CAPÍTULO 50
Por espesos que fueran los árboles, la caída desde el despacho de Marjannah la dejó tan aturdida que, cuando Zafirah consiguió incorporarse por fin, no tenía claro si solo habían pasado unos minutos o una hora entera. Las ramas de los damares se habían quebrado bajo su peso, haciéndola caer sobre unos arbustos de fragantinas, y sus espinas parecían habérsele clavado hasta en el alma. Conteniendo un quejido, miró a su alrededor y descubrió que lo que llevaba consigo, aquellas esferas encontradas en la estancia oculta detrás del mapa, habían rodado sobre la hierba arrastrando consigo su chal.
«El chal de mi padre —pensó mientras gateaba hacia ellas para envolverlas de nuevo en la recargada tela—. Fue él quien me lo regaló… y ahora está muerto, está muerto por mi culpa. Porque le pedí que me acompañara a Sairayat». Hubo un ruido de pasos sobre su cabeza y, cuando Zafirah alzó sus empañados ojos, distinguió una silueta en la balconada del despacho, pero no se detuvo a averiguar si era su madre. Tras enjugarse las lágrimas, agarró de nuevo las pesadas esferas y echó a correr a través de la espesura, preguntándose si quedaría algún rincón de su cuerpo que no estuviera cubierto de arañazos.
Todavía se encontraba tan mareada por el topetazo que, cuando perdió el equilibrio nada más adentrarse en la siguiente arboleda, tardó en comprender que había sido porque alguien acababa de embestirla. No fue capaz de hacerlo, de hecho, hasta que sintió el peso de un pequeño cuerpo sobre el suyo y el «¡artífice Zafirah!» con el que esa persona la llamaba.
—¿Salma? ¿Samra? —Pese a que lo único que iluminara aquella parte de los jardines fuera el resplandor del propio cielo, sus oscuros caracoles eran inconfundibles—. Esposos Lunares, me habéis dado…, ¡me habéis dado un susto de muerte!
A juzgar por el aspecto de las gemelas, también acababan de abrirse camino a través de los arbustos: tenían el pelo lleno de ramitas y la ropa de desgarrones, aunque aparentaban estar sanas y salvas. «Por lo menos mis tías han conseguido proteger a estas dos…».
—Salma te ha visto pasar desde el santuario de Shamaya —dijo una de las pequeñas.
—Y Samra pensó que deberíamos venir a por ti —añadió la que había caído sobre Zafirah mientras se ponían en pie—. ¿Vas a esconderte con nosotras y el resto del Harén?
—No puedo —respondió Zafirah, aún con el pulso descontrolado—. Tengo…, tengo algo importante que hacer. Hasta que no me ocupe de ello, no podré pensar en nada más.
—Pero Wallada dice que es muy peligroso quedarnos aquí fuera. Unas guardianas…
—… se negaron a obedecer al Diván y tuvieron que encerrarlas en su facción, pero han conseguido escapar hace unos minutos. Tu madre las ha conducido hasta el palacio…
—Ya lo sé —susurró Zafirah—, es de allí de donde vengo. Tía Itimad me pidió que recuperara algo para ella, pero no puedo reunirme con nadie hasta que lo haya escondido.
Los grandes ojos de las gemelas se clavaron en el bulto envuelto en el chal antes de posarse en ella. Por un instante, Zafirah temió que fueran a protestar, pero se limitaron a asentir con la cabeza; debían de respetar a Itimad bastante más de lo que había imaginado.
—Te ayudaremos, entonces —dijo Samra—, y luego te llevaremos con nosotras.
—Os lo agradezco, pero tengo que hacerlo yo sola. —Zafirah se cambió el bulto de un brazo a otro; cada vez le resultaba más pesado—. No puedo permitir que nadie más se vea involucrado en este asunto. El precio que he tenido que pagar… ha sido demasiado alto.
De nuevo volvía a ver a Jayaswal de rodillas, con el puñal de Aixa hundido entre los pliegues de la túnica, pero se obligó a apartar aquel recuerdo como había hecho con el de Dalia resbalando de su caballo. Era difícil no preguntarse, en medio de tanto dolor, cuántos horrores más podría albergar el rincón de su mente al que estaba relegándolos y cómo la destrozaría tener que plantarles cara algún día, cuando todo hubiese concluido.
