Escocia, Isla de Skye. Castillo Duntulm, Clan MacDonald
—Malditos inútiles. ¿Cómo es posible que hayáis tardado días en descubrir el paradero de Cailean y la joven, y solo gracias a una mera coincidencia del destino toparos con ellos...? —Cameron MacDonald lanzó colérico su jarra de cerveza contra el pobre indeseable que acababa de entrar en el gran salón, para darle la noticia.
Aquel hombre había escapado aterrorizado de la letal lucha que había visto entre el druida y sus compinches en el lago, para cabalgar sin descanso hasta Skye y poner sobre alerta de su encuentro a su señor. Se cubrió el rostro con los brazos para evitar el porrazo de la jarra, que se estrelló en su pecho, doblándolo de dolor.
—Mi señor, no podíamos hacer nada. El druida lucha como cuatro hombres a la vez. Es veloz e implacable y tiene el poder de la magia... invocó una tormenta con solo su mente... es un brujo, mi señor... un demonio —seguía contando mientras agachaba la cabeza en señal de temor y respeto.
Gracias a aquellas leyendas (a veces un tanto exageradas), Cailean se había ganado una fama inmortal y espeluznante. Muchos lo tachaban de demonio, de monstruo enviado desde las profundidades de la tierra para aterrorizar y devorar a los hombres de Escocia a su placer, pero nada más lejos de la realidad.
—¡Sois todos unos incompetentes! ¡Preferiría verte muerto antes que tenerte en mi presencia, necio cobarde! —Cameron se había levantado y descargó golpes de ira con sus puños y con sus pies contra el rostro y cuerpo de su esbirro, hasta tenerlo hecho un ovillo en el suelo.
El laird MacDonald era un ser cruel y despiadado, necesitado de poder y riquezas. Pero, a pesar de eso, su rostro era tremendamente bello. Su pelo castaño, sus ojos verde oscuros y su complexión atlética lo hacían un hombre tremendamente deseable para cualquier mujer, que no dudaba en ponerse a su servicio para gozar de su virilidad y atenciones si a él le apetecía. Era conocido por sus fiestas y orgías con mujeres de muy remotos países. Pero su corazón era tan negro que acababa eclipsando aquel tentador rostro. Volvió a sentarse en su trono de madera y pieles, y pidió que le trajeran otra jarra de cerveza. A su derecha se encontraba de pie una mujer tan hermosa como el propio Cameron, pero a la vez tan o más cruel que él. Era Moira MacDonald, su hermanastra y su consejera. Se aproximó a su hermano y le susurró algo al oído. Momentáneamente, la ira del laird MacDonald pareció apaciguarse y, tras unos segundos de reflexión, se dirigió al acobardado rufián, que esperaba su castigo por haberle fallado.
—Y dime, estúpido bufón... ¿Cómo es la muchacha del futuro?, ¿es hermosa?
—Oh sí, sí, mi señor. Es tan hermosa como el valle de las hadas, y su piel es tan suave como la de un recién nacido. Sus ojos... ohhh, mi señor... sus ojos son verdes como nuestras tierras y se tornan azules cuando arrecia la lluvia. Sus labios son tan rosados como los de la fruta jugosa y su olor... desprende un olor que jamás había olido, algo tan dulce y embriagador que...
—Y su cuerpo... ¿cómo es su cuerpo? —preguntó Cameron, ansioso por saber más.
—Su cuerpo... es menudo y curvilíneo; sus pechos, tan redondos y llenos que podríais beber de allí y... —se acercó más a él bajando la voz en un tono más íntimo—... tiene un apetecible lunar en una de sus nalgas, que bien seguro os agradaría tocar y...
—¿Qué? ¡¿Cómo sabéis tanto acerca de tal intimidad?! —gritó extrañado el laird. El hombre volvió atrás sobre sus pasos, temiendo nuevamente la ira de su señor.
—Ella estaba... ella estaba desnuda cuando la capturamos. Se estaba dando un baño en el lago cuando...
