Mantener la estabilidad siempre tiene un precio, y reajustar los valores del medio interno para adaptarse a determinadas condiciones es aún más caro. Cada vez que el organismo sufre un estrés alostático se produce un cierto desgaste, que normalmente se repara. Esta es la condición normal que se daba en nuestros antecesores para poderse adaptar con éxito a las vicisitudes coyunturales con las que se topaban a lo largo de su vida.
Pero las condiciones de vida de las sociedades opulentas imponen cambios permanentes en nuestro entorno (por ejemplo el exceso diario de alimentos muy energéticos y el sedentarismo permanente) que obligan a los sistemas alostáticos a una actividad continua. Como resultado de la reiteración del estrés alostático y de la hiperactividad crónica de los mediadores alostáticos, la sobrecarga alostática impuesta al organismo puede acarrear enfermedades o incluso la muerte.
Pueden darse varias situaciones. En unos casos, el estímulo de la sobrecarga alostática persiste durante largos periodos de tiempo, tal es el caso de una persona que decide ponerse en huelga de hambre. A veces la sobrecarga alostática se reitera con excesiva frecuencia, como es el caso de un glotón que cada poco tiempo se da un festín de alimentos muy energéticos. En estas circunstancias, el estrés alostático se cronifica, la situación del organismo se complica y puede conducir a la disfunción y a la enfermedad.
Los efectos negativos de las sobrecargas alostáticas se agravan cuando la sobrecarga alostática sucede en una persona con alguna característica genética que la hace más susceptible a la agresión. Vamos a considerar cierto tipo de situaciones comunes de patologías derivadas del estrés alostático y que pueden suceder en nuestro entorno civilizado y opulento.
Hoy día algunas mujeres portan los genes que han heredado de nuestros ancestros y que les permiten determinadas respuestas alostáticas ante la falta persistente de alimentos. En las sociedades opulentas y desarrolladas, algunas mujeres, sobre todo jóvenes, si por cualquier circunstancia deciden someterse a un plan de adelgazamiento sin control médico y si a la vez perciben una situación que consideran peligrosa para ellas o para su entorno (problemas en la familia, en el colegio, abandono de su primer novio, miedo al futuro profesional, etc.), pueden activarse en ellas los mismos mecanismos alostáticos que hace cientos de miles de años permitieron a nuestras antecesoras sobrevivir a las situaciones de peligro y a las hambrunas: ausencia de la sensación de hambre, aceptación de su delgadez, placer al privarse de los alimentos, tendencia a los atracones seguidos de la regurgitación (vómito).
Cuando estos factores desencadenantes afectan a una mujer genéticamente predispuesta, puede llegar a desarrollar dos alteraciones muy graves y que son cada vez más frecuentes en nuestra sociedad: la anorexia nerviosa y la bulimia y sus combinaciones. Esto es más frecuente si los factores desencadenantes actúan en un periodo fisiológicamente vulnerable, como son los años críticos de desarrollo, en torno a la pubertad.
Hay que hacer un gran esfuerzo en la prevención, es decir, evitar lo antes posible que la niña (solo en muy raras ocasiones la anorexia nerviosa afecta a niños) perciba o sufra ciertos cambios en su ambiente que su organismo pueda interpretar como una situación de hambruna o de riesgo. Por ejemplo, todos los especialistas aseguran que la principal causa desencadenante de una anorexia nerviosa es una pérdida rápida y voluntaria de peso. Puede deberse por ejemplo a seguir una dieta absurda por estar de moda, a que alguien le haya dicho que está muy gorda, a problemas familiares o dificultades en el colegio, etc. Esta pérdida de peso, cuando supera un cierto porcentaje (alrededor del 30 por ciento de su peso anterior), desencadena automáticamente en los centros cerebrales el mismo proceso que hace miles de años permitía a una antecesora prehistórica sobrevivir a la hambruna y seguir a la tribu en largas migraciones en busca de alimento. Sin embargo, hoy desemboca en una complicada y peligrosa enfermedad. La anorexia nerviosa puede ser considerada, por ello, como la expresión de un estrés alostático cronificado.
La prevención es esencial porque hoy por hoy el tratamiento de la enfermedad ya establecida es largo y complicado y en muchos casos no llega a curarse del todo, sino que pasa a una fase de cronificación que persiste toda la vida.