Un murmullo cercano sobresaltó a Zafirah; Salma y Samra se giraron de un salto. Mientras hablaban en el sendero, unas guardianas se habían acercado en esa dirección y las gemelas tiraron de su brazo para que se escondiera con ellas en la espesura.
—Los jardines están llenos de recovecos —susurró Salma después de que las tres se agacharan entre unas coronas de noche—. El pabellón de la sultana queda bastante cerca…
—Y también los baños —contestó su hermana—, aunque siempre están mojados y no sé si a eso —señaló el bulto de Zafirah— le sentaría bien tener tanta humedad alrededor.
—Ni siquiera daría tiempo a que le pasara nada; mi madre lo encontraría en menos que canta un gallo —respondió la niña, apartando unas flores de un manotazo—. Seguro que ha sido ella quien ha enviado a buscarme a esas dos guardianas.
—La botica, entonces —propuso Samra—. O la enfermería, que también está cerca…
—Me parece que había gente herida dentro del palacio. —Zafirah prefirió callarse que Aixa era la responsable de aquello—. Las llevarán allí para que Mashiah las cure, así que tampoco sería buena idea. Lo único que se me ocurre… —Pero entonces atisbó, entre los pétalos de las coronas de noche, algo que la hizo detenerse, algo tan blanco como ellas.
Por encima de una arboleda cercana, la cúpula del Cementerio Real recordaba a un espectro envuelto en su sudario. Las espirales de bronce que la adornaban relucían con el inminente amanecer, pese a que casi todo el cielo siguiese estando sumido en las tinieblas.
—Eso es —murmuró la pequeña, y se puso en pie muy despacio—. La necrópolis de los sultanes Sairahr… A nadie se le pasará por la cabeza que nos hayamos dirigido allí.
—No —dijo una de las gemelas de inmediato—. No se puede entrar, artífice Zafirah.
Cuando agachó la cabeza hacia ellas, sus expresiones la sorprendieron. Todo el aplomo que habían demostrado hasta entonces parecía haberlas abandonado de repente.
—En el Jardín cuentan historias sobre ese lugar —susurró Salma—. Una demiurga asegura haber visto luces encendidas en el interior, a través de una de las celosías de piedra…
—Dicen que los fantasmas de los antiguos sultanes abandonan sus tumbas cuando anochece—susurró Samra a su vez; había aferrado la mano de su hermana—. Que tu abuelo Khaseem no descansa en paz en su mausoleo por culpa de lo que Marjannah…
—Menuda sarta de mentiras —resopló Zafirah, y las dos se callaron—. ¡Comparado con lo que esta noche podrían hacernos los vivos, los fantasmas no me dan ningún miedo!
Un nuevo rumor de voces llegó hasta las niñas, procedente del sendero que acababan de abandonar, y Zafirah agarró a las gemelas para que la siguieran en la dirección opuesta.
—No voy a pediros que entréis conmigo —murmuró cuando se detuvieron—, pero necesito que me echéis una mano. ¿Tía Wallada os ha enseñado algún conjuro de apertura?
—No ha hecho falta —contestó Salma de mala gana—. Los hemos aprendido solas.
—Entonces podréis ayudarme con las puertas. Si lo que se rumorea es cierto, la tugra de los Sairahr está grabada en ellas, y doy por hecho —Zafirah observó primero a una y luego a la otra— que también habréis aprendido a imitar la firma de mi familia.
No hizo falta que ninguna le respondiera; el modo en que agacharon la mirada fue más que suficiente. Algo más animada, Zafirah echó a andar con las esferas en brazos y las instó a que la siguieran, y las tres se pusieron en camino hacia el extremo norte de los jardines arrastrándose de un parterre a otro y cruzando los solitarios senderos a todo correr.
