CAPÍTULO 53
De todas las maneras de morir que habían pasado por la mente de Itimad en el transcurso de esa noche, ninguna implicaba hacerlo a manos de unos cadáveres resucitados, entre los parterres aplastados por la marea de gules, con la sangre manando a chorros de su garganta desgarrada y la convicción de que aquello supondría el final de Gaiatra.
Cuando las guardianas leales al Harén habían regresado al santuario de Shamaya, balbuceando algo sobre que «los muertos acababan de despertar», Itimad dio por hecho que era alguna estratagema de Aixa: ahora que su traición había salido a la luz, tenía que recurrir a las supersticiones para que la segunda Conjura de Aramat saliese como Sharr y ella habían previsto. Sin embargo, le bastó asomarse al exterior para comprender que se equivocaba, porque ni la generala ni sus seguidoras podían tener nada que ver con lo que estaba ocurriendo en la necrópolis, donde los monstruos brotaban de la tierra como las larvas de un cadáver, o en los jardines manchados con la sangre de las guerreras que habían intentado plantarles cara solo para convertirse en lo mismo que ellos.
A instancias de Itimad, Wallada y sus demiurgas habían levantado a toda prisa una barrera protectora alrededor del santuario, empleando los mismos conjuros que en la muralla. Parecían surtir el mismo efecto con los muertos que con los vivos, ya que ningún gul había conseguido entrar… y tampoco ninguna guardiana rebelde.
—No era así como tenía que terminar —masculló Itimad en uno de los rincones del edificio, que nunca debía de haber estado tan concurrido. La sultana era la única que lo visitaba cada atardecer, con el esposo de turno y la sacerdotisa encargada de la ceremonia, pero los mosaicos del suelo apenas se distinguían ahora entre las docenas de babuchas que corrían de un lado a otro—. Tenía esperanzas de hacerla entrar en razón —siguió susurrando—, de que resolviéramos este condenado asunto hablando…, pero ahora hemos tenido que dejarla ahí fuera y ni siquiera sé si sigue viva.
—Da igual cuántos sean, Itimad: no podrán con ella —aseguró Nisreen—. Por suerte o por desgracia, nadie ha sido capaz de derrotarla en todo este tiempo. La he visto entrenar cientos de veces y nunca ha habido rival para Aixa.
—No lo ha habido en el Cuartel, entre sus compañeras…, pero esas cosas…
El recuerdo de lo que habían presenciado (los cadáveres arrastrando sus sudarios mohosos, las mandíbulas desencajadas, el hedor que los envolvía) hizo que le zozobrase el estómago. Algunas demiurgas, de hecho, habían vomitado nada más cerrar las puertas y continuaban medio desmayadas en una esquina, atendidas por Hafsa, Fátima y sus compañeras de la madrasa. De Zafirah no había sabido nada en todo ese tiempo, pero Itimad quiso creer que estaba corriendo menos riesgos que ellas si, tal como le había pedido, se había dirigido al despacho de Marjannah.
—Es imposible que hayan despertado por sí solos —murmuró por tercera o cuarta vez—. Tiene que haber algo… o alguien… que los haya resucitado.
—Ya habrá tiempo para consultar los libros de la biblioteca —dijo Nisreen. Itimad recordó entonces que Lubna se había encerrado en ella con las encuadernadoras, las traductoras y demás, lo cual solo sirvió para añadir otra piedra a las que ya sentía sobre los hombros—. Menos mal que te acordaste de coger esa ballesta.
—Pensé que serviría para que Aixa nos tomara más en serio —respondió Itimad mientras se recolocaba las correas de cuero—, pero no sé si aún habrá algo que pueda impresionarla. Desde que las gemelas de Wallada grabaron ese conjuro sobre su espada…
Cuando se calló poco a poco, Nisreen apartó los ojos de sus asustadas alumnas. Una expresión diferente había aparecido en el rostro de Itimad, mezcla de estupor y esperanza.
—¿Por qué pones esa cara? ¿Crees que se atrevería a usarla contra nosotras?
