CAPÍTULO 48
Había regresado a la Academia Tecnóloga en más sueños de los que podía recordar, pero el último había sido tan real que, cuando Marjannah recuperó por fin la consciencia, le costó comprender que lo que golpeaba las ventanas era la lluvia, no la nieve de Astolagh.
Los párpados le pesaban tanto que tardó en poder abrir los ojos, y entonces comenzó a reconocer lo que había a su alrededor: el verde de las colgaduras del Palacio del Esplendor Primaveral, el oro de las mamparas de madera, el blanco de los jarrones de porcelana. El rosa de la colcha que cubría su pecho, la seda color crema del pijama que le habían puesto.
Y a su izquierda, tan cerca que casi podría tocarlo, el mismo rojo de sus recuerdos, el del cabello trenzado de Cordelia. Se había sentado en el borde de la cama, pero no estaba mirando a Marjannah: tenía la cara sumergida en las manos y los hombros le temblaban.
—Corde… ¿Cordelia…? —murmuró. El respingo que aquello le hizo dar casi la asustó también a ella—. ¿Qué ha pasado? —siguió susurrando—. ¿Cómo me habéis…?
—¡Por fin se ha despertado! —El alarido de la princesa atrajo de inmediato a otras dos personas, que también se pusieron a gritar de alegría: las doncellas que Zhao Shuren les había adjudicado—. No os quedéis ahí paradas, ¡decídselo a los médicos ahora mismo!
La muchacha más joven (Aisin, creía recordar que se llamaba; no debía de tener ni dieciséis años) parecía al borde del llanto, y con las prisas que se dio por marcharse, estuvo a punto de tropezar con la alfombra. Mientras la otra doncella le acercaba a los labios una taza con agua, Marjannah consiguió atar cabos: debían de haberla trasladado al palacio después de lo sucedido con las serpientes en el Salón de la Divina Providencia.
Unas serpientes que la habían atravesado de par en par, recordó mientras se llevaba una mano instintivamente al pecho, cuando se interpuso entre Cordelia y ellas. Al alzar la mirada hacia la princesa, vio que seguía de pie junto a la cama con los puños apretados.
—¿En qué estabas pensando, maldita estúpida? —le reprochó, con la respiración más acelerada a cada instante—. ¿Cómo se te ocurrió ponerte delante de esas cosas?
—No estaba… pensando en nada, Cordelia. Solo temía que te pudieran…
—¡Me da igual lo que me pudieran haber hecho! ¡Llevo veinte años buscándote en cada puñetero rincón de Gaiatra y no te vas a morir ahora que por fin he dado contigo!
Tenía el recogido medio deshecho, como si hubiera estado mesándose el pelo, y unas ojeras que delataban la noche pasada en vela. «¿Ha permanecido todo el tiempo aquí, a mi lado?».
—No tienes ningún derecho, ¿me estás escuchando? —La voz le temblaba casi tanto como la barbilla—. ¡No tienes ningún derecho a morirte y no pienso consentir que ocurra!
—Cordelia, deja de ponerte histérica —susurró la sultana, tratando de incorporarse sobre un codo—, no tengo intención de faltar a mi palabra. En cuanto me haya recuperado, haré que traigan papel y tinta para escribir esa declaración que te prometí en Sairayat…
—A la mierda la declaración, Marjannah. No has entendido nada. Nada en absoluto.
Solo entonces se dio cuenta de que la princesa tenía los ojos llenos de lágrimas, y el desconcierto que le causó aquello casi le hizo pasar por alto un detalle igual de pasmoso.
—Has dicho «mierda», Cordelia Darlington. —«Y me has llamado por mi nombre».
En vez de responder, Cordelia se dejó caer de rodillas al lado de la cama. Cuando hundió la cara empapada en la colcha, aferrándose a las piernas de la sultana, esta empezó a preguntarse si seguiría soñando hasta que deslizó una mano en su dirección.
