CAPÍTULO 47
—Deberíamos habernos puesto de acuerdo sobre la excusa que daremos si nos sorprenden aquí —comentó Jayaswal cuando Zafirah y él, después de ascender entre la espesura de los jardines, alcanzaron la balconada del despacho de Marjannah. El personal del palacio aún no había tenido tiempo de arreglar la celosía destrozada por la sultana y la alfombra se deslizó sin problemas a través de una de las grietas—. ¿Cómo es que no hay nadie vigilando esta habitación?
—Creo que están en el corredor, así que baja la voz —susurró la pequeña mientras se posaban en el suelo—. Reconocería en cualquier parte el ruido de esas cotas de malla.
Zafirah solo había estado un par de veces en aquel despacho, acompañando a Raisha en alguna visita a su madre, pero todo parecía seguir igual: el escritorio situado al fondo, delante de un mapa de Gaiatra que llegaba hasta el techo; los divanes arrimados a las paredes cubiertas de mosaicos; las alfombras desperdigadas sobre el enlosado. Tras esconder la suya debajo de una de las de mayor tamaño, para asegurarse de que las guardianas no la descubrían, rodeó el escritorio y encendió una lámpara que derramó su resplandor por la estancia.
—Tía Itimad dijo que era uno de estos cajones —murmuró mientras se quitaba la cadenita con la llave. Había cuatro a cada lado, decorados con pomos de bronce, y Zafirah probó a abrirlos uno a uno hasta que, al llegar al quinto, la cerradura cedió con un chirrido.
—Vaya, pues era verdad —dijo su padre. Un objeto envuelto en un pañuelo blanco descansaba en el interior y la niña lo cogió con cuidado—. ¿Sabes lo que es?
—Algo que Marjannah encargó al Taller. Una caja de cobre.
Lo había reconocido nada más apartar la tela; la delicadeza de sus calados llamaba la atención tanto como cuando lo vio en manos de Itimad.
—Creía que era un joyero —susurró mientras le daba vueltas—, esos de los que sale música cuando los abres, pero esta caja… no parece tener ninguna tapa. —Con una uña, intentó levantar la cubierta metálica, pero le resultó imposible—. Esto no se abre.
—¿Y para qué sirve una caja que no puede abrirse? —se impacientó Jayaswal—. A lo mejor no han sido las artífices quienes la crearon, sino las demiurgas. Puede que hayan grabado un conjuro que impida que… —Pero el clic que sonó entre los dedos de la pequeña le hizo callarse.
Casi sin darse cuenta, había presionado el centro de la cubierta, haciendo que parte de las paredes de la caja se separara del resto. Su perfil quedó convertido entonces en algo muy diferente: un octógono rodeado por una docena de delgadas serpientes de cobre.
«Los rayos del sol de Shamaya —comprendió la niña, sintiendo cómo los dedos le temblaban—. El emblema del sultanato. De Marjannah al’Sairahr».
—He visto artefactos parecidos en el Taller, pero eran más pequeños y tenían forma de estrella… Padre, se trata de una llave.
—¿Qué estás diciendo? —se asombró él—. ¿Qué sentido tiene guardar una llave bajo llave?
—Si fuera tan importante como tía Itimad asegura que es, Marjannah no la habría dejado a simple vista. Pero no me dio ninguna pista sobre lo que abriría…
Mientras permanecían en el despacho, el murmullo de las guardianas se había hecho más audible y Zafirah empezó a recorrer la estancia, primero con los ojos y, luego, con los pies. «Intenta pensar como Marjannah… ¿Qué es lo más importante para ella? —La respuesta acudió a su mente de inmediato: Raisha, por supuesto—. Pero hubo otras cosas antes que Raisha. Estaba Aramat… y Marjannah lo ha dado todo por Aramat».
