nada, majestad, mientras permanezcáis dentro. Prometí que os sacaría de aquí —dijo la mujer al tiempo que se arremangaba— y por Qianru que lo haré.

Entonces señaló el pozo mientras hacía aparecer una nueva rúbrica con la otra mano, y las piedras manchadas de sangre empezaron a removerse. Uno a uno, los sillares ascendieron hasta conformar una montaña que, con un brusco giro de muñeca, la Honorable Qian envió contra la criatura.

El impacto fue tan brutal que hasta el palacio pareció estremecerse. La serpiente se desmoronó bajo el alud de piedras, aplastando casi a la capitana Khadiya y haciendo que Cordelia, en su precipitación por apartarse, estuviera a punto de tropezar.

—Gracias…, gracias a la Razón… —dijo sin apenas aliento. Con el rifle en la mano, se quedó observando los escombros del pozo, debajo de los cuales se oía chirriar al monstruo, antes de mirar a la heliana—. Sois la Honorable Qian…, ¿me equivoco? ¿Desde cuándo el heli os permite hacer eso?

—Desde que tengo uso de razón, como todos los de mi clan —repuso ella—, aunque esos sillares sean más difíciles de mover que las piedras preciosas. —Entonces miró al emperador, que se había arrimado a ella—. ¿Os encontráis bien, majestad?

Pero el niño parecía demasiado espantado para hilar dos palabras. Seguía con los ojos clavados en el montón de piedras, que continuaban temblando como si un terremoto las agitara por dentro. Los chirridos, para alivio de todos, se habían acallado.

—Deduzco que en el Palacio del Esplendor Primaveral ha pasado lo mismo —dijo la Honorable Qian, e hizo que los pedazos de jade regresaran volando hasta su mano.

—La avenida en la que se encuentra ha quedado destrozada, como casi todas las que acabamos de atravesar. —Cordelia pareció luchar consigo misma hasta que susurró—: ¿Creéis de verdad que es el Hierro? ¿Lo que ha hecho despertarse a esas cosas?

—¡Eso no puede ser! —La voz entrecortada del pequeño atrajo su atención—. ¡Mi padre me dijo que todos estaban muertos! ¡Él nunca me habría mentido, era el emperador!

En el incómodo silencio que siguió a aquello, los alaridos procedentes de las demás residencias resultaban aún más inquietantes, tanto que a Cordelia la recorrió un escalofrío.

—Me tropecé con el Honorable Yao poco después de que comenzara todo —siguió explicando Qian—, pero no sé dónde estará ahora. Quería enviar un mensaje a la aeronave del Regente Imperial antes de poner sobre aviso al resto de la ciudad.

—Mariana —murmuró la princesa. Sir Gilroy, que se había posado en su hombro, sacudió irritado las alas, como recordándole la conversación de minutos antes.

—Pero no sabemos si su embarcación habrá sufrido algún ataque. —Khadiya dejó escapar un juramento—. Maldita sea, ¡tendríamos que haber acompañado a su majestad!

—Os dio la orden de quedaros aquí —le recordó Cordelia— y sabéis perfectamente lo obstinada que puede ser. —«Tanto como para que, algún día, acabe costándole la vida».

—Dudo mucho que les interese atacar al Zhaohua, teniendo tan cerca a… —Pero, cuando miró de nuevo al emperador, la Honorable Qian prefirió callar—. Será mejor que nos marchemos de aquí. Vos misma acabáis de decir que las avenidas no son seguras.

—Pero las casas tampoco parecen serlo —contestó la guardiana Awa—, y si no existe ningún edificio cuyas paredes sean capaces de soportar unos ataques semejantes…

En vez de responder, Qian señaló algo por encima de su cabeza y tanto Awa como sus compañeras se volvieron en aquella dirección. Un tejado mucho más majestuoso que los de las residencias palaciegas daba la impresión de asomarse sobre los que las rodeaban.

—¿El Salón de la Divina Providencia? —se extrañó Cordelia al reconocerlo; ningún otro tenía tal cantidad de ornamentos—. ¿Qué os hace pensar que estaremos a salvo allí?

