CAPÍTULO 49

Después de las horas que había pasado en penumbra, en una de las celdas para devotos de la Catedral de la Razón, hasta el mortecino sol de Brigantia deslumbró a Raisha. Unos miembros de la Guardia Celestial se habían presentado para conducirla al Parlamento, después de que «su majestad accediera a recibirla»; le pusieron un abrigo sobre el camisón, la escoltaron hasta un aerocarruaje y, tras rodear una parte de la ciudad extrañamente abarrotada, se posaron en una plaza donde aguardaba media docena de dirigibles del Priorato. La sede del gobierno camerotiense se alzaba en un extremo, enfrente de la esbelta montaña que era el palacio real, pero la princesa apenas reparó en los detalles: acababa de alzar los ojos hacia las cristaleras cuando la neblina arrastró hasta ella una voz conocida.

Incluso en medio de aquel vaho que lo empañaba todo, el cabello de Sebastian ardía como una antorcha. Estaba esperándola en la entrada del Parlamento, enmarcado en un arco de hiedra forjada que lo hacía parecerse a los caballeros de las vidrieras, aunque con un aspecto mucho más frágil, pese a no ser de cristal. Más frágil y, también, más culpable.

—Tú —se limitó a decir Raisha cuando lo alcanzaron. De inmediato, los guardias que la escoltaban se apartaron con una inclinación—. ¿Has venido para regodearte?

—No he pegado ojo en toda la noche —contestó el príncipe, y parecía verdad: tenía unas ojeras espantosas—. Desde que supe lo que había sucedido …

—Pues recuerda las lecciones de tu madre sobre tragarte tus sentimientos. Lo último que quiero es aguantar tus lloriqueos después de lo que has demostrado ser capaz de hacer.

Los guardias la miraron escandalizados, pero se apresuraron a seguirla cuando dio un paso hacia la puerta. Sebastian, aunque aturdido, también acabó haciéndolo.

—Raisha, espera. —La agarró del brazo y la muchacha se soltó de un tirón—. Esto no ha sido como imaginas… No le conté a mi abuelo lo que estuvimos hablando; alguien tuvo que escucharnos mientras nos encontrábamos en mi casa. Quizás ordenaron a Abigail que nos espiara o escondieron algún artefacto grabador…

—¿Y no pudiste sacarle de su error? ¿Tanto te costaba asegurarle que lo último que pretendo hacer es conspirar contra el Priorato?

—Tú no conoces a mi abuelo, Raisha, no sabes de qué es capaz. Ayer por la mañana estuvimos… —Sebastian miró de reojo a los guardias—. Estuvimos hablando de cosas demasiado comprometidas. Cosas que pueden tener sus consecuencias.

—Y eso es lo que vale para ti la persona con la que querías casarte. Me has vendido a la Casa Real a cambio de salvar el cuello. —Y cuando le resultó imposible responder nada, Raisha sacudió la cabeza—. Eres un desgraciado.

Entonces reanudó su camino, aunque delante de los guardias; si tenía que cruzar aquel umbral, no lo haría como una prisionera política, sino como una princesa. «Raisha», oyó decir a Sebastian, pero siguió haciéndole caso omiso hasta que, después de recorrer una serie de alfombras y subir unas escaleras a las que apenas prestó atención, abrasada por su propia rabia, los guardias se cuadraron a ambos lados de unas puertas y supo que habían llegado a su destino.

La estancia a la que accedió era bastante grande, pero los asientos superpuestos en tres de sus lados la hicieron sentirse como en el fondo de un pozo. Había mucha más gente de lo que imaginaba, lo cual le hizo suponer que aquella era la cámara en la que se reunían los Grandes Lores de Cameroth, el cónclave de aristócratas que sostenía en sus manos las riendas del gobierno. «¿El rey ha decidido encontrarse conmigo en presencia de todos? —pensó mientras aminoraba el paso, notando el peso de cien pares de ojos claros sobre sí—. ¿Tanto miedo le damos Aramat y yo?».

—Su alteza Raisha al’Sairahr —anunció un ujier a la izquierda de la puerta.

—Ah —dijo alguien desde el fondo de la estancia, y los lores que hablaban en susurros callaron como por ensalmo—. Nuestra invitada real se encuentra por fin aquí.

