11.

Eudemonía: la buena vida

Martin Seligman

Psicólogo, Universidad de Pennsylvania; autor de La auténtica felicidad.

Para dar respuesta a la pregunta de qué es lo que quiero hacer y cuáles son mis ambiciones, vale la pena contemplar qué ha hecho la psicología y de qué se puede enorgullecer. El área de la psicología de la que vengo (la psicología clínica y la psicología social) puede ponerse una medalla importante: si miramos hacia 1945 o 1950, ninguna enfermedad mental importante era tratable. Todo se reducía a un montón de trucos y juegos de manos. Esencialmente, el Instituto Nacional de Salud Mental (NIMH, por sus siglas en inglés) —por cierto, nunca ha sido de Salud Mental, sino de Enfermedades Mentales— invirtió entre veinte y treinta mil millones de dólares en paliar las enfermedades mentales. Y, según mis cálculos, esta inversión de cincuenta años supuso los siguientes grandes logros.

El primero es que catorce enfermedades mentales importantes son ahora tratables. Dos de ellas se pueden curar, ya sea mediante formas específicas de psicoterapia o mediante fármacos específicos. Estas dos enfermedades —todo el mundo lo pregunta— son probablemente el trastorno de pánico y la fobia a la sangre y a las heridas. Así que la primera gran proeza de la psicología y la psiquiatría en nuestros días ha sido poder aliviar una enorme cantidad de sufrimiento.

Lo segundo, que es aún mejor desde mi punto de vista, es que se ha desarrollado una ciencia de las enfermedades mentales, de modo que ahora podemos medir estados difusos como la tristeza, el alcoholismo y la esquizofrenia con precisión psicométrica. Se ha desarrollado una clasificación, el DSM, de modo que las personas de Londres y las de Philadelphia se pueden poner de acuerdo en que ambos están ante un depresivo bipolar. En tercer lugar, ahora podemos tomar el nudo causal de la enfermedad mental y desenredarlo, ya sea mediante estudios longitudinales —las mismas personas a lo largo del tiempo— o experimentales, para eliminar las variables ajenas. En cuarto lugar, podemos crear tratamientos —fármacos, psicoterapia— y llevar a cabo estudios de control de placebo con asignación aleatoria para averiguar cuáles han funcionado y cuáles han resultado inertes. Todo esto nos ha conducido a lo siguiente: la psicología y la psiquiatría pueden hacer que la gente desgraciada lo sea menos. Eso es fantástico, y yo soy partidario de ello al 100 por 100.

Pero el ceder —y fue una cesión financiera— al modelo de la enfermedad ha supuesto tres graves precios. En 1946 se aprobó la Veterans Administration Act, y los profesionales vieron que podrían conseguir trabajo si se dedicaban a las enfermedades mentales; y eso fue lo que sucedió con la comunidad de profesionales. En 1947 se fundó el NIMH, y los profesores universitarios como yo vimos que podríamos conseguir becas si trabajábamos en enfermedades mentales. Eso es lo que le sucedió al 90 por 100 de la ciencia de la psicología.

Pero pasar a formar parte del modelo de enfermedad conllevó tres precios a pagar: el primero fue moral, nos convertimos en victimólogos y patólogos. Nuestra visión de la naturaleza humana era que la enfermedad mental caía sobre la persona como un piano desde una azotea, y nos olvidamos de ideas como elección, responsabilidad, preferencia, voluntad, carácter y similares. El segundo precio fue que, al trabajar solo sobre la enfermedad mental, nos olvidamos de hacer más felices las vidas de las personas relativamente poco perturbadas, de hacerlas más productivas y más plenas. Y nos olvidamos por completo del genio, que pasó a ser una palabra negativa. El tercer precio fue que, como estábamos intentando neutralizar situaciones patológicas, no desarrollamos intervenciones para hacer que las personas fuesen más felices, sino para que fuesen menos desgraciadas.