—Es la única construcción cuyos muros se encuentran reforzados mediante magia. Incluso las puertas están protegidas con el heli combinado de las seis islas, lo que la vuelve casi inexpugnable. El Hierro lo tendrá muy complicado para acceder a ella. —Diciendo esto, Qian se agachó junto al tembloroso emperador—. Ahora tenéis que ser valiente, majestad. Debéis venir con nosotras.

—Yo me ocuparé de él —dijo Khadiya, y para perplejidad del niño, lo agarró por la cintura y se lo colocó sobre los hombros. Las demás guardianas se pusieron en marcha y la capitana se disponía a seguirlas cuando miró de reojo a la princesa—. Deberíais estar en el Harén —rezongó—. Seríais una excelente guardiana.

Aquello pilló a Cordelia tan desprevenida que no se le ocurrió qué responder. «Yo me lo tomaría como una ofensa personal, mi señora», oyó decir a Sil Gilroy antes de alzar el vuelo, y cuando la comitiva regresó sigilosamente a la avenida, se dedicó a revolotear por delante para indicarles si el camino estaba despejado de serpientes o no.

La residencia imperial solo quedaba a unas manzanas de distancia, pero cuando desembocaron ante el Salón de la Divina Providencia estaban tan empapados que la ropa apenas les permitía caminar. Un puñado de soldados montaba guardia ante las puertas, con las espadas desenfundadas y expresiones de terror, aunque las serpientes no parecían haber llegado hasta allí. Sin embargo, hincaron una rodilla en tierra al reconocer al soberano y, después de que la Honorable Qian les explicara que pretendían guarecerse dentro del edificio hasta que llegasen los refuerzos, se comprometieron a no abandonar sus puestos una vez que las guardianas cerraran las grandes puertas a sus espaldas.

Solo había media docena de pebeteros encendidos en el interior, derramando una claridad del color del ámbar alrededor de los pilares. Tras susurrarle algo a su autómata, Cordelia lo observó revolotear hacia el artesonado, sumido en una oscuridad en la que, cada pocos segundos, se veía resplandecer los ojos esmaltados de algún monstruo heliano tallado en sus vigas.

—Este sitio me pone la piel de gallina —murmuró la guardiana más joven, tras unos minutos en los que nadie habló—. Hay demasiadas criaturas esculpidas por todas partes…

—Demasiados ojos pendientes de nosotros —asintió Awa—. No me atrevo ni a parpadear.

—Esa es una de las razones por las que los Madera, los Bambú y los Papel se resistían a trasladar la Ciudad Celestial a esta isla, después de salvarla del Gran Maremoto —respondió la Honorable Qian, sentándose en uno de los escalones del trono—. Sus ancianos decían que era como invitar a los espíritus del Hierro a convivir con nosotros… que su impronta seguía presente aquí, contemplando lo que hacíamos a través de todos esos ojos.

—Entonces sí que hay fantasmas —se alarmó una de las guardianas—. ¡La ciudad está repleta de ellos, aunque no los veamos!

—Mehr, cállate de una vez —le ordenó la capitana Khadiya, mirando al emperador.

El miedo del pequeño no parecía haber disminuido, ni siquiera después de cerrar las pesadas puertas. Aún era demasiado joven para controlar el heli, pero Cordelia se fijó en que unas astillas estaban desprendiéndose del entarimado, debajo de sus puños apretados.

—Durante los años que siguieron a la muerte de Khaseem al’Sairahr, mucha gente decía lo mismo de él —oyó susurrar a Awa—. Que el espíritu del sultán continuaba morando en el palacio, que a veces se encendían luces en el Cementerio Real…

—Si no me hacéis caso, os enviaré a todas a trabajar allí cuando estemos de vuelta —amenazó la capitana—, y así podréis comprobar si los rumores son ciertos.

