Meses después del devastador brote de peste, la enfermedad abandonó Sairayat y quienes aún seguían con vida quisieron creerse afortunados, pero el serenísimo sultán continuaba presa de una fiebre muy diferente de la que casi había acabado con su pueblo.

Sus días se habían confundido con sus noches desde que conoció a Marjannah y a los cortesanos cada vez les costaba más atraer su atención. Khaseem al’Sairahr apenas abandonaba ya sus aposentos, donde algunos esclavos aseguraban que incluso se le había oído reír; no había vuelto a salir a cazar, sus purasangres languidecían en las caballerizas de palacio y, según los rumores del harén, ni siquiera recurría ya a sus odaliscas preferidas. «No es solo que no existan más mujeres —había comentado una con cierto alivio—, sino que ya no existe absolutamente nada más en el mundo».

—Sabemos que sois joven, majestad, y ella muy hermosa —intentó hacerle entrar en razón un consejero, después de que la situación se alargara casi medio año—, lo cual es una combinación peligrosa para cualquier hombre con sangre en las venas. Pero hay límites que no deben traspasarse, ni siquiera por un sultán…, y tomar como esposa a esa muchacha puede ser un paso más temerario de lo que vos mismo imagináis.

Llevaba algunas semanas planteándose aquello, pero la noticia del embarazo de Marjannah, confirmado esa misma tarde por los doctores de la Enfermería Real, le había hecho entender que tenía todo el sentido del mundo. Su esposa Zuleima, que le había dado a Aixa y a Sharr, había muerto durante el parto de este; y en cuanto a las madres de sus otras hijas, las pequeñas Itimad y Wallada, no eran más que unas esclavas cuyos nombres apenas recordaba. ¿Qué importaba que su concubina se convirtiera en reina si ninguna alianza política peligraba por ello? ¿Qué consecuencias esperaban que tuviera algo así?

—Majestad —insistió el chambelán Bashar, incapaz de quitarse de la cabeza que había sido él quien permitió entrar a Marjannah en palacio—. Tenéis que entender que sería… demasiado incluso para vos. Los emires se escandalizarán cuando sepan…

—El Trono del Sol está situado muy por encima de vuestro lecho, majestad —dijo el supervisor del Tesoro Real—, y a ninguna sirvienta se le ha permitido ascender tan alto.

Pero Khaseem, que se había aburrido de su parloteo, se acordó de que hacía tiempo que los elefantes de los aplastamientos no salían a dar un paseo y, mientras a los miembros del Diván que le habían llevado la contraria los arrastraban al patio de las ejecuciones, el serenísimo sultán se dirigió a su despacho para nombrar a un nuevo chambelán que organizara los esponsales de inmediato.

La ceremonia tuvo lugar dos semanas más tarde y a nadie se le ocurrió alzar la voz para otra cosa que no fuera ensalzar la hermosura de Marjannah. En el santuario de los Dioses del Desierto, después de depositar ofrendas en los altares del shadhavar de la arena, el ifrit del fuego, el marid del agua y el peri del aire, el sultán y ella bebieron del mismo odre recubierto de perlas y sus destinos se convirtieron en uno solo. Esa noche se celebró el banquete más espléndido que había presenciado el palacio, y mientras la corte al completo alzaba sus copas por la nueva esposa real y la criatura que llevaba en su vientre, el sultán la tomó de la mano para retirarse con ella a sus aposentos.

Aunque no habría sabido decir por qué, Khaseem se encontró pensando de repente en la primera noche que habían pasado juntos en esa misma alcoba, en el modo en que había apartado las gasas que envolvían su cuerpo y en cómo Marjannah le había sostenido la mirada mientras la hacía suya, con unos ojos que no sabían lo que era el miedo. Ella era una reina ahora, un ídolo reluciente en su batín de brocado dorado, pero había otras cosas que habían cambiado. Aquella noche solo había pensado en devorarla, y ahora…

—Esposa —la llamó en un susurro, y Marjannah se detuvo ante la cama. Cuando la agarró de la muñeca, sintió su pulso, firme y sereno—. Creo que me he enamorado de ti.