Sus dedos le tocaron la frente, haciéndole levantar poco a poco la vista. Había tal mezcla de emociones en sus ojos, una angustia tan indescriptible mezclada con un alivio tan abrumador, que Marjannah sintió cómo la abandonaban las palabras. La princesa le agarró entonces los dedos para besarlos sin decir una palabra, y cuando los notó humedecerse bajo su contacto, apoyó la otra mano en su pelo para acariciar, aún incrédula, sus trenzas rojas.
Por desgracia, no tuvo tiempo para seguir preguntándose si sería real o no. Hubo un revuelo en la sala adyacente y dos helianos de avanzada edad, con los ropajes negros de los médicos imperiales, se aproximaron a toda prisa para postrarse de rodillas junto a ella.
—Majestad —susurró el más anciano—, no sabéis cómo nos alegramos de que por fin hayáis despertado. Lo habíamos probado todo, pero seguíais inconsciente…
—¿Qué es lo que han hecho conmigo? —inquirió ella—. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Casi un día entero, majestad. Su alteza no se ha separado de vuestro lado desde que os trajeron, y el Regente Imperial solo se marchó hace unas horas. Con todo lo que ha sucedido —la voz del médico se quebró—, me temo que tendrá más quehaceres que nunca.
Mientras le tomaba el pulso a Marjannah con dos dedos, su compañero comenzó a sacar, de un armarito portátil con tantos compartimentos que recordaba a un joyero, una selección de hierbas que procedió a mezclar en un cuenco traído por Aisin. A medida que a la sultana se le despejaba la cabeza, más recuerdos de lo ocurrido en la sala de audiencias regresaban a ella: el trono de las Seis Serpientes roto en pedazos, la Honorable Qian en el suelo… y un pequeño bulto, un poco más allá, al que apenas había prestado atención…
—Un cuerpo envuelto en seda dorada… —murmuró al cabo de unos segundos. Miró alarmada a Cordelia, que seguía agarrando su otra mano—. El emperador… ¿Qué le ha…?
Pero no tuvo más que observar su expresión para adivinarlo. Desconcertada, se giró entonces hacia los doctores, que presentaban el mismo aspecto desolado que la princesa.
—El Emperador Celestial murió durante el ataque de anoche, majestad. Igual que le habría sucedido a su alteza real —señaló a Cordelia, que apretó más sus dedos— de no haber cometido la audacia de saltar del Zhaohua para protegerla con vuestro propio cuerpo.
—La estupidez, querrá decir —susurró esta—. Ha estado a punto de costarle la vida.
«Lo haría otra vez, si fuese necesario —estuvo a punto de decir—, y después, lo haría otras cien veces más». Pero ni siquiera le hizo falta hablar; Marjannah supo, nada más mirarla, que imaginaba lo que estaba pensando, igual que les sucedía antaño.
—Pero no lo entiendo… —Una vez que el doctor dejó de tomarle el pulso, se agarró a la princesa para incorporarse hasta quedar sentada en la cama—. Si esas serpientes se me clavaron en el pecho, ¿cómo consiguieron salvarme? ¿No debería haber muerto en el acto?
Aunque solo durara un segundo, el intercambio de miradas que presenció hizo que Marjannah frunciera el ceño. Algo raro estaba pasando, algo de lo que no querían hablar.
—¿Qué es lo que no se atreven a decirme? Por Shamaya, si ya ha pasado lo peor…
—Es solo, Marjannah, que no lo entendemos —contestó Cordelia—. Como acabas de decir, esas cosas te atravesaron unos segundos antes de quedarse inertes, porque lo que querían era acabar con el emperador Nishiki. Al principio, creímos que te desangrarías…
—Comprobadlo vos misma, majestad —terció el médico que seguía en pie, con el cuenco entre las manos—, porque quizás le encontréis un significado que se nos escapa.
Más desconcertada a cada instante, Marjannah se llevó una mano a los diminutos botones que mantenían cerrado el cuello de su pijama de seda. Cordelia tuvo que ayudarla a desabrocharlos y, cuando por fin abrió la prenda para observar su cuerpo, le llevó unos segundos comprender de qué estaban hablando, hasta que sintió un vuelco en el estómago.