—No sé nada sobre las almas en pena de los Sairahr —aseguró Cordelia—, pero lo que está sucediendo aquí no puede ser cosa de fantasmas. Alguien del Clan del Hierro ha tenido que sobrevivir al Gran Maremoto o uno de sus descendientes sigue aún con vida…

Sus palabras fueron interrumpidas por el estruendo que resonó en el exterior. Algo acababa de estamparse contra las puertas, cortando de cuajo los susurros de las guardianas.

—¿Qué…, qué ha sido eso? —dijo el niño en un tono parecido al chillido de un ratón.

—Una corriente de aire, probablemente —respondió la Honorable Qian, aunque también se le había demudado el rostro—. La tormenta habrá arreciado y la lluvia estará…

Pero su voz fue acallada por una nueva embestida, tan intensa que oyeron crujir las bisagras de las puertas. A una señal de la capitana, Awa, Subh y Mehr desenvainaron sus cimitarras, aunque no les dio tiempo a hacer nada: como una sola persona, los guardias se pusieron a gritar al otro lado hasta que, tras unos segundos de correteos y entrechocar metálico de armas, sus voces se redujeron a un único gemido, que también acabó muriendo.

En el silencio que siguió a aquello, el rumor de la lluvia le pareció a Cordelia lo más aterrador que había escuchado, precisamente por lo calmado que era. Nadie se atrevió a decir una palabra, ninguno de los presentes parpadeó siquiera, hasta que ocurrió de nuevo: algo gigantesco se estrelló contra las puertas y consiguió arrancarlas casi de su marco.

Una de las embestidas abrió una grieta en la madera, por la que asomó un colmillo dorado. Cordelia acababa de abrir la boca cuando un «¡mi señora!» la hizo girarse.

—Gilroy, ¿qué te…? —Pero entonces reparó en que algo se movía también entre las sombras, y el rifle estuvo a punto de escapar de sus dedos—. Por la Razón, no…

—¡Mehr! —gritó Awa, que acababa de distinguirlo—. ¡Aléjate de ahí ahora mismo!

Mientras estaban pendientes de la puerta, las serpientes enroscadas en torno a los pilares de la sala habían comenzado también a moverse. El ruido con el que descendían desde las alturas, raspando con sus escamas metálicas la superficie lacada de los soportes, les heló la sangre a todos, casi tanto como la manera en que relucieron sus colmillos al abrir la boca. Cordelia contó cuatro, seis, ocho…

—Shamaya bendita, ¡dijisteis que el Hierro no podría cruzar este umbral! —rugió Khadiya mientras sus muchachas intentaban mantenerlas a distancia a base de espadazos.

—Ese es el problema, capitana, ¡que no ha tenido que hacerlo! —gritó Qian—. ¡Las serpientes ya estaban dentro de la habitación, y si el poder de esa gente es capaz…!

Pero un alarido del emperador atrajo la atención de ambas, y entonces comprendieron que sus problemas no habían hecho más que empezar. Las seis serpientes que adornaban el trono también habían cobrado vida, y una de ellas se había enroscado alrededor del pequeño y lo había alzado como un pelele.

Soltando un juramento, Qian levantó las manos y Cordelia oyó crujir la estructura del artesonado. Una catarata de astillas se desprendió de las alturas, cayendo sobre las enmarañadas serpientes, y al cabo de unos segundos, el techo se hizo pedazos y un aluvión de piedras lo acompañó en su derrumbe.

Los escombros se estrellaron contra el trono, sepultando a cuatro de las serpientes. La nube de polvo que se propagó por la sala, haciendo toser a las guardianas, impidió que Cordelia se fijara en demasiados detalles, pero acertó a ver cómo Sir Gilroy alzaba el vuelo a través del agujero del techo.

Lo primero que pensó fue que quería abandonarla (una idea absurda; los autómatas ignoraban lo que era el pánico), hasta que vio pasar sobre el hueco una forma de color rojo.

—El Zhaohua ha regresado… —Miró a la Honorable Qian, encogida detrás de un pilar—. ¡Zhao Shuren ha llegado a tiempo! ¡Si Gilroy le indica dónde estamos, podrá sacarnos de aquí y…!

