Alison Gopnik
Psicóloga, Universidad de California, Berkeley; autora de El bebé filosófico.
Para mí, el mayor de los enigmas es «¿Cómo es posible que los niños, seres humanos jóvenes, aprendan tanto y de forma tan rápida y eficaz?». Hace tiempo que sabemos que los niños humanos son las mejores máquinas de aprendizaje del universo; pero siempre ha sido algo como el misterio de los colibríes: sabemos que vuelan, pero no tenemos ni idea de cómo pueden hacerlo. Podríamos decir que los bebés aprenden, pero no sabemos cómo.
Pero ahora existen trabajos conjuntos en inteligencia artificial y aprendizaje de máquinas, neurociencias y psicología del desarrollo que están intentado abordar esta cuestión de cómo pueden los niños aprender tanto.
Lo que ha sucedido es que cada vez surgen más modelos realmente interesantes del campo de la inteligencia artificial y el aprendizaje de máquinas. Los científicos computacionales y los filósofos están empezando a entender cómo los científicos, las máquinas o los cerebros pueden realmente llevar a cabo algo que tiene aspecto de potente aprendizaje inductivo. El proyecto en el que hemos trabajado aproximadamente durante los últimos diez años es preguntarnos si los niños, e incluso los bebés, utilizan de manera implícita algunas de estas técnicas inductivas realmente potentes.
Ha sido muy emocionante porque, por un lado, ayuda a explicar algo que lleva intrigando a los psicólogos del desarrollo desde Piaget. Cada semana descubrimos algo nuevo y asombroso sobre lo que saben los bebés y los niños jóvenes, algo de lo que aún no nos habíamos dado cuenta. Y entonces nosotros descubrimos alguna otra cosa sorprendente que ellos no sabían aún. Así que hemos registrado una serie de cambios en los conocimientos de los niños, y ya tenemos mucha información sobre lo que saben los niños y cuándo lo saben. Pero el gran misterio es: ¿cómo pueden aprenderlo? ¿Qué cálculos efectúan? Y eso es lo que estamos empezando a responder.
También ha sido esclarecedor, porque los desarrollistas pueden ayudar a los expertos en inteligencia artificial a llevar a cabo una especie de ingeniería inversa. Cuando uno se da cuenta de que los bebés y niños humanos son fenomenales máquinas de aprender, se puede preguntar: «Bueno, ¿y qué pasaría si utilizásemos lo que sabemos sobre los niños para programar un ordenador?».
La investigación empieza por una pregunta empírica y práctica: ¿cómo hacen los niños para aprender tanto? ¿Cómo podríamos diseñar ordenadores que aprendiesen? Pero entonces resulta que, detrás de esta cuestión, nos encontramos con un gran enigma filosófico. ¿Cómo aprendemos, cualquiera de nosotros, tanto sobre el mundo? No tenemos más que esas pequeñas vibraciones del aire en nuestros tímpanos y los fotones que golpean nuestra retina. Y sin embargo, los seres humanos tienen conocimientos sobre objetos y personas, por no mencionar los quarks y los electrones. ¿Cómo llegamos hasta ahí? ¿Cómo han podido nuestros cerebros, que evolucionaron en el Pleistoceno, llevarnos desde los fotones que golpean nuestras retinas hasta los quarks y los electrones? Esa es la gran pregunta filosófica del conocimiento.
Comprender cómo aprendemos siendo niños acaba por ofrecernos, al menos, un principio de respuesta para esta cuestión filosófica mucho mayor. La convergencia filosófica, que tiene también una cualidad moral, es que resulta que estos sistemas de aprendizaje de muy gran prestigio, como los científicos o los ordenadores sofisticados de Microsoft, están haciendo cosas muy similares a los bebés o los niños de preescolar, cuyo prestigio es muy, muy bajo. Los niños pequeños no son el tipo de personas a los que los filósofos, los psicólogos y los científicos han prestado demasiada atención durante los últimos dos mil años. Pero el solo hecho de observar a estos bebés y niños corriendo por ahí resulta ser muy informativo en lo que respecta a cuestiones filosóficas verdaderamente profundas.