Para cuando se detuvieron delante del cementerio, las gemelas tenían los brazos tan cubiertos de arañazos como Zafirah, pero la aprensión les hizo tragarse todas sus quejas. Ninguna se había atrevido a acercarse tanto a las puertas, dos inmensas planchas de bronce divididas en recuadros cargados de ornamentos; y en medio de las mismas, como una joya colgada del cinturón de una odalisca, descansaba un candado de más de un palmo de alto.
Un candado con una marca que Zafirah habría reconocido en cualquier parte. El emblema real relucía en la penumbra como si acabaran de grabarlo con un hierro al rojo, pero apenas pudo inspeccionarlo; sin decir una palabra, Salma y Samra se pusieron a trastear con él hasta que la pieza metálica acabó cediendo con un chasquido. Durante unos instantes ninguna se atrevió a moverse, hasta que Zafirah empujó una de las pesadas puertas hacia dentro y el cementerio, envuelto en la misma media luz, apareció ante ellas.
—Se parece…, se parece a los jardines de fuera —susurró la niña por fin. Era mayor de lo que había imaginado, un cuadrado perfecto atravesado por senderos de mármol entre los que crecían unas parcelas de hierba—. Aunque no hay canales de agua ni fuentes…
—Ni nada vivo —murmuró una de las gemelas—. Todo lo que contiene está muerto.
A Zafirah le llevó unos segundos comprender a qué se refería, y sintió un escalofrío al darse cuenta. Pese a que lo único que lo separaba de los jardines era un muro, el silencio resultaba absoluto dentro del recinto. No se oía susurrar a las ramas de los árboles ni piar a las aves nocturnas, y hasta el canto de los grillos parecía receloso de cruzar aquel umbral.
—Supongo que es demasiado tarde para cambiar de idea —siguió diciendo. En una hornacina situada a la derecha de la entrada había una lámpara de aceite y Zafirah la agarró con cuidado para alargársela a las gemelas—. ¿Creéis que podríais encender esto?
Demasiado atemorizada para contestar, Salma la sujetó en silencio mientras Samra escribía algo alrededor de la base. Aún debía de quedar un poco de aceite dentro, porque una pequeña llama prendió de inmediato en su interior, iluminando la entrada del recinto.
—Gracias —contestó Zafirah, y respiró hondo antes de darse la vuelta—. No hace falta que me esperéis aquí; me quedaré más tranquila sabiendo que estáis en el santuario.
—Pero tendremos que cerrar las puertas —dijo Salma—. No podemos dejarlas así…
—Yo le explicaré a tía Itimad lo que ha sucedido en cuanto la situación se calme y podamos regresar a por estas cosas. —Zafirah señaló las esferas con la barbilla—. Nadie nos reñirá por haber entrado aquí cuando sepan el motivo. Venga, ¡marchaos de una vez!
—Artífice Zafirah… —dijo Samra, pero su hermana la agarró de la muñeca y, tras observarla de un modo que no supo desentrañar, ambas echaron a correr hacia la espesura.
También el eco de sus pasos pareció morir en la puerta. Al quedarse sola, Zafirah percibió que el charco de luz de la lámpara temblaba tanto como su mano, pero se obligó a aferrar el asa de metal con más fuerza mientras recorrería el sendero central.
Las gemelas tenían razón al decir que no había nada vivo en aquel lugar. En vez de coronas de noche, sarabandas y fragantinas, lo único que contenían los parterres eran cientos y cientos de siluetas blancas que, al avanzar entre ellas sin hacer ruido, reconoció como sepulturas de piedra. La luz no acertaba a iluminar sus inscripciones, pero dio por hecho que pertenecerían a miembros de la familia real; si a Zafirah no le fallaba la memoria, a los criados se los solía enterrar en un recinto propio situado en la zona de servicio del palacio.
«Ahí es donde deben de estar los sultanes —pensó cuando las majestuosas siluetas de unos mausoleos surgieron de la penumbra, en el centro exacto del complejo. Todos los senderos daban la impresión de converger en aquel lugar—. Ahí se encuentra mi abuelo…».