Se encontraba cubierta de cicatrices, efectivamente, pero no podían parecerse menos a las que había esperado descubrir. Unos retazos de piel arrugada, como escamas sueltas de pan de oro, se habían extendido por su abdomen, su pecho derecho y su costado; tenían la misma textura que la quemadura de su frente y parecían palpitar con cada movimiento.
«Ha sido mi yinn quien ha hecho esto. Me está convirtiendo en… algo en lo que no me atrevo ni a empezar a pensar. —Con un nudo en la garganta, Marjannah apoyó los dedos sobre la cicatriz de su pecho, sintiéndola latir bajo su roce—. Si dicen que me vieron sangrar, pero mis heridas se cerraron por sí solas…, ¿significa eso que nada puede dañarme ya? ¿Que ese demonio no me va a permitir morir, no mientras siga siéndole de utilidad?».
—¿Qué tratamiento creen que debería seguir? —quiso saber la princesa, a quien no había pasado inadvertido el cambio en la expresión de Marjannah—. ¿Debe tomar algo que la ayude a recuperarse cuanto antes? Sé que estaba deseando marcharse a Cameroth…
—Las infusiones de ginseng rojo le ayudarán a recuperar las fuerzas —respondió el otro doctor—, y mezclándolo con semillas de glicinia acuática, ayudará a calmar el dolor.
Cuando la sultana deslizó una mano por su espalda, comprobó que sus suposiciones eran correctas. También la tenía cubierta de cicatrices, lo cual solo podía significar que las serpientes habían salido por allí. «Mis huesos, mis órganos… ¿Qué ha ocurrido con ellos?».
—Las cicatrices acabarán desapareciendo con el tiempo. Podemos prepararle una pomada de raíces de astrágalo, aunque no estoy seguro de que sea lo más efectivo, con unas marcas como… —Pero en ese instante se oyeron voces en el patio y unos pasos apresurados atravesando el zaguán, y la cortina de la puerta se apartó de golpe.
—¡Marjannah! —Zhao Shuren irrumpió en la alcoba, más pálido de lo que la sultana recordaba haberlo visto nunca y seguido por la Honorable Zhao—. Marjannah…, por fin…
—Gracias a Zhaohua que os habéis despertado, majestad —dijo la Honorable Zhao mientras el regente se detenía frente a la cama, luchando contra el impulso de abrazarla—. Hubo un momento en que temimos que este fuera vuestro final.
—¿La han reconocido otra vez? —les preguntó Zhao Shuren a los médicos, que se habían apresurado a arrodillarse nada más verlos aparecer—. ¿Cómo se encuentra ahora?
—Estoy mucho mejor, Zhao —dijo la sultana. «Y eso es lo más preocupante».
—Las heridas de su majestad no revisten gravedad —contestó uno de los helianos, aún con la cabeza gacha— y nos atrevemos a afirmar que está fuera de peligro.
—Aun así, debería tomar el reconstituyente que le hemos recetado —añadió el otro.
La pequeña Aisin, que había preparado una infusión con las hierbas que acababan de mezclar, le tendió a Marjannah el cuenco humeante. Mientras lo bebía a regañadientes (el ginseng era más amargo de lo que imaginaba), la Honorable Zhao despachó tanto a los médicos como a las doncellas y, tras correr la cortina de la puerta mediante una rúbrica, le explicó que en la Ciudad Celestial reinaba el caos desde la noche anterior: el Trono de las Seis Serpientes había quedado destrozado, al igual que la propia sala de audiencias, y las avenidas de las que habían surgido las serpientes de oro estaban rebosantes de escombros.
—Lo peor es que muchos de los sirvientes han huido al darse a conocer la muerte del emperador —siguió diciendo desde la silla en la que había tomado asiento— y me temo que, a estas alturas, habrá cientos de versiones de lo ocurrido circulando por Sakatsu.
—Costará bastante poner orden en la isla —Marjannah le dio el cuenco a Cordelia, quien se incorporó para dejarlo sobre la mesa—, con semejante vacío de poder, además…
—Bueno, al menos sabemos que eso no durará demasiado. He estado hablando con los patriarcas del Papel, el Bambú, el Jade y la Tinta, y todos están de acuerdo en que el consejo debe reunirse lo antes posible. La cuestión sucesoria es lo más importante ahora mismo, aunque parece ser —la anciana miró de reojo a Zhao Shuren— que algunos tienen ciertas reservas sobre a quién pretenden proponer como sucesor del Emperador Celestial.