«Podría ser bueno por ella —se dijo mientras apoyaba la otra mano sobre el nudo de su batín, allí donde su vientre había empezado a abultarse. El aya de Sharr, que sabía más que nadie de esas cosas, había asegurado que sería una niña—. Podría serlo por las dos, por nosotros tres… Por todo mi pueblo».

—Me he enamorado de ti —continuó— y no es como decían los poetas. No eres lo único capaz de saciar mi hambre: eres el hambre en persona, y me consumes por dentro.

—Lo siento por vos, majestad —respondió ella, y antes de que a Khaseem le diera tiempo a extrañarse, algo atravesó la alcoba a toda velocidad para clavarse en su pecho.

De no haber estado sujetando su muñeca, el impacto lo habría derribado sobre la cama. Los ojos de Khaseem se abrieron de par en par, pero tardó unos instantes en agachar la cabeza; y cuando lo hizo, vio que el pomo de una de sus dagas esmaltadas, que unos segundos antes había descansado sobre una cómoda, sobresalía de su abdomen.

Por desconcertante que le pareciera aquello, no lo hizo tanto como la sonrisa que descubrió en los labios de Marjannah. Su mano se había posado en una mejilla de Khaseem, acunando su rostro con suavidad…, casi con dulzura.

—Esto es por Dharmendra Bhara. —Una segunda daga se hundió en su costado, salpicando de sangre la colcha de seda—. Esto es por todo a lo que he tenido que renunciar, incluida mi Cordelia. —Una tercera atravesó el cuello del sultán—. Y esto es por mi hija.

La violencia con la que las hojas se habían sumergido en su cuerpo casi las había hecho añicos, pero ninguna de esas heridas dolía tanto como lo que sintió al escucharla.

—Ella nunca sabrá que llegaste a querernos. No serás más que el monstruo en que temías haberte convertido, un espectro que se desvanecerá en cuanto dejen de recordarle.

—Marjann… —balbució él, y cuando trató de incorporarse de la cama, la joven dio un paso atrás y Khaseem cayó en la alfombra, sobre los pomos de las dagas.

Sus manos ensangrentadas habían aferrado el borde de su batín, pero Marjannah se lo arrancó de un tirón. Al otro lado de la puerta, la música de los laúdes había dado paso a algo que el soberano no había percibido a tiempo: ruido de pasos apresurados, voces de mujeres llamándose unas a otras y, por encima de todo eso, gritos entrecortados.

Pero su esposa no parecía asustada, ni siquiera sorprendida. Se limitó a quedarse de pie junto a él, con el cabello negro cayéndole sobre los hombros y las manos apoyadas en su vientre, hasta que a Khaseem se le cerraron los ojos. Solo entonces, cuando tuvo la certeza de que no se movería más, atravesó descalza una alfombra que unos minutos antes había sido azul en vez de roja para abrir la puerta de la alcoba.

También los mármoles del corredor habían cambiado de tonalidad: unos riachuelos escarlatas se extendían hasta el suelo, donde los guardias de la alcoba real yacían cosidos a puñaladas, y hasta los farolillos del techo estaban salpicados de sangre. Mientras las concubinas, las odaliscas y las esclavas del harén remataban a los cortesanos que seguían con vida, Marjannah se abrió camino a través de la matanza hacia unas puertas que sabía que nadie custodiaba ya: las que daban acceso al salón del trono de su esposo.

Otro guardia permanecía tendido ante ellas, pero la muchacha lo apartó con un pie antes de empujar las hojas hacia dentro. En medio de toda aquella sangre, el Trono del Sol relucía como si la propia Shamaya lo hubiera creado con su fuego. «Pronto haré que recuperes lo que es tuyo, que tu pueblo recuerde lo que es la esperanza —prometió la joven en silencio—, y cuando el sol vuelva a salir sobre Aramat, le demostraré a Khaseem que estaba en lo cierto: nadie se acordará de su nombre».

Con la misma calma con la que había abandonado la alcoba, ascendió los peldaños que conducían al trono, empapándolos con la sangre que chorreaba de su ropa; y cuando se reclinó contra el respaldo y apoyó las manos en los reposabrazos, tendiendo la mirada a su alrededor, supo que la Conjura de Aramat había llegado a su fin. El reinado de Marjannah al’Sairahr acababa de comenzar y, con él, la salvación de Gaiatra.