Por ejemplo, resulta que los bebés y los niños muy jóvenes ya hacen análisis estadísticos de datos, cosa que no sabíamos hasta hace unos diez años. Estamos hablando de unos descubrimientos muy recientes. Jenny Saffran, Elissa Newport y Dick Aslin de la Universidad de Rochester empezaron a fijarse en esto cuando se dieron cuenta de que los niños podían detectar patrones estadísticos en series de sílabas sin sentido (nonsense syllables). Ahora todos los meses hay algún nuevo estudio que muestra que los bebés y los niños jóvenes calculan probabilidades condicionales, que hacen razonamiento bayesiano o que pueden tomar una muestra aleatoria y comprender la relación entre la muestra y la población de la que está tomada. Y los niños no se limitan a detectar patrones estadísticos, sino que los usan para deducir la estructura causal del mundo, y lo hacen de una forma muy parecida a como lo hacen los ordenadores muy sofisticados. En realidad, lo hacen de la misma forma que lo hace cualquier científico que observa un patrón de estadísticas y no se limita a decir: «Oh, es un patrón de datos», sino que puede decir: «Oh, este patrón de datos nos dice que el mundo debe de ser de esta forma concreta».
¿Cómo podemos hacer que los bebés y los niños muy jóvenes nos digan si entienden la estadística? Sabemos que, incluso cuando les pedimos a los adultos explícitamente que resuelvan un problema de probabilidad, se derrumban. ¿Cómo podemos pedirles a los niños que lo hagan?
Empezamos por construir un aparato al que denominamos «detector de bichitos». El detector de bichitos es una máquina que se ilumina y hace sonar música cuando ponemos determinadas cosas en ella, pero no otras. Podemos, de hecho, controlar la información que obtiene el niño sobre las estadísticas de esta máquina. Ponemos dentro de ella todo tipo de cosas distintas. A veces la caja se enciende, otras no, a veces hace sonar música, otras no. Luego podemos preguntar a los niños cosas como qué sucedería si quitase el bloque amarillo, o con qué bloque funciona todo mejor. Y podemos diseñarla de forma que, por ejemplo, un bloque la hace funcionar dos veces de cada ocho y otro, dos de cada tres.
Los niños de cuatro años, que aún no saben sumar, dicen que el bloque que la hace funcionar dos veces de cada tres es más potente que el que la hace funcionar dos de cada ocho. He aquí un ejemplo del tipo de estadística implícita que incluso los niños de dos, tres o cuatro años emplean cuando intentan averiguar algo sobre cómo funciona esta máquina en particular. Y hemos empleado experimentos similares para mostrar que los niños pueden utilizar razonamiento bayesiano, deducir estructuras causales complejas e incluso inferir variables causales ocultas, invisibles.
Con bebés aún más jóvenes, Fei Xu demostró que los bebés de nueve meses ya prestaban atención a las estadísticas de su entorno. Lo que hacía era mostrar al bebé una caja con pelotas de pingpong rojas en un 80 por 100 y blancas en un 20 por 100. Entonces una pantalla ocultaba las pelotas y una persona quitaba unas cuantas pelotas de la caja. Concretamente, quitaban cinco pelotas rojas o cinco blancas. Por supuesto, ninguno de estos eventos es imposible. Pero seleccionar cinco bolas de ping-pong blancas de una caja roja en un 80 por 100 es mucho menos probable. E incluso los bebés de nueve meses observan durante más tiempo cuando ven las cinco bolas blancas salir de la caja mayoritariamente roja que cuando ven salir las cinco bolas rojas.
