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El estrés homeostático

El estrés homeostático se produce cuando existe una amenaza a la composición de nuestro medio interno y al mantenimiento de las asimetrías y de los gradientes que operan en los compartimentos que constituyen nuestra intimidad y que son esenciales para la vida. Vamos a considerar con un cierto detalle los mecanismos homeostáticos que se ponen en marcha para corregir algunas de las variaciones del medio interno que con más frecuencia afectan a los seres humanos; sobre todo a los que habitamos las sociedades desarrolladas y opulentas.

La homeostasis de la glucosa

La glucosa es uno de los nutrientes más importantes en nuestro organismo. Como ocurre con otros parámetros, la glucosa se distribuye de forma asimétrica entre los diferentes compartimentos de nuestro medio interno. Existe muy poca glucosa como tal dentro de las células y en el líquido intercelular, pero está muy concentrada en el medio extracelular, en el plasma sanguíneo, ya que es la vía de transporte y circulación del azúcar por todo el organismo. Esta asimetría (orden) debe mantenerse, a toda costa, para conservar nuestra salud.

La concentración de glucosa en la sangre es uno de los parámetros de nuestro medio interno que debe mantenerse dentro de unos márgenes muy estrechos. La causa es que si la glucemia desciende por debajo de unos límites (50 mg/dL) puede afectar al funcionamiento del cerebro, ya que es un tejido que consume exclusivamente este combustible. Cuando no desayunamos por la preocupación de llegar tarde al trabajo y estamos tan atareados que no podemos tomar ni un sorbo de café, puede que a media mañana nos sintamos algo mareados, como si nuestro cerebro estuviera embotado: estamos padeciendo alguna de las manifestaciones de un estrés homeostático hipoglucémico.

Si la glucemia aumenta por encima de 150 mg/dL, entonces suceden importantes modificaciones en la estructura y en la función de las proteínas, lo que es causa de enfermedad. La razón es que muchas de estas moléculas son glicoproteínas, es decir, llevan pegadas a su estructura una cierta cantidad de hidratos de carbono. Un exceso de glucosa extracelular conduciría a una excesiva glicosilación de estas proteínas y a que sus funciones se vieran gravemente alteradas.

El mantenimiento de la homeostasis de la glucosa en nuestros líquidos internos es tan importante que, a lo largo de la evolución, todos los animales han desarrollado potentes mecanismos para garantizar esta constancia de la glucemia a pesar de la discontinuidad del aporte del azúcar. Nuestros ancestros heredaron en su genoma los más eficaces mecanismos de control de la glucemia. Veamos un ejemplo.

Un cazador paleolítico lleva varios días persiguiendo a una presa y apenas ha calmado los ruidos de su estómago hambriento masticando unas raíces poco nutritivas. En esta situación de ayuno prolongado se reducen los niveles de glucemia en la sangre, ya que el cerebro consume este azúcar continuamente. Se está produciendo una amenaza a la homeostasis de la glucosa y el organismo activa sus mecanismos de defensa (estrés).

Para evitar que este descenso alcance niveles críticos, que pondrían en riesgo el funcionamiento cerebral, el hipotálamo toma el mando: le llega la información de este peligro y activa la secreción de dos hormonas, el glucagón y la adrenalina. Estas hormonas tienen como misión fundamental sacar glucosa de donde sea para que no desciendan más los niveles en sangre. Para ello, vacían los depósitos hepáticos de glucosa y estimulan la fabricación de glucosa a partir de las proteínas (esta es la razón de que en el ayuno prolongado y en las dietas incorrectas para adelgazar se pierdan proteínas). El glucagón, además, transforma grasas en cetonas, que es una especie de sucedáneo de la glucosa para que el cerebro pueda tener algo de combustible cuando falta el azúcar.

Con estas medidas, nuestro cazador va manteniendo sus niveles de glucosa en sangre hasta que en su vagar se topa con un bosque de higueras. La ingestión de los higos maduros, ricos en azúcares, inunda su organismo de glucosa. Con las fuerzas metabólicas repuestas y restablecida la homeostasis de la glucemia, el cazador consigue a su presa y regresa al asentamiento de su clan.