Hasta que no le observó también, Marjannah no entendió de qué estaba hablando la Honorable Zhao ni por qué su sobrino parecía tan incómodo, incapaz de mirarlas a la cara.
—¡Pero eso es una gran noticia, Zhao! —respondió la soberana—. Dudo que exista una persona más adecuada que tú, después de todo lo que has hecho por Helial.
—No es solo que hayáis servido al imperio durante diez años —dijo Cordelia—, sino que lo habéis hecho de manera justa. He estado hablando con nuestras doncellas mientras visitabais Leizu con la sultana —añadió ante el desconcierto de Zhao Shuren— y ninguna tuvo más que alabanzas hacia vuestra gestión. Personalmente, esas opiniones me parecen mucho más dignas de tenerse en cuenta que las que pueda expresar el propio consejo.
Zhao Shuren murmuró un «me honráis, alteza», pero sus ojos negros habían vuelto a posarse en los de Marjannah. Esta apartó la colcha para sentarse en el borde de la cama.
—¿Qué es lo que te preocupa? —le dijo—. ¿Por qué no te sientes capaz?
—No es lo mismo actuar en representación de un soberano que sostener sobre tus hombros el verdadero peso de un imperio —respondió Zhao Shuren con gravedad—. Tú deberías saberlo mejor que nadie, pero no se trata solo de eso… El Honorable Nishiki era pariente del emperador —se frotó los ojos— y tendría que ser él quien le sucediera. Cuando descubra las intenciones del consejo, sentirá que le hemos traicionado, y no le faltará razón.
—Pero Nishiki no cuenta con ningún descendiente, Shuren —le recordó su tía—, y por muchas hierbas afrodisíacas que le recetasen nuestros doctores, dudo que fuera capaz de solucionar el problema a corto plazo. No puede ser solo eso lo que te tiene tan indeciso.
—¿Es porque tenéis miedo del Hierro? —inquirió Cordelia.
Ninguno había pronunciado aquel nombre hasta entonces, aunque estuviera en mente de todos. En el silencio que se produjo, la sultana pudo oír el lamento ininterrumpido de los criados que, a lo largo y ancho de la Ciudad Celestial, lloraban por el monarca muerto.
—No temo por mí, alteza —acabó respondiendo Zhao Shuren—, no desde que vi cómo a mi mejor amigo, el anterior emperador, lo asesinaban ante mis propios ojos. Pero el clan de los Nishiki ha pagado un precio muy alto y si ahora van a por el de los Zhao…
—Si lo hacen, Shuren, nos encontrarán preparados —le cortó la anciana; el modo en que había alzado la barbilla hablaba por sí solo—. Algunos tenemos mejor memoria de lo que los jóvenes creéis. Yo conocí a Unalara, cuando aún era emperatriz. —Pese a lo diminuta que seguía siendo su silueta envuelta en seda negra, parecía más regia que nunca en aquel momento—. Recuerdo demasiado bien las atrocidades que le vi hacer, no solo al clan de los Li, y te aseguro que no se consigue nada escondiéndose de la gente como ella.
—Nunca me has hablado de eso, tía —dijo el regente sin poder ocultar su sorpresa.
—Y nunca lo haré —atajó la Honorable Zhao—, porque hay cosas que están mejor muertas y enterradas. En las profundidades del Océano de la Devastación, concretamente.
Marjannah se acordó de nuevo de las ruinas de Shaowa, de las puertas cubiertas de herrumbre que daban acceso a los subterráneos, antes de mirar a Zhao Shuren. Cuando la anciana le acarició la cara con una mano, le pareció mucho más joven, casi un muchacho.