—La usó para acabar con esa criatura de la botica… Zafirah me dijo que las llamas la abrasaron, que parecían ser una de las pocas cosas capaces de detener a un gul. Si estaba en lo cierto… —Entonces Itimad se apartó de su lado, dejando a Nisreen aún más confundida—. ¡Tengo que hablar con Wallada antes de que sea tarde!
El santuario se encontraba tan abarrotado, y sus ocupantes tan aterrorizadas por lo que se oía fuera, que le llevó una eternidad localizar a su hermanastra: estaba sentada a los pies de la estatua de Shamaya, con las demiurgas más pequeñas acurrucadas bajo su velo.
—Wallada. —El respingo que dio cuando la agarró por un hombro se convirtió en un bufido al ver quién era—. Necesito que me eches una mano.
—Creía que ya habíamos hecho bastante mis chicas y yo —repuso Wallada—. No debe de quedar ni una sola partícula metálica en todo este sitio sobre la que no hayamos…
—Ese conjuro de Salma y Samra —la interrumpió Itimad—, el que escribieron en la espada de Aixa… ¿Tú también sabes en qué consiste?
—Por supuesto que sí; te recuerdo que soy su maestra. ¿A qué viene eso?
Pero Wallada debió de adivinarlo por sí misma antes de que Itimad dijera nada. Las niñas se aferraron a sus bombachos cuando se puso en pie con expresión de incredulidad.
—No estarás pensando en… —Miró a las guardianas que custodiaban la puerta, y después a Itimad—. ¿Eres consciente de los riesgos que entrañaría darles unas armas así?
—Ninguna de las que están aquí es seguidora de Aixa; lo han demostrado de sobra.
—No. —Wallada sacudió la cabeza—. Es demasiado peligroso. Es casi un suicidio.
—¿Prefieres que nos quedemos esperando a que esas cosas se aburran? ¿Sabiendo que parte del Harén continúa ahí fuera, que Lubna y sus ayudantes se encuentran…?
Pero Itimad se quedó callada cuando algo se estrelló contra una celosía cercana. Las demiurgas se apartaron entre chillidos, tropezándose con sus propios velos, y Wallada se colocó delante de ellas mientras la plancha metálica se estremecía. Hubo gruñidos y un quejido al otro lado, hasta que la celosía dejó de temblar y un hilo de sangre, negra y pegajosa, resbaló desde uno de los agujeros.
Cuando Itimad miró a su hermanastra, vio que se había puesto aún más pálida. Ni siquiera hizo falta que se dijesen nada: Wallada asintió mientras dejaba a las niñas a su cargo y, tras reunir a sus alumnas mayores en el centro del santuario, pidió a las guardianas que se acercasen con sus armas.
Pese a estar tan sobrecogidas como ella, las demiurgas Sunita y Mihrimah también decidieron sumarse a la causa. Pronto el santuario estuvo inundado de luz, procedente de las más de cincuenta cimitarras convertidas en antorchas, y las guardianas que las blandían se dirigieron a la puerta.
—Vosotras, esperad un momento. —Itimad se apresuró a interceptar a dos de ellas—. Voy a necesitar que nos escoltéis a Wallada y a mí…
—¿Qué? —dejó escapar esta—. ¿Pretendes que salgamos ahí fuera?
—Se me ha ocurrido algo mientras os veía escribir esos conjuros, una manera más rápida de acabar con esto…, pero no podríamos hacerlo sin tu magia. Claro que —añadió Itimad en un arrebato de inspiración— podría pedírselo a Sunita y Mihrimah si prefieres quedarte con las niñas. Acaban de dejarnos bastante claro que tienen mucho talento.
Como había imaginado, sus palabras actuaron como el mecanismo mejor engrasado: Wallada entrecerró los ojos, debatiéndose entre la aprensión y la rabia, antes de encaminarse hacia la puerta. Itimad disimuló una sonrisa al seguirla al exterior, donde no parecía haber ninguna criatura en esos momentos, y echar a correr en compañía de las guardianas por uno de los senderos cercanos.