He ahí el escenario. Lo que falta por responder es si los psicólogos pueden hacer que las personas sean más felices de forma duradera. Esto es, ¿podemos aplicar el mismo tipo de método científico para obtener intervenciones acumulativas y reproducibles? A mí me interesan las psicológicas, pero hay una cuestión obvia que se aplica a la farmacología: no llevar a las personas de –8 a –5, sino llevarlas de +2 a +6. Mi gran ambición como psicólogo, y espero desempeñar un papel en ello, es que en los próximos diez o quince años podamos efectuar una reivindicación análoga referida a la felicidad; es decir, del mismo modo que puedo reivindicar sin sonrojarme que la psicología y la psiquiatría han reducido la cantidad de sufrimiento en el mundo, mi objetivo es que la psicología, y quizá la psiquiatría, aumenten la cantidad de felicidad en el mundo.

La felicidad es una forma completamente vaga de referirse de forma resumida a otras cosas, de modo que, cuando empecé a trabajar en psicología positiva, mi primera tarea fue una de limpieza para tratar de averiguar cuáles eran los componentes medibles de lo que las personas entienden por felicidad. ¿En qué aspectos se puede trabajar? La palabra «felicidad», igual que la palabra «cognición», no tiene papel alguno en la teoría cognitiva. La cognición hace referencia a la memoria, a la percepción, etc. El ámbito de la felicidad es acerca de cosas distintas. La palabra «felicidad» solo tiene el papel de etiquetar lo que hacemos.

Dentro de la felicidad, podemos trabajar con tres tipos de vidas: la primera es la vida agradable, placentera, que consiste en tener tantas emociones positivas como sea posible y en aprender las habilidades que las amplifican. Existen una media docena de habilidades de este tipo, que han sido razonablemente bien documentadas. Esa es la visión de felicidad de Hollywood, la de una Debbie Reynolds sonriente, risueña. Es la emoción positiva. Pero uno se puede preguntar: ¿no es ahí donde termina la psicología positiva? ¿Acaso no es el placer el único componente del lado positivo de la vida? Una simple ojeada superficial a la historia de la filosofía basta para darse cuenta de que desde Aristóteles hasta Wittgenstein, pasando por Séneca, se consideraba que la idea de placer era vulgar. Hay otros dos tipos de vida feliz con un sólido fundamento intelectual, aunque en la concepción hollywoodiense/estadounidense se hayan desechado. Parte de mi trabajo consiste en resucitarlas.

La segunda es la eudemonía, la buena vida, que es lo que querían decir Thomas Jefferson y Aristóteles cuando hablaban de la búsqueda de la felicidad. No se referían a sonreír mucho o reírse tontamente. Aristóteles habla de los placeres de la contemplación y de la buena conversación. No está hablando de sentimientos en crudo, de emociones, de orgasmos. Está hablando de aquello en lo que está trabajando Mike Csikszentmihalyi, esto es, las buenas conversaciones, los buenos momentos de contemplación. En la eudemonía, el tiempo se detiene. Uno se siente totalmente a gusto. La autoconciencia queda bloqueada. Eres uno con la música.

La buena vida consiste en los aspectos fundamentales que te hacen fluir. Consiste en saber de antemano nuestras cualidades y luego en reconstruir nuestra vida para utilizarlas más: reconstruir el trabajo, el amor, la amistad, el ocio y la crianza de los hijos para desplegar los aspectos que mejor se nos dan. Lo que obtenemos de ello no es la propensión a reírnos mucho; lo que obtenemos es una vida fluida, y cuanto más utilicemos los aspectos que mejor se nos dan, más fluida será nuestra vida.

Este mes, como parte del DSM, aparece una clasificación de virtudes y cualidades; es lo opuesto a la clasificación de las demencias. Al reflexionar vemos que hay seis virtudes, refrendadas en las diversas culturas, que se descomponen en veinticuatro cualidades. Las seis virtudes no son arbitrarias: en primer lugar tenemos un núcleo de sabiduría y conocimiento; luego, un núcleo de coraje; en tercer lugar, virtudes como el amor y la humanidad ; en cuarto, un núcleo de justicia; en quinto, un núcleo de templanza y moderación; y en sexto, un núcleo de espiritualidad y trascendencia. Enviamos a personas al norte de Groenlandia, y a poblados masái, para efectuar un estudio en setenta naciones en el que examinamos la ubicuidad de esta clasificación. Y así es: estamos empezando a ver que esas seis virtudes forman parte de la naturaleza humana, tanto como el caminar sobre dos pies.

