Capítulo 10

Llevaban todo el día montados a caballo; el sol había desaparecido ya por el horizonte cuando decidieron parar por los alrededores del lago Lomond. Gran parte de ese lago se hallaba en territorio del Clan Campbell, con el que habían tenido algunas trifulcas y batallas años atrás pero, aunque la paz entre ambos clanes parecía durar en la actualidad, Cailean y sus hombres no se sentían del todo seguros allí. Lena había montado junto a Baen en silencio y pensativa durante todo el trayecto; después de lo ocurrido con Cailean, no le apetecía hablar con nadie. Se sentía algo molesta con ella misma por la reacción que había tenido cuando Cailean la había besado. Se dejó llevar... Pensaba: «¡Dios!, cómo pude ser tan fácil; debería de estar preocupándome por cómo volver a casa y no por besar a Joe». Y él se había comportado como un auténtico imbécil. Después de haberla besado, se había disculpado por su error y, durante el camino, ni siquiera le había hablado. Parecía más bien que intentara evitarla. Si solo hubiese sido un beso, simplemente la unión de sus labios y nada más... pero no solo había sido un beso: aquello había sido mucho más. Joe la besó con tanta pasión, con tanta hambre que creyó que podría pasarse la vida entera pegada a aquel pecho, rodeada de sus fuertes brazos, de sus húmedos labios y de su olor. Se frotaba la cara para despejar esas absurdas ideas de su mente e intentar serenarse, cuando los caballos se detuvieron.

—Nos detendremos aquí para pasar la noche —dispuso Cailean sin desviar la mirada del horizonte.

Baen bajó del caballo de un salto y alargó sus brazos para coger la cintura de Lena y ayudarla a poner los pies en tierra. Al dejarla en el suelo, el guerrero se demoró antes de soltarla para asegurarse de que las rodillas de la muchacha no le fallasen. Lena le sonrió por su gentileza y, al desviar la mirada, se percató de que Cailean los observaba con el ceño fruncido. Parecía seguir molesto y, la verdad, no podía entender muy bien el porqué. Se habían besado, básicamente porque él había propiciado ese acto. ¿A qué demonios venía su enfado? Ese hombre podía ser tan atractivo como malhumorado a partes iguales. Disgustada, Lena le dio la espalda y se dirigió a Baen.

—Baen, me gustaría... necesitaría... bueno yo... tengo que ir... —Baen puso sus manos en jarra sobre las caderas y sonrió divertido.

—¿Necesitáis aliviaros, milady?

—Sí. Quisiera algo de... intimidad... —confesó avergonzada.

—Bien, podéis ir por detrás de esos árboles; en línea recta hallareis un cómodo lugar cerca de la cascada y tendréis la intimidad que buscáis, pero no os demoréis, o iré a buscaros, mi señora —le advirtió mientras señalaba en dirección al camino.

Lena necesitaba aliviarse, como había dicho Baen. Mientras se apresuraba agarrando su vestido para agilizar la caminata, no pudo evitar reírse ante el nuevo vocabulario que estaba aprendiendo. Su inglés estaba evolucionando muy rápido en pocos días, aunque no fuera de la manera más correcta y mezclando con un fuerte acento escocés.