—A estas alturas, apenas quedará nada de él —dijo con el escaso aplomo que fue capaz de reunir. Aunque no eran mayores que el pabellón de Marjannah, aquellas tumbas contenían tantos ornamentos que casi mareaba verlas y cada una estaba cubierta por una cúpula distinta—. Y aunque su fantasma siguiera rondando por aquí, no tendría modo de…
Acababa de decir esto cuando un golpeteo en el parterre de la derecha la hizo girarse de un salto hacia allí. «Una rata —pensó con el corazón encabritado—, solo ha sido una rata correteando entre las tumbas. Seguro que aquí las hay por docenas».
—Salma y Samra se creerían cualquier cosa que les contaran —continuó susurrando antes de reanudar su camino—. Debería darles un buen susto cuando me reúna con ellas.
Pero Khaseem al’Sairahr no era el único con razones de peso para seguir anclado ahí. «Hubo más gente a la que mataron esa noche —recordó la pequeña, sintiendo cómo las piernas le temblaban aún más—. Todas las víctimas de la Conjura de Aramat… y…».
Entonces sus pies se detuvieron en seco, y el círculo de luz de la lámpara también tembló a su alrededor. Nada había cambiado cuando giró sobre sus talones, pero la imagen de esas hileras de sepulturas blancas, alineadas tan escrupulosamente como soldados en el frente de batalla, hizo que la recorriera un escalofrío. ¿Con cuántos desgraciados le había dado tiempo a casarse a Marjannah desde que decidió matar a uno cada amanecer?
¿Eran ellos quienes yacían ahí, debajo de aquellas lápidas idénticas? ¿Cientos de hombres que habían perdido la vida por motivos que solo conocía la sultana de Aramat?
—Basta ya —dijo Zafirah, dando un paso atrás. Las manos le sudaban tanto que las esferas amenazaban con resbalársele y la pequeña las apretó más contra sí—. ¡Has venido a hacer algo —masculló— y ni un ejército de fantasmas podrá impedírtelo!
Cerca de los peldaños que ascendían hasta los mausoleos, una tumba destacaba entre las demás como una naranja podrida en un puesto de frutas. Una moldura desprendida de las cúpulas había caído sobre ella, partiendo en tres pedazos la lápida que la cubría, y la niña se arrodilló a su lado para apartar, jadeando por el miedo más que por el esfuerzo, el fragmento situado a sus pies. Pesaba tanto que apenas pudo levantarlo, pero se las ingenió para deslizar las esferas a través de la rendija, intentando hacer caso omiso al amortajado bulto que yacía en el interior, y acababa de incorporarse cuando algo la hizo dar un brinco.
El sonido había vuelto a repetirse, aunque mucho más nítido en esta ocasión. Cuatro golpes sordos seguidos por un ruido aún más inquietante: el de la tierra siendo removida.
—¿Quién anda ahí? —dijo Zafirah con una nota de histeria. «Deberías haber cerrado la puerta, idiota», recordó entonces—. ¿Madre? ¿Eres…, eres tú?
Nadie respondió a su llamada, nada pareció moverse en la penumbra. «Tengo que marcharme cuanto antes de aquí», pensó mientras recuperaba la lámpara, pero nada más dar un paso percibió algo, a medio camino entre la puerta y ella, que volvió a paralizarla.
Mientras escondía las esferas, Shamaya había ascendido un poco más por el este, incidiendo sobre una silueta que antes no estaba allí. Era tan blanca como cualquiera de las tumbas, pero no podía tratarse de una lápida… principalmente porque, mientras la niña la observaba con el corazón en un puño, se incorporó al lado de una de ellas.
Zafirah retrocedió tan deprisa que casi se le derramó el aceite de la lámpara. Muda de estupefacción, se giró en la dirección en la que seguían oyéndose aquellos ruidos, solo para descubrir que había más siluetas alzándose a su alrededor. Dos acababan de erguirse en un parterre situado más allá y una tercera se había incorporado junto a los mausoleos…
—No… —consiguió decir la niña. Cuando trastabilló hacia atrás, no pudo contener un grito: unos dedos descarnados asomaban entre la hierba, cerca de sus babuchas—. ¡No!