¿Quién está gordo y quién está delgado? En primer lugar debemos establecer con claridad de qué estamos hablando. Para evitar conflictos, se ha adoptado una convención internacional: es el índice de masa corporal (IMC). Se calcula al dividir el peso en kilogramos por la talla en metros elevada al cuadrado. Por ejemplo, en una persona que pese 80 kilogramos y que mida 1,72 metros, su IMC será 80 dividido por 1,722. El resultado es IMC = 27.
El índice de masa corporal permite clasificar los diferentes estados ponderales en la persona adulta. La delgadez comienza a partir de un IMC inferior a 18,5, y el sobrepeso comienza a partir de un IMC superior a 25. A partir de 30, comienza la obesidad. Estas cifras son comunes para hombres y mujeres a partir de los 18 años de edad.
Hoy se sabe que lo que determina las consecuencias patológicas de la obesidad, más que la magnitud del exceso de grasa, es dónde está colocada esa grasa. Hay dos patrones fundamentales de distribución de la grasa: por un lado, la llamada obesidad central, o en manzana, que se da cuando la grasa se acumula en el centro del organismo, en torno a la cintura; y por otro lado, la llamada obesidad periférica, o en pera, que se da cuando se acumula preferentemente en la parte inferior del cuerpo, en la cadera y en los muslos.
Cualquier obesidad es peligrosa para la salud, pero todos los estudios coinciden en señalar que el riesgo es mucho mayor si la grasa se acumula en la cintura. La obesidad central es un grave factor de riesgo, sobre todo para quienes padecen diabetes, hipertensión y enfermedades cardiovasculares, y está estrechamente asociada a la resistencia a la insulina. Para determinar si tenemos obesidad central, se mide el perímetro de la cintura dos dedos por encima de las crestas iliacas, que son los huesos que resaltan a ambos lados de la cadera. Se padece obesidad central cuando un hombre tiene más de 102 cm de perímetro de cintura y una mujer tiene más de 88 cm.
TABLA. Los valores de índice de masa corporal (IMC) y de acumulación de grasa en la cintura (PC) son aditivos respecto al riesgo para la salud en general y el riesgo cardiovascular en particular.
Riesgo para la salud según el índice de masa corporal (IMC) y el perímetro de cintura (PC). H indica hombre y M indica mujer.
Tipo | IMC | PC (H/M) | Riesgo |
Sobrepeso | 25 a 29,9 | menos de 102/88 | aumentado |
Sobrepeso | 25 a 29,9 | más de 102/88 | alto |
Obesidad | más de 30 | menos de 102/88 | muy alto |
Obesidad | más de 30 | más de 102/88 | extremo |
El sobrepeso y la obesidad están adquiriendo tintes de epidemia. La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que existen en el mundo más de mil millones de adultos con sobrepeso y más de trescientos millones con obesidad. Además hay que sumar unos 150 millones de niños con exceso de peso. Este incremento no se basa exclusivamente en las cifras que aportan los países desarrollados y opulentos, sino que la mayor contribución a este panorama está llegando de los países emergentes, como China e India. Estos están adoptando con rapidez estilos de vida opulentos que incluyen el sedentarismo y el exceso de consumo de alimentos de elevada densidad calórica. Cuando la OMS ha rehecho sus cálculos considerando las diferencias étnicas para calcular los IMC, el resultado ha sido 1.700 millones de personas con exceso de peso (sobrepeso y obesidad).
La obesidad es en sí una enfermedad y además es promotora de numerosas enfermedades. El sobrepeso y la obesidad aumentan el riesgo de padecer una enfermedad cardiovascular y multiplican por cinco el riesgo de padecer hipertensión arterial. Además, el sobrepeso favorece el desarrollo de algunos tipos de cáncer (colon y mama), los problemas biliares, óseos y articulares (dolores de espalda, artrosis) y también las varices.