Al haber llegado tras la roca, descubrió un impresionante lugar de una belleza arrebatadora. Una pequeña poza era salpicada con intensidad por una cascada, donde el agua caía fresca y llena de vida. Bajas rocas y una espesa vegetación verde la convertían en un paraje realmente de ensueño, como un oasis en medio del desierto. La zona quedaba totalmente reservada, flanqueada entre rocas a ambos lados; era un paraje digno de disfrutar que ciertamente le daría la intimidad y sosiego que buscaba. Se acercó a la riba y con la mano acarició la fría y cristalina agua de aquella zona. El sonido del agua al caer desde la cascada, las gotas que salpicaban las rocas colindantes, los pájaros al cantar en las ramas de los arboles... la hicieron perderse por unos instantes. Lo mejor que había visto en su vida, lo más hermoso y calmado que había tenido el privilegio de ver. Sin pensárselo dos veces y con cierta torpeza, se desató los cordones del corpiño tan rápido como pudo, dejó caer su falda y luego su camisón, para introducirse en el agua. Aunque era verano, Escocia no se caracterizaba por unos veranos cálidos; no tenía nada que ver con el bochorno del mediterráneo. Sintió cómo el frío del agua se le clavaba como agujas en el cuerpo pero, después de tantos días sin haberse dado un baño, aquello era lo de menos. No iba a mojarse el pelo, porque, si no, se delataría al volver al campamento y no pretendía que Baen la amonestara, y mucho menos el huraño de Cailean. Tenía que darse prisa: solo sería un baño rápido, para quitarse la mugre. Había intentado enmascarar la falta de higiene con ese perfume de vainilla que siempre llevaba en su mochila, pero le daba la sensación de que eso ya no bastaba. Disfrutaba sumergida entre el frescor del lago, deslizándose de un lado para otro, como un pez en el agua, cuando un ruido entre los matorrales la alertaron. ¡Mierda!, sería Baen que ciertamente venía a buscarla. Se apresuró a salir del agua; cuando aún no había llegado hasta sus ropas, cuatro hombres que no reconoció salieron de entre los árboles.

—Mira que tenemos aquí... parece que Dios ha escuchado nuestras plegarias, amigos.

Un hombre alto, de mediana edad con aspecto de guerrero y sucio pelo, se acercaba a ella, moviéndose en semicírculo, como un predador antes de atacar a su presa. Lena cogió sus ropas e intentó cubrir su desnudez con estas mientras miraba a los hombres rodearla. Uno, dos, tres, cuatro... no podría con ellos. Quizás con uno solo podría intentar algo, pero con cuatro... sería imposible.

—¿Sois un hada del lago? —Se carcajeó otro al mostrar una hilera carente de algunos dientes.

Lena arrugó la nariz en un acto reflejo por su desagrado al verlo.

—Da igual lo que sea, estúpido. Es una mujer, y servirá como tal. Luego seguiremos con la misión que nos ha encomendado el laird MacDonald —ordenó el primero. Parecía estar al mando.

Lena había retrocedido unos pasos y pensó en soltar las ropas y lanzarse al agua otra vez, pero era una poza pequeña, un manantial, así que, si intentaba nadar al otro lado, ellos llegarían antes a pie.

—No os acerquéis más. No debéis... —Antes que pudiera siquiera acabar la frase, el hombre al mando se abalanzó a ella agarrándola por la cintura y estrechándola contra él. Le cubrió la boca con su mugrienta mano y se rio, disfrutando de su suave y limpio cuerpo, regocijándose al frotar su incipiente deseo en ella. Le besó el mentón y lamió su cuello entre sus forcejeos por intentar zafarse de él, mientras otro de los hombres los alertaba de algo.

—Debemos darnos prisa, jefe: no creo que esta preciosidad haya venido sola. Acabad ya con ella porque yo también quiero disfrutarla —ordenó el hombre sin dientes mientras relamía sus labios, con ojos lujuriosos al observarla desnuda—. Nunca he tenido la suerte de disfrutar de una mujer tan fina.

El hombre al mando parecía no haberlo oído, pues su disfrute con ella lo estaba llevando a la perdición. No le importaría doblegarla allí mismo delante de sus hombres, si con ello conseguía apagar el fogoso deseo que aquella muchacha le estaba despertando. Estaba agarrando su terso trasero con fuerza mientras deslizaba su boca hacia el pecho cuando Lena, presa del pánico y del asco, logró morder la mano que la silenciaba para gritar de terror. Esos hombres iban a devorarla viva, abusarían de ella y luego qué más podrían hacerle...

