En una Sairayat devorada por la peste, donde los niños morían de hambre junto a los cuerpos de sus madres, la podredumbre se acumulaba en las callejuelas polvorientas y la única música que atravesaba las celosías era la de los sollozos, los portones del palacio se habían cerrado a cal y canto y los cortesanos del serenísimo sultán se habían abandonado al placer, lo único capaz de recordarles que aún seguían respirando.
El banquete de aquella noche no era muy diferente del de la anterior, ni de los que la habían precedido: la sala de audiencias volvía a recordar a una galaxia rutilante arrancada del cielo, con sus cientos de farolillos dorados reflejándose en el suelo de mármol y los espejos de las paredes, incapaces de seguir conteniendo tanta belleza y tanta crueldad. Sentado sobre una plataforma recubierta de alfombras, con su primo Omar al’Hafay a la derecha y una odalisca medio desnuda en el regazo, Khaseem al’Sairahr escuchaba a medias lo que le contaban los miembros de su Diván. Probablemente se tratara de alguna ocurrencia interesante (sus consejeros, por imbéciles que pareciesen, valoraban demasiado sus cabezas para molestarle con asuntos de estado), pero el soberano no se sentía con ánimos para atender: el vino que le habían servido era exquisito, la muchacha recostada en sus brazos solo llevaba unas cadenitas con rubíes y él era un hombre fuerte y apuesto de treinta años, protegido por unas murallas que ni la peor de las plagas estaba siendo capaz de traspasar.
Mientras un regimiento de esclavos servía el decimoséptimo plato, las odaliscas acabaron de bailar y sus cortesanos, sentados sobre unos cojines de raso, prorrumpieron en aplausos entusiasmados. Unos músicos kashitas se acercaron para tomar el relevo, y el sultán estaba contemplando distraído cómo preparaban sus instrumentos cuando sucedió algo inesperado: la sortija que llevaba en la mano izquierda, que había sido de su padre y, muchos años antes, de su abuelo, abandonó su dedo como si alguien invisible se la hubiera arrancado de un tirón.
Aquello desconcertó brevemente a su majestad; no creía estar tan borracho como para andar perdiendo sus joyas ni había tomado tantas semillas de yuna como en otras ocasiones. Sus ojos siguieron a la sortija mientras rodaba de un peldaño a otro hasta que, con un repiqueteo cantarín, chocó contra unos pies desnudos. Unos pies bastante menos adornados que los de las odaliscas, pero pertenecientes a alguien que, cuando el soberano alzó la mirada, demostró ser un adorno en sí mismo, una filigrana con cuerpo de mujer.
Khaseem al >Sairahr había visto a muchas bellezas en su vida (sus visitas al harén eran mucho más frecuentes que las que realizaba a su despacho), pero aquel rostro era completamente desconocido para él.
—Majestad —dijo la muchacha mientras se inclinaba para recoger la sortija—, disculpadme, pero creo que esto os pertenece.
Cuando dio un paso hacia él, el rumor de sus tobilleras la siguió como si caminara envuelta en su propia música. Casi sin darse cuenta, Khaseem empujó a un lado a la chica acomodada en su regazo, que cayó sobre el de su primo con un pequeño grito, y le hizo un gesto a la desconocida para que se acercara. Al tenerla al alcance de su mano, vio que sus ojos eran muy negros, el izquierdo adornado con una curiosa marca de color dorado, y sus labios aún más apetecibles que los manjares que les habían servido aquella noche.
—No recuerdo haberte visto hasta ahora en uno de mis banquetes —acabó diciendo mientras extendía los dedos para recuperar la sortija—. ¿Es la primera vez que me sirves?
—Llevo poco tiempo en palacio, majestad —asintió la muchacha—, pero el señor Bashar, vuestro chambelán, me dio permiso para asistir a este. Agradezco a los Dioses del Desierto haberme concedido la gracia de respirar tan cerca de mi señor. —Y cuando agachó la mirada, el oro de sus párpados relumbró bajo la luz—. Me llamo Marjannah.
Hasta el sabor de su nombre parecía un manjar, una droga más poderosa que la de las semillas de yuna. Los ojos del sultán descendieron por su cuello, enmarcado por unas ondas oscuras como la noche; recorrieron el contorno de sus pechos, de sus caderas aprisionadas en unos bombachos rojos, y la deseó como no había deseado nunca a nadie.
La deseó más que a todas las odaliscas juntas, más que al harén al completo. Más que al propio Trono del Sol, que casi parecía opaco a su lado, comparado con esos ojos.