—Debería haber algún otro cajón con esta forma. Pero el sol de Shamaya está por todas partes en el palacio…
—Déjame eso —ordenó Jayaswal, y le arrebató la llave. Antes de que la pequeña pudiera reaccionar, había rodeado el escritorio para detenerse ante el enorme mapa de Gaiatra, y Zafirah se preguntó si estaría pensando en alguna de sus ciudades hasta que lo vio agacharse ante el relieve de Aramat.
Sairayat, la capital del sultanato, había sido representada mediante un sol. Uno cuyos rayos poseían el mismo contorno ondulante que los de la llave y, como comprobó Zafirah cuando su padre la apoyó sobre el relieve, también el mismo tamaño y la misma posición.
De nuevo hubo un clic, esta vez más potente, cuando Jayaswal imprimió a la llave un movimiento circular. La ciudad entera de Sairayat giró con ella segundos antes de que el mapa, como si fuera una puerta en vez de un relieve, se desplazase hacia un lado.
—Bueno, ahí lo tienes —anunció mientras Zafirah se acercaba con cautela. Había una diminuta estancia al otro lado, sin más iluminación que la procedente del despacho y con un único objeto en ella: un ar-
cón colocado en el centro—. Si hubiera sabido que en el Taller os enseñaban a diseñar cosas así, te habría encargado mi nueva cámara de seguridad.
—Es una…, una especie de almacén —contestó la niña. Tras pasar por encima del reborde inferior del mapa, se agachó delante del arcón—. A esto debía de referirse mi tía.
Marjannah parecía haber pensado que con las medidas exteriores era suficiente, pues no había ninguna cerradura en la tapa de madera. Cuando Zafirah la levantó, se topó con algo que la descolocó aún más que la llave.
—¿Qué son esas cosas? —inquirió Jayaswal.
—Son… —comenzó la pequeña, pero no supo cómo continuar. Sobre el terciopelo púrpura descansaba lo que, a simple vista, parecían unas esferas doradas, tres globos perfectos del tamaño de unas damarinas, pero con la superficie mucho más rugosa.
Su tacto era tan áspero como imaginaba cuando estiró una mano para agarrar uno, aunque su peso le sorprendió: de no haber estado de rodillas, la habría hecho caer al suelo.
—Zafirah —la llamó su padre, ahora en un tono más quedo—, se oyen más voces al otro lado de la puerta. Deberías coger lo que sea que haya ahí dentro y…
—Un momento —susurró Zafirah. Acababa de darse cuenta de que lo que había tomado por rugosidades eran escamas de oro, tan diminutas que costaba distinguirlas. «Esto es lo que mi tía estaba fabricando en su despacho, la noche en que le enseñé la alfombra».
La sorpresa que se llevó al tirar de una de las escamas fue mayúscula: no había nada que la uniera a la esfera, ningún hilo de seda ni de metal, pero, por alguna razón, continuaba conectada a su núcleo interior. «¿No era ahí donde las demiurgas habían escrito unos…?».
—Zafirah, lo digo en serio, ¡coge eso y vámonos! —Hasta que su padre no la agarró del hombro, no se percató de que el murmullo del corredor se había convertido en un tumulto; se oía incluso el entrechocar de unas cimitarras—. Tu tía tenía razón: las seguidoras de Aixa han debido de tomar el Cuartel. Si la han ayudado a huir… —Pero de repente oyeron gritar a alguien, y el ruido de la pelea cesó en el acto.
«Han abatido a las que montaban guardia ahí fuera», se horrorizó Zafirah. Por unos instantes, no captaron otra cosa que los gemidos de las guardianas caídas, hasta que la niña oyó un «volved con las demás; yo me ocuparé de esto» que le arrancó un respingo.
—Esa voz… es la de mi madre —murmuró.
—Métete ahí dentro y no se te ocurra moverte —susurró Jayaswal, y la empujó hacia el almacén. Nada más hacerlo, una bota se estrelló contra la puerta, arrancándola casi de sus goznes; hubo dos, tres, cuatro patadas más, cada una más violenta que la anterior, hasta que los seguros acabaron cediendo y la puerta se abrió de par en par.