Era como regresar a aquella enloquecedora tarde en el bazar, cuando una gula había estado a punto de acabar con las gemelas y con ella. Los cadáveres que estaban saliendo de debajo de las lápidas no presentaban un aspecto muy distinto, aunque todos se hallaban envueltos en los mismos sudarios mohosos y sujetaban, entre sus esqueléticas manos, algo que hizo que a Zafirah se le revolviera lo poco que había comido antes de dejar Ragapur.
La sensación de estar atrapada en una pesadilla la golpeó con más fuerza que nunca cuando el gul que tenía delante levantó los brazos. Como si sus tendones se hubieran regenerado por sí solos, la cabeza cercenada se unió al cuello en cuanto la posó entre sus hombros. «Shamaya, ayúdame», imploró Zafirah cuando los ojos del gul, reducidos a dos cuencas vacías, se clavaron en ella, segundos antes de que la niña echara a correr a la mayor velocidad que le permitían sus piernas hacia la puerta del recinto.
Para entonces, apenas quedaba una tumba que no hubiera sido abandonada por su ocupante. El sendero que había recorrido estaba atestado ahora, con tantas siluetas tambaleándose en su dirección que acabó deteniéndose; no podría alcanzar la salida, pensó cada vez más horrorizada, no con tantos cadáveres interceptándola. El roce de unos dedos en su hombro le arrancó un nuevo alarido y Zafirah regresó sobre sus pasos, abriéndose camino entre los gules como un animal enloquecido, para ascender hacia los mausoleos.
Sabía que era cuestión de tiempo que la siguieran hasta allí, pero tenía la mente tan embotada por el pánico que apenas era capaz de razonar. Un único pensamiento acudía sin parar a ella, relacionado con lo que le había oído decir al Alacrán: ninguno de esos seres podía haber cobrado vida por sí mismo. Alguien tenía que haberlos despertado, esa mujer a la que su madre se había referido como «la resurrectora» y a la que decía conocer.
«Esto era lo que mi tío tenía en mente desde el primer momento. El ataque al templo de Armeda solo era una distracción… Quería hundir a Marjannah desde dentro acabando con todas nosotras». Cuando las primeras manos asomaron por el borde de la plataforma, Zafirah se encaramó a toda prisa sobre una sepultura que por fortuna parecía seguir intacta; quizás los sultanes llevaban tantos años muertos que sus cuerpos no servían de nada. La lámpara continuaba agitándose en su mano y fue el tremolar de su llama lo que hizo que la niña, encogida sobre sí misma encima de la lápida, se la quedara mirando.
Su madre había usado el fuego para deshacerse de la gula del bazar. Pero tenía una espada envuelta en llamas, dos demiurgas a su lado… y Zafirah no tenía nada más: solo aquel miedo que le estrechaba la garganta como la soga de un ahorcado y un pabilo tan diminuto que apenas bastaba para alumbrarla a ella. «Esto es el final, entonces. Mi final».
Como si volviera a estar en la biblioteca, lo que había leído en el bestiario regresó también a su memoria: «Cuando un gul devora a un cadáver, lo convierte a su vez en un muerto en vida». Zafirah no habría sabido decir cuándo había empezado a llorar ni tampoco si se debía al miedo o a la revelación que acababa de asaltarla. «No —fue lo único que pudo pensar mientras los gules, trepando unos sobre otros, lograban ascender también al mausoleo—. No, eso no va a suceder. A mí no me van a usar como a los demás».
Cuando levantó la mano con la que sostenía la lámpara, el aceite que derramó sobre su cabeza quemaba tanto que no pudo contener un gemido. «Nadie ha conseguido hacerlo, nadie me ha controlado y no va a empezar a ocurrir ahora. Si este tiene que ser mi final, haré que lo sea de verdad, porque yo lo he querido así».
Y cerrando los ojos a la noche y sus horrores, soltó la lámpara en su regazo y permitió que el fuego la convirtiera en una antorcha, más libre en sus últimos segundos de lo que recordaba haberse sentido en su vida y más orgullosa de sí misma que todas las generaciones de sultanes Sairahr juntas.