En una de las sepulturas del cementerio, entre monumentos de sultanes a los que nadie recordaba, mausoleos reducidos a escombros y osarios convertidos en guaridas de alimañas, algo más antiguo que el desierto aguardaba en la oscuridad.
Hacía tiempo que el sol se había puesto sobre el desfiladero y la claridad de las tres lunas cubría Manshiyat con un manto de plata. Sus cúpulas se alzaban en la noche como dunas blancas, reluciendo donde aún quedaban teselas de oro; las sombras jugueteaban con las celosías ruinosas y se arrastraban sobre los escalones, y salvo por el rumor de los pequeños pies que avanzaban entre las tumbas, ahogado por los aullidos de los depredadores nocturnos, nadie habría dicho que existiese algo vivo allí.
Envuelta en un velo tan sucio que apenas se la distinguía en la penumbra, una niña de unos trece años se deslizaba como un fantasma de un sepulcro a otro. Caminaba deprisa y sin apartar los ojos del suelo, con la resolución de quien conoce el lugar como la palma de su mano; pasó sobre los restos de una arquera desmoronada, dobló la esquina de un mausoleo cuya bóveda se había hecho añicos y, tras un breve titubeo, se detuvo ante una de las tumbas situadas al otro lado del sendero. Una plancha de madera cubría la entrada, y la pequeña rebuscó entre sus harapos hasta sacar una llave con la que, tras unos cuantos empellones, la hizo ceder.
Comparado con los sepulcros de alrededor, aquel presentaba un aspecto aún más destartalado, y era tan diminuto que la niña podría atravesarlo en tres zancadas. Una lámpara de aceite reposaba en un nicho y, cuando la encendió con un pedernal y algo de yesca, los perfiles de un ajuar se proyectaron sobre las paredes: jarrones y cuencos de latón en una esquina, junto a guirnaldas de armelias tanoscuras que apenas las reconoció en la media luz. Una adornaba todavía la sencilla lápida levantada en el centro, y la chiquilla sintió cómo se le humedecían los ojos al dar unos pasos hacia ella.
No habría sabido decir durante cuánto tiempo permaneció de pie, hasta que otro aullidoprocedente del exterior la devolvió al mundo real y se obligó a tragarse las lágrimas mientras se arrodillaba. Bajo los caracteres inscritos en la lápida, una piedra no más ancha que su mano asomaba entre los pétalos secos de las armelias, y la niña despejó el suelo a su alrededor antes de levantarla.
Dentro de la estrecha cavidad había algo que relució cuando lo extrajo: una botellita de plata de las que usaban las damas para guardar sus perfumes, con un tapón retorcido como el alminar de un templo. Tras vacilar otro instante, tiró de él hasta que la botella se abriócon un plop…, pero lo que empezó a salir de su interior, como constatócon una sacudida en el pecho,no eranprecisamente aromas florales.
Una hilacha de humo azul se elevó ante sus ojos, serpenteando hasta el techo cubierto de telarañas. La niña contuvo el aliento mientras la humareda se condensaba hasta adquirir la forma de unos brazos,un torso musculoso y (tuvo que tragar saliva, con la piel tan erizada que casi le dolía) un rostro masculino que le devolvió la mirada desde lo alto.
Por muchas historias que le hubieran contado, ninguna se acercaba lo más mínimo a lo que ahora tenía ante sí. Era como si las únicas descripciones de una puesta de sol que hubiese escuchado alguien fueran las realizadas por un ciego.
—Tanto tiempo añorando el mundo de los mortales, y has tenido que despertarme en cambio en el de los muertos —dijo la criatura mientras paseaba sus ojos dorados por el mausoleo. Cuando los últimos penachos de humo se evaporaron, su cuerpo dio la impresión de arder como una enorme antorcha—. Tú también pareces uno de ellos —continuó—, por lo silenciosa, al menos.
—De modo que eres real — respondió la niña en un susurro—. Eres… un yinn.
