CAPÍTULO 46
Dada la distancia a la que se hallaba El Canto de la Sirena, Sheng había asumido que no tardarían demasiado en reunirse con Raisha si seguía estando en manos de Egilsson. Por desgracia, ninguno de los dos había contado con que el funeral de Cordelia Darlington pondría aquel distrito del revés desde que se supo que el rey, por motivos que nadie acababa de tener claros, había decidido cambiar a última hora el recorrido del cortejo. Según les explicó un repartidor de La Era de la Razón, la carroza ya no atravesaría las avenidas del distrito aristocrático, sino solo las de los barrios humildes; «era más nuestra que suya, de todos modos», añadió antes de sumarse a la marea humana, tan asfixiante que a Sheng le habría resultado imposible correr incluso si Alda-shir no estuviera agarrándole.
Mientras avanzaban con exasperante lentitud en dirección a los muelles, el sol se elevó en el cielo y la neblina se volvió algo más traslúcida. Para cuando desembocaron en la orilla del Moronoe, la aglomeración había convertido en una tarea imposible cruzar de una acera a otra, de manera que el Gran Visir decidió emprender acciones drásticas: tras arrastrar al muchacho hasta un callejón atiborrado de cubos de basura, se convirtió en un mono de escamas doradas que comenzó a ascender por un canalón herrumbroso y Sheng, recordándose a sí mismo que todo aquel embrollo era culpa suya, suspiró antes de agarrarse también a la tubería.
Durante media hora estuvieron desplazándose de edificio en edificio, Aldashir saltando entre las buhardillas y convirtiéndose en pájaro cuando estaban demasiado separadas, mientras que Sheng tenía que recurrir a los cables tendidos de un tejado a otro y esquivar las claraboyas abiertas entre las planchas metálicas. Cada vez que captaban el ruido de las aspas de un molinillo, los autómatas voladores que la Guardia Infernal empleaba para disolver las revueltas, se escondían entre el bosque de chimeneas más cercano, hasta que acabaron desembocando sobre uno de los edificios erigidos en las esquinas de la plaza donde se hallaba la Catedral de la Razón.
El funeral de la princesa debía de haber concluido hacía poco, porque los primeros miembros del cortejo empezaban a abandonar el templo. Unas barcazas aerodeslizadoras sobrevolaban a la muchedumbre, tan inabarcable que Sheng sintió vértigo al tenerla a sus pies.
—¿Nadie de la Casa Real ha querido acompañarla? —preguntó mientras observaba la deprimente comitiva. Estaba encabezada por unos portaestandartes, de negro de los pies a la cabeza, seguidos por unas plañideras cubiertas con velos de encaje.
—Ya oíste lo que comentó ese chico: parecía despertar más simpatías en este distrito que entre la aristocracia. —Aldashir tiró de su brazo para apartarlo de la cornisa cuando una barcaza pasó cerca de ellos; había seis en total, contó el muchacho—. Marjannah la conocía —añadió el visir, casi como si se hubiera olvidado de él—, y no sabes cómo desearía no ser yo quien le diera esta noticia.
A Sheng le extrañó el comentario, pero estaba demasiado pendiente de la multitud para preguntarle nada más. Muchos ciudadanos de Infierno, ataviados con harapos y, en algunos casos, con los pies descalzos, lloraban en silencio mientras la hilera de plañideras avanzaba entre ellos, tan imperturbables como autómatas. No parecía haber más remedio que esperar a que se alejaran las barcazas, así que se acomodó entre dos chimeneas tras asegurarse de que nadie conseguiría verlos.
—Va a querer matarme por esto —dijo pasado un rato—. Raisha —añadió cuando Aldashir se giró hacia él—, incluso si la salvas gracias a mí.
—No te dirigirá la palabra en lo que te quede de vida —aseguró este. Como no parecía dispuesto a añadir nada más, preguntó—: ¿Pretendes hacerme creer que te preocupa?
«Bastante más de lo que me gustaría reconocer». Los ojos de Sheng ascendieron hacia las nubes, que desdibujaban las siluetas de los aerocarruajes particulares de Cielo, los dirigibles pertenecientes al Priorato y los procedentes de los demás condados.