Pero la expresión con que Qian estaba mirando sobre su hombro la hizo detenerse y, cuando Cordelia se volvió también hacia allí, supo por qué se había quedado tan blanca.

El emperador continuaba en poder de una de las serpientes, aunque ya no se revolvía tratando de escapar. Parecía más pequeño que nunca entre sus anillos, desmadejado como un muñeco, y pese a seguir con los ojos abiertos, estos también habían dejado de moverse.

«No —pensó Cordelia. Las piernas habían empezado a temblarle tanto que tuvo que apoyarse en el pilar—. No puede estar muerto. No puede…». Pero la serpiente lo dejó caer entonces sobre los escombros y las esperanzas que le quedaban murieron a la vez que él.

No habría sabido decir qué sucedió a continuación; el tiempo daba la impresión de haberse ralentizado. Solo fue capaz de distinguir retazos sueltos (Qian arrojada contra la pared por una de las serpientes, Khadiya sujetando a Cordelia por los hombros mientras le gritaba algo, sus guardianas chillando) hasta que fue a ella misma a la que alcanzaron.

La sacudida de una de las colas metálicas la envió contra los restos del trono, que se desmoronaron por el impacto. Cordelia cayó de espaldas sobre los sillares, ahogando un gemido de dolor, y cuando se incorporó sobre los codos para buscar su rifle, se topó con la cabeza de una de las criaturas ante ella. Tenía las fauces abiertas y algo desgarrado entre sus colmillos: un jirón de seda dorada procedente del pijama del emperador.

Sus instintos reaccionaron antes que su cerebro, obligándola a cerrar los ojos, pero el monstruo no se precipitó sobre ella. Al notar que algo extraño estaba pasando, se atrevió a abrirlos… y descubrió que alguien acababa de interponerse entre ambos.

—¿Mariana…? —dijo una estupefacta Cordelia. La sultana tenía los brazos alzados como si pretendiera detener a la serpiente con sus manos desnudas—. ¿Qué…, qué estás…?

—¡Quédate detrás de mí —gritó Marjannah— y no se te ocurra moverte!

Al levantar la mirada, Cordelia vio que el Zhaohua estaba encima del agujero y unos guardias habían comenzado a descender por él. Marjannah debía de haber saltado antes de que el regente pudiera impedírselo. «¿Es porque Gilroy le ha contado que…?».

—¡No sé qué pretendes hacer, pero no conseguirás detenerlas! ¡Mis disparos no les han hecho nada, y tampoco las cimitarras de tus guardianas! —Pero Cordelia se detuvo cuando la otra serpiente que había escapado del derrumbe apareció también entre los restos del trono.

A Marjannah le temblaron las manos, pero dio un paso adelante. Estaba usando su afinidad con el metal, comprendió la princesa; las estaba obligando a retroceder antes de que pudieran arrojarse sobre ambas. Las criaturas chirriaron con más fuerza mientras se cernían sobre las dos, pero la sultana siguió sin bajar los brazos. Era como si hubiese levantado una muralla invisible…, una muralla que, como comprobó Cordelia con una sacudida en el pecho, se resquebrajaba más a cada segundo.

—Mariana… Mariana, no… —Los pies de Marjannah resbalaron hacia atrás, como si estuviese luchando contra un vendaval. Tenía los dientes tan apretados que Cordelia distinguió un tic en su mandíbula—. ¡Sabes que no servirá de nada! ¡Maria…!

Pero la voz de la princesa se convirtió en un alarido cuando la muralla acabó por desaparecer y las serpientes, dos relámpagos de oro reluciendo entre las sombras, se lanzaron contra Marjannah. La atravesaron con la misma limpieza con que lo habrían hecho unos cuchillos, una a la altura del pecho, otra a la de la cintura, y cuando salieron por su espalda, lo hicieron manchadas de sangre.

Solo entonces, en el instante en que la soberana cayó de rodillas y su cabeza se desplomó sobre los despojos del trono, aquellos seres se convirtieron en lo que habían sido hasta aquella noche: unos simples ornamentos que el Hierro ya no necesitaba utilizar.