El Reginald Darlington de carne y hueso parecía una deslucida copia de la escultura que Raisha había observado delante de la catedral. Pese a que el resplandor de las vidrieras lo envolviese como un halo, vio que era tan delgado que el sitial de terciopelo amenazaba con absorberle. Sobre unas sienes tan blancas como sus bigotes descansaba la corona de Cameroth, adornada con unas retorcidas ramas de roble.

—Han pasado muchos años desde que hablé cara a cara con un Sairahr —continuó el rey mientras Raisha tomaba asiento en una silla, colocada por dos lacayos en el centro de la habitación. Las escenas representadas en las cristaleras, comprendió en ese momento, representaban el Valle Verde; lo que unos caballeros talaban a espaldas del rey debía de ser el roble sagrado—. Ahora que lo pienso, vos seríais una niña entonces… Vuestra madre no se atrevió a llevaros con ella.

—Pero me contó muchas cosas sobre la Cumbre de Puerta de Paz —respondió la princesa—, como haré yo cuando regrese a mi país. Estoy convencida de que le interesará saber cómo tratan en Cameroth a sus aliados políticos.

—Un aliado no cruzaría nuestra frontera a escondidas —repuso el rey— ni se dedicaría a conspirar contra nuestras instituciones más sacrosantas.

—¿Es esa la razón por la que me habéis hecho venir aquí? ¿En una mañana en la que deberíais estar dedicándoos a otras cosas, como despediros de vuestra hija muerta?

Al escuchar esto, dos mujeres situadas a la derecha del monarca (las únicas en toda la estancia, observó Raisha) dejaron escapar el mismo resoplido. Los retazos de rojo que se adivinaban bajo sus velos de encaje le hicieron saber que se trataba de las princesas Igraine y Elaine.

—No tengáis la desvergüenza de mentar a mi familia, alteza —respondió Reginald Darlington—, después de lo que hemos sabido que pretendíais hacer. ¿Tan ingenuo os parecía mi nieto como para dar por hecho que no nos revelaría vuestro plan?

—Si os referís a su propuesta de matrimonio, os aseguro que no partió de mí —dijo Raisha en tono cortante—. De hecho, ni siquiera había aceptado cuando vuestra guardia…

—Oh, por la Razón, dejad ya de haceros la inocente —espetó una de las princesas—. ¡Como si no fuera lo que teníais en mente desde que dejasteis vuestro país!

—Supongo que el Culto de Shamaya está deseando expandir sus fronteras: ya no le basta con una sultana capaz de asesinar a un esposo cada día —corroboró su hermana—. Pero mi Sebastian es demasiado sensato para caer en vuestras tentadoras redes.

—¿Qué estáis diciendo? —Raisha se encontraba atónita—. ¿Creéis que las sacerdotisas de mi madre me enviaron aquí con la misión de seducirle?

Aquello tenía cierto sentido; el propio Sebastian había comentado que el Priorato no hacía más que mencionar a su madre en sus sermones. Al apartar los ojos de las princesas, constató que los dos Lores Tecnólogos se hallaban junto a ellas, Lord Blackstone con el mismo semblante gélido que en la catedral y Lord Fortescue con la expresión de quien ya no sabe cómo disimular su hastío.

—Estáis delirando —acabó diciendo Raisha—, todos lo estáis. El motivo por el que me encuentro en Brigantia era exclusivamente diplomático, pero no puede ser más obvio que nadie en esta sala —recorrió con la mirada los rostros de los lores— recuerda el significado de esa palabra ni tampoco lo que es la hospitalidad.

No entendía de dónde sacaba las fuerzas para hablar de ese modo; no lo había hecho en diecisiete años de vida. Pero la Raisha que antes se ruborizaba, que no podía evitar que le temblara la voz, tenía un corazón enorme. El suyo se lo habían roto dos veces seguidas.

—Las leyes son las leyes, alteza —intervino Lord Blackstone—, y vos las habéis infringido de manera deliberada, por diplomática que fuera la causa.

—¡No sé cómo decirles que no he hecho nada de lo que se me acusa! No he conspirado contra el Priorato, ni he tramado nada contra la Casa Real…

—¿Y qué tenéis que decirnos sobre esto? ¿Tal vez que no os pertenecía?

A una señal de Blackstone, dos hombres en los que no se había fijado se acercaron a su silla. Uno era de avanzada edad, con el cabello corto y canoso, pero el otro no podía sacarle muchos años. Ambos lucían los uniformes blancos de los inquisidores del Priorato, con el Ojo de la Razón bordado en plata, y llevaban varios artefactos desconocidos cruzados sobre el pecho, llenos de remaches de acero, cristales de aumento y sensores.

