Pasada la medianoche, me arrastré de regreso a la cama y me esforcé por quedarme dormido. Habían pasado, al parecer, sólo unos cuantos minutos cuando oí unos fuertes golpes en la puerta. Smokey saltó de la cama como un conejo asustado y encendió la luz.—¿Quién es?—preguntó.
—¡Abran! Es hora de levantarse, novatos perezosos.
Lancé un vistazo al reloj despertador. Eran las cuatro de la mañana. Smokey abrió la puerta lentamente, sacando la cabeza para ver quién era. Yo me levanté semidormido de la cama y me paré detrás de él. De pie frente a nosotros se encontraban dos atléticos estudiantes vestidos de blanco y de rojo. Ellos se identificaron como Mike y Jim y dijeron que eran miembros del Comité de Orientación. Mike nos entregó a cada uno de nosotros una hoja de papel con la letra de una canción. En la parte de arriba decía "Combate Varsity por Santa Clara".
—Ésta es la canción de combate de Santa Clara—dijo él orgullosamente—. Ustedes tienen que aprendérsela de aquí a mañana y cantarla cuando se lo pidan—miró su reloj y agregó—¡Epa!, corrijo lo que dije, el día de mañana ya llegó. Seremos generosos con ustedes: les daremos hasta las ocho de la mañana para que se la aprendan.
—Eso me parece justo—dijo Jim.
—Ustedes tienen que estar bromeando—dijo Smokey, riéndose nerviosamente y ajustando los botones de su pijama color verde pálido.
—No, no estamos jugando y si no lo haces te arrepentirás—dijo Mike. Los dos se rieron entonces histéricamente y se fueron al siguiente cuarto, gritando "¡Vivan los Broncos". El Bronco era la mascota insignia de la universidad. Smokey y yo nos sentamos en nuestras camas y estudiamos la letra de la canción.
—No tengo tiempo para memorizar esto. ¡Ésta es una cosa ridícula!
Smokey me miró, sonrió y dijo:—Anda, no lo veas así. No es un asunto tan grave. Todo se hace por pura diversión.
—¡A mí no me parece divertido!—yo estaba furioso—. ¡Tenemos un examen mañana!
Smokey no respondió. Me dirigió una mirada perpleja y se arrastró de regreso a la cama. Yo arrugué la hoja de papel, la arrojé al cesto de la basura y me volví de nuevo a la cama.
Me desperté agotado y desorientado; no sabía dónde estaba. Tan pronto como vi la bola de papel arrugado en mi escritorio y la cama vacía de Smokey mi mente se iluminó como por un rayo: ¡el examen de inglés! Me quité la ropa interior, me envolví una toalla en la cintura, tomé una barra de jabón de mi ropero y me di prisa por el corredor para bañarme. Me calmé con el agua caliente. En casa nosotros nos bañábamos en una tina grande de aluminio que estaba ubicada en un cobertizo anexo a un costado de nuestra barraca. Calentábamos el agua en una olla. Luego la trasladábamos, la vertíamos en la tina y nos lavábamos el pelo con detergente para ropa marca Fab, porque el jabón y el champú eran demasiado suaves para cortar el aceite y el azufre que había en el agua.
Cuando regresé al cuarto, Smokey estaba sentado ante su escritorio memorizando diligentemente la canción de lucha de la Universidad y esperándome para ir a desayunar. Él se había levantado temprano y había ido a la misa en la Iglesia de la Misión. A mí me sorprendía ver lo inagotable que era su energía. Él era como un dínamo gigante.—Después que comamos, podemos ir a hacer el examen de inglés—dijo él, observándome y mirando el papel arrugado en mi escritorio. Yo sabía que él estaba decepcionado de mí, pero fingí no darme cuenta.
—Estaré listo en un segundo—dije, sintiéndome tenso debido al examen. Apenas acababa de vestirme cuando oí unos fuertes golpes en la puerta.
