El día que yo había esperado tanto llegó por fin. Era el domingo 9 de septiembre de 1962. Me sentía emocionado y nervioso mientras me alistaba para salir con rumbo norte en dirección a Santa Clara. Había trabajado duro para lograr este viaje a la universidad, aunque durante muchos años había parecido una cosa muy improbable.
Lo que no anticipé, sin embargo, fue lo difícil que resultaría abandonar a mi familia, y especialmente a mi hermano mayor, Roberto.
Roberto y yo habíamos sido inseparables desde que éramos niños viviendo en El Rancho Blanco, un ranchito incrustado en los secos y estériles cerros al norte del estado de Jalisco, México. Lo llamaba "Toto" porque cuando yo estaba aprendiendo a hablar no podía pronunciar su nombre, Roberto. En México, él me llevaba a misa los domingos. En las noches él y yo nos agrupábamos con nuestros papás alrededor de un fuego hecho con estiércol seco de vaca en medio de nuestra choza de adobe para oír los cuentos de espantos que contaba mi tío Mauricio. Yo lo acompañaba todos los días cuando íbamos a ordeñar nuestras cinco vacas antes del amanecer y lo ayudaba a acarrear agua a la casa desde el río. Yo lloraba siempre que perdía de vista a Toto. Cuando me portaba mal, mis papás me castigaban separándome de él.
Con la esperanza de iniciar una vida nueva y mejor, dejando atrás nuestra pobreza, mi familia emigró ilegalmente de México a California a finales de la década de 1940 y empezó a trabajar en el campo. Desde que cumplí los seis años, Toto y yo trabajamos juntos acompañando a nuestros papás. Él me cantaba canciones mexicanas, como "Cielito lindo" y "Dos arbolitos", mientras pizcábamos algodón a comienzos del otoño y en invierno en Corcoran. Después de haber sido deportados en 1957 por la migra y luego regresado legalmente, Roberto se encargó de cuidarme como un papá cuando él y yo estuvimos viviendo solos durante seis meses en el Rancho Bonetti, un campamento de trabajadores migrantes. En aquel tiempo él estudiaba el segundo año de la secundaria y yo cursaba el octavo grado de la escuela elemental. El resto de la familia se quedó en Guadalajara y se reunió con nosotros más tarde. Durante ese tiempo, yo le ayudaba en su trabajo de conserje en la Main Street School de Santa Maria al salir de la escuela, y durante los fines de semana trabajábamos juntos pizcando zanahorias y desahijando lechuga. Después de graduarse de la secundaria, Roberto se casó y siguió trabajando como conserje para el Distrito Escolar de Santa Maria durante los días de semana. Y aunque se marchó de nuestra casa en el Rancho Bonetti para vivir aparte y formar una nueva familia, nosotros nos veíamos con frecuencia. Los fines de semana trabajábamos juntos para la Santa Maria Window Cleaners, una empresa comercial que ofrecía servicios de conserjería.
Roberto y su esposa, Darlene, nos visitaron temprano aquella mañana de domingo, junto con su tierna hija Jackie, para despedirse. Darlene, que se parecía mucho a Elizabeth Taylor, le daba a él palmaditas en la espalda, tratando de consolarlo, mientras Roberto y yo nos abrazábamos.
—Él regresará para el día de Acción de Gracias—dijo ella. Separarme de mi hermano resultaba para mí tan doloroso como arrancarse una uña de un dedo.
Mi papá se encontraba en uno de sus habituales momentos de mal humor y estaba impaciente por que nos marcháramos.
—Vámonos, pues—dijo fastidiado.
Desde que se lastimó la espalda trabajando agachado en las faenas agrícolas y no pudo volver a trabajar en el campo, su temperamento había empeorado progresivamente. Apoyándose en los anchos hombros de Roberto, se deslizó cuidadosamente sobre el asiento del pasajero de nuestro viejo y destartalado DeSoto. Su cara estaba pálida y demacrada, y sus ojos estaban enrojecidos por la falta de sueño. Estaba intranquilo porque yo me iba de la casa. Él quería que nuestra familia se mantuviera siempre unida.