—Un momento, eso es… —Al reconocer lo que el más joven sostenía en su mano, el susurro de la princesa se convirtió en un grito—. ¿Es mi pulsera?

—Ah, de modo que no os molestáis en negarlo —resopló la princesa Elaine.

—Creo que deberíais decir «era», alteza —contestó Lord Fortescue, cuyo semblante desaliñado se ensombrecía por momentos—. Nuestro abnegado señor Aldridge parece haber aprovechado al máximo las horas que se le ha permitido pasar examinándola.

El anciano carraspeó para mostrar su desacuerdo, pero Raisha era incapaz de apartar los ojos de la joya. En la mano de su compañero, el relicario de oro recordaba a la cáscara de una nuez, abierto por la mitad para mostrar un interior completamente vacío.

—No —dijo casi sin aliento—. No, no pueden haber… ¿Qué ha pasado con mi yinn?

—Esperábamos que fueseis vos quien respondieseis a eso, alteza —contestó el tal Aldridge—, porque no había nada dentro de esa cápsula.

—Solo un interior revestido de hierro —continuó el más joven, con unos pómulos tan cortantes que parecían esculpidos a tijeretazos—. Pero ninguna criatura sobrenatural puede escapar de unas ataduras como esas, y dudamos que vuestros yinns —pronunció aquello como un escupitajo— sean una excepción. ¿Qué tenéis que decirnos al respecto?

A Raisha le llevó un rato recuperar su voz. Después de tanto tiempo sin separarse de su pulsera, verla convertida en un despojo era como encontrarse con su propia mano amputada.

—No lo sé —acabó respondiendo—. Nunca había visto esa pulsera por dentro. Me la entregaron hace seis años, tras superar la Triple Prueba para acceder al Jardín…

—La edad perfecta para dejar a un demonio en manos de una cría —resopló el rey—. Pocas cosas pasan en Aramat para lo que la loca de su madre permite hacer.

—Pero nunca he conseguido usarla bien —insistió Raisha entre las risas de algunos de los lores—. Comparados con los de las otras demiurgas, mis conjuros son mucho más torpes… Hasta mi propia tía me advirtió de que las palabras nunca serán lo mío.

¿Crees de verdad que esta gente se merece una explicación? —sonó en ese momento dentro de su cabeza, y la punzada que sintió le arrancó un quejido—. ¿Un hatajo de imbéciles materialistas incapaces de reconocer la realidad aunque les diese de bofetadas?

—¿Alteza? —Cuando se sobrepuso al dolor, vio que Aldridge la observaba con prevención—. ¿Os ocurre algo, alteza?

—Mi cabeza… —Por mucho que odie reconocerlo, tengo que darle la razón a ese condenado heliano: no tienes ni idea de lo poderosa que serías, de lo poderosas que seríamos las dos, si aprendieses a controlarte—. Me ha empezado a… doler como si…

—Esto es un sinsentido, majestad —prorrumpió Fortescue. «¡Marcus!», lo amonestó la princesa Elaine, escandalizada, pero su marido la ignoró—. Esta pobre muchacha está enferma, ¡cualquiera podría darse cuenta! ¡Lo que necesita es un médico, no un inquisidor!

—Aldridge, creo que está sucediendo algo raro —dijo su compañero, y el anciano le miró.

Uno de los artilugios que llevaba al hombro había comenzado a pitar. En medio del dolor que nublaba su vista, la princesa se dio cuenta de la sorpresa con que lo observaba el joven inquisidor antes de centrarse en ella.

—Algo inhumano está ahora entre nosotros, en esta habitación…, pero no dentro de la pulsera. —La aprensión se reflejó en sus ojos grises, pese a lo altivos que se habían mostrado antes—. No puede ser —añadió en voz baja.

—¿Qué está diciendo, Callaghan? —inquirió el rey Reginald; se había inclinado hacia delante en su sitial—. ¿Insinúa que el auténtico recipiente de esa cosa…?

Todas las pupilas parecían clavadas en ella, incluso las de los caballeros de las cristaleras. Por encima del creciente murmullo, Raisha oía cómo los inquisidores seguían hablando, aunque las punzadas apenas le permitían captar nada.

—… estudiado las posesiones demoníacas, Callaghan, pero esto no se parece a nada que hayamos presenciado. Su alteza sigue consciente —Aldridge miró a la muchacha, derrumbada en la silla—, sigue siendo ella, por extraño que resulte…

—Si estuviésemos hablando de un demonio norteño, te daría la razón —contestó su compañero—. Pero supongo que solo hay una manera de averiguarlo.