Informados sus familiares de la proximidad de un bosque cargado de higos maduros, deciden levantar su campamento e ir a instalarse en ese nuevo lugar. Durante varios días, sus cuerpos hambrientos comienzan a atracarse de estos frutos, muy ricos en glucosa y otros azúcares, y empiezan a entrar en su organismo elevadas cantidades de glucosa. Esto supone un riesgo para la homeostasis de la glucosa, ya que podría originar un exceso de la glucemia y afectar a la glicosilación de sus proteínas. El organismo, que percibe esta avalancha de azúcares como un peligro, pone en marcha unos mecanismos muy eficaces (estrés) para defenderse de esta amenaza homeostática hiperglucémica.

Cuando en el organismo comienza a entrar la glucosa en grandes cantidades, las células endocrinas que tenemos en el páncreas (células beta) lo captan y comienzan a segregar la hormona insulina, que circula por la sangre y llega a todas las células del organismo. En muchas de ellas la insulina estimula la entrada de glucosa a todas las células, y en las hepáticas y musculares, además, favorece que el azúcar se almacene en forma de glucógeno. Así se impide que la glucemia exceda los límites recomendables y se reponen las reservas del azúcar. Además, la insulina es capaz de estimular las rutas metabólicas necesarias para que nuestro organismo transforme todo exceso de glucosa en grasa, que se puede acumular sin problemas y en cantidades ilimitadas en el tejido adiposo. De esta manera, al cabo de unos días asentados en el higueral, todos los componentes del grupo habrían engordado.

Este es un mecanismo muy útil en las condiciones de vida paleolíticas, cuando predominaba la escasez sobre la abundancia, pero muy desafortunado en las condiciones de vida opulentas en las que hoy vivimos. Resulta que, como la capacidad de almacenar hidratos de carbono es muy limitada (se tienen que guardar mezclados con mucha agua), la evolución desarrolló un truco muy eficaz: convertir los hidratos de carbono en grasas que, al almacenarse sin agua, pueden constituir grandes depósitos de reserva de energía. Para el ser humano moderno, las consecuencias de esta gracia es que podemos engordar muchísimo solo a base de atracarnos de dulces. De hecho, la principal causa de obesidad en niños y en adultos es el exceso de dulces, no el de grasas. Y la combinación de ambos excesos, dulces y grasas, es una mezcla muy peligrosa para la salud, como veremos más adelante.

Mediante estos mecanismos, el organismo habría preservado la constancia del medio interno frente a la amenaza homeostática que suponía una entrada excesiva de glucosa a través de la alimentación. ¿Se imaginaba usted que un atracón de dulces desencadenara una respuesta de estrés?

La homeostasis del colesterol

El colesterol es una grasa, un lípido de gran complejidad estructural que ejerce importantes funciones en el organismo. Por ejemplo, todas las hormonas sexuales femeninas y masculinas, los corticoides como el cortisol, las sales biliares y otras moléculas importantes derivan del colesterol. El problema es que el colesterol no existe en el reino vegetal, así que todos los animales herbívoros y nuestros ancestros primates, que se alimentaban casi exclusivamente de frutas, hojas, tallos y raíces, entre otros vegetales, desarrollaron mecanismos muy eficaces para fabricar en su propio organismo el colesterol que no podían conseguir con los alimentos. Resultado de esta herencia evolutiva es la enorme capacidad que tiene nuestro hígado de fabricar colesterol a partir tanto de grasas, como de azúcares. Sí, no se asombren, con frecuencia la causa principal de su colesterol elevado son los dulces que se consumen en exceso todos los días. Dos pasteles producen en el organismo más colesterol que dos huevos fritos.

El colesterol también muestra una distribución asimétrica entre los compartimentos de nuestro medio interno y que hay que mantener para conservar la salud. Por ejemplo, el colesterol abunda en órganos como el hígado y el cerebro, y dentro de las células casi todo el colesterol se encuentra en sus membranas.

La cuestión se ve agravada por la insolubilidad del colesterol (que es una grasa) en el agua del organismo, por lo que requiere unos vehículos que lo transporten: las lipoproteínas. Hay dos lipoproteínas fundamentales. Las HDL son las que sacan el colesterol de las arterias y lo llevan al hígado para que allí se metabolice; por eso al colesterol que transportan estas proteínas se le llama «colesterol bueno». Las LDL son las lipoproteínas que, cuando se oxidan, meten el colesterol dentro de las arterias, por eso al colesterol que transportan estas lipoproteínas se le denomina «colesterol malo».