Una de las teorías más modernas para explicar por qué la obesidad causa enfermedad es la «hipótesis de la expansibilidad». Todos los individuos poseen una capacidad máxima para la expansión del tejido adiposo que viene determinada por factores genéticos y que varía mucho de unas personas a otras. Cuando la expansión del tejido adiposo alcanza el límite, es como si ya no cupiera más grasa y este tejido deja de acumular lípidos con eficacia. Si esa persona continúa ingiriendo grandes cantidades de alimentos, la grasa desborda los límites del tejido adiposo y comienza a acumularse en otros lugares, por ejemplo en las células musculares cardiacas, en las células del hígado (hígado graso) o en las células beta del páncreas, las que producen la insulina. Esta acumulación de grasa en los lugares no previstos, junto con la producción constante de mediadores inflamatorios, ocasiona todos los problemas que acompañan a la obesidad.
Desde un punto de vista darwiniano, la principal fuerza que motiva la acumulación excesiva de grasa es la discrepancia entre nuestro diseño evolutivo y las condiciones actuales de vida en las sociedades desarrolladas y opulentas. Vamos a analizar las dos causas principales de estas discrepancias y que hoy promueven la obesidad en las sociedades opulentas.
La prevalencia actual de los genes ahorradores en los seres humanos es muy variable y depende, en gran parte, del grupo poblacional que consideremos. En la población europea y en general en la población caucásica, el genotipo ahorrador suele afectar a un 30 o 40 por ciento de personas. Pero en relación con la obesidad se pueden dar tres patrones fundamentales que conviene conocer.
En un extremo están aquellos que han heredado pocos genes ahorradores. El organismo de estas personas no tiene gran tendencia a acumular reservas grasas y su metabolismo es muy activo. Estos individuos, para envidia de amigos y familiares, siempre están delgados, coman lo que coman. Si por cualquier circunstancia engordan, pueden recuperar su peso normal con facilidad, solo con algo de dieta y de ejercicio físico.
En el otro extremo están aquellos que han heredado el genotipo ahorrador al completo. Su organismo tiene una enorme eficacia para acumular grasa, y su bajo metabolismo hace que sea muy difícil perder el exceso de energía acumulada. Estos individuos siempre están gordos, hagan lo que hagan. Perder los kilos que les sobran es para ellos misión imposible aunque coman solo lechuga. La experiencia enseña que en ellos el tratamiento es ineficaz incluso asociando la dieta, el ejercicio físico y una medicación específica. Hoy en día se les está tratando mediante la cirugía bariátrica, las reducciones gástricas o intestinales y las bandas o los balones intragástricos. Claro que estas medidas deben ir acompañadas de un plan dietético, el apoyo psicológico y la supervisión de un endocrinólogo.
Entre esos dos extremos está la mayoría de la población, que pueden contener en su genoma desde unos pocos a muchos genes ahorradores. Este hecho explica la enorme variabilidad que existe en la población respecto a la facilidad para engordar y las diferentes respuestas a los tratamientos para adelgazar. Hoy día, a estos individuos se les analiza genéticamente para determinar cuáles son las mutaciones ahorradoras heredadas y aplicar así un tratamiento más específico a su obesidad. Ya se comienza a disponer de fármacos que pueden influir en la expresión de un gen ahorrador o en paliar sus consecuencias negativas. Estas medidas específicas pueden resultar eficaces, siempre que se acompañen de la norma general, que es ponerse en paz con nuestro diseño evolutivo mediante el cambio en el estilo de vida, un plan de alimentación natural y la práctica de ejercicio físico a diario.
La mejor solución para evitar la obesidad y sus circunstancias sería comportarnos, desde el punto de vista nutricional, lo más parecido que pudiéramos a nuestros ancestros paleolíticos: comer poco —lo justo para mantener el peso y aportar a nuestro organismo los nutrientes necesarios—, intercalar de vez en cuando algún día de ayuno, en el que tomáramos solo zumos de fruta, y realizar ejercicio diariamente.
Una de las manifestaciones más características de la alostasis es que permite la adaptación de numerosas funciones y parámetros del medio interno al estrés que supone hacer ejercicio físico. Podemos considerar la alostasis del ejercicio como una manifestación más de la alostasis energética.
Todos los animales se mueven continuamente, pero solo por tres motivos: para sobrevivir frente a un peligro (huida o lucha), para aparearse y para alimentarse; los juegos son solo simulacros de los tres. Para cualquier animal, incluido el ser humano, el movimiento diario está al servicio de la adquisición de energía, es decir, de la alimentación. Son contadas las ocasiones en las que el movimiento obedece a necesidades de reproducción o de supervivencia.