—Es curioso: estaba convencido de que no sabías lo que eran los remordimientos. —Al volver la cabeza hacia Aldashir, vio que seguía mirándole—. Pero resulta que estás más arrepentido de esto que de cosas como las que hiciste en Tharmida.
—Fue allí donde descubrí en qué consisten. —Y tras un momento de silencio, Sheng añadió—: Decís que todo Aramat recuerda esa matanza, pero no sabéis lo que pasó esa noche. Lo que realmente —hizo hincapié en la palabra— pasó esa noche.
«Cierra la boca, imbécil —se amenazó a sí mismo, aunque todo lo que había callado durante años parecía arderle en la garganta—. Piensa en lo que te harán si esto sale a la luz».
—Tampoco es que queden demasiadas incógnitas por resolver. Usaste tu heli para colarte en el negocio de una familia del Clan de la Madera y asesinar a todos sus miembros…
—A todos, no —corrigió Sheng. Su mirada se había posado en los telones negros, tan largos que casi acariciaban el adoquinado de la plaza, colgados sobre las cristaleras de la catedral—. Uno de esos comerciantes tenía dos hijos. Ellos no… murieron en la casa. Los perseguí por la calle cuando escaparon.
Pero la estructura metálica de la catedral había desaparecido ante sus ojos y también las embarcaciones aéreas reflejadas en sus cristales. Volvía a verse a sí mismo saltando de una cúpula de Tharmida a otra, como acababa de hacer en Brigantia, hasta desembocar en aquella maldita plazoleta que le resultaba imposible dejar de visitar, noche tras noche, en cuanto le vencía el sueño. Incluso en sus recuerdos, seguía habiendo tantas macetas rebosantes de galanas que apenas se distinguía el encalado de las paredes, y fue justo eso lo que le paralizó: tener que acabar con dos niños pequeños en un lugar donde parecían haberse concentrado todos los colores de Gaiatra.
Todavía podía ver sus rostros pálidos, sus cabellos revueltos por haberse levantado en plena noche. Sus ojos clavados en la sangre que chorreaba de los cuchillos invisibles.
—Cuando por fin los tuve delante, no pude hacerlo —siguió diciendo Sheng—. Me habían entrenado durante años para eso, me habían enseñado a encerrar mis emociones en una caja y deshacerme de la llave…, pero el miedo que había en esos ojos me destrozó. —Guardó silencio un momento—. Y entonces apareció mi madre.
El murmullo procedente de la plaza se apagó cuando la carroza fúnebre abandonó la catedral. Seis caballos mecánicos tiraban de ella, con sus cabezas adornadas con penachos de plumas negras y sus ojos resplandeciendo con el azul del éter; y sobre los cristales que recubrían los costados y el techo de la carroza, relucía el Ojo de la Razón.
—Aún sigo preguntándome por qué se marchó de Leizu detrás de mí. Tal vez sabía que no me atrevería a hacerlo, que era más cobarde de lo que yo mismo podía imaginar…
—Fue ella quien asesinó a esos chiquillos —contestó Aldashir sin dejar de mirarle.
—Lo hizo para salvarme —le explicó el muchacho—, porque sabía lo que me haría la Crisálida si eso llegaba a sus oídos. No se puede dejar una misión incompleta; no existen las medias victorias, solo derrotas deshonrosas para nuestra hermandad. —Sheng hundió la cara en sus manos temblorosas—. La había visto matar antes, pero eso…, eso…
El ruido que habían hecho al caer sobre el suelo de tierra. La avidez con la que esta había absorbido la sangre. «Si descubren lo que he tenido que hacer por ti, Sheng —había dicho su madre mientras enjugaba las hojas en su propia ropa—, será el final para los dos».
Hasta en eso se parecía a Raisha, aunque no se hubiera dado cuenta antes. «Tu madre no es ninguna santa, princesa», le había echado en cara en la taberna. «Tú no la conoces como Aldashir y yo —había respondido ella—, no sabes lo buena que ha sido conmigo…».