Puedo indicar algunos ejemplos de lo que quiero decir con reconstruir la vida para utilizar nuestras cualidades y obtener fluidez. Una persona con la que trabajé se dedicaba a poner artículos en bolsas en Genuardi’s.* No le gustaba su trabajo, de modo que hizo un test de cualidades, y resultó que su mayor cualidad era la inteligencia social. De modo que reconstruyó su trabajo para convertir el encuentro con él en el aspecto social más destacado del día de todos los clientes. Obviamente, no siempre lo conseguía, pero al utilizar la cualidad que mejor se le daba, logró que el trabajo pasase de ser una pesadez a ser un período de tiempo que pasaba volando.

Así, para resumir hasta aquí, existe la vida agradable —tener el máximo número de placeres posible y las habilidades para amplificarlos— y la buena vida —saber cuáles son nuestras cualidades propias y reconstruir todo lo que hacemos para utilizarlas el máximo posible—. Pero hay un tercer tipo de vida; y si eres un jugador de bridge, como yo, o un coleccionista de sellos, puedes tener eudemonía; es decir, tu vida puede fluir. Pero todo el mundo piensa que, cuando envejecemos y nos miramos en el espejo, tenemos miedo de no hacer nada más que juguetear hasta que nos morimos. Eso es porque existe una tercera forma de felicidad que los seres humanos buscamos de forma ineluctable: la búsqueda de significado, de valor. No voy a ser tan petulante como para intentar explicar a los lectores de Edge la teoría del significado, pero hay algo que todos sabemos sobre él: que el significado consiste en la conexión con algo más grande que nosotros mismos. El yo no es un buen referente de valor, y cuanto mayor sea aquello con lo que podemos establecer conexión de forma creíble, más significado logramos extraer de nuestra vida.

Existe una inmensa variedad de cosas que son mayores que nosotros mismos a las que podemos pertenecer y de las que formar parte, y algunas vienen empaquetadas. Un ejemplo de estas serían ser judío ortodoxo, o ser republicano. Ser profesor, alguien que compromete su vida al crecimiento de los jóvenes, no lo es. Ser un agente tampoco; es una vida al servicio de las personas que consideras que son las mejores mentes del planeta. Y, sin un agente, esas personas no harían lo que hacen. Puedes convertir la condición de agente en la idea de que «lo hago por el dinero que gano», y en ese caso tu vida no es significativa. Pero no creo que uno se despierte por la mañana ansioso por ganar más dinero; más bien se pone al servicio de este objetivo más grande en el escenario intelectual. Ser abogado puede ser un negocio al servicio de ganar medio millón de dólares al año, en cuyo caso no es algo que tenga valor, o puede estar al servicio de una buena defensa, de la equidad y de la justicia. Esa es la forma de significado no empaquetada.

Aristóteles dijo que las dos profesiones más nobles eran la enseñanza y la política, y yo también lo creo. Criar niños y proyectar un futuro humano positivo a través de ellos, es una forma de vida llena de significado. Salvar a las ballenas es una forma de vida con significado. Luchar en Iraq es una forma de vida con significado. Ser un terrorista árabe es una forma de vida con significado.

Nótese que no se hace una distinción entre el bien y el mal. No forma parte de esto. No es una teoría de todo. Es una teoría de significado, y la teoría dice que el servicio a cosas mayores que nosotros mismos en las que creemos, y utilizar en ellas nuestras mejores cualidades, es una receta para obtener significado. Una de las cosas que no suelen gustar sobre mi teoría es que tanto los suicidas que hacen explotar una bomba como los bomberos que salvan vidas llevan vidas con significado. Yo declararía a uno malo y al otro bueno, pero no basándome en el significado.