Baen se había entretenido recogiendo leña para hacer el fuego y perdió la noción del tiempo, pero Cailean llevaba la cuenta exhaustiva de los minutos que estaban pasando desde que Lena había dejado el campamento. Sin decir nada, trazó el mismo camino que había seguido la muchacha. Era fácil encontrarla: ese olor tan suyo la hacía una presa fácil para Cailean. Jamás podría perderla. Se adentraba en el bosque, ya cerca del manantial, cuando oyó voces. El olor de Lena se veía mezclado por algo pútrido. Caminó con sigilo hasta estar cerca de ellos y vio a tres hombres y a un cuarto agarrando a Lena mientras la manoseaba con lascivia. Sintió cómo la ira subía hasta su pecho y se extendía hasta sus puños mientras los apretaba con tanta fuerza que sus nudillos quedaban blancos. Su cólera, tan intensa, se fusionó rápidamente con la atmósfera del cielo, el cual se encapotó de grises nubes en tan solo unos instantes y el horizonte se iluminó de rayos. No quiso detenerse a trazar un rápido plan, ni siquiera a volver a por sus hombres, Lena estaba en peligro, y ese despreciable canalla la estaba magreando. Desenvainó su espada y al grito de «Alba gu bràth»[6], salió de los matorrales para lanzarse contra el que estaba más apartado de Lena, pero más cerca de él. Con un rápido movimiento, hundió su espada en el pecho del hombre, que apenas tuvo tiempo a adivinar de dónde aparecía tal furia. Cailean era rápido y letal. Pese a su retención, Lena observaba los rápidos y precisos movimientos que el druida efectuaba con seguridad. Mientras el segundo hombre intentaba embestir a Cailean por la espalda, este trazó un perfecto arco descendente con su espada a la vez que giraba sobre sí mismo para encararse al enemigo y sesgar su abdomen de una pasada. La sangrienta imagen, en la que las entrañas de ese hombre se esparcían sobre la húmeda tierra, fue la gota que colmó el vaso para Lena, cuando sin poder hacer nada para evitarlo, acabó vomitando sobre el hombre que la mantenía presa. Este, nervioso y asqueado por los precipitados y desafortunados acontecimientos, sacó su daga y, con dedos temblorosos, la encaró al cuello de la muchacha a la que aún retenía frente a frente. A la misma vez, Cailean vio cómo uno de los hombres que quedaba en pie salía huyendo bosque a través, como alma que lleva el diablo.

—Moved un solo músculo, y la dama está muerta —advirtió con la voz desgarrada. Ese hombre ya se veía perdido, y jugaría su última baza para intentar salir de allí con vida.

Pero Cailean mantenía su espada en alto, a escasos metros de ellos, apuntando con la afilada hoja la cabeza de él. Si el druida temía por la vida de Lena, este no lo demostró ni un segundo. Su mirada era serena y fija. Destilaba una mezcla de calma y seguridad que su cuerpo contradecía, pues sus músculos en tensión y la intensa energía que irradiaba de su cuerpo lo convertían en un hombre realmente temible, poderoso y devastador.

—Soltadla ahora, y os prometo una muerte rápida —advirtió Cailean con atronadora pero serena voz.

El hombre se carcajeó y hundió levemente la punta de la daga en la garganta de Lena, lo que provocó que un hilo de sangre roja resbalara vibrante por su cuello y se deslizara hasta sus agitados pechos.

—Druida, ¿os creéis que soy un necio? Sé con antelación que estoy muerto, pero os aseguro que, antes de que vuestra espada se hunda en mi pecho, la daga le habrá rajado el cuello y morirá desangrada entre sufrimientos. Si yo no sobrevivo, tampoco me importa llevármela a ella por el camino. Y ahora me doy cuenta de que ella no es una simple doncella, ¿verdad? —Volvió a reír con sarcasmo—. Os he reconocido en cuanto habéis aparecido. Nadie lucha como lo hacéis vos, y nadie trae consigo una tormenta —acabó gruñendo mientras pequeñas gotas comenzaban a caer.