—Pero yo no fui el único que la vio hacerlo —agregó Sheng—. La madre de los niños no estaba en la casa cuando asesiné a los comerciantes. Debió de llegar después y se encontró con sus cadáveres…, aunque, en vez de ponerse a chillar, nos siguió por las callejuelas hasta dar con nosotros.
»A ella no la habían entrenado para luchar ni podía vernos siquiera, pero en cuanto encontró a sus hijos en el suelo, supo lo que había ocurrido. A mi madre solo le dio tiempo a apartarme de un empujón; un segundo después, aquella mujer enloquecida de dolor se había servido de su heli para arrojarnos encima la cubierta del edificio más cercano. Nunca he visto un poder semejante en un miembro del Clan de la Madera, aunque lo que sucedió después sigue pareciéndome un misterio; solo sé que mi madre, de repente, estaba muerta a mis pies y que, un segundo después, la Madera también lo estaba. Yo acababa de matarla, pero no con la calma que habían tratado de inculcarme: lo había hecho loco de rabia, igual que ella con mi madre. Loco de rabia porque debería haber sido yo quien hubiese muerto.
Mientras el joven seguía hablando, la carroza con los restos de Cordelia Darlington había empezado a enfilar la avenida que partía de la plaza, con las esculturas de los reyes de Cameroth a ambos lados. La corona de rocío espinoso colocada sobre el féretro pareció temblar cuando se le humedecieron los ojos; Sheng se apresuró a secárselos.
—La enterré cerca de la bahía de Tharmida, en ese farallón de piedra caliza al que vosotros llamáis la Dama Blanca —continuó con voz ronca—, para que descansara cerca del agua. Es lo que más echamos de menos los helianos al abandonar nuestras islas.
—Pero esos símbolos dentro de tus círculos de luz… Yo leí el nombre de Tharmida cuando te vi usar tu heli —se extrañó Alda-shir—. La Crisálida lo incluyó entre tus logros.
—La Crisálida sabe que esa misión se llevó a cabo —matizó Sheng—, pero no que no cumplí todas sus órdenes. De haberlo descubierto, me habrían hecho ejecutar nada más poner un pie en Leizu, como sucede también con los desertores. Lo mismo que querrán hacer cuando se enteren de que tampoco pude matar a tu sultana.
—¿Por eso vendiste a Raisha al Enjambre? ¿Para que esa gente no te encuentre?
Ni siquiera habría sido necesario que Sheng respondiera, aunque agradeció que el visir no hiciera más preguntas; poner en palabras lo que tanto le torturaba había sido más doloroso que arrancarse una flecha. Podría haberle contado más cosas, no obstante, de las que no había hablado con nadie: de las visitas que hacía a la Dama Blanca cada vez que le encomendaban una misión en el sultanato, de las horas que pasaba en silencio ante la imagen espectral de su madre. De cómo habría dado partes de su propio cuerpo por poder tocar aquella silueta de heli sin que se desvaneciera.
«Pero no importa que no fuera real: lo que me dijo en el olvidadero sí lo era. Nunca estaré a la altura de Raisha ni tendré la milésima parte de su valor». El cansancio que sentía de pronto le hizo concentrarse en el desfile, esperando que Aldashir lo considerara un punto final por su parte, aunque al prestar atención a la carroza, que dejaba atrás en ese instante la escultura de Reginald Darlington, vio algo que le hizo fruncir el ceño.
No habían sido sus lágrimas las que le habían hecho creer, un momento antes, que la corona estaba temblando: los pétalos realmente daban la impresión de moverse.
—Un momento…, ¿qué es eso? —dejó escapar.
—¿De qué estás hablando? —Al advertir que se refería a la carroza, Aldashir la miró, aunque después se volvió hacia él—. No entiendo a qué te refieres.
—La corona colocada sobre el féretro. Juraría que… —Pero entonces Sheng entendió que no era el único que lo había notado, porque un murmullo comenzó a propagarse por la plaza hasta que unas muchachas se pusieron a dar voces—. ¡Por Zhaohua…!
