CAPÍTULO 54

—Lamento que este sea el último recuerdo que os llevéis de nuestra capital —dijo Zhao Shuren al día siguiente, mientras acompañaba a Marjannah y Cordelia al aeródromo.

Habían decidido demorar su marcha hasta que el Consejo Celestial, reunido con las primeras luces del alba, propusiese oficialmente al regente como sucesor del emperador Nishiki, aunque la noticia aún no se había dado a conocer entre sus súbditos. Pese a que la lluvia había decidido darles una tregua, el cielo estaba tan nublado que casi parecía de noche y una brisa desapacible descendía, a la vez que ellos, por la escalera adornada con relieves de serpientes, entre la doble hilera de eunucos.

—Tardaremos meses en reconstruir lo que el Hierro ha reducido a escombros —siguió diciendo Zhao Shuren—. Claro que, comparado con la cantidad de heridos de la Enfermería Imperial, casi resulta inmoral preocuparse por algo así.

—Por ahora, hemos decidido empezar por el Salón de la Divina Providencia —dijo el Honorable Yao mientras giraba la cabeza hacia el edificio que acababan de dejar atrás. Unos destellos azules asomaban desde el interior, procedentes de los círculos de heli de los trabajadores—. Más de cuatrocientos años en pie para que se convierta, de la noche a la mañana, en una auténtica escombrera…

—Puede que lo mejor sea empezar de cero, en todos los sentidos —dijo Marjannah—. Un nuevo trono para una nueva dinastía, un nuevo amanecer para Helial…, por complicado que sea olvidar todo esto.

No habían vuelto a producirse más ataques en las últimas horas, pero el desasosiego era tan palpable como los destrozos que habían dejado atrás. Mucha gente seguía convencida de que los espíritus del Hierro eran los responsables, pero la soberana cada vez tenía más claro que ningún fantasma podría hacer algo así. No había sido el alma en pena de la emperatriz Unalara, atrapada para siempre en las ruinas de Shaowa, quien había hecho cobrar vida a esas serpientes; si un miembro de su clan estaba tras el incidente, tenía que ser alguien que siguiera respirando.

Por lo menos le quedaba el consuelo de que ninguna de sus guardianas hubiera sido herida de gravedad, pensó mientras se detenían a los pies del dirigible. Cordelia se había adelantado para ponerlo a punto y unos eunucos estaban terminando de subirles el equipaje, y las dos se disponían a despedirse del regente cuando el «¡alteza, alteza!» que llegó a sus oídos las hizo darse la vuelta.

La doncella Aisin estaba descendiendo la escalera detrás del pequeño grupo. Con las prisas por alcanzarles, tropezó con uno de los peldaños y a punto estuvo de caer de bruces.

—Alteza —repitió, deteniéndose ante Cordelia—, no podéis marcharos…, no podéis marcharos aún. —Y entonces, ante el carraspeo de Zhao Shuren, pareció recordar sus modales y apoyó una rodilla en tierra.

—Aisin, ¿qué estás haciendo aquí? —se extrañó Cordelia—. Déjame adivinarlo: la sultana se ha dejado una de sus miles de cremas en el palacio y has venido a devolvérsela.

—Te recuerdo que fue tu rifle lo que tuvimos que regresar a buscar —contestó esta.

—No os habéis dejado nada, alteza. Lo que he venido a deciros es… otra cosa. —Y después de que Cordelia la incorporase, Aisin susurró—: Quiero que me llevéis con vos.

Pese a lo roja que se encontraba, la seriedad de su semblante las pilló por sorpresa.

—Pero ¿de qué estás hablando? —dijo la princesa—. ¿Por qué querrías…?

—Fuisteis vos quien me salvó la vida la noche en que el Hierro nos atacó. No me he olvidado de cómo os echasteis sobre mí, cuando esas serpientes mataron a los eunucos del palacio. Os dio igual que solo fuera una doncella… Me protegisteis como habría hecho una madre con su hija. —Cuando Aisin alzó la cara, sus oscuros ojos estaban llenos de determinación—. Desde aquel momento, alteza, mi vida está en vuestras manos.

—De verdad que nunca he conocido nada más pomposo que un heliano. —Cordelia sacudió la cabeza—. Deja de ser tan dramática; no hice nada especial.