Desde aquel rincón, Zafirah solo podía oír los jadeos de la recién llegada, pero no necesitó más para saber que estaba en lo cierto: el repentino silencio hablaba por sí solo.
—Jayaswal —dijo la voz de Aixa pasados unos instantes; la sorpresa parecía haberla dejado clavada en el umbral—. Por la Diosa, ¿qué estás haciendo en este sitio?
Hubo un tintineo cuando se adentró en la estancia, el de la punta de su espada bífida rozando el suelo, antes de que la enfundara con un rasgueo amenazador. Muy despacio, la niña se arrastró hacia la puerta y, al echar un vistazo amparada por las sombras, sintió un arrebato de alivio: la generala tenía algunas magulladuras en la cara y las trenzas de las sienes despeinadas, pero su aspecto era tan fiero como de costumbre.
—Es imposible que las guardianas te hayan permitido entrar. ¿Cómo has…? —Pero entonces se fijó en la celosía rota y un surco apareció entre sus cejas—. Ah, maldita sea…
—¿Eso es todo lo que piensas decirme? —respondió Jayaswal. De no haber estado tan preocupada, a Zafirah le habría hecho gracia su tono de despecho—. ¿Ahora que al fin me tienes delante, que podemos hablar cara a cara…?
—¿Qué esperabas, una cena romántica a la luz de las velas? Las cosas se han torcido bastante, por si no te has fijado. Y tú no tienes ningún derecho a estar aquí.
Cuando Aixa dio unos pasos sobre las alfombras, Zafirah oyó chirriar la suya debajo de sus pesadas botas, pero su madre no pareció darse cuenta. Despacio, se desató el chal para envolver las esferas con él, rezando a Shamaya para que no se acercara.
—Tres años —siguió diciendo su padre—. Tres años desde la última vez que te vi…
—No los he contado —repuso Aixa mientras paseaba la mirada a su alrededor—. He tenido mucho en lo que pensar, ya te lo advertí en mi último mensaje. Me pareció haberte dejado claro que… —Pero la generala se detuvo de repente—. Un momento, ¿qué es eso?
Al mirar más allá de Jayaswal, había visto el mapa de Gaiatra desplazado a un lado y la puerta que había aparecido tras el relieve. «No, no, no», imploró la pequeña cuando sus pasos cambiaron de dirección, pero su padre se apresuró a ponerse ante Aixa.
—No creas que te vas a escabullir tan fácilmente. Sé lo que has estado ocultándome, pero no —aclaró Jayaswal cuando ella palideció—, no me refiero a las intrigas en las que estás metida. Hablo de algo que me concierne más; alguien, mejor dicho.
Ni siquiera hizo falta que añadiera nada. La palidez de la generala se convirtió en un intenso rubor, aunque su hija no habría sabido decir si se debía a la vergüenza o a la rabia.
—¿Cómo demonios lo has descubierto? No le conté a nadie lo que hubo entre nosotros. Ni siquiera la propia Zafirah conoce tu nombre…
—No ha hecho falta —contestó Jayaswal—. Supe que era mía desde que la oí hablar en el mercado de esclavos, después de que sus captores la llevaran a Ragapur.
—¿Qué…, qué estás diciendo? ¿Mi Zafirah, en manos de unos esclavistas?
—Es bastante irónico, lo reconozco. A lo mejor, cuando todo esto haya acabado, te ayudará a replantearte unas cuantas cosas relativas a tu asociación con el Alacrán.
Pese a la distancia, Zafirah pudo oírla tragar saliva. Su padre también debió de percibir una grieta en su armadura, porque dio unos pasos hacia ella.
—He pasado todo este tiempo preguntándome por qué me diste la espalda —siguió diciendo en un susurro—, por qué te negabas a dirigirme la palabra incluso cuando sabías que había viajado hasta Sairayat para hablar contigo. Ahora entiendo que el problema no era mío: tenías miedo de que acabara involucrado en las mismas intrigas que tú.
