CAPÍTULO 57
Los cronistas del Clan de la Tinta aseguraban que la ceremonia de coronación del nuevo emperador había sido la más espléndida de la centuria, pese a que la lluvia arreciara sin clemencia sobre la Ciudad Celestial. Aquello no había bastado para disuadir a los miles de almas concentradas delante del Salón de la Divina Providencia, desde donde se había proclamado el edicto del Consejo Celestial que permitía ascender a Zhao Shuren al Trono de las Seis Serpientes. Obedeciendo al Mandato dictado por las diosas, el Clan de la Seda pasaba a sustituir al de la Madera, inaugurando una nueva página en la historia del imperio. Zhaohua se había impuesto sobre Nishikora y la propia capital no tardaría en ser trasladada a la isla de Leizu, mediante la misma magia que se había empleado para arrancarla de Shaowa.
Mucho después de que la concurrencia se dispersara, el emperador continuaba sin retirarse a sus aposentos. Todavía con la túnica dorada de la ceremonia, contemplaba el despacho que había pertenecido al padre del anterior soberano y que este no había llegado siquiera a pisar. Un relieve del Imperio de Helial, esculpido en un único bloque de jade, ocupaba toda una pared, detrás de un escritorio repleto de objetos prosaicos que parecían poseer un aspecto muy distinto desde esa tarde: una piedra para la tinta, un soporte de bambú para los pinceles, un incensario de porcelana…, y a la derecha, el Sello Imperial con su nombre recién grabado, aguardando su primer uso.
Al fijarse en aquel pequeño bloque, también de jade, la expresión de Zhao Shuren se nubló. «Tantas cosas a las que he renunciado, tantos sacrificios que he tenido que hacer, por algo tan insignificante. —Pesaba más de lo que imaginaba cuando lo cogió para observarlo—. ¿De verdad ha merecido la pena?».
—Majestad. —Su fiel Yan, al que había elevado a la categoría de eunuco jefe, había entrado en silencio—. Los ministros están fuera, majestad. Desean reunirse con vos.
—Parece que no vamos a tener ni un día de descanso —se resignó Zhao Shuren, y devolvió el sello a la mesa—. Hazles pasar, y que no nos molesten.
Mientras deslizaba los dedos por los memoriales, oyó a su eunuco hablando con los ministros y el susurro de los ropajes de estos al acompañarle al despacho. Solo alzó la vista cuando se detuvieron al otro lado de la mesa y, al advertir la gravedad de sus rostros, comprendió que no estaban allí para felicitarle.
—Había pensado convocaros mañana —dijo aun así—. Por muchos asuntos de los que debamos ocuparnos, dudo que sea imprescindible hacerlo hoy.
—No hemos venido por eso, majestad —respondió el Honorable Shinzo.
—Hay cuestiones más acuciantes que unos cuantos cambios administrativos —dijo el Honorable Nishiki—, aunque nos hayamos visto obligados a postergarlas.
Parecía haber envejecido veinte años desde la muerte de su sobrino. Era el único que seguía guardando luto con su túnica blanca, un detalle escandaloso en una ceremonia de coronación que Zhao Shuren había preferido pasar por alto.
—Si es por la identidad de los asesinos del difunto emperador, estoy haciendo cuanto está en mi mano por averiguarlo —respondió mientras agarraba una copa de madera de Tatsuyo, que le perfumó los dedos solo con tocarla—. Os equivocáis si pensáis que el Trono de las Seis Serpientes me ha hecho olvidar la amenaza del Hierro.
—Nuestra preocupación, majestad, no es que la hayáis olvidado —respondió el Honorable Shinzo—, sino que hayáis pasado por alto ciertos detalles del asunto.
—Los relativos a Marjannah al’Sairahr, concretamente —dijo el Honorable Yashiro.
Nada más oír esto, Zhao Shuren dejó de olfatear la copa para observarlos por encima del borde. «Que Zhaohua me dé paciencia».
—¿Qué ocurre ahora con Marjannah al’Sairahr? Según tengo entendido, no se ha movido de Sairayat en las últimas dos semanas. A menos que el Honorable Yao haya recibido algún mensaje suyo —miró al patriarca de los Tinta—, la situación continúa siendo la misma.
Su amigo no respondió de inmediato y el emperador creyó adivinar el motivo. El modo en que esquivaba su mirada dejaba claro que no podía sentirse menos cómodo allí.