Fei incluyó una fantástica condición de control. Sucede exactamente lo mismo, pero ahora, en lugar de sacar las bolas de la caja, la experimentadora las saca del bolsillo. Cuando la experimentadora saca las bolas de su bolsillo, el bebé no sabe qué población está muestreando la experimentadora. Y, en ese caso, los bebés no muestran preferencia alguna por la muestra totalmente roja frente a la muestra totalmente blanca. Parece que los bebés tienen realmente una idea de que determinados ejemplos aleatorios de una población son más probables, y otros menos probables.
Lo importante aquí no es solo que sepan esto, que es increíble, sino que, después de saberlo, puedan utilizarlo como base para llevar a cabo todo tipo de deducciones. Fei, Henry Wellman y una de mis antiguas alumnas, Tamar Kushnir, han estado haciendo estudios en los que enseñan a bebés la muestra no representativa: alguien extrae cinco bolas blancas de una caja mayoritariamente roja. Y ahora hay bolas rojas y bolas blancas sobre la mesa, y la experimentadora extiende la mano y pide: «Dame algunas».
Bueno, si la muestra no era representativa, uno piensa: «Bueno, ¿por qué habrá hecho esto? Será que le gustan las bolas blancas. Y, de hecho, si la muestra no es representativa, los bebés le dan las bolas blancas. En otras palabras, los bebés no solo reconocen si se trata de una muestra aleatoria o no, sino que, cuando no lo es, dicen: «Oh, esto no es una simple muestra aleatoria, debe de estar pasando alguna cosa». Y cuando tienen dieciocho meses, parecen pensar: «Oh, ya sé lo que pasa, es que ella prefiere las bolas blancas a las rojas».
Eso no solo demuestra que los bebés son increíbles, sino que de hecho les proporciona un mecanismo para aprender todo tipo de cosas nuevas acerca del mundo. No podemos hacer preguntas explícitas a los bebés sobre probabilidad y estadística, porque aún no entienden que dos más dos son cuatro. Pero sí podemos observar lo que hacen y utilizar las observaciones para averiguar lo que sucede en sus mentes. Estas capacidades ofrecen una estructura mediante la que los bebés pueden aprender cosas de todo tipo, cosas para las que no están programados a saber de forma innata. Eso ayuda a explicar cómo hacemos los seres humanos para aprender tanto, ya que en realidad todos somos bebés que llevan un rato en el mundo.
Otra de las cosas que resulta que hacen los niños es experimentar, y esto lo podemos ver en sus juegos cotidianos. Salen al mundo, eligen un juguete, y empiezan a apretar los botones y a tirar de los cordones. Parece juego aleatorio pero, si miramos con atención, esa aparente aleatoriedad es en realidad un conjunto de cuidadosos experimentos que permiten al niño averiguar cómo funciona el juguete. Laura Schulz, en el MIT, ha efectuado diversos estudios magníficos sobre esto.
Lo más importante que los niños tienen que entender son los demás seres humanos. Podemos demostrar que, cuando interaccionan con bebés, reconocen las contingencias entre lo que hacemos nosotros y lo que hacen ellos. Son las estadísticas del amor humano. Cuando yo te sonrío, tú me sonríes. Y los niños experimentan también con las personas, intentando averiguar qué es lo que la otra persona va a hacer, a sentir y a pensar. Si uno se los imagina como pequeños psicólogos, nosotros somos las ratas de laboratorio.
El problema del aprendizaje se encuentra, de hecho, en el artículo original de Turing que constituye los cimientos de la ciencia cognitiva. El problema clásico de Turing es: «¿Podemos construir un ordenador tan sofisticado que no se pueda distinguir de una persona?». Pero Turing habló de un problema, un test de Turing, aún más profundo. ¿Podríamos proporcionar a un ordenador el tipo de datos a los que los seres humanos acceden de niños y hacer que aprendiese las cosas que los niños pueden aprender?