Las cimitarras envueltas en fuego convertían la espesura en una mancha negra, pero nada ni nadie les salió al paso mientras rodeaban la biblioteca y subían a toda prisa por una escalera lateral de la muralla, cuyas antorchas se encontraban encendidas. Los estandartes con el emblema solar también colgaban sobre el adarve, igual que cualquier otra noche, e Itimad no pudo resistir la tentación de asomarse entre unas almenas para echar un vistazo a la Gran Plaza.
—El pueblo tiene que haberse dado cuenta de que está pasando algo raro —dijo al reparar en la cantidad de celosías abiertas y azoteas atestadas de gente—. Menos mal que vuestros conjuros han impedido que las criaturas saliesen a la calle…
—De nada también por eso —replicó Wallada. Pronto desembocaron en uno de los pabellones de las esquinas, desde donde tenían una panorámica completa de los jardines, y ambas se quedaron mirando los puntos anaranjados que se movían a sus pies con cada espadazo de las guardianas—. ¿Esto es lo que querías hacer? ¿Subir hasta aquí para poder contar con una atalaya?
—Si solo se tratase de eso, no te habría hecho abandonar el santuario —respondió su hermanastra mientras atravesaba el pabellón— y ya te lo advertí antes: necesito vuestra magia.
Uno de los arcos estaba ocupado por un artefacto que hizo fruncir el ceño a Wallada; se parecía a la ballesta que Itimad llevaba en el brazo, aunque a una escala mucho mayor.
—¿Es una de esas balistas nuevas, las que diseñasteis Nisreen y tú?
—La idea fue de Zafirah —precisó Itimad—, pero aún no hemos tenido oportunidad de utilizarlas. Ni siquiera nos dio tiempo a enseñárselas a Marjannah antes de que se fuera.
—Pues no entiendo qué pretendes hacer ahora con ellas. Es noche cerrada y apenas se ve nada desde aquí arriba… —Wallada se apoyó entre las almenas—. Si intentásemos disparar una andanada de virotes a los gules, correríamos el riesgo de herir a las guardianas.
—Pero la mejor manera de acabar con una invasión de hormigas no es aplastarlas una a una, sino destruir directamente su hormiguero.
Cuando extendió un dedo hacia el oeste, Wallada comprendió a qué se refería. La cúpula del Cementerio Real habría resaltado en medio de la penumbra incluso si las llamas no se hubieran reflejado en sus mosaicos; a juzgar por cómo danzaban esas luces, las guardianas se habían desplegado delante del complejo, del que seguía surgiendo una riada de siluetas envueltas en sudarios.
—¿Pretendes que ataquemos el cementerio con estos trastos? Pero si no serviría de nada a tanta distancia, y un edificio tan grande no puede derruirse así como así…
—Con unos virotes normales, no —admitió Itimad—, pero los nuestros no lo serán.
Entonces le tendió a Wallada uno de los que estaban apilados en el suelo, y su expresión le hizo saber que de nuevo lo había entendido. La demiurga dudó un momento antes de asentir, y se instaló en un hueco entre dos almenas para grabar, sobre el astil metálico del virote, un complicado conjuro que relució como el fuego cuando las guardianas lo insertaron en el interior de la balista.
Había realizado suficientes pruebas con Nisreen para saber lo que ocurriría, pero la brutalidad de aquel disparo dejó a Itimad sin aliento. El proyectil atravesó, con una potencia demoledora, el espacio que mediaba entre el pabellón y el cementerio, y al impactar contra los mosaicos dorados, estalló en una llamarada que iluminó todos los jardines. Wallada e Itimad se cubrieron instintivamente la cara, solo para descubrir después que la cúpula se había quebrado como la cáscara de un huevo.
Atraídas por el revuelo que estaban causando, otras guardianas subieron a la muralla para saber si necesitaban ayuda. Itimad les fue entregando más virotes hechizados por Wallada para abrir fuego desde distintos puntos del perímetro y no tardó en comprobar que su plan surtía efecto: bajo la virulencia de los ataques, lo que quedaba en pie de la cúpula acabó derrumbándose sobre el complejo funerario. Incluso a aquella distancia, vio cómo el patio desaparecía bajo una catarata de rescoldos humeantes, sepultando consigo a las últimas criaturas que habían abandonado sus tumbas.