Pero los niveles de colesterol que circula en la sangre deben mantenerse dentro de unos límites estrechos (150 a 200 mg/dL). Si no se fabrica suficiente colesterol, o los alimentos aportan poco colesterol, se resiente la fabricación de hormonas y otras sustancias que derivan de este lípido y se altera la estructura de las membranas celulares, sobre todo de las neuronas, que contienen gran cantidad de colesterol. Las personas colesterolofóbicas, es decir, que han desarrollado una aversión patológica a los alimentos ricos en colesterol y se someten a dietas muy restrictivas, llegan a padecer una deficiencia tan grande en colesterol, sobre todo en las células cerebrales, que pueden desarrollar depresión y hasta llegar al suicidio.

Imaginemos que la tribu de nuestro antecesor paleolítico se queda unas semanas disfrutando de la abundancia de alimentos que le proporciona el extenso bosque de higueras. Su alimentación exclusiva de frutas, que no tienen colesterol, ocasiona un déficit de este lípido. Esto es detectado por los enzimas hepáticos encargados de la síntesis del colesterol. El principal es un enzima con un nombre tan raro que solo utilizaremos sus siglas: HMGS. Estos enzimas pueden fabricar colesterol a partir de la glucosa que penetra en el organismo cuando la tribu de ancestros come los higos maduros. Así se mantiene la homeostasis del colesterol y se fabrica el lípido en cantidad suficiente para soportar todas las necesidades del organismo.

Una vez agotadas las reservas de higos, nuestros ancestros inician su lento nomadeo en busca de otro lugar que les proporcione alimentos en abundancia. En su vagar se topan con unos acantilados repletos de nidos de aves. Ante esa perspectiva tan halagüeña, deciden aposentarse en el entorno y comienzan una dieta basada, casi en exclusiva, en los huevos que fácilmente roban de los nidos. Los huevos son alimentos muy ricos en colesterol.

Aunque no todo el colesterol del huevo se absorbe en el intestino, ante tal cantidad de huevos ingeridos, el organismo de nuestros antecesores comienza a llenarse de colesterol. Frente a esa avalancha que hace peligrar la homeostasis del colesterol, reacciona el enzima regulador de su síntesis hepática, el HMGS: se inhibe y el hígado fabrica más despacio el lípido, lo que evita la situación de riesgo hipercolesterolémico y previene que el exceso de colesterol acabe depositándose en las arterias. Insistimos, repare usted en que una comilona a base de paté de hígado y huevos desencadena un estrés hipercolesterolémico.

La homeostasis del ácido úrico

El ácido úrico es un producto que deriva del metabolismo de los ácidos nucleicos, que son los que constituyen el llamado material genético. El ácido úrico se elimina por la orina, de forma similar a como se eliminan otros productos nitrogenados, como la urea o el amoniaco. El nivel de ácido úrico en nuestro organismo debe mantenerse dentro de límites estrechos (unos 5 mg/dL en la sangre). No debe bajar demasiado de este margen, porque durante su formación se neutralizan gran cantidad de radicales libres de oxígeno; tiene, por tanto, un efecto antioxidante. Pero tampoco puede aumentar por encima de 7 mg/dL, ya que este exceso hace que el ácido úrico precipite en forma de uratos y se deposite en las articulaciones produciendo inflamación (artritis), dolor y deformidades de las articulaciones; es lo que denominamos la gota.

El ácido úrico que aparece en nuestro organismo tiene dos procedencias fundamentales: la degradación metabólica de nuestras propias nucleoproteínas y la degradación en el hígado de los restos de las nucleoproteínas que penetran en nuestro medio interno a través de los alimentos. Como en el caso del colesterol, el ajuste de la homeostasis del ácido úrico es responsabilidad de los enzimas que controlan este proceso.