Chomsky resolvió ese problema diciendo: «Bueno, en realidad no aprendemos mucho. Lo que sucede es que ya está todo ahí de forma innata». Es una respuesta filosófica de larga tradición, desde Platón hasta Descartes y más adelante, y marcó la pauta para el primer período de la revolución cognitiva. También quedó reforzada cuando desarrollistas como Andrew Meltzoff, Liz Spelke y Renee Baillargeon empezaron a descubrir que los bebés sabían mucho más de lo que pensábamos.
Parte de la razón por la que el innatismo parecía convincente es que los puntos de vista tradicionales sobre el aprendizaje, como el refuerzo de Skinner o la asociación, han sido muy estrechos de miras. Algunos científicos cognitivos, en especial los conexionistas y los teóricos de las redes neuronales, intentaron argumentar que estos mecanismos podían explicar cómo aprendían los niños, pero sus intentos no eran convincentes. Los conocimientos de los niños parecían demasiado abstractos y coherentes, demasiado alejados de los datos, como para ser aprendidos por asociación. Y, por supuesto, Piaget rechazaba ambas alternativas y hablaba de «constructivismo», pero esto no iba mucho más allá del puro nombre.
Entonces, hace unos veinte años, diversos desarrollistas que trabajaban en la tradición de Piaget, como Meltzoff, Susan Carey, Henry Wellman, Susan Gelman y yo mismo, empezamos a desarrollar la idea que yo llamo «teoría de la teoría». Se trata de la idea de que lo que hacen los niños y los bebés es muy parecido a la inducción científica y al cambio de teoría.
El problema era que, cuando fuimos a hablar con los filósofos de la ciencia y dijimos: «Muy bien, ¿cómo hacen los científicos para resolver estos problemas de inducción y aprender tanto sobre el mundo?», nos contestaron: «Ni idea, pregunten a los psicólogos». El hecho de ver que lo que hacían los niños era como lo que hacían los científicos nos sirvió de cierta ayuda, pero no era una verdadera respuesta dentro de la ciencia cognitiva.
Hace unos quince años, de forma casi independiente, un grupo de filósofos de la ciencia de la Universidad Carnegie Mellon, Clark Glymour y sus colegas, y un grupo de científicos de computación de UCLA, Judea Pearl y sus colegas, convergieron en algunas ideas similares. De forma independiente desarrollaron unos modelos gráficos causales bayesianos. Estos modelos ofrecían una representación gráfica de cómo funciona el mundo, y hacen corresponder sistemáticamente esa representación en patrones de probabilidad. Ese fue un avance computacional formal muy importante.
Una vez tenemos esa clase de sistema computacional formal, se puede empezar a diseñar ordenadores que utilicen ese sistema para aprender acerca de la estructura causal del mundo. Pero uno también puede empezar a preguntarse si las personas hacemos lo mismo. Clark Glymour y yo hemos hablado largo y tendido sobre ello. El decía: «Vaya, estamos empezando a comprender algo sobre cómo podemos resolver problemas inductivos». Y yo contestaba: «Vaya, pues eso se parece mucho a lo que hacen los bebés». Y él decía: «Qué va, si no son más que bebés, no pueden hacer eso».
Y lo que empezamos a hacer empíricamente hace unos diez años fue en realidad poner a prueba la idea de que los niños podrían estar utilizando estos procedimientos computacionales. Mi laboratorio fue el primero que lo hizo, pero ahora hay un grupo joven de grandes científicos cognitivos que están trabajando en esto. Josh Tenenbaum, en el MIT, y Tom Griffiths, en Berkeley, han trabajado en el aspecto computacional. En el aspecto del desarrollo, Fei Xu, que está actualmente en Berkeley, Laura Schulz, en el MIT, y David Sobel, en la Universidad de Brown, entre otros, han estado llevando a cabo experimentos empíricos con niños. Se ha producido una convergencia de, por un lado, filósofos y científicos computacionales y, por otro, psicólogos empíricos especializados en desarrollo, que han estado dando forma a estas ideas. Es interesante que los centros de estos trabajos, además de Rochester, hayan sido el MIT, la localización tradicional del «nativismo» de la costa Este, y Berkeley, la localización tradicional del «empirismo» de la costa Oeste. Las nuevas ideas cruzan realmente la línea divisoria entre esas dos perspectivas.