Cerramos con llave la puerta principal de la barraca militar que nos alquilaba el señor Bonetti. Me monté en el asiento del conductor y cerré la puerta con fuerza, y rápidamente la amarré con una soga para mantenerla cerrada. Bajé la resquebrajada ventana para poder sacar la mano y hacer señales mientras nos alejábamos del Rancho Bonetti. Mi papá se estremecía cada vez que el coche pasaba sobre los baches del camino de tierra. Trampita, mi hermano menor, iba sentado entre mi papá y yo. Le pusimos a José Francisco el nombre de "Trampita" porque cuando nació, mis papás lo vistieron con ropa de bebé que encontraron en el basurero municipal. Mis otros hermanos menores, Torito, Rubén y mi hermanita Rorra, iban sentados en el asiento trasero junto a mi mamá. A ellos les emocionaba el viaje pero se mantenían quietos porque mi papá no toleraba el ruido, especialmente cuando estaba de mal humor.
Yo viré a la derecha en dirección a East Main y me dirigí hacia el oeste por un camino de doble vía que iba a Santa Maria, para tomar la autopista 101 Norte hacia Santa Clara. El sol se asomaba sobre las montañas detrás de nosotros, proyectando una sombra delante de nuestro DeSoto. A ambos lados del estrecho camino se extendían centenares de acres cultivados de fresas, en los cuales mi familia y yo habíamos trabajado hace años de sol a sol durante la época de la cosecha. Mientras nos acercábamos al puente Santa Maria, recordé el dolor que sentía cada vez que cruzábamos este puente en nuestro rumbo hacia el norte para dirigirnos a Fresno a pizcar uvas y algodón cada septiembre durante ocho años seguidos. Durante ese período yo perdía siempre las primeras diez semanas de clase todos los años porque andaba trabajando en los campos con mi familia.
Mirando de reojo, yo observé a mi papá cerrar los ojos.
—¿Quieres que maneje yo, Panchito?—me susurró Trampita—. Te veo muy cansado—mi familia me llamaba "Panchito", el apodo de Francisco, que era mi nombre de pila.
—No, gracias. Tú también necesitas descansar, pues te tocará conducir al regreso.
Trampita tenía que hacerse cargo de mi trabajo de conserjería y trabajar treinta y cinco horas a la semana, como yo lo había hecho, para ayudar a mantener a nuestra familia sin dejar de ir a la escuela. Sin él yo no hubiera podido estar haciendo ese viaje.
A través del espejo retrovisor pude ver a mi mamá dormitando con sus brazos alrededor de Rorra y de Rubén, que estaban inquietos. Torito miraba por la ventana, tarareando algo en voz baja.
Al menor de mis hermanos, Rubén, lo llamábamos "Carne Seca" porque siendo niño era tan delgado como una tira de carne reseca. Él se sentaba en el regazo de mi papá cuando viajábamos de un lugar a otro siguiendo las cosechas. Mi papá lo consentía porque, según mi mamá, Rubén se parecía a papá.
Rorra, mi hermanita menor, cuyo nombre de pila era Avelina, andaba siempre detrás de mí cuando yo estaba en la casa. A ella le gustaba que jugaran con ella y siempre que los dos nos dábamos bromas ella me recordaba la vez en que, cuando tenía cuatro años, tomó dos de mis centavos favoritos de mi colección de monedas y compró con ellos chicle en una máquina vendedora. "Estoy pegada a ti", me decía ella riéndose. La llamábamos Rorra porque parecía una muñeca. Todos la consentíamos.
Yo sentía un dolor en el pecho al pensar que dejaría de seguirlos viendo todos los días.
Durante el viaje atravesamos varios pueblos costeros que nos resultaban familiares: Nipomo, Arroyo Grande, Pismo Beach. A medida que nos acercábamos a San Luis Obispo, yo recordaba haber visitado el Politécnico de California durante mi tercer año en la secundaria. Ahora me dirigía a la Universidad de Santa Clara y lo único que sabía acerca de la universidad era que ésta sería mucho más difícil que la secundaria. Yo sabía eso porque la señora Taylor, mi maestra de estudios sociales en mi primer año, de seguido le decía a nuestra clase:—¿Les parece que el trabajo que les doy es muy difícil? ¡Ya verán cuando lleguen a la universidad!
Nuestro DeSoto se esforzaba por subir la cuesta de San Luis Obispo. Había una fila de coches detrás de mí.
—Muévete a la derecha y deja que los coches te pasen—me dijo mi papá, despertando de su siesta.