—Lo único que deberías tener en cuenta —siguió diciéndole en voz baja— es que Unalara y los suyos se alimentaron de nuestro miedo durante siglos, y eso acabó siendo lo que más les fortaleció. Si seguimos temiéndoles ahora, tras haberles arrebatado su poder, nunca seremos libres. Nada de lo que hemos conseguido habrá servido de nada.
—Hablas como si dejar atrás nuestro pasado fuera lo más sencillo del mundo —le respondió Zhao Shuren—. Pero existen tradiciones que no se puede romper así como así…
—Comparadas con la historia de Gaiatra, tres generaciones de Nishiki en el trono no son nada, como tampoco lo fueron las de los sultanes Sairahr. —La voz de Marjannah les hizo volverse a la vez hacia ella; en sus ojos había una nueva determinación—. Hace diez años, Zhao, durante la cumbre de Puerta de Paz, me hablaste del Mandato de las Siete Serpientes.
«Marjannah, espera», susurró Cordelia, y se apresuró a agarrarla cuando se levantó.
—Estoy bien —aseguró la soberana, aunque no se soltó de su brazo—. Según esas tradiciones que tanto te preocupan, el Consejo Celestial es quien corona al emperador, pero las Siete Serpientes son las responsables de que se mantenga en el trono.
—Las Seis Serpientes; dejamos de adorar a Xianxiao cuando el Hierro cayó —dijo Zhao Shuren, aunque daba la impresión de estar confundido—. Pero el Mandato solo contempla la posibilidad de deponer a una dinastía si se comporta de forma injusta.
—Si el pueblo cree que se comporta de forma injusta —le corrigió ella—. Y con lo que ha ocurrido últimamente, cualquiera pensaría que se han producido suficientes señales.
—¿Estás hablando de hacer pasar la muerte de los Nishiki por… un castigo divino?
—Desde luego, dos emperadores asesinados no pueden considerarse el mejor de los auspicios. Qué astuta sois, majestad. —La Honorable Zhao sacudió la cabeza sin dejar de observar a Marjannah—. Ahora entiendo cómo os salís siempre con la vuestra.
Cordelia parecía demasiado descolocada para decir nada, y a juzgar por la expresión del regente, le sucedía lo mismo. Marjannah se soltó de la princesa para caminar hacia él.
—Sabes que es lo mejor, Zhao, y no solo para tu propio clan —susurró mientras le agarraba las manos—. La primera noche que pasamos aquí nos hablaste de lo fuertes que seríais mediante la unión. Ahora está en tu mano convertir Helial en un auténtico imperio.
—En ese caso, tendría que ser yo quien se lo dijera —susurró el regente; había clavado la vista en sus dedos enlazados—. Al Honorable Nishiki… Es lo mínimo que debería hacer.
—Ya suponía que tu condenado sentido del honor hablaría por ti —contestó su tía con un suspiro—. Pero será mejor dejarlo para mañana, cuando haya concluido el funeral.
—¿Piensan enterrarlo tan pronto? —se asombró Cordelia—. ¡Si murió hace horas!
—Aquí sepultamos a nuestros difuntos enseguida, alteza. El heli de los que acaban de partir necesita descansar cuanto antes, y las demoras solo sirven para enturbiar su paz.
—Los malos auspicios de nuevo —explicó Zhao Shuren, que parecía más cansado a cada instante—. A los emperadores, de todos modos, no se les suele dar sepultura aquí…
—Sino en las Colinas de Jade —concluyó la sultana, y tras un momento de silencio, miró a Cordelia—. Voy a ordenarles a nuestras doncellas que nos ayuden a prepararnos.
—De eso nada, Marjannah —protestó Zhao Shuren—. Aún estás demasiado débil, y ni siquiera deberías haberte puesto en pie… Lo que tienes que hacer ahora es descansar.
—Pero quiero estar presente —insistió ella—, y no solo para presentar mis respetos como soberana de Aramat. Esto ha sucedido durante nuestra visita a la Ciudad Celestial, y el emperador era nuestro anfitrión… y, si es cierto que a veces el pasado está mejor muerto y enterrado —Marjannah se apartó de su lado para calzarse unas zapatillas, con su pijama susurrando sobre la alfombra—, conviene despedirnos de él en condiciones.