Existe una ley universal en biología que establece que todo animal para nutrirse ha de pagar un precio de trabajo muscular diario. Ya sea un escarabajo, un pez, una oveja o un leopardo, ha de gastar energía de contracción muscular como actividad física diaria para obtener las kilocalorías de la comida. Nuestros organismos fueron diseñados por la evolución para alimentarnos mediante el ejercicio físico. Es indudable que a nuestros ancestros obtener el alimento les exigía un gran esfuerzo, ya se tratara de perseguir durante días a una presa hasta darle caza, o caminar durante horas recolectando alimentos del campo, o procesar los alimentos para su conservación.
Desde el punto de vista de la medicina darwiniana, el sedentarismo, es decir, la ausencia casi total de actividad física, es una enfermedad carencial. Se define enfermedad carencial como aquellas alteraciones que se producen en el organismo cuando nos falta durante varios días algo de lo que precisamos a diario. Los ejemplos más claros de enfermedad carencial son los que tienen que ver con la falta de vitaminas. Nuestro diseño evolutivo nos exige conseguir el alimento con esfuerzo («Ganarás el pan con el sudor de tu frente», se especifica en la Biblia), pero en las sociedades opulentas podemos atracarnos cada día de alimentos de elevada densidad calórica, sin haber consumido ni una kilocaloría de trabajo muscular para conseguirlos.
A lo largo de cientos de miles de años, la evolución ha favorecido que aparecieran determinadas mutaciones que promueven una mayor eficacia de la contracción muscular, sobre todo bajo las peores condiciones nutricionales. La supervivencia de nuestros ancestros exigía la posibilidad de contracciones musculares eficientes durante deficientes situaciones metabólicas. En las grandes sequías, cuando escaseaba el alimento, se incrementaba el gasto muscular necesario para encontrar la comida, y lo más eficaz para encontrar el alimento necesario era un músculo capaz de trabajar en condiciones de penuria energética. Por esta razón, nuestros ancestros tuvieron que acumular una serie de mutaciones que promovían estas proezas y que permitían una forma de vida saludable con un elevado y constante nivel de actividad física. La condición natural de la especie humana, por lo tanto, sería la actividad física continua y de una cierta intensidad; bajo estas condiciones, los sistemas enzimáticos y transportadores que hemos adquirido a lo largo de la evolución de nuestra especie y que nos permiten obtener el alimento con eficacia (genotipo motor) funcionarán a pleno rendimiento.
Es posible que, a causa de este diseño evolutivo, los seres humanos tengamos la obligación de superar un cierto umbral de actividad física diaria para mantener el normal funcionamiento de nuestros sistemas homeostáticos, para superar los retos alostáticos y, por supuesto, para salir victoriosos de las amenazas pantostáticas (como veremos más adelante).
FIGURA. Componentes del genotipo motor y funciones que promueven. El sedentarismo ocasiona alteración de la expresión de estos genes y causa enfermedad y agrava la sensibilidad al estrés y a sus consecuencias.
Neel denomina «síndromes por fallo de homeostasis genética» al fracaso de estos sistemas a causa del sedentarismo. Es decir, nuestra vida sedentaria actual ocasiona una expresión inadecuada de estos genes motores paleolíticos. Cuando estos alelos que evolucionaron para permitir la adaptación a entornos que requerían de grandes esfuerzos físicos para sobrevivir se enfrentan al sedentarismo del ser humano moderno, ocasionan una inactividad de las rutas y propiedades contráctiles que controlan dichos genes. Esto es lo que causa a la larga una salud deficiente y menor longevidad. En cierta forma, el sedentarismo se asemeja a la pérdida de función que resultaría de silenciar la expresión de un gen. A diferencia de que, en este caso, el elemento perdido no es el propio gen sino su activación. En estas condiciones sedentarias, practicar picos de actividad (correr para alcanzar el autobús o el metro, caminar a toda velocidad porque llegamos tarde al colegio de nuestro hijo) somete a un sobreesfuerzo a un corazón no habituado ni estructural ni metabólicamente para tales esfuerzos.
