CAPÍTULO 51

En ese mismo momento, al otro extremo de Gaiatra, otro niño muerto se disponía a emprender su último viaje, bajo un cielo tan tormentoso que costaba decir si había más agua sobre las cabezas de los presentes que en el océano al que estaban a punto de arrojarlo.

La aeronave había partido de la Ciudad Celestial en medio de un silencio absoluto, convertida en un espectro por la pintura blanca de su casco y los remos y las velas del mismo color. Desde el castillo de popa, Marjannah y Cordelia contemplaban, en compañía de unos sirvientes desolados, la ceremonia con la que el Consejo Celestial se despedía del emperador Nishiki antes de depositarlo en las Colinas de Jade. De haber realizado aquel viaje a plena luz del día, habrían distinguido las suaves ondulaciones que recorrían el fondo del océano, formadas por las armaduras funerarias de los cientos de emperadores helianos y sus mujeres amontonados en el agua.

Marjannah había escuchado hablar de aquellos sudarios prodigiosos, formados por unas teselas de jade unidas con hilo de oro que, a la luz de las linternas, relucían como las escamas de un pez. Había sido la Honorable Qian quien había amortajado al emperador, como llevaba haciendo el Clan del Jade desde hacía siglos, y ahora aguardaba de pie al lado del catafalco, con un brazo sujeto mediante un cabestrillo de bambú. Al igual que los ministros, Marjannah y Cordelia llevaban unas túnicas de seda blanca cerradas hasta la garganta y unos recogidos con flores también blancas.

—No parece estar mucho más decidido —murmuró la sultana mientras observaban a Zhao Shuren, que recitaba unas oraciones en voz alta—. Me refiero a lo que hablamos hace un rato…, la cuestión sucesoria.

—Tengo mis propias sospechas al respecto —respondió la princesa—, pero no creo que ese sentido del honor que posee le permitiese reconocerlo.

El rostro del regente seguía tan sombrío como antes; la luz de las linternas hacía brillar sus ojos, clavados en el emperador, y los hilos de plata de sus sienes.

—¿Qué quieres decir? —La sultana miró a Cordelia—. ¿Has estado hablando con él?

—No me ha hecho falta para imaginar que, por doloroso que sea todo esto, la muerte del emperador suponía una puerta abierta para Zhao Shuren…, una posibilidad de ser libre.

—Pero si Helial lo ha sido todo para él. ¿Por qué iba a querer abandonar su hogar?

—No me refiero a Helial, sino a sus responsabilidades con el imperio. —Cordelia se cruzó de brazos—. Ahora necesitará una emperatriz, unas consortes, concubinas… Va a estar atado al trono por más cadenas que nunca.

—Como todos los que le han precedido. Tampoco creo que sea un sacrificio muy…

—Para alguien con sus esperanzas puestas en una persona en concreto, puede que sea el mayor de todos. La muerte de ese niño le ha arrebatado más cosas de las que le dará.

Confundida por lo que estaba escuchando, Marjannah tardó en recordar cómo la había mirado él en el Zhaohua, cómo sus dedos habían surcado su piel. «Eres la única mujer cuya alma me ha hechizado tanto como su cuerpo», había susurrado. «¿Es posible que Cordelia tenga razón? —se preguntó entonces—. ¿Que no me viera solo como a una aliada, una amiga con la que divertirse…, sino como algo más?».

—Si Zhao pensaba proponerme algo —dijo pasado un momento—, debió de abandonar la idea hace poco. En concreto, durante el viaje de regreso desde Leizu.

—¿Por qué? —Ahora era Cordelia la desconcertada—. ¿Qué pasó en esa travesía?

—Que estuvimos hablando de ti —dijo Marjannah, y alzó los ojos hacia ella.