—Deben ser esos dos tipos que han regresado—dijo Smokey. Yo corrí al ropero y me escondí antes que él abriera la puerta. Smokey tenía razón, yo reconocí sus altas y profundas voces:
—¡Arriba los Broncos, Arriba los Broncos! Ya sabes lo que debes hacer—gritaron ellos en coro.
Smokey empezó a cantar: "Canción de combate para Santa Clara, en alto los pendones de rojo y blanco ... No importa qué tan grande sea tu adversario ... hombres, que tu consigna sea: vencer o morir, ¡ra, ra, ra!" En ciertos momentos desafinaba pero continuaba sin perderse ni una palabra. Recalcó el final gritando "¡Arriba los Broncos!".
Mike y Jim aplaudieron y gritaron "¡Arriba los Broncos!". El ruido disminuyó a medida que se alejaban por el corredor buscando a otras víctimas.
—Ya puedes salir, gallina—dijo Smokey. Abrí la puerta del ropero lentamente, asegurándome de que ellos se hubiesen realmente marchado.
—Gracias, Smokey.
—Me debes una, amiguito—me golpeó ligeramente en el hombro.
Nos dirigimos al comedor estudiantil en Nobili para tomar nuestro desayuno. En el camino sentí un leve mareo y un nudo en la boca del estómago. Nosotros le entregamos nuestro boleto para la comida a una señora bastante mayor y robusta, que estaba sentada en un taburete a la entrada del comedor. De una pequeña mesa tomamos cada uno una bandeja plástica, un plato y cubiertos, y avanzamos en una fila donde los despachadores sirvieron con cucharones grandes porciones de huevos revueltos, salchichas y papas en nuestros platos. Nos sentamos ante una mesa redonda de madera con unos cuantos compañeros de clase. Smokey inmediatamente entabló una conversación con ellos, pero yo me desentendí de la plática puesto que estaba preocupado por mi examen de ubicación en inglés. El inglés había sido siempre para mí la materia más difícil en la escuela, y nunca salía bien en los exámenes. Me sentía mal del estómago pero al final logré dejar limpio el plato, como era mi costumbre. Me disculpé ante los otros estudiantes y me dirigí de prisa al cuarto de baño en Kenna Hall. Me mojé la cara con agua fría y me miré en el espejo. Estaba pálido y tenía unas profundas ojeras.
Regresé a mi cuarto, me bebí un vaso de agua, me acosté en la cama y cerré los ojos por varios minutos. Luego me dirigí cruzando el campus al gimnasio Seifert para hacer el examen. El viejo edificio rectangular de ladrillos rojos estaba en el extremo norte del campus. Al entrar me entregaron una libreta azul y me informaron que los resultados de la prueba serían colocados esa tarde en un tablero afuera del gimnasio. Tomé asiento ante una de las largas y angostas mesas dispuestas para el examen y lancé nerviosamente una mirada en derredor. El gimnasio tenía una fila de ventanas cuadradas situadas a igual distancia unas de otras en la parte superior de las dos paredes más largas, brillantes pisos oscuros de madera y una canasta de baloncesto en cada uno de los extremos, empotradas en el techo. Me tembló la mano cuando abrí la libreta de exámenes y empecé a escribir sobre un tema que se me olvidó en el momento mismo en que entregué mi ensayo. Salí del gimnasio como aturdido, preguntándome si habría realmente hecho o no aquel examen tan temido.
Cuando regresé a mi cuarto, Smokey estaba echado en la cama leyendo el periódico y escuchando la radio. Estaban tocando "The Lion Sleeps Tonight" (El león duerme esta noche).
—Pareces como si hubieras visto a un fantasma—dijo él, haciendo a un lado la página deportiva.
—Espero haber aprobado el examen de inglés—me desplomé en la cama.
—Claro que sí. Era pan comido.