El jefe del clan de antecesores prehistóricos al que vamos siguiendo sus avatares ha llegado a muy viejo, alcanzó la avanzada edad de cincuenta años. Su maltrecha dentadura solo le permite comer alimentos blandos. Los miembros del clan le reservan al jefe las mejores partes de los animales que cazan: el cerebro, el hígado, el resto de las vísceras. Estos alimentos son fáciles de masticar, pero tienen el problema de que son muy ricos en nucleoproteínas, así que cada vez que el jefe come estas delicatessen aumenta el ácido úrico en su medio interno y ello inhibe los enzimas encargados de degradar sus propias nucleoproteínas, lo que hace que se controle la homeostasis del ácido úrico y se resuelva el problema. Siempre que estos enzimas funcionen bien en el cuerpo del jefe de la tribu, este podrá alimentarse de vísceras sin que le aparezca la gota. De nuevo, recuerden: un atracón de mariscos, de callos o de riñones al jerez es causa de estrés homeostático, ya que supone una amenaza a la homeostasis de su ácido úrico.

TABLA. Valores metabólicos en sangre que pueden indicar que se está sufriendo un estrés homeostático.

Glucemia en ayunas (mg/dL)

más de 110

Glucemia dos horas tras comida (mg/dL)

más de 150

Hemoglobina A1c glicada (%)

más de 6

Colesterol total en ayunas (mg/dL)

más de 220

Colesterol de HDL (mg/dL) en mujeres

menos de 50

Colesterol en HDL (mg/dL) en hombres

menos de 40

Triglicéridos (mg/dL)

más de 150

Ácido úrico (mg/dL)

más de 6

La homeostasis hidrosalina

Uno de los parámetros que con más rigor se ajustan en nuestro medio interno es el contenido en agua. Nuestro cuerpo está formado por entre un 60 y un 70 por ciento de agua que se distribuye por todos los compartimentos celulares y extracelulares. Esa cantidad debe mantenerse constante en todas las circunstancias, ya que una disminución del agua del organismo conduce a la peligrosa deshidratación. Por el contrario, un exceso de agua puede ocasionar la intoxicación hídrica y los edemas (acumulación excesiva de agua en los tejidos).

La homeostasis del agua se controla fundamentalmente en los puntos de entrada y salida del líquido a nuestro medio interno: la boca, mediante el agua que bebemos (el mecanismo es la sed), y el sistema urinario, a través de la eliminación de agua en la orina (el mecanismo es la micción). Además hay otros procesos que también juegan un importante papel: el agua que se genera en el metabolismo celular (toda combustión siempre genera energía, CO2 y agua), el agua que se pierde con las heces y con la respiración y la que se evapora con el sudor. Todo este complejo sistema está controlado por nuestro cerebro, a través de la poderosa sensación de la sed, y por numerosas hormonas entre las que destacan la aldosterona, la angiotensina II y la antidiurética (ADH).

El clan de nuestros ancestros se adentró en una zona desértica. Cuando advirtieron su error, era demasiado tarde para retornar y decidieron seguir adelante. Al cabo de un par de días sin beber, la amenaza homeostática que supone la falta de agua comenzó a tener sus consecuencias. El organismo puso en marcha de forma automática los mecanismos (estrés) para superar el problema. La falta de agua concentró la sal del medio interno y este peligro fue detectado por el hipotálamo, que activó la potente sensación de sed que nuestros ancestros no eran capaces de saciar. Esto provocó un aumento de la secreción de la hormona ADH, que al actuar sobre el riñón retiene agua y reduce el volumen de la orina.

Agua y sal siempre van unidas en los sistemas homeostáticos reguladores. Hay un parámetro de nuestro medio interno, la osmolaridad, que es el índice de la concentración de sal en el medio interno y que también debe mantenerse en límites muy estrechos para conservar nuestra salud (300 miliOsmoles /L). Los sedientos miembros del clan, que en su caminar por el desierto iban perdiendo agua por el sudor, seguían comiendo unos restos de carne en salazón que prepararon en su última cacería. De este modo, la poca agua que les quedaba en su medio interno se iba cargando de sales y aumentaba la osmolaridad. El estrés hidrosalino estaba activado al máximo, y el organismo empleaba todos sus recursos para contrarrestar la grave alteración de la homeostasis que padecían.