—Mi gente no ha sabido nada de ella —reconoció a regañadientes—, pero sí de los contactos que tenemos en el sultanato. Le ha declarado la guerra a Cameroth.
—Como era de esperar —dijo Zhao Shuren— después de lo que le hicieron a su hija.
—Algo sobre lo que su majestad no podría estar mejor informado —el Honorable Nishiki parecía incapaz de callarse—, ya que estaba con ella cuando lo descubrió.
Sus palabras resonaron como espadazos en la habitación. «Así que se trata de eso».
—¿Y cómo esperabais que se lo tomara? —inquirió mientras devolvía la copa a la mesa—. ¿Nunca habéis tenido que darle a una madre la noticia de la muerte de su hijo?
—Demasiadas veces, majestad, más de las que querría —repuso el anciano—, pero ninguna desencadenó un caos semejante al suyo, por mucho que le destrozase el corazón.
—Me temo que no conjurasteis vuestra rúbrica lo bastante rápido —intervino la Honorable Qian—. Toda la Ciudad Celestial sabe lo que hizo antes de que lo ocultaseis: los clavos derretidos de las puertas, los adornos que saltaron por los aires… No se había visto nada igual desde que…
—Marjannah al’Sairahr no tiene nada que ver con el Hierro —atajó la Honorable Zhao—, si es lo que insinuáis. No hay ni una gota de su sangre en ella; esa mujer es más aramatí que las damarinas en almíbar.
—Y tan dulce como ellas —ironizó la Honorable Qian—, a juzgar por las prisas que nuestro emperador se dio por encubrirla. Parece que los rumores sobre sus artes amatorias no eran una…
—Si volvéis a hablar así de ella, Qian, os aseguro que será lo último que hagáis.
Aunque apenas había elevado la voz, las palabras de Zhao Shuren silenciaron a la matriarca del Jade. Un resplandor azul daba la impresión de brotar de sus dedos, apoyados sobre la mesa.
—Tiene que haber una explicación que se nos escapa, más sencilla de lo que pensamos —dijo el Honorable Yao en un intento por calmar los ánimos—. Las hechiceras de Sairayat, esas a las que se conoce como demiurgas, son capaces de realizar prodigios que a nosotros nos resultan incomprensibles. Quizás ocurra lo mismo con la sultana.
Cuando se aproximó a la mesa, Zhao Shuren sintió un arrebato de agradecimiento y relajó las manos por fin. El resplandor azul, poco a poco, se apagó alrededor de sus dedos.
—Llevo algún tiempo estudiando su magia —continuó Yao—, lo poco que se sabe de ella fuera de Aramat. Sus conjuros se basan en la escritura, como nuestras rúbricas… Graban poemas sobre los metales y, de ese modo, conceden habilidades mágicas a su maquinaria. La sultana Marjannah no hace nada que la diferencie de sus hechiceras —Yao sacudió la cabeza— y me cuesta creer que cada una de esas muchachas proceda también del Hierro.
—Pero vos mismo lo habéis dicho, Yao —se defendió Shinzo—. Su magia se parece demasiado a nuestras rúbricas, ¡y nadie se ha preguntado hasta ahora de dónde ha salido!
—Nosotros éramos los únicos capaces de hacer algo así —dijo Yashiro— hasta que apareció Marjannah al’Sairahr. No sabemos cómo funcionan esos conjuros ni si están recurriendo a algo parecido a nuestro heli. Si nos quedamos de brazos cruzados observando cómo nos arrastra a una devastación peor que la de Unalara…
—No nos va a arrastrar a ninguna parte —le espetó Zhao Shuren— ni nos vamos a inmiscuir en su camino. Que esta sea la última vez que os lo repito, a todos los presentes.
—Por las Seis Serpientes, nos merecemos esto y más. —El Honorable Nishiki dio la espalda a la mesa—. Le hemos entregado el Sello Imperial a esa demente sentando en el trono a un hombre convertido en su esclavo.
—Nishiki… —dijo el Honorable Yao, mirándolos a él y al emperador.
—¿He dicho acaso una mentira? ¿Esperáis otra cosa de él —señaló a Zhao Shuren— ahora que nos ha dejado claro dónde reside su lealtad? Le trae sin cuidado lo que le pase a Helial mientras continúe teniendo a su ramera, esa mantis religiosa que le arrancará la cabeza como a los demás en cuanto lo haya…
El anciano, sin embargo, no llegó a acabar la frase. Sus compañeros se quedaron mirando desconcertados cómo se llevaba la mano derecha a la garganta, como si acabara de atragantarse, y después la izquierda. Qian dudó unos segundos antes de acercarse a él.