Esa tarde, cuando regresé al gimnasio, una multitud de novatos se había ya congregado alrededor de un tablero de anuncios en el que estaba pegada la lista donde aparecían, en orden alfabético, los nombres de aquellos que habían aprobado el examen. Los estudiantes cuyos nombres no aparecían en la lista habían reprobado el examen y tenían que tomar un curso de refuerzo que no contaba con créditos académicos. Los estudiantes gruñían mientras se empujaban y se apartaban unos a otros tratando de leer la lista. Algunos gritaban de alegría, otros sonreían de oreja a oreja, en cuanto lograban encontrar su nombre. Yo permanecí detrás de la multitud, esperando que se dispersara. Yo luchaba por lograr suficiente valor para superar la desilusión que, según temía, me estaba esperando. Me acerqué al tablero y miré rápidamente la lista empezando con la letra "J". ¡Y ahí estaba mi nombre! Yo no podía creer lo que veían mis ojos. Lo verifiqué una y otra vez para asegurarme. Aunque estaba agotado, me sentí tan feliz como el día en que la señorita Bell, mi maestra de inglés de décimo grado, me dijo que yo tenía talento literario.
Al final del día, Smokey y yo regresamos al gimnasio Seifert para asistir a una asamblea general para todos los novatos. El Comité de Orientación explicó la historia y las tradiciones de la Universidad. Se nos informó que Santa Clara era la institución de educación superior más antigua de California. Fue fundada como un college en 1851 por el jesuita John Nobili y se convirtió en universidad en 1912. Yo sabía que en 1961 las mujeres habían sido admitidas por primera vez en Santa Clara, rompiendo la tradición exclusivamente masculina. Mientras miraba alrededor del auditorio me sorprendió ver que las muchachas eran realmente muy pocas. Yo había estado acostumbrado a asistir a escuelas públicas donde el número de varones era aproximadamente igual al de las muchachas. Cuando anunciaron que nuestra clase de 1966 era la clase de primer ingreso más numerosa que hubiese habido nunca, consistente en 579 alumnos, un tercio de los cuales eran chicas, Smokey se inclinó hacia mí y me dijo en un susurro:—Las estadísticas no están a favor de nosotros, los varones.
—Especialmente en los bailes—le respondí.
Lo que más me sorprendía era ver la forma en que los varones de las clases superiores trataban a las muchachas. Durante la cena esa noche pude notar que ellos se rehusaban a sentarse junto con las chicas en el comedor y luego me enteré de que a ellas se les prohibía mantenerse en la sección de los porristas en los partidos de fútbol. La conducta de esos estudiantes me producía tristeza y rabia. Me preguntaba si las chicas se sentirían tan solitarias y marginadas como yo me había sentido en primer grado cuando los compañeros de clase me excluían de sus juegos porque yo no hablaba el inglés con suficiente fluidez.
Esa noche yo estaba tan cansado cuando me acosté que ni siquiera oí a nuestro prefecto hacer su ronda de los cuartos a las once en punto. Salté de la cama a las seis, pensando que era tarde para ir a trabajar limpiando la Western Union antes de que ésta abriera a las siete de la mañana. Rápidamente, me di cuenta de que estaba en Santa Clara y no en casa cuando miré alrededor y vi que Smokey todavía estaba dormido.
Después del desayuno, leí sobre los requisitos de graduación en el Catálogo de la Universidad para el curso 1962–63. Los cursos requeridos y los electivos recomendados estaban listados por especialidad para cada semestre durante los cuatro años. Puesto que la mayoría de las especialidades tenían los mismos requisitos para los primeros dos años, yo decidí tomar cuatro cursos obligatorios: teología básica, redacción y literatura, lógica y ciencia militar, historia de la civilización occidental y una electiva, español, para un total de dieciséis unidades y media. Las anoté en un pedazo de papel y me dirigí al gimnasio Seifert para matricularme.