Dentro de la comunidad de psicólogos, esto se entiende de una de dos formas. En primer lugar, comparemos el modelo terapéutico con el de formación. El modelo terapéutico implica reparar cosas que están averiadas. Hace diez años, cuando me presenté a mi compañero de asiento en un avión y me preguntó a qué me dedicaba, le dije que era psicólogo; se apartó de mí. El motivo fue que su idea era la correcta: que el trabajo de un psicólogo es averiguar qué te pasa de malo. Ahora, cuando les digo a las personas que trabajo en psicología positiva, se acercan a mí. Es porque el trabajo del psicólogo positivo es averiguar qué es lo mejor de ti —algo de lo que quizá no te has dado cuenta— y hacer que lo utilices cada vez más.

Me resisto a utilizar las palabras «cambio de paradigma», y también «escuela» o «movimiento», pero lo que puedo decir desde el punto de vista empírico es esto: he seguido el crecimiento de esta perspectiva desde diversos puntos de vista. La psicología positiva ha pasado de ser un experimento para el que, hace siete años, no había cursos en todo Estados Unidos, a una tendencia sobre la que se imparten un par de centenares de cursos, muchos de ellos en las principales universidades. Yo enseño psicología positiva en el nivel de introducción. En los últimos años he recaudado treinta millones de dólares para la infraestructura científica de la psicología positiva. Como muchos científicos, he pasado toda mi vida suplicando de rodillas a una institución u otra, pero en toda mi vida me había resultado tan fácil conseguir dinero. Nunca antes me he visto en una situación en la que las personas se acercasen después de una charla, me extendiesen un cheque y me dijesen: «Haga algo bueno con esto». Este tipo de apoyos me hacen reflexionar.

Hace un año decidí que había llegado el momento de divulgar algo de esto. Llevábamos un bagaje de seis o siete años de descubrimientos científicos, de modo que empecé a darlo a conocer para los difusores. Ahora imparto un curso a 550 profesionales todos los miércoles, por teléfono. Es la multiconferencia más grande que nunca se ha dado. Se trata de un curso de seis meses al que asisten psicólogos clínicos, entrenadores, directores ejecutivos y directores de personal de veinte países, y de prácticamente todos los estados de Estados Unidos. Nos reunimos una vez por semana por teléfono y yo imparto una clase magistral de una hora. Remato cada clase asignando una intervención, como una visita de agradecimiento, o hacer el test de cualidades, o escribir la visión propia de un futuro humano positivo, y cada cual hace ese ejercicio uno mismo o con sus clientes. Se miden los niveles de felicidad antes y después, y una vez a la semana se lleva a cabo una reunión por teléfono en grupos de unas quince personas con un psicólogo clínico para una puesta en común.

Hemos pasado de 0 a 550 personas en un año, personas que han llevado estas prácticas a sus intervenciones profesionales. Mi ambición es averiguar qué es lo que funciona y lo que no. Es decir, pasaremos por los mismos procedimientos de control de placebo de asignación aleatoria. He reunido más de cien intervenciones, desde Buda hasta Tony Robbins,* que afirman haber aumentado la felicidad de las personas. Mi hipótesis es que el 90 por 100 de ellas son inertes.

Si visita mi sitio web, www.authentichappiness.org, y se toman diversos tests de felicidad y depresión, pueden visitar un enlace llamado Interventions. En este enlace se le dice al visitante que queremos averiguar lo que realmente funciona, y para ello vamos a asignarle aleatoriamente una intervención. El visitante no sabrá si se trata de un placebo o no. A continuación llevará a cabo esta intervención, la documentará y nosotros efectuaremos un seguimiento de ella durante un año. Ya hemos hecho esto mismo con unas seis intervenciones distintas. No voy a descubrir el placebo, pero he aquí uno que no lo es:

Unas trescientas personas han llevado a cabo la visita de agradecimiento. En ella —y me gustaría que todos los que leen esto lo hicieran— se piensa en alguien de tu vida que haya supuesto una enorme diferencia positiva, que aún esté vivo y a quien no le has dado las gracias de una forma adecuada. ¿Tienes a la persona? Es importante poder hacerlo, por cierto, ya que la cantidad de gratitud está relacionada con los niveles básicos de felicidad. Cuanta menos gratitud tengamos en nuestra vida, menos felices somos, sorprendentemente.