—Nada que yo no hiciera por ti horas más tarde —replicó Marjannah, sonriendo con disimulo—, y no recuerdo que protestaras ante la perspectiva de tener una deuda de vida.

«Menudas manipuladoras están hechas, mi señora», refunfuñó Sir Gilroy, posado en un hombro de Cordelia. La princesa soltó un suspiro con el que no consiguió ocultar hasta qué punto la habían ablandado las palabras de Aisin.

—Parece que estoy condenada a tenerte pegada a mí como una lapa. ¿Qué tiene que decir el patriarca de tu clan acerca de esto?

—Solo que no esperaba menos de una Tinta, alteza —aseguró el Honorable Yao—. Dejando a un lado el honor, puede que sea un acierto que os la llevéis con vos… Lo tendremos más fácil para comunicarnos, por débil que sea su heli estando tan lejos de la isla de Ruogang.

—Pero yo no podré darle lo que ha tenido hasta ahora. Entrar a mi servicio supone convertirse en otra desterrada… ¿Seguro que quieres algo así, Aisin?

La muchacha asintió con la cabeza, más empecinada que nunca, y a la princesa no le quedó más remedio que resignarse. «Está bien —dijo mientras señalaba el Ave Fénix—, sube con las demás y preparaos para zarpar», y cuando las guardianas y ella ascendieron por la pasarela, llegó el momento de despedirse.

El Honorable Yao les dedicó la reverencia heliana de costumbre, pero Zhao Shuren, para sorpresa de Marjannah, le agarró una mano para llevársela a los labios.

—¿Estás segura de que te encontrarás bien? —le preguntó. Cuando ella asintió, apretó más sus dedos—. Hazme saber si… Ya sabes a qué me refiero.

—La voy a recuperar, Zhao —aseguró Marjannah—, me cueste lo que me cueste.

—Lo sé —contestó él—. No hay nada que no seas capaz de hacer ni nadie en toda Gaiatra con una fortaleza como la tuya. Tengo una fe absoluta en ti, Marjannah al’Sairahr.

Si le quedaba alguna duda sobre sus sentimientos, se desvaneció ante el modo en que estaba contemplándola. «En otra vida, quizás habría podido corresponderle —pensó la sultana, y sus dedos se curvaron contra los de él—. En una en la que no estuviera encadenada y en la que Cordelia… No —se recordó a sí misma—, no quiero una vida en la que ella no esté».

Era sorprendente que aquello fuese lo único que tenía claro cuando el futuro se extendía como un océano de incógnitas. Como si pudiera leerle la mente, una mano de Cordelia se apoyó en su espalda, rozando apenas la zona en la que la habían herido las serpientes, y su contacto le hizo soltar las manos del regente. Con una última sonrisa, se apartó de su lado para dirigirse a la pasarela, pero acababan de empezar a subir cuando unos pasos atrajeron su atención.

Alguien corría de nuevo escaleras abajo, como lo había hecho Aisin. La princesa frunció el ceño cuando realizó una reverencia antes de susurrarle algo al Honorable Yao.

—¿Ha ocurrido algo? —dijo al ver cómo este se quedaba lívido. Marjannah y Zhao Shuren también se habían dado cuenta—. Parece que os hubieran aplicado sanguijuelas…

—Siento mucho molestaros, alteza —contestó el recién llegado—, pero me ha enviado la Oficina de Comunicaciones. Había un mensaje urgente que debía entregarle al Honorable Yao.

—¿Y qué ha pasado? —inquirió Zhao Shuren, pero el muchacho titubeó—. No tiene sentido que te quedes callado después de haber corrido tanto. Habla de una vez.

El chico, no obstante, no pudo hacer otra cosa que mirarse los zapatos. La extrañeza de Marjannah se convirtió en un presentimiento, tan desconcertante como opresivo, cuando se percató de que el Honorable Yao no le prestaba atención: estaba mirándola a ella.

—Se trata de… la princesa Raisha, majestad —acabó respondiendo—. Teníais razón al decir que estaba en Cameroth. Uno de nuestros contactos nos ha enviado noticias suyas.

—Pero si el Priorato no permite la comunicación con el heli —se extrañó Cordelia.

—En Brigantia no, pero sí en otros condados. El mensaje procedía de Preslea, donde resulta más sencillo burlar su vigilancia; ellos lo han sabido gracias a una llamada de eterófono.