La tapa del féretro había sido apartada a un lado y alguien se había puesto de pie en el interior, aunque no podía parecerse menos a la hija del rey, y con un rifle cuya culata estaba pintada de rojo, acababa de hacer añicos el cristal superior de la carroza.
También era roja la cinta que llevaba al cuello, sobre una camisa que flameaba como una bandera. Tenía el pelo rubio y rizado, recogido con dos mechones detrás de la cabeza.
—¡Ciudadanos de Infierno! —anunció a pleno pulmón—. ¡Ciudadanos de Brigantia entera, escuchadme con atención! ¡Soy Neil Hollister y tengo algo importante que deciros!
Neil Hollister. Sheng había oído tantas veces aquel nombre que casi creía estar contemplando a un personaje de leyenda. Para cuando la muchedumbre salió de su estupor, la Guardia Infernal ya se había puesto en marcha: se abrió camino hacia el féretro de inmediato, siguiendo las indicaciones del que parecía estar al mando, aunque sus subalternos no pudieron avanzar demasiado. Como una sola persona, las plañideras que caminaban delante de la carroza echaron hacia atrás sus pesados velos para enarbolar unos rifles como el de Hollister, abriendo fuego contra los uniformes rojos.
—Esposos Lunares, ¿qué diablos están haciendo? —dejó escapar Aldashir mientras Sheng y él se acercaban a la cornisa, demasiado desconcertados para seguir ocultándose.
—Solo están intentando aturdirles —respondió el chico, y señaló el resplandor azul con el que los guardias se desplomaban, uno tras otro, sobre el adoquinado—. Las Ascuas deben de haber infiltrado a los suyos dentro de la catedral, pero no me entra en la cabeza…
Un revoloteo procedente de las alturas les hizo levantar la vista. Un puñado de molinillos se acercaba a toda velocidad por la avenida, pero fueron derribados desde unas ventanas en las que Sheng había dado por hecho que solo habría ciudadanos curiosos. La gente de abajo se apresuró a apartarse cuando cayeron sobre ellos, dibujando unas estelas de humo a su paso, aunque para Neil Hollister aquello parecía una coreografía ensayada hasta la extenuación.
Tras inclinarse al lado del féretro, el líder de las Ascuas sacó del forro de raso un artefacto que, al acercárselo a la cara, hizo resonar su voz en toda la plaza.
—Ahora que tengo vuestra atención, quiero anunciaros algo. —Sheng miró al visir con preocupación, pero Aldashir seguía observando a Hollister—. Sé que las sesiones de espiritismo están en boca de todos, por muchos esfuerzos que haga el Priorato por encerrar a los supuestos médiums. Curiosamente, yo también debo de poseer un don para contactar con los muertos: anoche recibí un mensaje de Cordelia Darlington.
Sheng no tenía la menor idea de cómo funcionaba ese artefacto, pero no se limitaba a aumentar el volumen de la voz de Hollister. La sensación que daba era la de que este se encontraba a su lado, lo mismo que, a juzgar por las expresiones de la muchedumbre, sentía cada uno de los presentes.
—Con la diferencia, compañeros, de que Cordelia Darlington sigue viva. —Mientras decía esto, Hollister se agachó para recoger la corona de rocío espinoso, que había rodado desde la tapa del féretro—. Sigue viva, por el momento…, ¡y está en el Imperio de Helial!
Cuando levantó la corona para que todos la vieran, arrojándola a continuación a los pies de la carroza, la multitud pareció quedarse demasiado perpleja para reaccionar.
—No contento con desterrarla por apoyar nuestra causa, el rey ordenó al Enjambre que acabara con su alteza. ¡Ese hombre al que veis ahí —señaló la escultura del monarca— ha tratado de convertir un asesinato costeado de su propio bolsillo en un atentado pirata!
«No puede ser», se oyó gritar a alguien desde la plaza. «¿Habrá sido capaz?», dijo otra persona; «¡a su propia hija!», exclamó una tercera, en medio del creciente murmullo.
—En efecto, a su propia hija —corroboró Hollister—, y solo por ponerse de nuestra parte. Si sus escrúpulos le permiten algo así, ¿qué no estará dispuesto a hacer con nosotros?