Muchas de las ideas forman parte de lo que es, en realidad, una especie de revolución bayesiana que se ha venido gestando en toda la ciencia cognitiva, en la ciencia de la visión, en la neurociencia y en la psicología cognitiva y, últimamente, en la psicología del desarrollo. Las ideas sobre inferencia bayesiana procedentes originalmente de la filosofía de la ciencia han empezado a hacerse cada vez más potentes e influyentes en la ciencia cognitiva en general.
Siempre que se incorpora un nuevo juego de herramientas aparecen perspectivas inesperadas. Y, sorprendentemente, pensar de este modo formal computacional, un poco friki, nos proporciona puntos de vista novedosos acerca del valor de la imaginación. Todo esto empezó pensando en los bebés y niños como si fuesen pequeños científicos, ¿de acuerdo? De hecho, podíamos demostrar que los niños desarrollarían teorías y las modificarían de la forma en que lo hacen los científicos. La imagen era: «Existe ese universo, ese mundo ahí fuera. ¿Cómo podemos averiguar su funcionamiento?».
Y he empezado a darme cuenta de que, de hecho, hay algo más que eso. Una de las cosas que hace que las representaciones causales sean tan potentes en inteligencia artificial es que no solo permiten efectuar predicciones sobre el mundo, sino también hacer construcciones condicionales. Y estas construcciones no solo dicen cómo es el mundo ahora; dicen cómo podría haber sido el mundo, distinto de como es ahora. Una de las grandes intuiciones de Glymour y Pearl fue el ver que, formalmente, la construcción de estos condicionales era bastante distinta de las simples predicciones. Y las representaciones causales gráficas y el razonamiento bayesiano son una buena combinación, porque no solo se habla del aquí y ahora, sino que se dice: «He aquí una posibilidad, voy a probarla».
Si se piensa en ello desde la perspectiva de la evolución humana, nuestra gran capacidad no es solo que podemos aprender acerca del mundo. Lo que en realidad nos distingue es que podemos imaginar que el mundo podría ser de otras formas. De ahí es de donde efectivamente viene nuestra abundante sustancia evolutiva. Comprendemos el mundo, pero eso también nos permite imaginar que el mundo podría ser de otras formas, y hacer que, de hecho, estas formas se hagan realidad. Eso es la esencia de la innovación, la tecnología y la ciencia.
Piense en todo lo que hay en esta habitación: un escritorio en ángulo, lámparas eléctricas, ordenadores y ventanas. Desde la perspectiva de un cazador-recolector, todos y cada uno de estos objetos es imaginario. Vivimos en mundos imaginarios.
Si lo miramos desde esta perspectiva, muchos otros aspectos de los bebés y los niños empiezan a adquirir sentido. Sabemos, por ejemplo, que los niños jóvenes tienen una increíble, desenfrenada y vívida imaginación. Viven permanentemente en locos mundos imaginarios, poblados por tropecientos amigos igualmente imaginarios. Se convierten en ninjas o en sirenas. Nadie ha pensado demasiado en ello como algo que pueda tener que ver con la psicología cognitiva pura y dura. Pero, cuando uno empieza a plantearse que el motivo de que queramos construir teorías sobre el mundo es imaginar que el mundo puede ser de otras formas, se podría decir que no solo los niños jóvenes son las mejores máquinas de aprender del mundo, sino también los mejores imaginadores creativos. Eso es lo que están haciendo en sus juegos de imaginación.