—Honorable Nishiki… —Pero entonces vio que el cuello de su túnica, oculto casi por completo por su barba, había encogido tanto que las costuras se le clavaban en la piel—. Majestad —miró a Zhao Shuren, horrorizada—, pero ¿qué estáis…?
—Os advertí que no pensaba tolerar ni un insulto más hacia Marjannah al’Sairahr.
Las manos del emperador habían vuelto a teñirse de azul, aunque en esta ocasión había algo diferente en ellas: un círculo luminoso acababa de aparecer entre sus dedos.
—Retirad ahora mismo lo que habéis dicho —ordenó al Honorable Nishiki. Este, a pesar de ser incapaz de respirar, sacudió furiosamente la cabeza—. ¿No? —Zhao Shuren trazó otro círculo con los dedos—. ¿Debería ser más persuasivo?
Cuando la rúbrica menguó de tamaño, también lo hizo el cuello de la túnica. A los Honorables Shinzo y Yashiro se les escapó un grito cuando el patriarca de la Madera cayó de rodillas ante el escritorio, intentando arrancarse a tirones las mortíferas hebras de seda.
—Majestad, os lo ruego, parad ya —se alarmó el Honorable Yao. El rostro del ministro empezaba a ponerse de un inquietante tono violeta—. Esta no es manera de…
—Solo es un anciano, Shuren —dijo su tía, y le agarró de una manga—. ¡Déjalo ya!
—Lo…, lo reti… —balbuceó el anciano desde el suelo, alzando hacia el emperador unos ojos inyectados en sangre—. ¡Lo retiro! ¡Por…, por favor!
Nada más decir esto, la luz azul se apagó entre los dedos de Zhao Shuren y el cuello de la túnica recuperó su corte habitual. El Honorable Nishiki se derrumbó de bruces, resoplando como si acabara de escapar del océano, pero no fue capaz de pronunciar ni una palabra, como tampoco sus compañeros.
Nunca se había producido un silencio similar en el despacho. Ni siquiera cuando no había emperador en él; ni siquiera, seguramente, cuando solo lo poblaban los espectros.
—Confío en que atesoréis este recuerdo como si fuese madera de Tatsuyo, porque no pienso advertíroslo más. Mientras este sello se encuentre en mi poder —Zhao Shuren levantó el pequeño bloque de jade, de manera que todos pudieran verlo—, no habrá una sola persona en mi imperio a quien se le permita insultar a la sultana de Aramat.
Seis rostros le devolvieron la mirada con los ojos abiertos de par en par. Yan, al que debían de haber atraído los gritos, se había detenido en el umbral, estupefacto.
—El próximo que se atreva a incriminar a Marjannah al’Sairahr será condenado a la muerte por mil cortes y ejecutado ante las puertas de la ciudad. Si considero que el castigo no ha sido lo bastante ejemplar, les ocurrirá lo mismo a sus esposas, a sus hijos y a los hijos de sus hijos. Comparado con lo que padecerá su clan al completo, lo sucedido con los Li os parecerá anecdótico. —Los ojos del emperador recorrieron los desencajados semblantes de sus ministros—. ¿Me he expresado con claridad?
La Honorable Qian fue la única que asintió, sacudiendo la cabeza de un modo casi espasmódico. Los otros patriarcas parecían incapaces de apartar la mirada de Zhao Shuren.
—Esta será la última vez que hablaremos de ella. —Y tras devolver el sello al escritorio, se dirigió a la puerta haciendo ondear su túnica—. Haz que preparen el Zhaohua —ordenó a Yan—. Hay algo de lo que debo ocuparme.
—Majestad —respondió este en tono entrecortado, y se apresuró a obedecer.
Ninguno de los ministros hizo ademán de seguirle, ni siquiera el Honorable Yao. Media hora más tarde, Zhao Shuren estaba a bordo de su aeronave y esta se encaminaba hacia el sur, compitiendo con el sol en su carrera por alcanzar la isla de Shaowa o, mejor dicho, lo que aún quedaba de ella después de que el Gran Maremoto arrasara esa parte de Gaiatra.