Si vamos a hacer una visita de agradecimiento, debemos hacer lo siguiente: en primer lugar, escribir un testimonio de trescientas palabras para esa persona, escrito correctamente y contándole la historia de lo que hizo, por qué supuso una diferencia para nosotros y dónde estamos en la vida como resultado de ello. Luego la llamaremos para decirle: «Voy a ir a visitarte». Si te pregunta por qué, le respondemos: «No te lo quiero decir. Es una sorpresa». Entonces nos presentamos a su puerta, tomamos asiento y le leemos nuestro testimonio —resulta que todo el mundo llora cuando eso sucede—. Una semana, un mes, tres meses o un año más tarde, pasamos la batería de tests y formulamos la pregunta de control de placebo: «¿Eres más feliz? ¿Estás menos deprimido/deprimida?». Resulta que la visita de agradecimiento es uno de los ejercicios que, para mi sorpresa, hace que las personas, de forma duradera, estén menos deprimidas y sean más felices que con el placebo.

Si pensamos en EST* o en Tony Robbins, o en el Maharishi, no estamos hablando de personas estúpidas. Han inventado muchas intervenciones. Tony Robbins hace que las personas caminen sobre fuego; EST, si no me equivoco, hace que las personas no vayan al baño durante veinticuatro horas, y cosas así. Algunas de estas intervenciones funcionan y otras no. El reto consiste en someterlas a la cruel prueba de la ciencia. Gran parte de mi trabajo actualmente consiste en tomar todas estas intervenciones, sistematizarlas, asignarlas aleatoriamente a personas y examinar si hacen que estas personas sean más felices a largo plazo. Mi ambición y mi optimismo por la psicología a lo largo de los últimos quince años es que acabemos disponiendo de un conjunto de intervenciones que, de manera fiable, hagan a las personas más felices, y que muchas de ellas las pueda llevar a cabo uno mismo, sin que sea necesario acudir a terapeuta alguno. El método para hallar qué es lo que funciona es el mismo método de siempre, esto es, el estudio de asignación aleatoria con control de placebo que hicimos para la sensación de desgracia. Es exactamente la misma cuestión para hacer que las personas sean más felices.

No voy a revelar un placebo, pero sí voy a decir un par de cosas al respecto. Resulta que ya hemos descubierto que algunas de las cosas que hemos propuesto —desde Buda hasta Tony Robbins— no funcionan. Las tenemos en nuestra página web, las personas las utilizan y nosotros averiguamos que no hay cambio duradero alguno en la reducción de la depresión o en la elevación del nivel de felicidad. Pero son verosímiles; son cosas que uno podría pensar que funcionan; pero, como algunos de vuestros lectores van a ir inmediatamente a www.authentichappiness.org para probar los placebos, no quiero revelar cuáles son. Lo más interesante es que algunas de estas cosas hacen que las personas sean más felices de manera duradera, y otras no. El objetivo de la ciencia es averiguar cuáles son los ingredientes activos.

Me pasé los primeros treinta años de mi trayectoria profesional trabajando con la desgracia. Lo primero a lo que me dediqué fue a la impotencia (en el sentido de indefensión) aprendida. Vi perros impotentes, ratas impotentes y personas impotentes, y empecé a preguntarme, ya hace casi cuarenta años, cómo se podía eliminar. ¿Qué neurociencia hay detrás de ello? ¿Qué fármacos funcionan? Trabajando en la impotencia, efectué un descubrimiento que siempre acababa desechando: tanto con personas como con animales, si se les somete a acontecimiento incontrolables, solo cinco de cada ocho sufren impotencia. Fuimos incapaces de provocar impotencia en alrededor de un tercio de los sujetos. Y alrededor del 10 por 100 de ellos era impotente de entrada y no tuvimos que hacer nada.