Hace unos diez años, psicólogos como Paul Harris y Marjorie Taylor empezaron a mostrar que los niños no confunden la fantasía y la imaginación con la realidad, que es lo que hasta entonces habían pensado los psicólogos desde Freud hasta Piaget. Saben diferenciar muy bien entre imaginación y realidad. Lo que pasa es que prefieren vivir en mundos imaginarios que hacerlo en los reales. Y con toda la razón. A este respecto, de nuevo, se parecen mucho a los científicos, los tecnólogos y los innovadores.
Otro de los resultados totalmente inesperados que surge de pensar en los bebés y los niños de esta nueva forma es que también se empieza a pensar de una manera distinta sobre la conciencia. Desde luego, siempre tenemos presente la gran pregunta sobre la conciencia, la pregunta con P mayúscula: ¿cómo puede un cerebro tener experiencias? Soy escéptica sobre la obtención de una respuesta a esta pregunta, pero hay un montón de cosas muy específicas que decir sobre cómo determinados tipos de conciencia están conectados con procesos funcionales o neuronales concretos.
Hace un tiempo, Edge planteó en el World Question Center que se dijeran cosas en las que uno creía pero no podía demostrar. Yo pensé que, en fin, creo que los bebés no solo son conscientes, sino que son más conscientes que nosotros. Pero, desde luego, eso es algo que nunca podré demostrar. Después de reflexionar e investigar sobre ello durante un tiempo, creo que, aunque no puedo exactamente demostrarlo, al menos puedo plantear la idea empírica de que los bebés son, en cierto modo, más conscientes, y por supuesto conscientes de un modo distinto, que nosotros.
Durante mucho tiempo, los psicólogos del desarrollo como yo hemos afirmado que, bueno, sí, los bebés pueden hacer cantidad de cosas fantásticas y asombrosas, pero son inconscientes e implícitas. Sin embargo, después de pasar tanto tiempo con bebés, una parte de mí siempre ha sido escéptica al respecto, en un nivel intuitivo. Te sientas frente a un bebé de siete meses, observas sus ojos y su rostro y ves esa expresión con los ojos como platos y dices: «Caray, por supuesto que es consciente, está prestando atención».
Sabemos mucho de la neurociencia de la atención. Cuando prestamos atención a algo de adultos, somos más abiertos a la información procedente de esa fuente, pero las otras partes de nuestro cerebro quedan inhibidas. Los psicólogos siempre utilizan la metáfora del foco. Es como si lo que sucede al prestar atención es como si iluminásemos con un foco una parte concreta del mundo, hiciésemos que una pequeña parte de nuestro cerebro quedase disponible para el proceso de información, cambiásemos lo que pensamos y dejásemos en paz el resto.
Al examinar tanto la fisiología como la neurología de la atención en los bebés, lo que vemos es que, en lugar de este tipo de atención estrecho y de arriba-abajo, los bebés están abiertos a todo lo que sucede a su alrededor en el mundo. Su atención no está dominada por aquello a lo que están prestando atención, sino por la densidad de información del mundo que les rodea. Al observar sus cerebros, en lugar de, por así decirlo, agregar solo un chorrito de neurotransmisor en la parte del cerebro que quieren que aprenda, es todo su cerebro el que está empapado en neurotransmisores.
A los bebés se les da muy mal la inhibición, de manera que decimos que se les da mal prestar atención. En realidad, lo que queremos decir es que se les da mal dejar de prestar atención. Como adultos, se nos da muy bien no prestar atención a todas las distracciones que nos rodean y prestarla únicamente a una cosa a la vez. A los bebés, eso se les da fatal. Pero el resultado es que su conciencia es como una linterna, en lugar de ser como un foco.
Están abiertos a todas las experiencias que suceden a su alrededor.
Hay ciertos tipos de estados que experimentamos de adultos, como cuando llegamos por primera vez a una ciudad nueva, en los que recuperamos ese proceso de información de cuando éramos bebés. Al hacerlo sentimos como si nuestra conciencia se expandiese. Tenemos recuerdos más vívidos de los tres días que pasamos en Beijing de los que tenemos del resto de nuestros meses como zombis que caminaban, hablaban, daban clases o asistían a reuniones. Así, podemos de hecho decir algo sobre lo que es la conciencia de un bebé, y eso nos puede indicar algunos aspectos importantes sobre lo que es la conciencia en sí.