Nuestro organismo, por lo tanto, precisa realizar ejercicio físico de modo habitual; en el caso contrario, se desencadena una enfermedad carencial, el sedentarismo, que se manifiesta en diferentes órganos y sistemas (sistema metabólico, sistema cardiovascular, sistema inmunológico, actividad cerebral, sistema muscular y articular, etc.) y aumenta mucho nuestra fragilidad frente a los embates de diversas situaciones estresantes.
Las respuestas alostáticas cardiocirculatorias se diseñaron durante la evolución para permitir que nos adaptáramos y sobreviviéramos a los cambios desde una situación basal (de reposo) a otra de actividad (de ejercicio físico) y poder mantener tal actividad durante periodos prolongados de tiempo. Una de las pruebas más concluyentes de esta adquisición evolutiva es que cualquier persona que se someta a un entrenamiento adecuado puede correr durante 42 kilómetros en una maratón popular. Nuestros ancestros, que tenían que trotar a diario durante horas persiguiendo alguna pieza de caza, tendrían este entrenamiento.
Para que el sistema cardiocirculatorio pueda desempeñar estas adaptaciones con eficacia y sin causar daño al propio organismo, necesita partir desde una determinada condición física. Pero las prisas o las carreras continuas que atosigan cada día a tantos individuos sedentarios no entrenados provocan numerosas respuestas de estrés alostático cardiocirculatorio que, en lugar de proporcionar adaptación y beneficio, desencadenan, a la larga, enfermedad cardiovascular y muerte.
Si planificamos el ejercicio físico y lo ejercitamos de forma habitual, se obtienen cambios beneficiosos en el funcionamiento y en el tamaño del corazón, lo que proporciona ventajas para la salud. Un corazón entrenado, de alguien que realice ejercicio de forma habitual, contiene abundantes fibras musculares contráctiles (miocitos) y está muy bien vascularizado. Por tanto, no sufre problemas de riego cuando aumenta su frecuencia de contracción, ya que este músculo está bien irrigado y adaptado gracias al entrenamiento.
El corazón de una persona sedentaria tiene menor rendimiento funcional, trabaja a mayores frecuencias de latido; el sujeto se agota con facilidad al mínimo esfuerzo y está más expuesto al daño cardiaco por el estrés.
Para estar sanos y combatir los efectos negativos del estrés, deberíamos movernos cada día tanto como los cromañones. Si no podemos salir a cazar nuestra comida o a buscar el alimento en el campo; si ante una agresión o un disgusto o una preocupación no podemos ni huir ni luchar, tendremos que encontrar la forma de ponernos en paz con nuestro diseño en estas deudas de actividad física. De lo contrario, un corazón sedentario no estará adaptado a su función y cualquier esfuerzo desacostumbrado puede acarrearnos problemas.
Todos los estudios al respecto indican que la actividad física elevada era lo normal en la vida de los hombres del Paleolítico. El llamado «ritmo paleolítico» consistiría en la alternancia de días de intensa actividad física con otros de reposo. El grado de esfuerzo variaba según las condiciones climatológicas, las migraciones de la caza, la disponibilidad de alimentos vegetales y las mudanzas. Diversos estudios estiman que el gasto calórico por ejercicio físico de los paleolíticos era de unas 1.200 kcal/día o 20 kcal/kg de peso corporal. Mucho más elevado que el estimado para un hombre urbano actual (500 kcal/día y 9 kcal/kg de peso corporal). Las actividades físicas eran muy diversas e iban desde la caza o la recolección hasta la molienda del grano o la fabricación de armas y herramientas. Lo interesante es que su rutina de vida estaba integrada por actividades tanto de condicionamiento aeróbico, como de entrenamiento de fuerza. Según estimaciones realizadas sobre las apófisis y zonas de inserción de los músculos en los restos de huesos fósiles, nuestros antepasados tenían mayor masa muscular y ósea, es decir, más masa magra que nosotros. Estos individuos debían de ser un 20 por ciento más fuertes que los seres humanos actuales.