Cuando Callaghan dio un paso hacia ella, Raisha se encogió contra el respaldo, tanto que notó cómo se le clavaban los remaches. Tras dejar varios de sus artefactos en manos de unos ayudantes, alzó uno que parecía una rara mezcla entre un aparato succionador y un cañón con el que la apuntó.

—Callaghan, ¡es demasiado peligroso! —insistió Aldridge—. ¡No estamos ante una espiritista de tres al cuarto ni una buhonera que…! —Pero su compañero ya había accionado unos resortes y la princesa tuvo que agarrarse a la silla para no caer de bruces.

Fue como si tiraran de un sedal invisible, como si una cuerda conectara su cuerpo al extremo de aquella cosa. «¡Deténgase, inútil, deténgase ahora mismo!», gritó Fortescue por encima de ella, aunque el alarido que había empezado a sonar en su cabeza acallaba casi todo lo demás. Su alma entera parecía haberse puesto a gritar, pese a que ningún sonido escapara de su boca; y cuando se atrevió a abrir los ojos, Raisha presenció algo que convirtió su miedo en auténtico terror.

Unas hilachas de humo azulado habían empezado a desprenderse de su cuerpo. Las vio brotar de su nariz, de sus labios entreabiertos, incluso de las uñas que había clavado en los apoyabrazos. Cada tirón de aquel aparato la hacía sentirse como si le arrancaran una porción de su esencia.

—¡Te he dicho que era una imprudencia, Callaghan! —profirió Aldridge por encima del tumulto—. ¡Sigue siendo la hija de la sultana de Aramat!

—¡Preparad las redes —gritó Callaghan sin prestarle atención—, a la de tres! ¡Una, dos…!

Entonces algo se soltó dentro de Raisha y las últimas hilachas, tan espesas que daban la impresión de haberse solidificado, abandonaron su cuerpo para elevarse en el aire. Se enlazaron unas a otras como reunidas por un tornado, se convirtieron en una nube que ocupaba casi toda la estancia y, cuando las princesas Igraine y Elaine se pusieron a gritar, la muchacha se esforzó por enderezar la cabeza.

Había escuchado unas cuantas descripciones de los yinns, sobre todo por parte de las demiurgas que los atrapaban en el Mar de Cobre, pero ninguna la había preparado para la visión que ahora tenía ante sí. Aquella criatura se parecía a ella, o lo habría hecho si fuese de carne y hueso; sus ojos eran los de Raisha, su rostro redondeado también, hasta la forma de sus dedos le recordó a la suya… «No, no puede ser —pensó cuando se giró hacia ella, atravesándola con sus iris dorados—. Esta no soy yo… Esto no es parte de mí».

—Así que por fin puedo verte sin que sea reflejada en un espejo —comentó la yinn. También su cabello era rizado, pero lo llevaba recogido en una coleta alta que ondeaba a su espalda—. Por la Diosa, qué distintas somos.

La princesa Igraine seguía dando voces, al igual que la mayoría de los lores, pero la princesa Elaine se había desmayado. Lord Fortescue continuaba a su lado, aunque Raisha no habría sabido decir si estaba mirándola con más espanto a ella o a la criatura de humo.

—¿Quién eres tú? —susurró la muchacha. También los inquisidores gritaban; debía de haber ocurrido algo raro con sus artefactos—. ¿Cuánto tiempo llevabas… dentro de mí?

—El mismo que llevas tú en el mundo —contestó la yinn—, incluido el que pasaste en el vientre de tu madre. Nuestra madre, mejor dicho… —No había duda: aquella era la voz que había estado escuchando—. Me imagino que pensaba contártelo pronto, pero lo estropeaste todo con tu huida.

—¿Qué diantres creen que están haciendo, Aldridge? —oyeron vociferar al rey. Se había incorporado a medias en su sitial, con el rostro desencajado y un dedo extendido hacia la yinn—. ¡Detenga ahora mismo a esa cosa, esa… abominación!

—¡Os dije que preparaseis las redes! —rugió Callaghan—. Majestad, lo sentimos…

—¿Abominación? —Cuando la criatura apartó sus ojos de Raisha, esta pudo coger aire por fin. La nube con forma de remolino que constituía la parte inferior de su cuerpo creció al estirarse hasta el techo—. ¿Quién me ha llamado así, un insecto contrahecho como tú?