—Ya veo por qué no obtuviste buenas calificaciones en la clase de manejo—dijo Trampita riéndose. Le di a Trampita un ligero codazo en el hombro y me ubiqué en el carril derecho. El conductor que iba tras de mí me dirigió una mala mirada cuando nos pasó. Yo mantuve la vista clavada hacia el frente, evitando todo contacto visual con los otros conductores.
—Espero que no me den una multa por manejar tan des - pacio—dije.
—Como a tu papá—dijo mi mamá, palmeando ligeramente a mi papá en la parte trasera de la cabeza. A mi papá eso no le pareció divertido. Él había sido detenido por la patrulla de carreteras un par de veces cuando íbamos camino a Fresno por manejar muy despacio nuestra vieja carcachita. No le dieron una multa ninguna de las dos veces porque nosotros le dimos al oficial la excusa de que nuestro colchón, que iba encima del techo del coche, podría salir volando si él manejara muy rápido, aun cuando éste iba atado con sogas a los parachoques frontal y trasero.
El calor aumentaba a medida que continuábamos hacia el norte, dejando atrás Atascadero y Paso Robles.
Rorra dijo que tenía hambre.
—Yo también tengo hambre—dijo Rubén, secundándola.
—Nos detendremos en King City—dijo mi mamá, cuando pasábamos por el letrero que anunciaba el desvío.
—No, mejor espérense hasta que lleguemos a Santa Clara—dijo mi papá con firmeza—. ¡Aguántense!—se produjo un silencio mortal. Media hora más tarde, Rubén y Rorra declararon otra vez que tenían hambre.
—Mi estómago está haciendo ruidos extraños—dijo Rorra tímidamente.
—¿Y qué es lo que dice?—preguntó mi papá, riéndose.
—Quiere comida—respondió ella.
—El mío también—añadió Rubén.
—¿Qué tal si nos detenemos en Soledad?—sugirió mi mamá, viendo que el humor de mi papá había mejorado.
—No, eso nos va a traer mala suerte—objetó inmediatamente mi papá. Yo comprendí la objeción de mi papá. La palabra Soledad tenía para él una connotación negativa. Yo no estaba de acuerdo con él, pero no lo contradije. Sabía que no era conveniente hacerlo—. En cuanto veas un espacio libre, estaciónate—dijo mi papá, encendiendo un cigarrillo.
Nos acercamos a una larga fila de árboles de eucalipto ubicados a la orilla izquierda de la carretera, justo en las afueras de King City. Bajé la velocidad y giré hacia la izquierda entrando en un estrecho camino de tierra y continué avanzando por un cuarto de milla, seguido por una nube de polvo, y estacioné el coche al lado del camino.
—Gracias por traernos al desierto—dijo Trampita, bromeando—. Estoy seguro de que nuestros taquitos sabrán mejor con un poco de polvo encima.
—Qué chistoso—dijo mi mamá, riéndose. Mi papá me miró y se sonrió.
—Esto no es polvo, Trampita, es salsa pulverizada.
—Ya pues, comamos—dijo mi mamá. Ella sacó de la cajuela del coche una cobija del ejército y una bolsa café grande, de provisiones, que le entregó a Torito. Extendió la cobija en el suelo para que nos sentáramos. Trampita y yo le ayudamos a nuestro papá a sentarse con su espalda apoyada contra la llanta derecha delantera—. Hice estos taquitos de chorizo con huevos esta mañana—dijo mi mamá orgullosamente, mientras los repartía. Rubén y Rorra engulleron rápidamente sus tacos y pidieron otro.
—Que los mantenga el gobierno—dijo mi papá.
—Creo que el gobierno tampoco podría mantenerlos—dijo mi mamá, acariciando ligeramente el pelo de Rorra y riéndose—. Será mejor que te comas otro par de tacos, Panchito—me dijo mi mamá juguetonamente—, tú no tendrás de éstos en la universidad—yo no me había preguntado cómo sería la comida en la universidad hasta que mi mamá lo mencionó. Recordé que Roberto le había pedido a ella que no nos hiciera tacos para llevar a la escuela porque los muchachos se burlaban de nosotros. Así que en cambio nos hacía sándwiches, pero siempre ponía un chile con el sándwich para darle sabor.