En el gimnasio había mucho ruido y estaba repleto de estudiantes de primer ingreso que trataban de matricularse en las diferentes clases. Ninguno de ellos se parecía a mis amigos del Rancho Bonetti o a los amigos que yo había hecho en los campamentos de migrantes. Me di cuenta de que eso me incomodaba, aun cuando en mi escuela secundaria había pocos estudiantes procedentes de comunidades migrantes. Grandes rótulos, indicando los diversos departamentos, estaban pegados en la pared sur del gimnasio y debajo de cada rótulo había miembros de la facultad sentados junto a pequeñas mesas orientando a los estudiantes e inscribiéndolos en los cursos. Había largas filas de espera para cada disciplina. Tenía la boca seca y mis manos estaban frías y pegajosas. Hice primero las filas para los cursos obligatorios, esperando que las clases que yo había seleccionado no estuvieran cerradas. La suerte estaba de mi parte. Logré inscribirme en todas ellas. Luego hice la fila para inscribirme en español. Cuando llegué al frente, el profesor que atendía la mesa se levantó, se presentó como el doctor Víctor Vari y me estrechó la mano.
—Quiero asegurarme de que tú te inscribas en el nivel indicado de español—me dijo con un ligero acento, mirándome directamente a los ojos.—¿Hablas español? Tú deberías hablarlo, ya que llevas el apellido Jiménez—dijo sonriendo y pronunciando mi nombre correctamente.
—Sí, lo hablo—dije orgullosamente. Él y yo procedimos entonces a hablar en mi lengua nativa.
—Bueno—dijo él, pasando de nuevo al inglés—. Tú debes tomar español 100A, el cual consiste en redacción y lectura avanzadas—yo acepté, sin saber exactamente en qué me estaba metiendo. Llené una tarjeta con todas mis clases y se la entregué a un miembro del personal que estaba de pie a la entrada del edificio.
Cuando salía del edificio fui recibido por un estudiante de segundo año que me estrelló un pastelito sobre la cabeza. Me entregó un cuaderno y me dijo que debía llenarlo antes de la noche del día siguiente con las firmas de alumnos de los años superiores y que si no lo hacía se me llevaría a la "corte simulada". Se rió en voz alta y se dispuso a esperar al siguiente novato que saliera del gimnasio. A mí el asunto no me pareció divertido. Me sentía avergonzado y humillado. Sabía que aquello se hacía por diversión, pero me parecía irrespetuoso. Regresé precipitadamente a mi cuarto, tratando de no toparme con ningún estudiante de años avanzados. Me quedé en el cuarto con la puerta cerrada hasta que Smokey regresó de matricularse. Apenas entró, él encendió la radio y me mostró orgullosamente su cuaderno lleno hasta la mitad con las firmas de los estudiantes.
—No tardaré mucho en llenarlo—dijo satisfecho—. ¿Cuántas firmas has conseguido?—me preguntó. Yo no le respondí. Smokey me contempló y se rió.
—¿Obtuviste las clases que querías?—le pregunté.
—Sí—me respondió.
Comparamos nuestro horario de clases y nos decepcionamos al comprobar que no compartíamos ninguna. Sin embargo, él tenía el mismo instructor para redacción y literatura, y eso resultó un consuelo para mí.
Smokey se cambió de ropa y me invitó a ayudarle a construir un muñeco que representara "la imagen del hombre de Santa Clara". Ésa era una competencia entre diversas residencias de estudiantes varones de primer año, patrocinada por los estudiantes de años superiores, con el fin de promover el espíritu de identificación con la universidad. Mis compañeros de clase del Kenna Hall vistieron a un maniquí con un suéter rojo, camisa blanca y una estrecha corbata negra, y lo pusieron señalando a un rótulo que decía NOBILI HALL. Yo no participé porque me sentía aún alterado por la broma del pastelito. Me quedé en mi cuarto, echando de menos a mi familia, y preocupado por las clases en que me había inscrito para el semestre y deseando que el tiempo en Santa Clara pasara rápidamente.