Hace unos veinticinco años empecé a plantearme esta pregunta: ¿quién no se siente nunca impotente? Es decir, ¿quién resiste al derrumbamiento? Y la pregunta inversa es: ¿quién se siente impotente a las primeras de cambio? Me empecé a interesar por el optimismo porque descubrí que las personas que no se sentían impotentes eran aquellas que, al enfrentarse a eventos en los que no importaba lo que hiciesen, los percibían como temporales, controlables y locales, y que no eran culpa suya, mientras que los que se derrumbaban inmediatamente después de sentirse impotentes eran personas que percibían el evento negativo como permanente, incontrolable, omnipresente y culpa suya. Hace veinticinco años empecé a trabajar en optimismo y pesimismo, y hallé que la tasa de depresión entre las personas optimistas era la mitad que entre las pesimistas; que las personas optimistas tenían más éxito en todas las profesiones que observamos, salvo en una; que los sistemas inmunitarios de las personas optimistas eran mejores, más batalladores, y que probablemente vivían más que las pesimistas. También creamos intervenciones que, de un modo fiable, convertían a pesimistas en optimistas.

Eso es lo que hice hasta hace unos seis años. Hace seis o siete años decidí presentarme a la presidencia de la American Psychological Association, y —para mi sorpresa, porque no soy una persona política en absoluto— resulté elegido con el margen más amplio en la historia de la asociación. Tras mi elección me dijeron que se espera que los presidentes tengan temas propios, iniciativas. Yo no sabía cuál iba a ser el mío. Pensé que mi iniciativa sería la prevención, porque sabía mucho acerca de ella, así que reuní a las doce personas más notables del mundo en esta materia. Nos reunimos durante un día y nos preguntamos: ¿puede la prevención de la enfermedad mental ser una iniciativa presidencial? Debo confesar que me cuesta mantener la atención tanto como a un niño de ocho años, pero esto fue realmente aburrido. Básicamente vinieron a decir: «Vamos a tomar lo que sabemos que funciona para la esquizofrenia y hacerlo en una etapa anterior de la vida». Mientras salía de allí con Mihaly Csikszentmihalyi, él comentó: «Marty, esto no tiene sustancia intelectual. Tienes que hacer alguna cosa mejor».

Dos semanas más tarde tuve una revelación que cambió mi vida, y que espero que haya cambiado el curso de la psicología. Estaba en mi jardín con Nicky, mi hija de cinco años, y a decir verdad, aunque he escrito un libro sobre niños y he trabajado con ellos, confieso que no se me dan bien, porque tiendo a la urgencia y a centrarme en la tarea. Estaba quitando las malas hierbas, y Nicky estaba lanzándolas al aire, cantando, bailando y pasándoselo muy bien, y yo la reñí. Se fue de allí, confusa, y luego volvió y me dijo: «Papá, quiero hablar contigo».

Yo le dije: «Dime, Nicky».

Y ella me respondió: «Papá, ¿recuerdas que antes de cumplir cinco años —hacía unas dos semanas de eso— yo era una quejica? ¿Que lloriqueaba todos los días?».

Le dije: «Sí, lo recuerdo. Eras un espanto».

«¿Te has dado cuenta, papá, que desde mi cumpleaños no lo he vuelto a hacer ni una sola vez?»

«Sí, Nicky.»

Y ella repuso: «Papá, en mi quinto cumpleaños decidí que no volvería a lloriquear. Y eso es lo más difícil que he hecho nunca. Y si yo puedo dejar de lloriquear, tu puedes dejar de ser un gruñón». En ese momento me sucedieron tres cosas. La primera es que me dí cuenta de que Nicky tenía razón sobre mí, que me había pasado cincuenta años tan feliz conmigo mismo y que no tenía teoría alguna de por qué es bueno ser un gruñón. Algunas personas hablan del realismo depresivo, la idea de que las personas deprimidas ven mejor la realidad, pero me vino a la cabeza que quizá todos los éxitos de mi vida los obtuve a pesar de ser un gruñón, no por el hecho de serlo, de modo que decidí cambiar. Hace demasiado poco que me conoces, pero las personas que me han conocido durante mucho tiempo saben que ahora soy una persona más alegre y que empleo menos mi inteligencia crítica. Soy más capaz de ver lo que está bien, y se me da mejor suprimir mi vigilancia de ave rapaz para localizar lo que no lo está.