Vengo de una familia grande y muy unida. Seis hijos. Era una familia un poco lunática, artistas e intelectuales de las décadas de 1950 y 1960, en la época dorada de la vida judía de la posguerra. Mi infancia fue maravillosa, muy rica desde el punto de vista intelectual y artístico. Pero también era la hermana mayor de seis hermanos, y eso quería decir que pasaba mucho tiempo con bebés y niños pequeños.
Tuve el primero de mis tres hijos con veintitrés años. Yo creo que, en toda mi vida, no he pasado más de cinco minutos sin estar rodeada de niños y bebés, y desde el principio pensé que eran las personas más interesantes que existían. Recuerdo hallarme en un estado de indignación suave, que he logrado mantener durante el resto de mi vida, por el hecho de que otras personas tratasen a los bebés y a los niños con desdén, con desprecio o con negligencia.
Al mismo tiempo, desde muy joven supe que quería ser filósofa. Quería responder, o al menos plantearme, preguntas grandes y profundas acerca del mundo, y pasarme toda la vida charlando y debatiendo. Y, de hecho, eso es lo que hice durante mi licenciatura. Cuando estudiaba filosofía en la Universidad McGill era una estudiante de matrícula de honor, presidenta de la Asociación de Estudiantes de Filosofía, etc. Fui a Oxford en parte porque quería hacer filosofía y también psicología.
Pero lo que me sucedía siempre es que me planteaba esas preguntas filosóficas y me decía que, bueno, siempre se puede descubrir. ¿Quieres saber de dónde viene el lenguaje? Puedes ponerte a observar a niños y descubrir cómo los niños aprenden el lenguaje. ¿Que quieres averiguar cómo comprendemos el mundo? Puedes observar a niños y averigua cómo ellos, es decir, nosotros, llegan a comprender el mundo. ¿Quieres entender cómo llegamos a ser seres humanos morales? Puedes observar lo que sucede con la intuición moral en los niños. Y cada vez que hacía eso, en aquellos viejos y malos tiempos, los filósofos que me rodeaban me miraban como si tuviese monos en la cara. Después de una de estas conversaciones, uno de los filósofos de Oxford me dijo: «Bueno, sí que he estado con niños, claro. Pero nunca hablaría realmente con ellos». Y en aquella época, esa no era una actitud atípica de la filosofía hacia los niños.
Aún me considero fundamentalmente una filósofa; soy miembro del Departamento de Filosofía de Berkeley. Doy charlas en la American Philosophical Association y publico artículos sobre filosofía. Casualmente, la técnica que utilizo para dar respuesta a esas preguntas filosóficas es observar a niños y pensar sobre niños. Y no soy la única que lo hace. Desde luego, aún quedan filósofos que piensan que la filosofía no necesita mirar más allá de su sillón. Pero muchos de los pensadores más influyentes en filosofía de la mente comprenden la importancia de los estudios empíricos sobre el desarrollo.
De hecho, sobre todo a causa de Piaget, el desarrollo cognitivo siempre ha sido la rama más filosófica de la psicología. Y esto es así no solo por el trabajo que yo llevo a cabo, sino por los trabajos de personas como Andrew Meltzoff, Henry Wellman, Susan Carey o Elizabeth Spelke, o por supuesto lo que hizo el propio Piaget. Piaget también se consideraba un filósofo que respondía a cuestiones filosóficas observando a los niños.
Reflexionar sobre el desarrollo cambia también la forma en la que concebimos la evolución. La imagen tradicional de la psicología evolutiva es que nuestros cerebros evolucionaron en el Pleistoceno y que poseemos unos módulos de uso especial o métodos innatos para organizar el mundo. Están en nuestro código genético, y se desarrollan cuando maduramos. Ese tipo de imagen de la psicología evolutiva no se ajusta demasiado bien a lo que la mayor parte de los psicólogos del desarrollo observa al estudiar a niños.