Estaba a punto de amanecer cuando el Zhaohua llegó a su destino, sin que el emperador hubiera pegado ojo en toda la noche. Vista desde las alturas, la antigua capital de los helianos hacía pensar en otro archipiélago en miniatura, porque sus cumbres rocosas eran lo único que sobresalía del agua. Las costas habían desaparecido y el centro era un inmenso cráter, con la forma cuadrada que había dejado la Ciudad Celestial después de ser arrancada mediante el heli. Tras sobrevolar la parte superior del agujero, la aeronave se posó en una de las secciones menos escarpadas y el emperador, después de que desplegaran la pasarela de bambú, consiguió poner un pie en tierra.
El olor a algas y sal marina era abrumador allí abajo. Cuando miró a Yan, que le había seguido con sus andares de pato, vio que se había cubierto la nariz con una manga.
—Esperadme aquí —ordenó el emperador—. No creo que me lleve mucho tiempo.
—Majestad, no es sensato que… os marchéis sin compañía —dijo el eunuco con la voz ahogada por la tela—. Ya sabéis que estos eran los antiguos dominios del Hierro…
—¿Eso es lo que te asusta? —inquirió Zhao Shuren—. ¿Que puedan hacerme algo?
—Nadie sabe a ciencia cierta de qué son capaces, majestad. Llevan muertos más de medio siglo y, no obstante, acabaron con el difunto emperador. Deberíais llevaros a un par de miembros de la guardia para… ¿Majestad? —Pero Zhao Shuren ya se había puesto en marcha y el eunuco solo pudo contemplar cómo se alejaba—. ¡Majestad…!
Lo sucedido en el despacho también parecía haberle enseñado algo, porque no se atrevió a detener a su señor. Sin volver la vista atrás, el emperador empezó a descender hacia el centro del cráter, rodeando las lagunas que se habían formado como consecuencia del maremoto. Algunas eran tan grandes como pequeños mares, y la tierra estaba tan reblandecida que tuvo que dibujar unas rúbricas sobre la seda de su túnica dorada, refulgente bajo el amanecer, para que no se le embarrara.
«Pero hay manchas que nada será capaz de limpiar. Ni un océano entero pudo hacerlo con la emperatriz Unalara, y con sus descendientes promete ser igual». Respirando hondo, Zhao Shuren se obligó a seguir chapoteando mientras una punzada de culpa le atravesaba el pecho, una muerte por mil cortes que amenazaba con torturarle hasta el fin de sus días.
Matar diez años antes a su mejor amigo ya le había hecho odiarse a sí mismo. Matar a un niño indefenso (por muy necesario que fuese, y no precisamente para el Clan de la Seda) había supuesto una agonía atroz. Pero haber estado a apunto de acabar con la mujer a la que amaba, por no detener a tiempo a las serpientes que él mismo había despertado desde la aeronave, era algo que nunca se perdonaría, no importaba cuántos años pudieran pasar.
«Tantos sacrificios como he tenido que hacer —pensó una vez más— por obedecer a la llamada de mi sangre. —En la distancia, las puertas de hierro situadas en el centro del cráter tampoco parecían muy impresionantes: la lluvia las había plagado de óxido y las algas se extendían alrededor como una alfombra gelatinosa—. Aquí fue donde empezó todo para mi auténtica familia —reflexionó mientras se detenía ante ellas— y también donde terminó».
¿Habría estado Marjannah en aquel lugar, como sospechaba el consejo? ¿Se habrían posado sus pies sobre esas mismas rocas, quedaría algo de su aliento en aquella brisa?
—Tenías razón al decirme, cuando supiste que me querían coronar, que ahora está en mi mano convertir Helial en un auténtico imperio. —Al girar sobre sus talones, vio que el sol estaba ascendiendo en el cielo y las velas de papel del Zhaohua, diminuto en el horizonte, se teñían aún más de rojo—. Mis manos están tan manchadas como las tuyas y, aun así, confiaste en ellas —susurró el emperador—. Ten por seguro que no te defraudaré.
Cuando las levantó ante sus ojos, el aire pareció agitarse con el poder del heli. Muy despacio, Zhao Shuren trazó una rúbrica con los dedos, dibujando un círculo dentro de otro hasta que solo quedó por incluir un par de símbolos más en el borde exterior.
Con el siguiente, las grandes puertas temblaron a sus pies y las algas enquistadas entre las planchas metálicas se estremecieron, recorridas por la misma vibración.
Con el último, ambas empezaron a abrirse y las tinieblas lo recibieron en su abrazo.
FIN DEL PRIMER LIBRO