Durante unos segundos, no hicieron otra cosa que sostenerse la mirada, hasta que uno de los sacerdotes helianos tomó la palabra, después de que Zhao Shuren acabara sus oraciones, y los que le acompañaban trazaron unas rúbricas sobre unos pebeteros. De inmediato, las volutas de incienso comenzaron a adoptar unas formas más precisas y Marjannah no tardó en reconocer los contornos de las seis serpientes divinas. Zhaohua, Yaolian, Qianru, Shinzomae y Yashiroshi se elevaron a ambos lados del catafalco, como esculturas de humo que ni siquiera la lluvia era capaz de disolver, mientras Nishikora, la protectora del Clan de la Madera, se cernía sobre el cadáver para brindarle su protección durante el tránsito al mundo espiritual.

—Parece que a tu Gilroy le interesa bastante el ritual —comentó la sultana, y señaló uno de los mástiles. El escarnal seguía la ceremonia resguardado debajo del velamen—. ¿No te preocupa que el Priorato lo considere inusual en un autómata?

—Si se dejaran caer por aquí ahora, sería la menor de sus preocupaciones.

Algo en el tono de Cordelia hizo que Marjannah enarcara una ceja. Pese a lo mucho que se esforzaba por atender a la ceremonia, no le pasó inadvertido que tenía algo en la punta de la lengua, algo que se moría por decir en voz alta.

—Dime una cosa, Marjannah —continuó por fin—. ¿Sabes quiénes son las Ascuas?

—He oído hablar alguna vez de ellos, al entrevistarme con embajadores de tu reino. Es ese grupo anarquista surgido en Infierno, el que pintarrajea pájaros rojos por todas partes…

—En Brigantia los consideran unos simples alborotadores, pero te aseguro que la causa por la que pelean no puede ser más justa. Quieren que el distrito de Infierno pase a estar controlado por sus ciudadanos en vez de por los de Cielo.

—Pues no me extraña que estén haciendo de las suyas. Si lo que he escuchado sobre Brigantia es cierto…, espero que no te ofendas…, es un milagro que no se hayan alzado ya.

Nada más decir aquello, Marjannah se acordó de las cabezas de trapo que les habían arrojado a Raisha y a ella durante la última ejecución y sintió un latigazo de culpabilidad.

—Puede que lo hayan hecho mientras nos encontrábamos aquí. —El tono ominoso de la princesa la devolvió a la realidad—. ¿Recuerdas que envié a Sir Gilroy a Cameroth cuando estábamos a punto de zarpar en el Ave Fénix?

—Cómo olvidarme de algo así. Nunca he agradecido tanto el silencio.

—Le ordené llevar un mensaje de mi parte al condado de Redholm, donde se esconden desde hace tiempo los hermanos Hollister… Son los cabecillas de las Ascuas.

—Espera un momento, ¿qué tienes que ver tú con esa gente? ¿Estás insinuando…?

Ni siquiera hizo falta que Cordelia respondiera. La sultana recordó lo que le había oído decirle al gobernador Delphinstone, antes de marcharse de su comedor hecha una furia: «Nadie capaz de permitir que uno solo de sus súbditos muera de hambre merecería ocupar ningún trono».

—Por eso te desterró el rey —dedujo en voz baja—. No fue por ninguna discusión familiar… Fue por apoyar a los insurgentes.

—Hasta donde yo sé, todavía no ha descubierto que fui yo quien les proporcionó las armas para su golpe de estado—aclaró Cordelia; cada palabra parecía dejarla más extenuada—. Se supone que debería sentir un arrepentimiento atroz… No solo estoy traicionando a mi propio padre, sino también a mi dinastía, a la aristocracia brigantina, al sistema que nos ha permitido enriquecernos durante siglos. Pero cada vez que pienso en lo que he visto en Infierno… Los niños agonizando de hambre en las fábricas, las mujeres ofreciéndose al primero que pasa por dos ciudadanos de estaño…, familias enteras detenidas por no tener el color de piel considerado adecuado o las creencias correctas… ¿Qué lealtad tendría que deberle a un monarca que se cruza de brazos ante algo así?