—Jayaswal, hazme el favor de no hablar de cosas de las que no tienes ni idea. Y no me toques —añadió Aixa cuando él le alargó un brazo—, no tengo tiempo para tonterías.
—Tampoco tenías tiempo para nuestra hija, o al menos eso le hiciste creer. Pero he visto cómo se te han humedecido los ojos al escuchar lo que le sucedió.
Aixa abrió la boca, dispuesta a protestar, pero no llegó a decir nada. Zafirah se dio cuenta de que aquel brillo seguía en su mirada, una vulnerabilidad que decía más cosas de las que podrían expresarse con palabras. ¿Era dolor lo que había en ella? ¿Era amor, acaso?
—Sabes que aún estamos a tiempo. —Pese a lo que le había dicho, su padre apoyó las manos en sus hombros, haciendo tintinear la cota de malla—. Si te atrevieras, Aixa…
—¿A tiempo? —La risa de la generala sonó como un ladrido—. ¿A tiempo de qué?
—De marcharnos de Sairayat. De dejar atrás todo esto, lo que sea en lo que te hayan obligado a meterte, y estar juntos de una vez, en Ragapur. Tú y yo… y Zafirah.
—No me hagas reír, Jayaswal Shan. Sabes tan bien como yo que detestas a los críos.
—Ella no es como los demás —insistió Jayaswal—. Es lista, Aixa…, tanto como tú, o puede que incluso más. No sabes las cosas que le he visto hacer, y todas han sido por ti.
—¿De qué estás hablando? —De inmediato, el rostro de Aixa recuperó la expresión amenazadora—. ¿Significa eso que está aquí? ¿La has traído contigo… precisamente hoy?
Cuando le empujó a un lado para dirigirse al almacén, la pequeña retrocedió hasta la esquina más alejada, pero Aixa no pudo acercarse; Jayaswal se interpuso entre ambas.
—Ha sido cosa suya, ¿verdad? —oyó susurrar a su madre, y le llegó el ruido ahogado de un forcejeo—. ¿Ha sido Zafirah quien ha abierto esa puerta?
—Aixa, lo siento mucho, pero no puedo dejarte entrar ahí.
Entonces el forcejeo aumentó de intensidad y Zafirah se acurrucó con las esferas apretadas contra el pecho. Durante unos segundos, no pudo hacer otra cosa que tender el oído, hasta que captó algo que la hizo encogerse aún más: un rugido de rabia de su madre, seguido por algo demasiado parecido a un sollozo.
—Y yo no puedo…, no puedo darte lo que me pides. Hice un juramento antes de que Zafirah naciera, antes de que nos conociéramos… y nunca podré romperlo, porque lo juré por la sangre de los míos. Estoy atrapada, Jayaswal… —Cuando a Aixa se le escapó otro sollozo, Zafirah casi rompió a llorar también—. Aunque lo deseara más que nada…
«Padre tenía razón —pensó la niña, aplastada por el peso de la pena—. Madre sí que le quería. Lo ha hecho durante todo este tiempo. Lo ha estado protegiendo, y también a mí».
—Entonces no me dejas otra opción —susurró Jayaswal, en un tono que rezumaba el mismo dolor—. Si te niegas a aceptar mi ayuda, tendré que obligarte a hacerlo.
Cuando los sollozos de su madre se convirtieron en un grito, a Zafirah casi se le cayeron las esferas. Con las manos agarrotadas, se arrastró hacia la puerta y lo que observó la dejó sin respiración: Jayaswal había agarrado a Aixa del brazo derecho, pero no había sido su tirón lo que la había detenido, sino algo que la niña, tras un instante de desconcierto, distinguió en su muñeca.