«¿Ellos?», estuvo a punto de preguntar Cordelia, pero se detuvo cuando Marjannah casi la empujó al descender de la pasarela.

—¿Qué queréis decir con «estaba en Cameroth»? ¿Adónde se la han llevado?

—Majestad… —El Honorable Yao parecía más tenso a cada instante—. Si lo que nos aseguran es cierto, acaba de suceder…, acaba de suceder algo espantoso. El rey Reginald ha sido asesinado. —Los ojos del patriarca se desviaron hacia una estupefacta Cordelia—. Vuestra hija lo ha atacado.

Hasta que no sintió cómo el frío del metal le mordía la piel, la princesa no notó que se había aferrado a la barandilla. Tras unos segundos en los que nadie habló, Marjannah fue la primera en reaccionar, aunque no como Cordelia había previsto: solo se echó a reír.

—Pero ¿qué majaderías estáis diciendo, Honorable Yao? ¿Cómo iba mi Raisha a…?

—Es lo que nos han contado —se disculpó el joven—, y no sabéis lo que habría dado por no tener que decíroslo. Al parecer, la princesa fue conducida al Parlamento tras permanecer bajo custodia en la Catedral de la Razón. Desconozco qué la había llevado allí, pero cuando el rey Reginald se enfrentó a ella…

—Os digo que no puede ser. —Había una nota desquiciada en la risa de la soberana, más alarmante que un arrebato de cólera—. Mi niña no le haría daño a propósito a nadie.

—Tiene que ser un error, Yao —dijo el regente.

—Una vez pisó sin querer al gato de su hermanastra Wallada y estuvo pidiéndole perdón toda la tarde. ¿Cómo se os pasa por la cabeza que atacaría al rey?

Pero Marjannah había empezado a temblar, pese a que Zhao Shuren había rodeado sus hombros con un brazo. «Mi señora», susurró Sir Gilroy en el oído de Cordelia, sin que esta fuera capaz de contestar; un frío espantoso se estaba extendiendo por su cuerpo.

—¿Qué ha pasado con la princesa? —preguntó el regente—. ¿Qué han hecho los camerotienses con ella después de que muriera el rey?

Por toda respuesta, el Honorable Yao miró a su ayudante, que cada vez parecía más asustado. Su nuez subió y bajó antes de comenzar a dibujar una rúbrica ante su rostro y, a medida que añadía un símbolo tras otro, algo apareció en el suelo, a los pies de la escalera.

Como si hubiera derramado un tintero, unas manchas negras brotaron del enlosado, extendiéndose en todas las direcciones hasta conformar una imagen que Cordelia reconoció en el acto: una de las embarcaciones que más solían verse en Brigantia.

—Eso es un dirigible del Priorato de la Razón —dijo mientras se acercaba al grupo—. Todos tienen la misma cabina, con la cristalera en forma de … —Pero, en ese momento, el dibujo acabó de conformarse y todos se dieron cuenta de que la aeronave no estaba surcando el cielo.

Unas chimeneas se alzaban alrededor de la góndola, que parecía haberse hecho añicos contra una buhardilla. Los cristales habían saltado por los aires y la bolsa se había desgarrado, y las siluetas aladas que acechaban en torno a ella hicieron que Cordelia sintiera otro escalofrío. «No es posible…».

—Dicen que la princesa estaba tratando de escapar. —¿Era el Honorable Yao quien seguía hablando, o era su propio horror?—. Que se puso de acuerdo con un inquisidor del Priorato para huir de la capital y a la Casa Real no le quedó más remedio que…

—¿«No le quedó más remedio»? —espetó Zhao Shuren—. ¿Insinúas que esos hijos de perra se atrevieron a derribar la nave sabiendo que dentro viajaba una niña?

A juzgar por los rostros de los helianos, nadie le había escuchado hablar así, pero Cordelia no podía prestarle atención ni tampoco al hecho de acabar de perder a su propio padre. Toda su atención estaba puesta en Marjannah, que seguía estremeciéndose en brazos de Zhao Shuren, sumida en un silencio aterrador.

Un silencio en el que, no obstante, había empezado a oírse algo. La princesa tardó unos segundos en percatarse de que unos chirridos resonaban sobre sus cabezas.