Cuando ya los mecanismos homeostáticos estaban a punto de claudicar, el clan llegó a una zona boscosa de grandes árboles en torno a una laguna. Esto les permitió calmar su sed y reponer el contenido hídrico de su medio interno. Pronto esa agua inundó el medio interno y diluyó el exceso de sal. Al disminuir la osmolaridad, se apagó la señal de sed del cerebro, se redujo la secreción de hormonas, en especial la ADH, y el riñón volvió a fabricar una orina abundante y diluida. Se había superado la emergencia gracias a una adecuada respuesta de estrés homeostático hidrosalino.

Hay muchas personas, sobre todo mujeres adultas, que no beben diariamente la cantidad necesaria de agua o de bebidas que la contengan. Como la pérdida de agua es diaria (se pierde más si hace calor o se hace ejercicio), sin saberlo van acumulando día tras día una pérdida de agua de su medio interno. Estas personas no son conscientes de que viven en una situación de deshidratación crónica que desencadena un estado de estrés hídrico también crónico. Sus síntomas incluyen sensación de fatiga, dolores musculares y articulares, irritabilidad, etc. Con frecuencia estas personas están diagnosticadas (y tratadas) de numerosas enfermedades de sintomatología muy similar, cuando todos sus problemas se resolverían con una ingestión adecuada de líquidos.

La homeostasis de antioxidantes

Uno de los factores más importantes que determinan el proceso de envejecimiento es el fenómeno de la oxidación: todo lo que está sobre la superficie del planeta Tierra acaba oxidándose, ya sea una roca, las rejas de una ventana o cualquiera de nosotros. Uno de los acontecimientos que constituyen la base del mecanismo de envejecimiento es la oxidación de las moléculas, de las células y de los tejidos del organismo. No hay duda: envejecemos porque nos oxidamos.

Los agentes responsables de estas oxidaciones derivan del propio oxígeno al metabolizarse dentro del organismo, y se les llama radicales libres de oxígeno (RLO). Se los conoce popularmente como «radicales libres», a secas; no se trata de un partido político extremo, sino de agentes oxidantes de gran potencia que, una vez que se forman, recorren el organismo como balas y destruyen lo que encuentran a su paso. Gran parte del envejecimiento y de las enfermedades asociadas, como el cáncer o las demencias, se deben a un proceso de oxidación de moléculas tan importantes como los ácidos nucleicos (mutaciones y roturas de los genes), los lípidos (enranciamiento) o las proteínas.

No toda la producción endógena de radicales libres es negativa, ya que también ejercen importantes funciones. Intervienen en la transmisión de mensajes celulares, en la regulación del flujo sanguíneo y en la defensa inmunológica. Por ejemplo, ya vimos que los macrófagos son las células encargadas de fagocitar (tragarse) las bacterias y otros agentes patógenos que nos invaden. Al fagocitar el germen, lo meten dentro de una vacuola llena de líquidos que van a digerir al germen y donde se produce gran cantidad de radicales libres que, literalmente, «fríen» al invasor.

En condiciones normales, estos agentes oxidantes se producen de manera constante en nuestro organismo. Solo por el hecho de estar vivos, de metabolizar nutrientes, ya generamos radicales libres; pero hay circunstancias en las que se acelera su formación. Por ejemplo cuando nos exponemos a un aire contaminado, al humo del cigarrillo, a la radiactividad o al sol. La única forma de protegernos contra los temibles efectos de los radicales libres es aumentar las defensas antioxidantes.

Los antioxidantes abundan en los alimentos, y tienen la facultad de atrapar e inactivar a los radicales libres que circulan entre nuestras células. El problema es que los antioxidantes se gastan y hay que reponerlos. La ingestión diaria de varios de estos nutrientes antioxidantes nos proporciona una defensa adecuada contra los radicales libres de oxígeno.

Nuestro estado de salud exige un balance adecuado entre oxidantes y antioxidantes para mantener unos niveles homeostáticos que nos aseguren la salud y la longevidad que nos corresponde como especie. Cuando este equilibrio se altera, bien porque disminuyan nuestros niveles de antioxidantes (dieta incorrecta, como luego se explicará) o porque aumente la producción de radicales libres, se produce una situación de estrés homeostático que se denomina estrés oxidativo y que puede tener consecuencias muy graves para nuestra salud. Muchas personas viven en permanente estrés oxidativo. Por ejemplo, un fumador que, además, no consuma muchos alimentos vegetales.