—¿Crees que las guardianas podrán acabar con las que escaparon antes? —susurró Wallada.
—No lo sé —reconoció Itimad—, no ahora que no contamos con Aixa. Si fuese ella quien dirigiera los ataques, seguro que se las ingeniaría para… —Pero un alarido a sus espaldas la hizo girarse de un salto y a Wallada se le escapó también un grito.
Mientras estaban pendientes del cementerio, dos gules habían trepado por la muralla sin que las guardianas apostadas en la escalera se dieran cuenta. Habían saltado sobre una de ellas y la habían hecho caer al suelo, y sus dientes ya estaban en su garganta para cuando su compañera, con un «¡Poneos detrás de mí!», levantó su cimitarra llameante.
La visión del fuego los hizo retroceder como una sola persona. Debían de llevar bastante tiempo muertos, porque la escasa piel que les quedaba estaba pegada a los huesos y sus ojos no eran más que dos cuencas negras.
—¡Manteneos a distancia, mis señoras! —siguió gritando la guardiana, e Itimad casi se quedó sin respiración cuando la empujó hacia atrás—. ¡Ya sabéis lo que sucederá si…!
—¡Itimad! —chilló Wallada en ese instante. Otra criatura se había encaramado a la muralla y atravesaba el pabellón hacia ellas, y cuando el resplandor del fuego iluminó la parte derecha de su rostro, las princesas comprendieron de quién se trataba.
De la antigua apostura de Faisal, el último esposo al que Marjannah había enviado al cadalso, no quedaba ya más que el recuerdo. Hacía menos de una semana que lo habían enterrado, pero la tumba había dejado una huella indeleble en él: su piel había adquirido un desagradable tono verduzco y sus ojos tenían el brillo gelatinoso de los de un pescado.
—No puede ser —jadeó Wallada—. Le habían…, ¡le habían cortado la…!
—Me temo que se necesita mucho más que eso para detenerles —dijo Itimad, y cuando el muchacho echó a correr, levantó el brazo en el que sostenía la ballesta.
El remolino de virotes del cañón giratorio impactó de lleno en su pecho. Faisal se detuvo entre tambaleos, observando los proyectiles que lo habían atravesado como un alfiletero, pero su aturdimiento no duró demasiado: con un rugido inhumano, se puso en movimiento y a Itimad apenas le dio tiempo a retroceder con su hermanastra.
De nada sirvieron el resto de descargas ni los esfuerzos de la guardiana por interceptarle antes de que otro gul la hiciera rodar por la escalera. «Deberíamos haber hechizado también estos virotes —se arrepintió Itimad, y echó un vistazo a la plaza—. Estamos a demasiada altura, pero sería preferible a que esa cosa…».
Faisal acababa de detenerse bajo uno de los arcos del pabellón. En sus manos había algo tan afilado como los proyectiles y, cuando las levantó, las dos pudieron ver cómo le crecían las uñas, convirtiéndose en unas garras cuya visión hizo sollozar a Wallada. Sin embargo, ni siquiera llegó a rozarlas con ellas, porque sus piernas se detuvieron nada más dar otro paso en su dirección.
De todas las cosas desconcertantes que Itimad había presenciado esa noche, nada la confundió tanto como la mirada que Faisal les dirigió. Por primera vez, una leve chispa de reconocimiento pareció prender en sus ojos, aunque solo durante unos segundos; antes de que pudieran preguntarse qué sucedía, su cuerpo se desmadejó como el de una marioneta.
Cayó delante de ambas sin un gruñido, haciendo que los virotes se hundieran aún más en su cuerpo. Conmocionada, Itimad siguió abrazando a Wallada antes de mirar hacia atrás, y lo que descubrió la dejó muda: los otros dos gules también habían dejado de moverse y lo mismo estaba sucediendo con los de los jardines. En cuestión de unos instantes, el palacio quedó convertido en un cementerio más poblado que el que ellas mismas acababan de destruir, lo cual solo podía significar una cosa: quienquiera que los hubiese hecho resucitar había dejado de existir a la vez que la llama que los animaba.