—¿Qué…? —preguntó mientras alzaba la vista. El Ave Fénix daba la impresión de balancearse más que antes, y no solo debido al viento—. ¿Qué está pasando ahí arriba?

—No pueden ser los motores, mi señora —dijo Sir Gilroy—. Todavía no hemos…

Pero los chirridos eran cada vez más audibles, y las guardianas soltaron un grito al comprender que procedían de la estructura del dirigible. Los hierros se habían empezado a poner al rojo, aunque no parecían ser lo único: cuando Cordelia se giró hacia los eunucos, vio que algunos también habían roto a chillar cuando los botones metálicos de sus túnicas comenzaron a soltar humo.

—Marjannah —dijo la princesa. De un salto, abandonó la pasarela para correr hacia ella, aunque la sultana ni siquiera pareció verla: tenía los dientes apretados y sus ojos seguían ametrallando el suelo, pese a que el dibujo a tinta ya había desaparecido.

—Majestad, ¿sois vos quien está haciendo esto? —preguntó el Honorable Yao, más atónito a cada momento, pero lo que sucedió a continuación respondió a todas sus dudas.

Marjannah apretó las manos y todo el metal del aeródromo reaccionó a ella como si formaran un mismo ser. Las esculturillas de los aleros se resquebrajaron, los relieves de la escalera se pusieron a temblar. Hasta los clavos de las puertas del Salón de la Divina Providencia, pese a estar situado muy por encima de ellos, se revolvieron dentro de sus agujeros, y el viento arrastró peldaños abajo los alaridos de los trabajadores.

También el alboroto de los eunucos se había convertido en un pánico declarado. Con el corazón en la garganta, Cordelia alcanzó a la sultana, cuyos puños seguían temblando.

—Marjannah. —La agarró de los hombros, ignorando el calor que desprendían, y a continuación, de las mejillas—. Marjannah. Marjannah —susurró—. Tienes que regresar.

—Me… —intentó responderle ella, aunque no le salían las palabras—. Me la han…

—Mírame, Marjannah. Regresa aquí, regresa conmigo. —Cuando hizo ademán de soltarse, Cordelia la sujetó con más fuerza—. Por favor.

—Me la han matado, Cordelia. Han matado a mi niña. A mi Raisha. Mi Raisha.

Las lágrimas habían empezado a resbalar por su rostro, pero a la princesa no le dio tiempo a decir más: el resplandor azul que las envolvió la hizo volverse con un sobresalto, abrazada a Marjannah.

Mientras hablaban, Zhao Shuren había trazado la rúbrica más inmensa que Cordelia había visto. El círculo exterior sobrepasaba incluso la altura del Ave Fénix, y la luz que irradiaba era tan cegadora que algunos eunucos se taparon los ojos.

—Lleváosla —dijo el regente en voz baja—. Lo antes posible.

—Zhao, ¿qué estás haciendo? —exclamó débilmente el Honorable Yao. Sus rasgos eran ahora tan azules como los tatuajes de su cuero cabelludo—. ¡No puedes esconderle esto a toda la Ciudad Celestial! ¡Ni siquiera tú posees un poder tan grande como para…!

En vez de responder, Zhao Shuren separó aún más los brazos y la rúbrica aumentó de tamaño. Cordelia no distinguía ahora lo que había al otro lado, pero se hizo una idea de lo que vería cualquiera que observase el aeródromo: la normalidad más absoluta.

«Si descubrieran lo que ha pasado —comprendió—, pensarían que ha sido cosa del Hierro…, que ha sido Marjannah quien ha estado detrás de todos los ataques».

—No podré mantener esto mucho más tiempo, alteza. Lleváosla ya, por favor. —Y cuando Cordelia asintió, aturdida, el regente añadió—: Prometedme que cuidaréis de ella.

Había tanta angustia en su voz como cólera un minuto antes, y la princesa no pudo hacer otra cosa que asentir de nuevo. Marjannah se había derrumbado contra su pecho y el metal había dejado de reaccionar a ella, y mientras la subía en brazos al Ave Fénix antes de correr a encender los motores, Cordelia pudo observar a través de los cristales cómo los brazos de Zhao Shuren empezaban a flaquear, hasta que el dirigible se elevó sobre la Ciudad Celestial y la rúbrica desapareció como un espejismo en el desierto.