—Mmm... —Cameron se relajó, y sus ojos brillaron con una vil lascivia mientras se frotaba la espesa barba castaña—. ¿Y estaba sola en el lago?
—Sí, señor... hasta que apareció el druida con su afilada espada y su poderosa magia. Pero yo no la toqué; solo la vi, os lo juro: nunca tocaría nada que os pertenezca, señor. —Seguía hablando con la cabeza gacha y con la voz trémula.
—Bien, me gusta que lo recuerdes. De momento no voy a matarte; eres el único que ha visto a lady MacLachlan y el que podría reconocerla. Ensilla tu caballo; en breve saldrás con nuevas misivas. Vamos a hacer este juego más entretenido —dijo con una mezquina sonrisa en sus labios mientras le dedicaba una mirada cómplice a su hermanastra.
***
Cameron y Moira se hallaban en la biblioteca discutiendo sus planes para la recuperación del Arpa y de lady Lena, cuando un sirviente entró.
—Señor, vuestras misivas ya han sido copiadas y entregadas al lacayo para que las reparta en los próximos días a todos los mercenarios que escogió.
—Excelente. Tu idea de ofrecer una cuantiosa recompensa a quien me traiga a la muchacha viva va a ser muy bien recibida por esos hombres. —Se frotó las manos dando por sentado su éxito inmediato—. Lo que no concibo es por qué pides expresamente que nadie mate a Cailean. Sabes que su persona es un estorbo en nuestro cometido y, con él de por medio, nos será difícil conseguirlo.
—Querido hermano, sabes de sobra que tengo algo pendiente con él desde hace demasiado tiempo —expresó con recelo mientras acariciaba el brazo de su hermanastro con un dedo, que lo recorrió de arriba abajo.
—Tu obsesión por ese hombre te ciega, Moira, pero sabes que siempre estaré a tu lado para controlar ese fuego que te atormenta, querida. —Mientras, le cogía la mano y le besaba los huesudos nudillos con una mirada impropia de un hermano. Moira sonrió y se dejó besar.
—Me rechazó cuando solo era una joven doncella; fue vergonzoso. Yo lo deseaba más que a ningún otro —dijo enfurecida recordando el vergonzoso momento en que Cailean se había presentado en sus tierras para informarle que ellos jamás estarían juntos.
—Lo sé, un agravio sin nombre —prosiguió Cameron teatralizando su descontento—. Nuestro padre, que en paz descanse, se había esforzado durante meses para intentar negociar un beneficioso matrimonio entre Cailean y tú, y él prefirió despreciarte para irse a vivir aventuras con esos malditos druidas de la Orden y follarse a cuantas mujeres cruzaran por su paso. Pero deberías estar feliz: ese hombre no te hubiese pertenecido nunca; su corazón es fiel a su orden y a los MacLeod. Hubieses sido una infeliz a su lado.
—¡No, mientes! Cailean hubiese llegado a amarme, Cameron, sabes que tengo el poder para conseguirlo —contestó aún más enojada—. Cailean se formó con la Orden, pero yo aprendí con las mejores hechiceras de Alba. Sé formular pociones que podrían enloquecer a un hombre de amor o matarlo en un instante.
El laird MacDonald volvió a coger la mano de Moira para calmar su odio.
—Mi querida hermana, cierto es que gozáis de un extenso conocimiento en cuanto a pociones y hechizos, y que vuestras artes amatorias no son para nada despreciables, pues doy fe de ello, pero la magia de Cailean es mucho más enorme, mucho más poderosa y... —Moira se encolerizó y soltó con desaire su mano.
—No, Cailean será mío; esta vez lo conseguiré porque tengo una baza a mi favor. Esa muchacha estúpida del futuro será mi moneda de cambio. Tú la necesitas para obtener el Arpa y beneficiarte de su poder y yo, para conseguir a Cailean. Ella no es más que un peón para nuestros objetivos. —Su boca se amplió en una pérfida sonrisa, que llegó maliciosamente hasta sus ojos brillantes, anhelantes de una oscura y malvada pasión.