Durante la evolución de la especie humana (y especies prehumanas), la obtención y el gasto de energía han estado equilibrados. Esto quiere decir que, considerando periodos de tiempo de algunos meses, a más esfuerzo, más alimentos. Además, por regla general, si querían comer mucho, tenían que esforzarse mucho. Pero el desarrollo económico y la industrialización han alterado este vínculo natural. Hoy vivimos en una sociedad que tiende al sedentarismo. Cualquier persona puede pasar su jornada desde que se levanta hasta que se acuesta prácticamente sin haber ejercitado sus músculos; solo el mínimo movimiento para realizar las tareas más sencillas: caminar hasta el coche o el autobús, sentarse a la mesa de trabajo o realizar los gestos cotidianos más elementales. Casi nadie gasta energía para conseguir alimento porque incluso en los trabajos que tradicionalmente han requerido un gran esfuerzo físico (la agricultura o la construcción), el desarrollo de máquinas ingeniosas, capaces de ejecutar cualquier tarea, han reducido de forma significativa el esfuerzo que se necesitaría. La menor actividad física va en contra de nuestro diseño evolutivo; la medicina darwiniana dice que esto nos causa enfermedad y favorece los efectos negativos del estrés.
Este sedentarismo es especialmente dramático en la infancia. Las crías de cualquier animal, incluida la del ser humano, están diseñadas para estar en continuo movimiento, en juegos interminables de simulacros de lucha, de caza y de persecuciones. Esos ejercicios variados proporcionan el movimiento necesario para que el sistema cardiovascular y el sistema respiratorio se desarrollen de forma armónica, y a la vez prepara al infante para el ejercicio físico, que deberá desarrollar para sobrevivir y reproducirse en la edad adulta.
TABLA. Diez recomendaciones para un ejercicio saludable.
1. Antes de comenzar, pedir el asesoramiento de un profesional sanitario: médico, enfermero o fisioterapeuta.
2. Controlar el pulso durante el ejercicio y el tiempo que tarda nuestro ritmo cardiaco en recuperarse. Un ejercicio es correcto si se puede hablar o cantar mientras se practica.
3. Elegir las actividades que mejor se adapten a nuestras condiciones, evitando siempre los esfuerzos excesivos.
4. El esfuerzo debe ser continuado, constante y progresivo a lo largo de los meses.
5. En caso de suspender momentáneamente el programa durante un tiempo, reanudarlo de forma progresiva y desde un nivel bajo.
6. Si se fatiga, reducir la intensidad y comenzar de nuevo la progresión.
7. Evitar esfuerzos que exijan posturas rígidas que someten las articulaciones a esfuerzos excesivos.
8. Detener el ejercicio si ocasiona vértigos, respiración jadeante o dolor de cabeza.
9. Es mejor siempre mantener la duración de 45 minutos por sesión aunque reduzcamos la intensidad.
10. Perseverar con paciencia y evitar quemar etapas. Un programa excesivo puede producir los efectos contrarios a los esperados.
Esta reducción de la actividad física, que va en contra de nuestro diseño, está alcanzando tintes dramáticos en la infancia. Hoy, cualquier niño urbanita gasta cada día 4 horas delante de una pantalla (televisión, ordenador y videojuego) y otras 6 horas sentado en clase o haciendo las tareas escolares. Si sumamos el tiempo que pasa sentado durante las comidas (3 horas) y las horas dedicadas al sueño (8 horas), apenas le queda tiempo para moverse. Los niños y niñas de hoy ya no juegan en la calle por las tardes, no saltan a la comba ni juegan al escondite, ni siquiera al fútbol, ni dan paseos en bicicleta por las calles del pueblo. Este fenómeno afecta a la infancia de todo el mundo desarrollado y les impide una de las cosas más saludables para su desarrollo: el ejercicio físico mediante el juego. Además, les causa problemas de salud y obesidad, y predispone a su organismo a ser menos tolerante al estrés en la vida adulta.
En un estudio que hemos elaborado en la Universidad de Extremadura sobre la obesidad infantil, constatamos, como se ha podido verificar en otros estudios similares, el gran papel que juega el sedentarismo en el desarrollo del sobrepeso infantil. Incluso siendo muy pequeños, los niños obesos tenían alterada la presión arterial y desarrollaban dislipemias. Además, tenían reducido significativamente el colesterol en HDL, es decir, el colesterol bueno, y desarrollaban resistencia a la insulina.