A Cailean no le sorprendió que supiera quién era él, pues su fama lo predecía a lo largo de los siglos, pero sí le sorprendió la sospecha de aquel individuo sobre la identidad de Lena. El individuo había encontrado rápidamente la asociación entre el druida y la muchacha en aquellos parajes. Parecía que los mercenarios de las Highlands ya eran conocedores de su llegada a Escocia. Eso complicaba más las cosas, ya que ocultar a la muchacha durante un viaje tan largo sería complejo y peligroso. Cailean decidió clavar con un movimiento seco su espada al suelo, frente a sus pies, cuando su enemigo sonrió al pensar que había ganado la batalla. Pero, en realidad, el druida necesitaba de todos sus sentidos para invocar la magia. Lena percibió, antes que su opresor, la poderosa energía que se acumulaba alrededor de Cailean, a la vez que las oscuras nubes se cerraban para explotar entre truenos mientras la lluvia se intensificaba de tal modo que la oscuridad se cernió a su alrededor, cegándolos a todos. Sus cuerpos ya empapados, la superficial respiración de ella frente a la agitada de su enemigo, el silencio... solo el sonido de la lluvia a su alrededor era lo único que podían escuchar. Y el temor... Lena advirtió el temor de aquel hombre ante la zozobra de que Cailean aparecería de un momento a otro. Apenas pudo vislumbrar la silueta del druida cuando lo vio aparecer rápido como un suspiro entre la cortina de agua. Un golpe sordo cerca de su oreja, un gemido de dolor y luego... nada. Silencio de nuevo, solo la lluvia... resbalaba por su frío cuerpo y por su lacio cabello. Una brisa comenzó a soplar, y un estremecimiento atravesó su cuerpo. La lluvia cesó, y las nubes se disiparon lentamente. Vio ante ella al hombre erguido sobre sus rodillas, con la cabeza colgante; le habían partido el cuello. Este se desplomó muerto a sus pies. Paralizada y desnuda, solo reaccionó para volver a vomitar sobre el cadáver de ese hombre que momentos antes la había manoseado sin pudor. Aún en shock, se dio cuenta de su desnudez y se abrazó a sí misma en un vago intento por cubrirse. No podía moverse: solo estar allí de pie, desnuda, mojada y aterrada mientras Cailean, a pocos metros de ella, se mantenía impasible, mirándola con los puños cerrados, con su cuerpo en tensión, completamente empapado de agua y sudor. Al igual que ella, había cambiado sus ropas modernas por su habitual ropaje de esas tierras y entonces lucía una falda escocesa de vivo amarillo y negro, como la que vestían sus otros compañeros. Calzaba unas botas de piel por las que asomaba la empuñadura de una daga. Su camisa se pegaba a él delineando el trabajado y espléndido cuerpo, latente tras la lucha. Al recorrer detalladamente su cincelado cuerpo, se dio cuenta de que, bajo las arremangadas mangas, los brazos de él estaban repletos de extraños símbolos que recorrían su piel como cicatrices iluminadas. No los había visto antes, o quizás esas marcas no estaban allí antes.

En esos momentos de congoja, de miedo y de zozobra, ella necesitaba un abrazo, unos brazos fuertes que la acogieran y le dijeran que todo había acabado, que ya no tenía nada que temer, pero él solo la miraba, distante, impertérrito. Al poco, Baen, seguido de Edward, aparecieron exaltados ante la precipitada tormenta, símbolo de que Cailean había estado invocando magia ancestral, y eso no era una buena señal.

—¡Por todos los dioses, muchacha, cúbrete! —pidió Baen preocupado mientras se desprendía de su manto escocés y la arropaba ante la pueril y esquiva mirada de Edward.

Una vez arropada, Baen cogió las ropas de ella y, al incorporarse, vio la sangre que manchaba el cuello de Lena. Sin dudar, arrancó un pedazo de tela de su manga para limpiar la herida. Edward se había acercado con lentitud a Cailean. Lena observó cómo el aprendiz procuraba estar frente a él para que este lo viera en todo momento. Apoyó su joven mano sobre el hombro del druida y prosiguió a hablarle calmadamente, muy bajo, sin que ella pudiera oír nada. Baen la tenía envuelta en su manto y bajo su brazo para que entrara en calor mientras observaban la escena. Cailean fue relajándose poco a poco, porque sus hombros se descolgaron levemente y sus puños se abrieron.