TABLA. Alimentos ricos en antioxidantes. Conviene combinarlos y rotarlos cada día para tener garantizada una eficaz protección antioxidante semanal.

Alimentos antioxidantes

Vitamina C: En frutas y verduras, frescas y crudas, como guayaba, kiwi, mango, piña, caqui, cítricos, melón, fresas, bayas, pimientos, tomate, coles, brócoli, coliflor, frutas y hortalizas en general.

Vitamina E (tocoferol): En germen de trigo, aceite de soja, germen de cereales o cereales de grano entero, aceite de oliva virgen, frutos secos y vegetales que se comen con semilla, como el tomate.

Carotenoides: Beta-caroteno y licopeno son pigmentos que abundan en los vegetales de color verde (acelgas, espinacas, brócoli) o coloración rojo-anaranjado-amarillento (zanahoria, calabaza, pimiento, tomate), y cierta frutas (albaricoques, cerezas, ciruelas, melón y melocotón).

Selenio: Mineral antioxidante. Abunda en carnes, pescados, marisco, cereales integrales y yemas de huevos.

Flavonoides y polifenoles: Principalmente en frutas y vegetales, aunque también predominan en el té (sobre todo té verde) y en el vino tinto o mosto tinto sin fermentar. Asimismo, se hallan en las semillas de la uva, en frutos y bayas de color morado como la granada y el arándano, en el cardo y en otros alimentos vegetales como la soja y el chocolate.

La homeostasis del contenido en tóxicos

El medio interno solo admite en su interior aquellas moléculas que a través de los millones de años de evolución han integrado la bioquímica y la fisiología de los seres vivos, para proporcionarles vitalidad y capacidad de reproducción, las dos fuerzas primarias de la vida. Pero cada especie tiene unas peculiaridades que le son propias y beneficiosas y que, sin embargo, en el medio interno de otros organismos serían letales (por ejemplo, los venenos).

A lo largo de la evolución, el medio interno de los seres vivos ha estado expuesto a que aparecieran moléculas extrañas que podían ocasionar problemas e incluso la muerte. En el caso de los animales podían penetrar fundamentalmente mediante ingestión, inhalación o inoculación (mordisco, aguijón). La homeostasis exige un medio interno sin moléculas ajenas, así que, a lo largo de los millones de años de evolución, los seres vivos han desarrollado potentes sistemas para desembarazarse de aquellos agentes dañinos (tóxicos) que pudieran aparecer, por cualquier circunstancia, en el medio interno.

Casi todos los sistemas de desintoxicación de nuestro medio interno son sistemas enzimáticos que residen en el hígado y que, en la mayor parte de los casos, pueden salvarnos de una intoxicación fortuita y leve, pero que pueden claudicar y ocasionar la muerte si el tóxico llega a nuestro interior de forma excesiva o reiterada.

Regresemos a las andanzas del clan de nuestros ancestros que se aposentó en la ribera de aquella laguna para reponerse de la larga travesía del desierto. A un joven le atrajeron los vistosos colores de unas setas que crecían en el tronco de un grueso árbol. Comió de ellas y al poco tiempo se sintió muy enfermo, tuvo alucinaciones, temblores, fiebre y todo el clan temió por su vida. Pero su hígado joven puso en marcha el estrés homeostático y activó sus sistemas enzimáticos de desintoxicación. Dado que la dosis del tóxico no era excesiva, poco a poco, el hígado fue neutralizando esa sustancia extraña que había invadido su medio interno y recuperó la homeostasis.

Por lo tanto, hay que tener en cuenta que cada vez que penetra en nuestro organismo alguna sustancia extraña mediante ingestión, aspiración o inoculación, se desencadena un estrés homeostático tóxico. Cuando es reiterado a lo largo del tiempo, puede provocar problemas de salud e incluso la muerte (por ejemplo, la intoxicación crónica por la nicotina o por los hidrocarburos del humo de la combustión del cigarrillo). Además del tabaco, entre las agresiones tóxicas a nuestro medio interno, tenemos que considerar la contaminación ambiental en las ciudades y en los entornos fabriles, el exceso de etanol (bebidas alcohólicas), las diversas drogas, los aditivos y los contaminantes de los alimentos.