La segunda parte de la revelación fue el darme cuenta de que mis teorías sobre la crianza de los hijos estaban equivocadas. Las teorías con las que han sido criadas las dos últimas generaciones en psicología son compensatorias. Básicamente dicen que el trabajo de un padre consiste en corregir los errores del niño, y que, de algún modo, la corrección de errores genera niños ejemplares. Pero si uno piensa en Nicky, ella corrigió su propio error, y mi trabajo era tomar esta fuerza extraordinaria que había mostrado, localizar su esencia, darle un nombre —inteligencia social— y ayudarla a vivir su vida teniéndola en cuenta y utilizándola como barrera contra los problemas. Si piensas en tu propia vida, el secreto del éxito no se debe a que hayan corregido tus debilidades, sino a que has hallado un par de cosas que se te daban realmente bien y las has usado para protegerte de los problemas. Así que la segunda cosa de la que me di cuenta es de que cualquier programa cuyo objetivo es corregir algo que está mal, incluso aunque sea asintóticamente satisfactorio, el mejor resultado al que se puede llegar es cero. Y sin embargo, cuando estás tumbado en la cama de noche no piensas en cómo ir de –5 a –2 en tu vida; generalmente piensas en cómo ir de +2 a +6. Me resultó interesante constatar que no existía ciencia sobre eso. Toda la ciencia era compensatoria, de corrección de negativos.

Eso me llevó a la tercera, última y más importante parte de la revelación: me di cuenta de que, en general, mi profesión en ciencias sociales estaba a medias. La parte que estaba bien establecida trataba sobre víctimas, sufrimiento y trauma, depresión, ansiedad, ira, etc. Me había pasado la vida con ello y sabía mucho al respecto. Eso es lo que quería decir cuando dije que la medalla que nos podíamos poner en el pecho es que podemos hacer que la gente desgraciada lo sea menos. Pero la parte que no lo estaba era acerca de lo que hace que valga la pena vivir. ¿Qué es la felicidad? ¿Qué es la virtud? ¿Qué es el significado? ¿Qué es la fortaleza? ¿Cómo se construyen estas cualidades? Desde aquel momento en el jardín se convirtió en mi objetivo vital ayudar a crear una psicología positiva cuya misión sería comprender y construir emociones positivas, fortaleza, virtud e instituciones positivas.

En mi vida he pasado mucho tiempo formulando preguntas sobre fármacos y psicoterapia y sus efectos. Déjeme explicarle cómo resumo su eficacia y luego las implicaciones que pienso que tiene para la psicología positiva.

En primer lugar, es importante saber que, en general, hay dos tipos de medicación. Existen los paliativos, cosméticos como la quinina para la malaria, que suprimen los síntomas mientras uno los tome; en el momento en que se deja de tomar quinina, la malaria regresa con toda su virulencia. Y luego están los fármacos curativos, como los antibióticos para las infecciones bacterianas. Cuando se dejan de tomar, las bacterias están muertas y no vuelven a aparecer.

El secreto vergonzoso de la psiquiatría biológica es que todos los fármacos de la psicofarmacopea son paliativos. Es decir, todos ellos suprimen los síntomas y, al dejar de tomarlos, vuelves al principio de la partida. En general, para la depresión, por ejemplo, la serotonina y los anteriores antidepresivos tricíclicos suelen funcionar el 65 por 100 de las veces. Curiosamente, las dos principales formas de psicoterapia para la depresión —la terapia cognitiva y la interpersonal— están empatadas. Funcionan alrededor del 65 por 100 de las veces. La diferencia, curiosamente también, está en la recaída y la reaparición. En las terapias interpersonal y cognitiva, se aprende un conjunto de habilidades que se pueden recordar, de modo que tres años más tarde, cuando la depresión se vuelve a presentar, uno puede empezar de nuevo a enfrentarse a los pensamientos catastróficos. Pero si lo que hicimos fue tomar serotonina o antidepresivos tricíclicos, tres años después, cuando regresa, lo hace con toda su potencia.