En el estudio de los niños se observan, desde luego, gran cantidad de estructuras innatas. Pero también se observa la capacidad de aprendizaje, transformación y cambio de lo que pensamos acerca del mundo, y de imaginar de qué otras formas podría ser el mundo. De hecho, un dato evolutivo verdaderamente fundamental acerca de nosotros es que poseemos una infancia muy prolongada. Nuestro período de inmadurez es mucho más extenso que el de cualquier otra especie, y eso es un dato evolutivo fundamental, y en apariencia desconcertante, sobre nuestra especie. ¿Por qué hacer que los bebés sean tan indefensos durante tanto tiempo? ¿Por qué tenemos que invertir tanto tiempo y energía, en el sentido más literal, solo para mantenerlos vivos?
Bueno, si se observan muchas especies distintas, aves y roedores y todo tipo de criaturas, se constata que un período de inmadurez largo está correlacionado con un alto grado de flexibilidad, inteligencia y aprendizaje. Fijémonos, por ejemplo, en los cuervos y en las gallinas. Los cuervos llegan a la portada de Science porque usan herramientas, y las gallinas llegan a la olla del caldo, ¿verdad? Y los cuervos pasan un período de inmadurez y de dependencia mucho más prolongado que las gallinas.
Si la estrategia es poseer módulos innatos perfectamente diseñados a un espacio evolutivo concreto, tiene sentido que ya estén desarrollados en el momento del nacimiento. Pero puedes utilizar una estrategia mucho más potente. Puedes no estar muy bien diseñado para ningún espacio en particular, sino para poder aprender acerca de los distintos entornos en los que puedes encontrarte, y eso incluye la capacidad de imaginar nuevos entornos y crearlos. Esa es la estrategia de los seres humanos.
Pero esa estrategia tiene un gran inconveniente: mientras te dedicas a todo ese aprendizaje vas a estar indefenso. Está bien que seas capaz de reflexionar sobre algo como, por ejemplo: «¿Debo utilizar este tipo de herramienta para atacar a este mastodonte, o mejor aquel otro tipo?». Pero no es una buena idea sentarse a sopesar estas posibilidades mientras el mastodonte está cargando hacia ti.
La forma en la que la evolución parece haber resuelto ese problema es mediante una especie de división cognitiva del trabajo, de modo que los bebés y los niños son, en realidad, algo así como el departamento de I+D de la especie humana. Son ellos los encargados del aprendizaje, la imaginación y el pensamiento creativos, fuera de los caminos trillados. Y los adultos son los departamentos de producción y marketing. No solo podemos funcionar de forma eficaz, sino que podemos seguir haciéndolo en entornos nuevos y sorprendentes, completamente distintos del entorno en el que evolucionamos. Y esto es posible porque pasamos por este período de protección siendo niños y bebés, en el que podemos dedicarnos a aprender e imaginar. Es algo parecido a una metamorfosis. Es como la diferencia entre una oruga y una mariposa, salvo que es como si fuesen los bebés las mariposas, a quienes les gusta revolotear y explorar, y nosotros las orugas, arrastrándonos a lo largo de nuestro angosto camino de adultos.
Reflexionar sobre el desarrollo no solo cambia la forma de pensar sobre el aprendizaje, sino también la forma de concebir la evolución. Y de nuevo, es esta inversión moralmente atractiva que, en la actualidad, hace su aparición en muchas áreas distintas de la psicología. En lugar de concentrarnos simplemente en los seres humanos como cazadores y guerreros competitivos, estamos empezando a reconocer que nuestra capacidad para prestar atenciones y cuidados son, en muchos aspectos, aún más fundamentales en lo que se refiere a dar forma a nuestra naturaleza humana.