Su piel había comenzado a arrugarse alrededor de los dedos de Jayaswal, igual que aquella fruta con la que le había mostrado su magia en Ragapur. En cuestión de segundos, su mano se había salpicado de manchas oscuras, su muñeca se había encogido como la de una anciana y Aixa, con un gemido que estremeció a Zafirah, cayó a los pies de Jayaswal.
De todas las expresiones que se habían paseado por el rostro de su padre, ninguna le había parecido tan intensa como esa, precisamente por lo rota, por lo desesperada que era.
—Mi amor… —le oyó decir Zafirah, demasiado aterrada para hacer nada. También había lágrimas en los ojos de él—. Perdóname, por favor —susurró—. Por los tres, Aixa…
—No —consiguió responderle ella, arrodillada—, perdóname… tú a mí.
Entonces se llevó la otra mano a la cintura y, cuando la alzó hacia el pecho de Jayaswal, Zafirah trató de convencerse de que no lo había hecho, de que las manchas de sangre de su túnica seguían siendo las de Dalia. De que solo estaba imaginando el modo en que él se quedó observando a Aixa, quien había roto a llorar sin hacer ruido, antes de caer también al suelo, delante de la generala.
Pero sus ojos no la habían engañado: la sangre seguía resbalando sobre los bordados de la ropa de su padre, tanto como las lágrimas sobre el rostro de su madre. La mano sana de Aixa temblaba al posarse en una mejilla de él, que seguía mirándola en silencio.
—Jayaswal… —Entonces el cuerpo del sawita se desmoronó, cayendo en su regazo sin una palabra, y Aixa rompió a gritar con él entre sus brazos.
Las guardianas no debían de haber regresado aún, pues ninguna hizo amago de entrar en el despacho ni de asomarse siquiera a la puerta. Durante un rato, Aixa continuó rugiendo como una leona malherida, abrazada al cuerpo de Jayaswal, hasta que un movimiento atrajo su atención: el de su hija poniéndose en pie en la puerta del almacén.
—Za… Zafirah… —La mano con la que no sostenía el puñal hizo pensar a la niña, durante un extraño momento de lucidez, en las del gul que había estado a punto de atraparla en el bazar—. Se suponía que no tenías… que estar aquí esta noche…
—Le has matado —dijo ella mirando a Jayaswal—. Has matado a mi padre.
—He tenido que hacerlo, Zafirah… No estaba dispuesto a apartarse de mi camino y las dos habríamos acabado muertas de haberle hecho caso. Esto ha sido por ti, mi niña…
Nunca la había llamado así. Nunca la había visto como una niña, solo como Zafirah.
—No —susurró ella, y Aixa se calló—. Esto ha sido por tu hermano. Lo único que te importa es Sharr. Aramat te da igual, el trono te da igual… y nosotros también.
Las esferas que apretaba contra sí habían dejado de ser lo que más le pesaba. Zafirah no imaginaba que su corazón pudiera hacerlo tanto, como si le hubieran inyectado plomo.
—No sabes de qué estás hablando. —Cuando salió del almacén, Aixa dejó el cuerpo de Jayaswal sobre la alfombra, pero Zafirah la esquivó antes de que la alcanzara—. Lo que está a punto de ocurrir en Sairayat… nos afectará a todas de un modo que aún no puedes comprender. Marjannah ya no puede hacer nada por ti, Zafirah…
—Sharr tampoco lo hará —contestó la niña; su rostro estaba tan húmedo como el de Aixa—. Nunca será mi sultán y tú nunca serás mi madre. No después de esto.
Mientras seguía hablando, había retrocedido hacia la pared de la celosía, por donde seguía colándose una brisa que agitaba suavemente los cortinajes. «Zafirah», comenzó a decir la generala, y después gritó «¡Zafirah!» cuando la niña, con una última mirada llorosa a Jayaswal, corrió hacia la balconada para arrojarse sobre los árboles, sin dejar de abrazar aquellas extrañas esferas que, de repente, parecían ser lo único que le quedaba en la vida.