Nosotros continuamos el viaje pasando el Valle Salinas, el cual se veía como un enorme tapiz muy vistoso. Éste se encontraba rodeado por cordilleras hacia el oeste y estaba cortado en el medio por una cinta negra representada por el camino, el cual se extendía hasta donde alcanzaba la vista. A lo largo de la carretera había acres y acres de lechuga, coliflor, apio, fresas y flores amarillas, rojas, blancas y púrpuras.
—Esto parece un paraíso, un cielo verde—dijo mi mamá impresionada.
—Sí, pero no para la gente que trabaja en los campos—replicó mi papá.
Yo estaba de acuerdo con él. Cada tantas millas yo veía una fila de camionetas y viejos coches polvorosos estacionados a la orilla de los campos, y grupos de trabajadores encorvados recogiendo las cosechas o cortando con el azadón las malas hierbas. Nuestra propia familia había hecho ese mismo tipo de trabajo año tras año durante los primeros nueve años que estuvimos en California.
Mientras entrábamos a la ciudad, recordé que ése era el lugar de nacimiento de John Steinbeck. La señorita Bell, mi maestra de inglés en mi segundo año de la secundaria, me había pedido que leyera The Grapes of Wrath (Las uvas de la ira) después que ella leyó un ensayo que yo había escrito sobre Trampita. La novela era difícil de leer porque yo todavía estaba luchando con el idioma inglés, pero no podía desprenderme de ella. Yo me identificaba completamente con la familia Joad. Sus experiencias eran como las de mi propia familia, tanto como las de los otros trabajadores migrantes. La historia de ellos me conmovía y por primera vez había yo leído una novela con la cual pude sentirme de algún modo relacionado.
—Vas muy rápido; baja la velocidad, Panchito—exclamó mi papá, presionando su pie derecho contra el piso del coche.
Yo iba tan absorto en mis pensamientos que no había notado que estaba acelerando. Pasamos a través de Gilroy y Morgan Hill y entramos a San José. Era una ciudad grande y cosmopolita en comparación con Santa Maria, la cual tenía tan sólo 28.000 habitantes. Mi corazón empezó a latir más rápido mientras manejaba hacia el norte siguiendo La Alameda.
—Creo que nos estamos acercando—dije—. Pienso que La Alameda se convierte en El Camino Real, pero no estoy seguro.
—¿Cómo que no estás seguro?—me preguntó mi papá, un poco molesto—. ¿Cuál es la dirección?
—No lo sé—me disculpé confuso—. Lo que sí sé es que está en El Camino Real en Santa Clara—me detuve en una gasolinera de Texaco y Trampita salió del coche para preguntar la dirección. Mi papá estaba enojado. Se mordía el labio inferior y hurgaba la bolsa de su camisa buscando un cigarrillo.
—Vamos bien—dijo Trampita, mientras se deslizaba en el asiento delantero junto a mi papá—. Sigue derecho por La Alameda por una milla más, hasta donde se convierte en El Camino Real. El Camino Real pasa por el medio de la universidad.
Yo suspiré aliviado. Me alejé de la gasolinera manejando el coche y mantuve el rumbo sobre La Alameda, que estaba flanqueada por abetos y sicomoros y por grandes casas de estilo colonial español.
—Mira, Panchito—dijo mi mamá—. Esas casas se parecen a las de la parte más rica de Guadalajara. Son muy lindas.
Yo la miré por el espejo retrovisor. Tenía en sus ojos una mirada triste. Mi mamá quiso siempre que tuviéramos una casa propia, pero en cualquier parte que viviéramos, ya fuese un viejo garaje, una carpa o una barraca del ejército, ella lo convertía de algún modo en nuestro hogar. Lo adornaba con objetos decorativos mexicanos, como pajaritos o perritos de cerámica, y ponía flores silvestres en un florero sobre cualquier caja o cajón que nos sirviera en ese entonces de mesa. "Nuestra casa", decía ella con orgullo.
Llegamos a la universidad y entramos por el portón principal, el cual estaba flanqueado por altas palmeras. Frente a nosotros se encontraba una cruz grande de madera, de aproximadamente veinte pies de alto, en el centro de una glorieta y unas cuantas yardas más atrás estaba la Iglesia de la Misión.
—Se parece a una de las iglesias de México—dijo mi mamá—. ¡Qué hermosa!