—Lady Lena, será mejor que nos vayamos —recomendó Baen, llevándola hacia el camino de nuevo.

—Pero Cailean... él está bien, ¿verdad? —preguntó mientras giraba su cabeza para verlo.

—No os preocupéis por él: es el hombre más fuerte que conozco. Además, será mejor que no estemos allí cuando se recupere del todo. —Acabó su frase con una mueca en sus labios que parecía una extraña sonrisa.

Al llegar al campamento, un exaltado Logan pidió explicaciones tras haber visto aparecer a la muchacha desnuda bajo el manto. Ambos la dejaron frente al fuego para que se vistiera con mayor intimidad. Se apartaron y le dieron la espalda mientras Baen le contaba lo sucedido a su compañero. Ellos habían llegado justo cuando Cailean acababa de terminar con la vida de aquel hombre; no sabía más, y esperaban que el druida se lo explicara a su vuelta.

Tras un largo tiempo, Edward y Cailean aparecieron de entre la arboleda. Su malhumor era bastante evidente, pero su aprendiz sabía exactamente cómo debía tratarlo y más cómo debía proceder después que su maestro hubiera invocado la magia tan repentinamente. Cailean era fuerte, era poderoso, pero una magia de ese tipo debía llevarse con cierta calma. Su invocación fue algo precipitada, demasiado potente; su unión con la tierra, con Alba[7], fue tan profunda que le costó cortar el hilo que los unía después de la tormenta. Suerte tuvo que Edward estuviera a su lado para calmarlo. El odio que emanaba de él por ver cómo ese hombre hundía su daga en el cuerpo desnudo de la muchacha hizo que perdiera la calma por completo. Sentía que había fallado; él, que era el mejor de su estirpe, había descuidado sus obligaciones, y eso le podía haber costado la vida a Lena. Se maldijo a sí mismo por su desatención y por los sentimientos que le despertaba últimamente. Le hervía la sangre al recordar el pestilente olor que emanaba de aquellas mugrientas manos que acariciaban con vicio el pálido y seguramente suave cuerpo de ella.

—¿Dónde está lady Lena? —preguntó enfurecido nada más llegar al campamento, mientras miraba a su alrededor entre la oscuridad.

Baen señaló con la cabeza en dirección a un pequeño bulto envuelto en mantas que yacía frente al fuego. Ella estaba exhausta cuando había llegado y en poco tiempo quedó sumida en un profundo sueño. Cailean se acercó a ella; su enfado era de tal magnitud que pretendía despertarla para sermonearla cuando Edward lo detuvo apoyando la mano sobre el brazo de su maestro.

—Maestro, creo que sería mejor que la dejarais dormir. Vuestra amonestación puede esperar a mañana... creo que ni ella ni vos estáis en condiciones ahora mismo... —Cailean se volvió a él con una creciente furia en sus ojos. Miró a su discípulo y luego la mano que agarraba su brazo.

—¿Os atrevéis a darme órdenes, aprendiz? —gruñó con desdén.

Edward tragó saliva ante su amenaza. No fue su intención que sonara como una orden, solo como una acertada sugerencia, pero ahora, tarde ya, se dio cuenta de que Cailean no lo había interpretado así. Por suerte, Logan y Baen se acercaron en su ayuda.

—Vamos, Cailean, el muchacho no ordena: sabe quién está al mando aquí, amigo —dijo Baen en tono conciliador.

—Han sido unos días duros, Cailean, y todos estamos cansados. Echaos y dormid un poco; yo me encargaré de la primera guardia —prosiguió Logan.

Realmente, sus amigos tenían razón. Estaban agotados y él, en su estado de agitación, sería un peligro constante para los demás si no conseguía sosegarse y descansar un poco. Sin responder, aceptó el consejo de ellos y se acercó a su caballo para sacar su manta y echarse cerca de Lena. Los demás, a excepción de Logan, hicieron lo mismo.