—¿Crees que son los dioses de mis antepasados quienes te han puesto en mi camino?
—Fueron ellos quienes os crearon y todo Aramat os pertenece —contestó la chica—. Solo tenéis que extender una mano para reclamar cuanto se os antoje.
El modo en que dijo aquello casi consiguió que le hirviera la sangre. Durante unos segundos en los que el mundo pareció detenerse, Khaseem y la joven continuaron sosteniéndose la mirada, hasta que dos cortesanos se acercaron tambaleándose, para contarle entre risotadas algo que acababa de suceder, y cuando el sultán se giró de nuevo hacia la muchacha, esta acababa de esfumarse.
Pero la necesidad que había despertado en su interior no lo había hecho, y su sed amenazaba con devorarle por dentro. Pronto las carcajadas dieron paso a los primeros jadeos y los hombres comenzaron a tomar a las mujeres como quien arranca rosas de un jardín, pero Khaseem al’Sairahr no tenía ojos para ninguna de las odaliscas, por transparentes que fueran sus velos. Al final, tras pasear una mirada impaciente por los cuerpos desnudos, los ropajes abandonados sobre las alfombras y los cojines esparcidos por doquier, localizó al chambelán Bashar al lado de una columna, y el anciano se apresuró a ascender a la plataforma cuando le hizo una señal.
—La muchacha que se ha acercado antes, esa llamada Marjannah… —El chambelán pareció sorprendido, pero asintió en silencio—. Haz que la preparen como de costumbre y envíala después a mi alcoba. La quiero en mi cama lo antes posible. —Y tras apurar su copa de vino, el soberano añadió—: Asegúrate de que a nadie se le ocurre molestarnos.
Bashar murmuró un «como deseéis, majestad», pero Khaseem no le escuchó, como tampoco a sus invitados cuando le preguntaron a dónde se dirigía justo cuando la velada empezaba a ponerse interesante. Sin cruzar una palabra con nadie, abandonó la sala para encaminarse a sus aposentos, y una vez allí se sentó en la cama, tras servirse otra copa de vino, para beber mientras aguardaba.
Por suerte para su cordura, no tuvo que esperar demasiado. Un ruido de pasos le hizo volverse hacia la puerta, seguido por el de unos nudillos contra la madera, y cuando respondió con un «adelante», una de las hojas se abrió y Marjannah apareció en el umbral.
Al tenerla ante sí, le costó reprimir el impulso de arrojarse sobre ella. Iba envuelta en unas gasas tan traslúcidas como las de las odaliscas, sobre las que resbalaba la catarata de su pelo negro, y pese a encontrarse al otro extremo de la alcoba, Khaseem pudo oler el aceite de rosas que impregnaba su piel, el que las esclavas de los baños sabían que era su preferido. «Quizás esté en lo cierto y todo esto haya sido obra de los dioses».
Ni siquiera habría hecho falta que se dijeran nada; los dos sabían lo que él quería, y también que ella iba a dárselo. Solamente quedaba una incópendiente de descifrar.
—No me tienes miedo —dijo el sultán pasado un momento, y no era una pregunta.
—No, majestad —contestó la joven con una sencillez que le desarmó. Su piel era una promesa morena debajo de las gasas cuando Khaseem deslizó una mano por su hombro.
—¿Es que no te ha dado tiempo a escuchar ninguna de las historias sobre mí? —Sus dedos descendieron hacia su escote, y Marjannah alzó la barbilla cuando siguió la línea de sus clavículas—. ¿No te han contado que no sé lo que son los escrúpulos, que no he mostrado clemencia por nadie, que soy un monstruo sin corazón?
—He conocido a monstruos auténticos, majestad, y no os parecéis nada a ellos —dijo la joven—. Os aseguro que nunca os temeré más de lo que podría temer a mi propio reflejo.
De todas las cosas que había escuchado de labios de una mujer, ninguna le había hecho sentir tal mezcla de emociones como aquella, tantas y tan variadas que Khaseem desistió de desentrañarlas. En vez de intentarlo, agarró a la muchacha de la muñeca para conducirla a la cama, donde se dejó caer con ella en brazos; y cuando le preguntó en un susurro «¿tienes experiencia?» y Marjannah respondió con un «no, majestad, pero tengo curiosidad», supo que la droga que estaba a punto de probar era más poderosa que nada que conociera, y también que nunca podría (ni querría) recuperarse de una adicción así.