Cordelia había clavado los ojos en la armadura del emperador, pero su lucha a brazo partido contra las lágrimas era tan evidente que la sultana no supo qué responder.

—Así que por fin lo sabes: ese es mi auténtico honor, mi sentido de la moral. El de alguien a quien los suyos prefieren muerta, aunque eso la convierta en una mártir. —Cuando dejó escapar la risa más triste del mundo, Marjannah tragó saliva—. También entenderás ahora por qué no puedo acompañarte a Cameroth, aunque te preste el Ave Fénix y todo lo que necesites para recuperar a Raisha. No quiero arriesgarme a que mi padre te considere también una rebelde, si descubre que te has aliado conmigo, y declare la guerra a Aramat.

—Siempre y cuando no se la declare yo a él —contestó Marjannah, aunque su tono amenazador solo duró un instante—. ¿Qué vas a hacer entonces? ¿Adónde piensas ir?

—Todavía no lo sé —reconoció la princesa—. Puede que regrese a Cabo Armisticio, después de dejaros en alguna de las ciudades del este… La gente de los barrios bajos no está mucho mejor que la de Infierno y quizás podría ser de ayuda allí.

—O podrías esperar en Sairayat a que yo regrese. —Las palabras salieron de la boca de la soberana sin pensarlas, sorprendiéndola casi tanto como a Cordelia—. Has hecho demasiado por mi sultanato —se apresuró a añadir— para abandonarte a tu suerte.

—No creo que a tu Diván le pareciese una idea muy sensata —respondió la princesa pasados unos segundos—. Si se acaba produciendo un conflicto internacional, Cameroth considerará una provocación que ofrezcas asilo diplomático a una desterrada.

—No estoy hablando de asilo, estoy hablando de un hogar. Con Raisha y conmigo.

Ahora Cordelia se quedó aún más descolocada, tanto que tardó en reparar en que la ceremonia había tocado a su fin. Mientras los miembros del consejo alzaban con sus círculos de heli el cuerpo del emperador, ella siguió observando a Marjannah.

—Sabes que no necesitas hacer algo así por caridad. Lo último que quiero es que los demás se compadezcan de mí, por orgullosa que eso me haga parecer.

—Pues considéralo entonces una manera de cobrarme mi deuda —la interrumpió la soberana con desparpajo—. Si te he salvado la vida, no ha sido para dejar que te pudras en Cabo Armisticio como una de esas barcas que usan para construir sus cabañas.

—Entonces no es un ofrecimiento, majestad —resopló la princesa—. Es una orden.

—También puedo tomar como rehén a ese odioso pájaro tuyo para convencerte. Itimad y mis artífices se lo pasarían en grande desmontándolo pluma a pluma.

Pese a sacudir la cabeza con exasperación, Cordelia parecía tan conmovida que a Marjannah le costó contener una sonrisa. Tuvo que hacerlo, no obstante, cuando los seis círculos luminosos que sostenían al pequeño emperador comenzaron a descender por un costado de la aeronave. Los sirvientes se encaminaron a la barandilla de estribor para presenciar cómo lo bajaban el agua, y cuando Marjannah y Cordelia hicieron lo mismo, debajo de los parasoles de papel encerado, vieron cómo el oleaje se descomponía en escamas azules con el reflejo de las rúbricas trazadas sobre él.

Uno tras otro, los miembros del consejo dejaron de proyectarlas y la armadura se hundió suavemente en el agua. Desapareció entre la espuma sin hacer ningún ruido y las Colinas de Jade, sumidas de nuevo en la negrura, la recibieron con la naturalidad con que habrían acogido a una concha o una caracola mientras los sacerdotes entonaban una última oración, acallada por el rumor de la lluvia.

—Cuando hablamos en tu palacio sobre la Academia Tecnóloga, la tarde en que me presenté en Sairayat… —susurró Cordelia sobre la monótona cantinela—. No fui sincera contigo cuando aseguré que todos los recuerdos que conservo de esos años son malos.