Creyó oír cómo la criatura reía para sí, cruzando sus poderosos brazos. La pequeña reparó en que estaban cubiertos de tatuajes, tan relucientes como sus brazaletes de oro, su pectoral de pedrería y los anillos de su barba y su coleta.
—Por el desierto que casi había olvidado lo impresionables que sois. —Cada vez que se movía, los tatuajes daban la sensación de deslizarse sobre su piel azul, como versos garabateados con tinta dorada —. ¿Cómo dices que te llamas?
—Todavía no lo he dicho — contestó la pequeña en voz baja— ni lo pienso hacer.
—Los nombres son mucho más importantes de lo quecreéis, niña —respondió la criatura—. Nada existe realmente hasta que el universo aprende a describirlo, como únser vivo existe hasta que los demás lo reconocen como tal. El día que entiendas el poder que poseen las palabras, incluso el mío te parecerá insignificante.
Pero la única respuesta de ella fue levantar el mentón con terquedad, y el yinn exhaló un suspiro que, en aquel cubículo, sonó como si el viento avivase una hoguera.
—Muy bien — continuó—, supongo que tendrás tus motivos para ocultarle al mundo quién eres, los mismos que te han conducido en plena noche hasta una sepultura ruinosa. Pero recuerda que, si no me dices tu nombre, nunca conocerás el mío.
—Eso me trae sin cuidado. Sé todo lo que necesito saber acerca de ti.
—Cuánta erudición en una criatura tan pequeña —se burlóel yinn, aunque su aura pareció tremolar un momento, sacudida por la curiosidad—. ¿Y qué sabes exactamente?
—Que llevas siglos morando en esta tierra, desde mucho antes de que naciesen mis antepasados. Que fue mi padre quien te encerró dentro de esa botella, aunque nunca se atreviera a invocarte por miedo a lo que las leyendas cuentan acerca de los tuyos. Que si me encargó esconderte en su tumba, cuando comprendió que le quedaba poco tiempo, fue para asegurarse de que sus enemigos no conseguían dar contigo.
—Una lástima que esa sea la única herencia de un hombre tan previsor —comentóel yinn con indiferencia—. Dudo que le hubiera hecho muy feliz verte con esos harapos…
—También sé que estás obligado a concederme tres deseos —cuando la niña alzó la cabeza, el resplandor azul hizo relucir sus ojos como cristales— o nunca recuperarás tu libertad. De manera que el destino está sonriéndonos a los dos esta noche.
En el silencio que siguió a esto, sintió cómo el pulso retumbaba en sus sienes como el eco de un tambor. Las sombras de los jarrones y de la propia lápida temblaron cuando la criatura se irguió aún más, cerniéndose sobre ella como una columna a punto de derrumbarse; y al inclinar la cabeza, una cascada de ascuas cayó sobre el pelo de la pequeña como una llovizna de luz.
—Parece que no tengo escapatoria —acabó respondiendo—. ¿Y cuál será entonces el primer deseo de mi joven ama? ¿Montañas de oro, un palacio de mármol, sirvientes…?
—Todo eso lo tendré algún día, aunque no necesitaré tu ayuda para conseguirlo. Lo que quiero obtener de ti no es algo material, sino el camino que me conducirá hasta ello.
—Pero eso no tiene ningún sentido —se extrañó él—. Ninguno de los hombres con los que he hecho un pacto me pidió un medio para conseguir algo…, solo ese algo.
—Yo nunca seré como esos hombres —le interrumpió ella— porque no pienso deberle a nadie más que lo imprescindible. Cuando consiga cambiar el destino de mi pueblo, lo haré con mis propias manos y no habrá una sola persona en Gaiatra capaz de reclamar una pizca de mi éxito. —Y sin inmutarse ante el estupor del yinn, respiró hondo antes de continuar—: Este es mi primer deseo: quiero me ayudes a conseguirla tecnología de Cameroth.