Si no podemos conseguir el alimento cazando o recolectando raíces en el campo o cultivándolo en nuestra huerta, tendremos que encontrar la forma de ponernos en paz con nuestro diseño en esta deficiencia de ejercicio físico. Si lo piensan con detenimiento, cada tarde que salimos a dar un paseo, trotamos por el parque o hacemos una hora de aeróbic en un gimnasio, estamos pagando la deuda de gasto energético muscular adquirida a lo largo del día, por un alimento que hemos comido y que sin embargo ni hemos cazado ni hemos cultivado.
TABLA. Hay muchas formas y niveles de practicar ejercicio físico, casi para todos los gustos y posibilidades. Muévase, cuanto más pueda mejor.
Nivel 1: Se trata de aquellas personas que por convicciones personales o por circunstancias laborales o familiares no pueden practicar ningún deporte o actividad física. Se compran un cuenta pasos o podómetro y se lo colocan cada mañana al levantarse de la cama, lo deben llevar puesto en la cintura durante todo el día y no deben acostarse nunca antes de que marque, como mínimo, más de doce mil pasos, lo que equivale, más o menos, a seis kilómetros recorridos.
Nivel 2: Para aquellas personas que dispongan de al menos una hora al día, pueden caminar durante una hora a buen ritmo (más de 5 km por hora), mejor si intercala algún trote lento de unos cuantos minutos. También vale el pedalear en bicicleta de paseo o estática durante una hora. Asimismo podrían asistir a una hora de aeróbic en el algún gimnasio o practicar natación durante 40 minutos.
Nivel 3: Para aquellas personas que les guste hacer ejercicio y dispongan de tiempo para ello, lo mejor para combatir los efectos del estrés es combinar una media hora de trote con media hora de ejercicios de musculación mediante el uso de las máquinas que, a tal efecto, existen en los gimnasios.
Nivel 4: Este ya es para los muy forofos del ejercicio. Aquí se trata de entrenamiento muscular de fuerza con máquinas durante una media hora y luego trotar durante una hora completa.
Es decir, la mejor solución es realizar ejercicio a diario, aunque sea a destiempo. Si corremos o caminamos durante una hora, moveremos masa muscular suficiente para compensar la que no hemos movido durante el día. Cualquier ejercicio o deporte vale, todo es mejor que estarse quieto; nuestros músculos pueden consumir por la tarde la energía que hemos acumulado en el atracón de la comida del mediodía.
No lo duden. Son legión los trabajos científicos serios que demuestran que la actividad física ejerce indudables beneficios fisiológicos y psicológicos, que permite amortiguar la respuesta de estrés del organismo ante una situación desencadenante y que reduce los efectos negativos de cualquier tipo de estrés.
¿Es la obesidad una inflamación generalizada?
En una primera fase del engorde, el tejido adiposo intenta acumular toda la grasa que le llega. Por un lado intenta aumentar el número de células adiposas (hiperplasia) para aumentar la capacidad de acumular grasa, pero esto tiene un límite ya que también se precisa un aumento de la matriz extracelular de colágeno, donde estas células se albergan, y del sistema vascular que debe nutrirlas. Por otra parte se produce un aumento de tamaño de las células (hipertrofia). La excesiva acumulación de grasa dentro de los adipocitos (casi parece que van a explotar) altera su función y se estimula la producción de unas hormonas defensivas que son las adipocitoquinas. Esta situación anormal es detectada por el organismo y las células defensivas (macrófagos) tratan a estos adipocitos hipertrofiados como si fueran células anormales y se produce un ataque masivo. El tejido adiposo se llena de células inmunológicas (como los macrófagos) que se activan y estimulan la producción de moléculas inflamatorias. Se produce así en los tejidos adiposos de las personas obesas un estado inflamatorio. La obesidad, en muchas personas, es un estado inflamatorio crónico y generalizado.
Monteiro, R. y Azevedo, I. Chronic Inflammation in Obesity and the Metabolic Syndrome. Mediators of Inflammation, 2010.
El sedentarismo es una enfermedad que agrava las consecuencias del estrés. La mejor manera de prevenir y combatir los efectos de cualquier tipo de estrés es mediante la práctica de ejercicio físico de forma regular. Una excelente y actualizada revisión de este tema es:
Booth, F.W. y Laye, M.J. The future: genes, physical activity and health. Acta Physiol (Oxf). 199: 549-556, 2010.