Su fachada de estilo español tenía talladas estatuas de madera de santos a ambos lados y dos grandes puertas de madera castaño oscuro en la entrada central, con otras dos más pequeñas, ubicadas una a cada lado. Hacia la izquierda había un campanario. Mientras conducía el coche alrededor de la glorieta nuestro DeSoto petardeó, expeliendo una nube de humo negro detrás. Me estacioné rápidamente frente a un edificio llamado Dalia Walsh Hall. Nuevos carros con enormes y afiladas aletas traseras y brillantes parachoques de cromo seguían entrando por el portón. Rorra y Rubén presionaron sus narices contra la ventana tratando de verlos. Trampita se deslizó más abajo en el asiento. Mientras veía salir de los coches a los pasajeros, yo me sentía tenso. Todos ellos iban bien vestidos. Muchos de los hombres llevaban trajes y las mujeres llevaban vestidos vistosos o faldas y blusas. La mayoría de los muchachos de mi edad parecían ser más altos que yo y llevaban el cabello cortado a cepillo; algunos llevaban chaquetas. Miré mis botas negras puntiagudas y luego eché un vistazo a mi larga melena a través del espejo retrovisor. En el reflejo, pude ver a mi mamá alisando nerviosamente con sus manos el frente de su desteñido vestido amarillo. Le dirigí una mirada a mi papá. Vi que se mordía el labio inferior y tenía apretadas fuertemente las manos.
—¿No vamos a salir?—preguntó Torito, bajando la ventana.
—Todavía no—dije yo, hurgando debajo del asiento y sacando las instrucciones que me había enviado la universidad. Yo trataba de ganar tiempo, esperando que se alejara la familia estacionada junto a nosotros—. Estaré en la residencia Kenna Hall—dije—. De acuerdo a este mapa, Kenna está al otro lado, detrás de Walsh—desaté la soga que mantenía cerrada la puerta del conductor, salí y me dirigí a ayudar a mi papá.
—Yo no voy a salir, Panchito—dijo él decididamente, encendiendo un cigarrillo.
—Yo tampoco—dijo mi mamá en tono de disculpa—. Me quedaré con Rorra y tu papá mientras tú y los muchachos descargan tus cosas.
Yo no discutí con ellos pues sabía cómo se sentían. Mientras mi familia esperaba en el coche, me puse a buscar Kenna Hall para inscribirme. Seguí a otros estudiantes y sus familias que parecían estar encaminados en la dirección correcta. Unos cuantos de ellos parecían estar tan perdidos y confusos como yo. Detecté una pequeña fila de gente que esperaba junto a la entrada de una vieja residencia gris de tres pisos, que resultó ser Kenna Hall. La fila avanzaba rápidamente. Cuando llegó mi turno de inscribirme, el encargado, que estaba sentado tras una pequeña mesa, se sonrió y me preguntó cortésmente:
—¿Cómo te llamas?
—Frank Jiménez—le dije. En casa a mí me gustaba que me llamaran Panchito. Pero mi maestra de primer grado me llamaba "Frank" porque decía que era más fácil de pronunciar. El nombre "Frank" se quedó conmigo por lo tanto a lo largo de toda la escuela primaria. En junior high school y en la secundaria me llamaban "Frankie", lo cual yo prefería más que "Frank", porque me parecía que era una traducción más exacta de "Panchito".
—Tú no estás en nuestra lista—dijo él, recorriendo con su dedo índice una larga lista de nombres que empezaban con la letra "H".
—Tiene que estar en la "J"—dije yo, deletreándole el nombre. Él me dirigió una mirada desconcertada mientras marcaba mi nombre con su lápiz rojo.
—Hay que hacer un depósito de cinco dólares por la llave. Firma aquí, junto a tu nombre—dijo.
Yo le di un billete de cinco dólares y firmé. Examinó la firma, asintió con la cabeza y me entregó la llave dentro de un pequeño sobre blanco. Me apresuré a regresar al coche, abriéndome paso a codazos entre la muchedumbre y manteniendo la cabeza agachada, sin mirar a nadie.