Homeostasis de agentes invasores

Nuestro medio interno está diseñado para no albergar ninguna otra forma de vida que nuestras propias células. Por eso, cuando en ocasiones penetra en nuestro medio interno algún agente extraño (molécula, virus, bacteria, hongo, parásito), supone una grave amenaza para la homeostasis del organismo y este tiene que responder con una reacción de estrés que denominamos el síndrome infeccioso. En estas circunstancias, el protagonismo de la defensa corre a cargo del sistema inmunológico que, mediante sus células especializadas y la fabricación de unas proteínas complejas capaces de neutralizar a los agentes extraños (inmunoglobulinas, anticuerpos), lucha para restaurar la normalidad homeostática en nuestro cuerpo. Es decir, cada vez que padecemos un resfriado, una gripe o un paludismo estamos viviendo una situación de estrés. Si el agente estresante es excesivo o nuestro organismo no es capaz de organizar una defensa eficaz (pacientes inmunodeprimidos), el resultado puede ser la muerte.

La homeostasis de células anormales

La mayor parte de las células que componen nuestro organismo (en mayor o menor medida) se reproducen continuamente y en ese delicado proceso se tiene que duplicar su material genético. La tarea es delicada y a veces se producen fallos; si son grandes, causan la muerte de la célula, pero si no lo son tanto, pueden dar lugar a una célula mutada, diferente al resto que la rodea. Esta célula mutada puede estar tranquila y acabar muriendo o empezar a dividirse sin orden y concierto y dar lugar a un cáncer.

Además del proceso de reproducción celular, muchas células sufren modificaciones por diversas circunstancias, como puede ser el efecto de tóxicos (cáncer de pulmón por el humo del tabaco), la agresión oxidante de los radicales libres de oxígeno (cáncer de piel por el exceso de sol), ataque de un virus (cáncer de útero por el virus del papiloma), etc.

Para evitar que las células anormales prosperen y alteren el medio interno, existe todo un sistema policial de vigilancia a cargo de varios tipos de células inmunológicas, como linfocitos y macrófagos, que patrullan continuamente nuestro medio interno. A través de determinadas señales que las células llevan en sus membranas (especie de documento de identidad), son capaces de detectar si la célula es normal. A las que consideran defectuosas las fagocitan (se las tragan literalmente) y las destruyen.

Las moléculas que sirven para detectar las células anormales son los antígenos de histocompatibilidad, los mismos que ocasionan el rechazo de un tejido trasplantado. Cuando a una persona se le introduce en su medio interno el riñón procedente de otro medio interno, el del donante, las células inmunológicas detectan que esas células advenedizas son extrañas e intentan destruirlas. Por eso, solo se trasplantan órganos de parientes cercanos o de personas que sean compatibles, para que estos estrictos agentes de seguridad los toleren. También pueden utilizarse fármacos llamados inmunosupresores que aplacan las reacciones defensivas del organismo frente al tejido trasplantado. Aunque en estos casos también se es más vulnerable a cualquier germen extraño que atacará a ese organismo bajo de defensas.

Para saber más

Una excelente puesta al día sobre la homeostasis del agua y la sal y sus alteraciones es el siguiente artículo:

Knoers, N.V.A.M. Hyperactive vasopressin receptors and disturbed water homeostasis. New England Journal Medicine. 352: 1847-1850, 2005.

Sobre la homeostasis del colesterol y su relación con la evolución de la especie humana:

Boyd Eaton, S. Evolution and cholesterol. World review nutrition diet. 100: 46-54, 2009.

El interesante asunto de la relación entre la fructosa y el ácido úrico y su importancia en la evolución de los primates y su relación con la patología de la hiperuricemia se puede profundizar en:

Pillinger, M.H., Rosenthal, P. y Abeles, A.M. Hyperuricemia and Gout. New Insights into Pathogenesis and Treatment. Bulletin of the NYU Hospital for Joint Diseases. 65: 215-221, 2007.