—Eso no importa ahora. —Marjannah entrelazó las manos sobre la barandilla—. No tengas en cuenta nada de lo que te eché en cara; estaba demasiado confusa por tenerte allí.

—Y yo estaba demasiado enfadada conmigo misma, con las cosas que me estabas haciendo sentir, para admitir que tenías razón. Si fue la mejor época de mi vida, fue porque tú formabas parte de ella. —Aquello dejó a la soberana sin habla, pero Cordelia continuó diciendo—: Cada día me acuerdo de más cosas de las que podrías imaginar: las marcas que dejaste sobre mi pupitre con el compás, la manta que me robaste y que nunca conseguí que me devolvieras. La hoguera en la que un día nos pusimos a asar tantas castañas que no pudimos comernos ni la mitad. La nota que me pasaste esa tarde para vernos en nuestro claro, la tarde en que me besaste por primera vez.

Marjannah siempre se había sentido orgullosa de su dominio de las palabras, pero de pronto se preguntaba si volvería a ser capaz de hablar alguna vez. Cuando la princesa se giró hacia ella, la luz de las linternas se reflejó en sus ojos, de un azul parecido al del heli.

—Eras lo único bueno que me había sucedido —prosiguió Cordelia en voz más queda—, y nada de lo que pasó luego entre nosotras cambió eso. Me enseñaron que la Razón era lo más importante, que todos nuestros actos tenían que ser lógicos… Tú eras lo menos lógico de mi mundo —sacudió la cabeza— y te convertiste en algo imprescindible.

—Sin embargo —respondió la sultana, sin saber muy bien cómo—, has pasado más de dos décadas buscándome por toda Gaiatra para obligarme a pagar por lo que te hice…

—Eso era lo que me repetía cada mañana, cuando pronunciaba tu nombre nada más despertar. Supongo que me asustaba demasiado enfrentarme a mis propios sentimientos.

También Cordelia se había apoyado en la barandilla, y sus manos estaban tan cerca de las de Marjannah que casi notaba su calor. Nunca había deseado tanto tocar a otra persona, aunque fuera durante un segundo…, ni le había asustado tanto la idea de hacerlo.

—Pero te prometí una confesión antes de dejar el sultanato —dijo al cabo— y no estoy dispuesta a echarme atrás, ni a volver a engañarte nunca.

—Marjannah, olvídate de esa declaración. Si te pedí que reconocieras tu culpa fue solo para limpiar mi nombre. Después de haberme convertido en una traidora, dudo que exista nada capaz de hacerlo. —La princesa respiró hondo durante unos segundos—. Es curioso lo libre que puede hacerte sentir algo así.

Cuando desvió la vista hacia Marjannah, la sonrisa que se había dibujado en sus labios hizo que también a ella le temblaran las comisuras. El viento había desordenado los adornos florales que llevaban en el pelo y, tras apartar un capullo de seda blanca que caía sobre la cara de Marjannah, los dedos de la princesa se demoraron en su frente, rozando su quemadura.

—¿Te duele? —preguntó en voz baja. Cuando esta negó con la cabeza, Cordelia dudó un momento antes de apoyar la otra mano en su cintura—. ¿Y las heridas de anoche?

—Tampoco —dijo la sultana, enredando sus dedos con los de ella—. Ahora, ya no.

Esta vez Cordelia sí que esbozó una sonrisa, y el cambio que aquello provocó en su rostro hizo que Marjannah se preguntara, durante un instante de deliciosa embriaguez, si no acabarían de retirarse los nubarrones para dejar paso al sol. Pero el tímido carraspeo de una guardiana les indicó que la ceremonia ya había concluido, y para cuando Zhao Shuren y los ministros se reunieron con ellas, todo lo que se moría por decirle a Cordelia volvía a estar atrapado dentro de su pecho, como un yinn tan desesperado por escapar que se preguntó si no la haría pedazos en el momento menos pensado.