Trampita y yo descargamos las pequeñas cajas de la cajuela y las colocamos en la acera frente al DeSoto. Yo lo miré y observé el bulto que se proyectaba debajo de su rayada camisa azul. Cuando era un bebé, a Trampita le había dado una hernia. Estábamos viviendo ese invierno en un campamento de trabajadores migrantes en Santa Rosa. Nuestros papás trabajaban de noche en una fábrica de conservas de manzanas y dejaban a Roberto cuidándonos a mí y a Trampita mientras estaban en el trabajo. Una fría noche, después que Roberto y yo nos habíamos dormido, Trampita se cayó rodando del colchón que estaba sobre el piso de tierra y se salió de la carpa, y lloró tanto que se le reventó el ombligo.
—¿Por qué no puedo ir con ellos?—protestó Rorra.
—Yo quiero ir con ellos también—refunfuñó Rubén.
—¡Ya, pues!—dijo mi papá, impaciente—. Ustedes se quedan quietos. ¿Entienden?
Mi hermana pataleó, se volteó de espaldas a mi papá e hizo una mueca. Ajustándose la sucia cachucha, mi papá dijo:
—Torito, llévate a Rubén contigo y ayúdenle a Panchito y a Trampita con las cajas.
—Yo cuidaré bien a Rubén—dijo Torito orgulloso.
—Es mejor que te portes bien, mijo—dijo mi mamá gentilmente, aconsejando a Rubén mientras éste salía del coche saltando. Trampita, Torito y yo nos dirigimos a Kenna Hall, llevando cada uno una caja. Rubén avanzaba brincando para mantener el paso con nosotros.
Subimos una estrecha escalera hacia el segundo piso de Kenna, siguiendo a otros estudiantes que llevaban maletas, equipos de sonido estereofónicos y cajas. Ellos subían abriéndose paso entre otros que venían bajando las escaleras con las manos vacías, mientras se dirigían a buscar el resto de sus pertenencias. El corredor mal alumbrado con el piso de vinilo castaño oscuro parecía un largo túnel. Fuertes sonidos de golpes se oían en el corredor mientras los estudiantes cerraban sus cuartos dando portazos. Después de avanzar una cuarta parte de la extensión que tenía el corredor logramos encontrar mi cuarto, que era el 218. Apoyé la caja sobre mi rodilla y la sostuve con la mano izquierda mientras abría la puerta. Un rayo de luz procedente de la ventana del cuarto se proyectó en el corredor. Trampita y Torito, que iban jadeando y resoplando, dejaron caer las cajas en una cama vacía. Yo coloqué mi caja en la otra. El cuarto rectangular tenía a ambos lados idénticos muebles desgastados: un alto y estrecho ropero ubicado junto a la entrada, una cama doble de resortes con un colchón rayado en azul y blanco y un escritorio de madera castaño claro con su silla correspondiente y una lámpara ajustable de escritorio.
—Esto se parece a las cabañas de una sola pieza en las que vivíamos cuando pizcábamos algodón en Corcoran—dijo Trampita—. Sólo que más pequeño—al notar que la tristeza me iba invadiendo progresivamente, él añadió rápidamente:
—¡Pero al menos aquí no hay agujeros en las paredes!
—Vámonos ya; nuestros papás nos están esperando—dije, empujándolos ligeramente para sacarlos del cuarto. Nos dirigimos de nuevo al coche.
—Ya era tiempo—dijo mi papá, irritado—. ¿Por qué se tardaron tanto?
—Lo siento—respondí—. El lugar estaba muy congestionado—abracé a Torito y Trampita y me despedí de ellos. Abrí la puerta trasera del coche y besé a Rorra y a mi mamá.
—Que Dios te bendiga, mijo—dijo mi mamá, al despedirse de mí. Sentí que se me atragantaba la garganta mientras procuraba retener las lágrimas. Mi papá apagó su cigarrillo y me palmeó en la espalda. Buscó en su cartera, sacó una estampa con una desteñida imagen de la Virgen de Guadalupe y me la entregó.
—Cuídate, mijo—dijo. Su labio inferior se estremeció—. Recuerda ... sé respetuoso. Si respetas a la gente, te respetarán a ti también.
—Sí, papá—le dije, besando levemente sus manos callosas y llenas de cicatrices. Trampita se deslizó en el asiento del conductor, ató la puerta, encendió el motor y lentamente retrocedió para salir del estacionamiento y luego empezó a alejarse. El coche petardeó, dejando una estela de humo gris por detrás. Yo me quedé solo de pie sobre la acera y me despedí con la mano, siguiendo con la vista al DeSoto hasta que dobló a la derecha hacia El Camino Real y desapareció.