Entonces se encaramó sobre el féretro para subir, sin dejar de enarbolar el rifle, al techo acristalado de la carroza. Todos sus movimientos eran magnéticos; Sheng entendía ahora por qué Egilsson lo había definido como carismático.
—Durante todos estos años, ha ignorado nuestras súplicas, nos ha pisoteado cuando nos atrevíamos a quejarnos, nos ha recordado que no somos más que insectos…, mientras los de ahí arriba —señaló los contornos imprecisos de las mansiones de Cielo, envueltas en la niebla— se repetían a sí mismos que todos formamos parte de un mismo engranaje.
—Esto no me gusta —masculló Aldashir mientras el murmullo se convertía, con cada palabra de Hollister, en un clamor mayor—. Deberíamos movernos antes de…
—Pero mi hermana siempre ha dicho que, cuando unos piñones diminutos saltan por los aires, las ruedas de mayor tamaño también lo hacen y el engranaje se paraliza por completo. —Hollister se detuvo un momento y, cuando volvió a hablar, la voz le tembló de rabia—: Ahora, su majestad ha encerrado a mi hermana y no tardará en decir que lo ha hecho por el bienestar moral del pueblo. Y yo os pregunto: ¿vamos a quedarnos de brazos cruzados? —Alzó más el rifle—. ¿O vamos a hacer que ardan hasta las raíces?
—¡Arderán hasta las raíces! —gritaron miles de voces al mismo tiempo, antes de que Hollister apuntara con su arma a la cabeza de la escultura del rey Reginald.
Cuando accionó el gatillo, el disparo la pulverizó en el acto. Una lluvia de esquirlas de bronce cayó a su alrededor, aunque el estruendo que empezó a sonar sobre sus cabezas acalló aquel ruido, el eco del disparo e incluso los alaridos de la gente.
Alguien debía de haber avisado a las barcazas aerodeslizadoras de lo que estaba ocurriendo, porque habían regresado mientras Hollister pronunciaba su arenga y, antes de que los presentes fueran capaces de reaccionar, habían empezado a abrir fuego contra el líder de las Ascuas. A este apenas le dio tiempo a parapetarse detrás de la carroza fúnebre, cuyos cristales intactos saltaron por los aires. «¡Larguémonos ya de aquí!», rugió el Gran Visir mientras agarraba a Sheng de un hombro, pero no habían dado ni un paso cuando unos nuevos disparos se sumaron a los anteriores.
El muchacho no podía creer lo que estaba viendo cuando el enorme cartel situado sobre la buhardilla de enfrente («ENGRASADOR GREERSON-GILLS, LA SOLUCIÓN DEFINITIVA PARA EL RELOJERO PREOCUPADO») fue apartado a un lado y cuatro hombres, con las cintas rojas de las Ascuas, apuntaron con unos cañones a las barcazas. Lo mismo sucedió con los anuncios de las pipas disipadoras de humo Forbes & Sweet, los polisones de Madame Amour y el jabón de manos Paterson. El fuego cruzado no tardó en ser tan ensordecedor que Sheng se tapó los oídos, aunque aquello no consiguió acallar el estrépito con el que las barcazas, tras unos segundos más de enfrentamiento, explotaron en una nube de fuego.
Una nube teñida de un rojo más intenso que el de las llamas. «¿Qué…?», oyó exclamar a Aldashir a su lado cuando unas cascadas de polvo escarlata, como inmensos fuegos artificiales cuyas chispas no se apagaban, cayeron sobre la muchedumbre.
—Es pintura… —dijo Sheng. Algunos despojos al rojo vivo de las barcazas rodaron también sobre el tejado—. ¿Cómo demonios han…?
—Pintura en polvo almacenada en sus bodegas antes del funeral —respondió el visir, incapaz de apartar la mirada de la plaza. La Catedral de la Razón era ahora tan roja que sus arbotantes metálicos amenazaban con fundirse, y hasta las esculturas de los Darlington parecían tan pelirrojas como debían de haberlo sido en vida—. Me temo que no tenemos escapatoria: la revolución ha llegado a Brigantia y estamos justo en su centro.