Así que esa es la primera parte: las drogas psicoactivas solo son paliativas, no curativas. Y sabe Dios que no soy freudiano, pero lo que más me gusta de Freud es que estaba interesado en la curación. Le interesaban los antibióticos. No tenía interés alguno en los paliativos; de hecho, ese es el sentido de la sustitución de síntomas de desplazamiento. La psiquiatría y la psicología biológicas tienen que redescubrir la cuestión de la curación. Ese es uno de los motivos por los que me interesa la psicología positiva. Cuando le conté la anécdota de Nicky hablé de protegerse de los problemas mediante las virtudes; es eso lo que nos eleva hasta, aproximadamente, la barrera del 65 por 100. Esto es, los clínicos expertos me suelen contar que han trabajado para potenciar las cualidades de las personas, pero que no han aprendido a hacerlo en sus posgrados. Parte de la formación que yo imparto consiste en efectuar pruebas sistemáticas de cualidades, potenciarlas y utilizarlas como barreras de protección.

¿Cuál es el panorama «terapéutico» y de fármacos para la psicología positiva? Vida agradable, placeres; buena vida, fluidez; vida con significado. Y cada uno de ellos creo que tiene distintas posibilidades. Hay intervenciones psicológicas que, en mi opinión, son eficaces para los tres aspectos; de hecho, eso es lo que pretendía con mi labor de asignación aleatoria con control de placebo. La cuestión es: ¿resulta probable que hallemos drogas que funcionen para la vida placentera, la buena vida y la vida con significado?

La respuesta es probablemente afirmativa en el caso de la vida placentera. Es decir, existe una neurociencia relevante para el caso de las emociones positivas, y personas como Richard Davidson están empezando a precisar determinadas ubicaciones en el cerebro. También están las drogas recreativas —los antidepresivos no provocan placer, pero las drogas recreativas sí—. Yo nunca he tomado éxtasis ni cocaína, pero deduzco que actúan sobre el placer. En cualquier caso, una farmacología del placer no es ciencia ficción, y espero que, a medida que la psicología positiva madura, nuestros amigos de las farmacéuticas se interesen en ella. Existen atajos para alcanzar el placer, como jugar con los circuitos neuronales pertinentes.

La fluidez, no obstante, no tiene atajos. Cuando era estudiante universitario, uno de mis profesores, Julian Jaynes, una persona singular pero maravillosa, era profesor asociado de investigación en Princeton. Hay quien dice que era un genio; yo no le conocía lo suficiente como para saberlo. Le regalaron un lagarto suramericano como mascota para el laboratorio, y el problema es que nadie podía averiguar lo que comía, de modo que se estaba muriendo. Julian mataba moscas, y el lagarto no se las comía; una mezcla de mango y papaya triturados, y el lagarto no se la comía; comida de restaurante chino, y el lagarto no mostraba interés alguno. Un día Julian entró en el laboratorio y el lagarto estaba tirado en un rincón, aletargado. Le ofreció su almuerzo, pero al lagarto no le interesó el bocadillo de jamón. Se puso a leer el New York Times y puso la primera sección encima del bocadillo. El lagarto echó una ojeada a esta configuración, se levantó sobre sus patas traseras, atravesó la sala, saltó sobre la mesa, destrozó el periódico y se comió el bocadillo de jamón. La moraleja es que los lagartos no copulan y no comen a menos que primero utilicen las cualidades y virtudes de los lagartos. Tienen que cazar, matar, destrozar y acechar. Y, a pesar de que somos mucho más complejos que los lagartos, nuestro caso es similar. No hay atajos que nos permitan alcanzar la fluidez. Tenemos que dar uso a nuestras mejores virtudes para alcanzar la eudemonía. ¿Puede existir un atajo? ¿Podría haber una farmacología relacionada? Lo dudo.

La tercera forma de felicidad, el significado, es volver a saber cuáles son nuestras mayores virtudes y utilizarlas para servir a algo que creemos que va más allá de nosotros mismos. No hay atajo posible para ello. Es la vida misma. Es posible que haya una farmacología del placer, y quizá incluso de las emociones positivas en general, pero no es probable que se llegue a una farmacología interesante del flujo. Y es imposible que haya nunca una farmacología del significado.