De inmediato, la Guardia Celestial se colocó delante del monarca, aunque la yinn ni siquiera tuvo que tocarles: con un gesto de sus dedos, los cuatro acabaron en el suelo. Ahora el rey parecía aún más aterrado.

—Ya sé suficiente acerca de Cameroth —continuó la yinn— y la forma en que hacéis las cosas aquí. La mera existencia de los míos os parece una blasfemia.

—¡No te atrevas a hablarme así, engendro del demonio…, no te atrevas a tocarme!

—No necesito hacerlo para demostrarte de qué soy capaz. —Cuando la yinn aumentó más de tamaño, sus tatuajes serpentearon sobre su piel azul, como volutas de tinta dorada diluidas en agua—. En el fondo, deberías estar acostumbrado a estas cosas, como descendiente que eres de una estirpe de cazadores de abominaciones.

Entonces cargó contra el sitial con la potencia de un tornado. La estela de humo atravesó a Reginald Darlington, proyectándolo junto con su asiento contra la cristalera del fondo; su cuerpo se estrelló contra las vidrieras, rompiéndolas en pedazos resplandecientes, y una lluvia de cristales se derramó donde un momento antes había estado el rey. Los caballeros con armadura se hicieron añicos, el Valle Verde quedó arrasado y, cuando la yinn se recompuso poco a poco, los presentes pudieron contemplar lo que había pasado y el Parlamento entero dejó escapar un único alarido.

El rey seguía presidiendo la estancia, aunque tan inerte como sus esculturas. Se había quedado encajado dentro de una de las tracerías de plomo y, pese a estar al otro lado de la habitación, Raisha vio sobresalir de su pecho un par de cristales especialmente afilados y tuvo que taparse la boca para reprimir una náusea.

A partir de ese momento, lo que ocurrió fue tan confuso que le habría sido imposible moverse aunque no estuviesen agarrándola. Los ayudantes de Aldridge y Callaghan habían conseguido arrojarle la red a la yinn; en cuanto el entramado de hierro se cerró en torno a ella, la criatura comenzó a retorcerse, gritando con una potencia capaz de perforar los tímpanos. Mientras se derrumbaba sobre el suelo y su cuerpo se encogía más y más, Igraine Darlington logró salir de su estupefacción para dar un paso hacia su padre. Las cristaleras eran rojas ahora, tan rojas como Infierno, y al posar una mano temblorosa sobre él, los dedos de Igraine también se mancharon de rojo.

—Le…, le ha asesinado. Ha asesinado al rey. —Sus ojos azules atravesaron la sala para clavarse en la muchacha—. ¡Esa bruja ha asesinado a nuestro rey!

—No, yo no he… —Los demás ojos se posaron también en ella, cada uno más espantado que el de al lado—. Yo no he sido —susurró Raisha—. ¡No he hecho nada!

—Igraine —intentó decirle Fortescue a su cuñada, pero Blackstone, antes de que acabara de hablar, la había agarrado en volandas para apartarla de la cristalera.

Cuando miró de nuevo a la criatura, la princesa se dio cuenta de que había menguado aún más, tanto que podría haberla sostenido en su regazo. Parecía una tormenta en miniatura encerrada en una jaula, sin más recordatorio de su anterior apariencia que aquellos ojos dorados que se agitaban entre las sogas de hierro.

—Sacad a su majestad de ahí y avisad de inmediato a un médico. Tal vez aún podamos hacer algo por su vida. En cuanto a la princesa de Aramat… —La voz de Lord Blackstone atrajo la atención de la aturdida Raisha. También estaba fulminándola con la mirada, sin dejar de apretar a su esposa contra su chaleco—. Que la Guardia Celestial se ocupe de ella y también de esos inútiles —dijo señalando a los inquisidores.

—¡Milord! —dejó escapar Aldridge. Callaghan, a su derecha, parecía demasiado atónito para hablar—. Nosotros no…, ¡no hemos hecho nada para…!!

—Lleváoslos al condado de Middlemarsh y avisad al Priorato de lo ocurrido. Que los encierren a los tres hasta que decidamos qué hacer con ellos y que sigan el protocolo acostumbrado con ese monstruo. En cuanto a mi hijo… —Blackstone respiró hondo—. Que alguien me lo traiga, aunque sea a rastras; va a tener mucho de lo que ocuparse a partir de ahora.