Desde que tenía la edad de cuatro años, siempre sentí miedo cuando veía a alguien que vestía un uniforme verde. Desde que mi familia y yo cruzamos la frontera mexicanoestadounidense ilegalmente, arrastrándonos debajo del cerco de alambre de púas que separaba los dos países, nuestro papá nos advirtió que nos debíamos esconder de la migra, los guardias de la patrulla fronteriza que vestían uniformes verdes: "Si ellos te agarran, te deportarán de vuelta a México", nos decía repetidamente. Nosotros logramos evadir a los hombres del uniforme verde durante nueve años pero ellos finalmente nos atraparon y nos deportaron cuando yo estaba en el octavo grado. Y a pesar de que nosotros regresamos legalmente, yo seguí siempre sintiendo aprensión cada vez que veía un uniforme verde.
Y ahora yo tenía que llevar un uniforme de ésos una vez por semana durante todo mi primer y segundo año. No tenía otra alternativa. Como muchas universidades subsidiadas por el gobierno, Santa Clara exigía que todos los estudiantes de pregrado tomaran un programa de dos años de entrenamiento básico en ciencia militar (ROTC: Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de Reserva). A todos los pregraduados se nos exigía tomar el programa básico ROTC de dos años del ejército. Los cursos, de una unidad y media de crédito académico, consistían en dos horas de conferencias y una hora de ejercicios. Cada martes por la mañana nos poníamos nuestro uniforme militar y marchábamos en el Back Shaw Stadium, que estaba ubicado en el lado este del campus.
La noche anterior, mis compañeros de clase y yo invertimos varias horas en prepararnos para nuestro ritual del martes por la mañana.
—Yo sé cuánto te gusta hacer esto—dijo bromeando Smokey, sacando del ropero su uniforme del ejército y colocándolo cuidadosamente a lo largo de la cama. Yo opté por ignorarlo y continué con mis lecturas para mi clase de civilización occidental. Con el rabillo del ojo lo vi alisar sus pantalones con la palma de las manos, tratando de eliminar las arrugas que había dejado la percha. Hice a un lado mi libro de texto.
—Puedes planchar el mío cuando termines con el tuyo—le dije.
—Trato hecho. Siempre y cuando tú les des brillo a mis zapatos—ambos nos reímos. Saqué mi uniforme, lo colgué del pomo de la puerta y le limpié la pelusa con mis manos.
—Es más rápido si usas cinta adhesiva—dijo Smokey. Sacó de la gaveta de su escritorio un rollo de cinta adhesiva, cortó una tira y sosteniendo ambos extremos de ésta la pasó encima del uniforme.
—Eres un genio, serás promovido a general en un santiamén.
—Nomás sigue mis órdenes—dijo él—y haré de ti un buen soldado en un dos por tres.
—Sí, señor—me cuadré militarmente y le hice un saludo chocando mis talones. Smokey salió para ir a cortarse el pelo con Ernie DeGasparis, mi único compañero de clase de la secundaria en Santa Maria. Ernie había instalado su peluquería en su cuarto ubicado en el tercer piso y les cortaba el pelo gratis a sus amigos.
Yo seguí preparándome para pasar la inspección militar el martes. Utilizando un viejo calcetín y solución para bronce, abrillanté la hebilla del cinturón, dos pequeñas insignias redondas que iban prensadas a cada lado de las solapas de la chaqueta y una insignia del águila estadounidense prensada al frente de la gorra. Para abrillantar los botines de cuero negro escupí sobre ellos y los froté furiosamente con una pequeña bola de algodón hasta que relucieron como un espejo. Acababa de terminar de darle brillo al segundo zapato cuando Smokey regresó mostrando un corte de cabello de cepillo.
—Ernie te está esperando—dijo—. Es tiempo de que te despojes de tu sombrero de pelo—a diferencia de mis compañeros de clase, yo llevaba el pelo largo, con un elevado copete al frente. Detestaba tener que cortármelo, pero la elección no dependía de mí. Como cadetes, se nos exigía que nos ajustáramos a los estándares de presentación establecidos.
Y lo hicimos. En la mañana del martes los estudiantes varones de primer y segundo año íbamos vestidos todos iguales y portábamos nuestra placa negra de plástico con nuestro nombre en la solapa del bolsillo derecho. Mientras cruzábamos el campus para dirigirnos al Black Shaw Stadium, Santa Clara parecía más un campamento militar que una universidad. Nos reportamos al cuartel central donde cada uno de nosotros recibió un rifle de infantería M16 que tenía unas veinte pulgadas de largo y que pesaba cerca de siete libras. Fuimos informados por el capitán Glasson que durante las actividades en el ROTC, deberíamos dirigirnos a los cuadros y cadetes de rango superior por su rango y su nombre, y que en la cadena de mando a cada uno de nosotros se dirigirían llamándolo cadete y luego diciendo su nombre. Nosotros teníamos que emplear el término "Señor" y saludar cuando conversáramos o respondiéramos a un oficial cadete o un oficial de rango más alto. Esas reglas y esa disciplina me recordaron a mi papá, quien exigía que le obedeciéramos siempre y que no cuestionáramos su autoridad.
Fuimos entonces agrupados en pelotones y alineados en una formación rectangular. Un cadete de rango superior iba de un lado a otro inspeccionándonos individualmente, asegurándose de que tuviéramos todo en orden: las insignias y los zapatos brillantes, el corte de cabello cortado al rape, y bien afeitados. Si algo estaba fuera de conformidad, nos rebajaban puntos, lo cual afectaba nuestras calificaciones. Después de la inspección, nosotros trotamos en el mismo lugar durante uno o dos minutos, marcando el paso y llevando nuestros rifles M16 conforme marchábamos siguiendo órdenes: "Atención, izquierda...¡Marchen! A la izquierda, a la derecha, rompan filas, paso doble..." A veces, cuando yo me confundía y hacía un giro a la izquierda en lugar de un giro a la derecha, oía al cadete superior que gritaba: "¡Preste atención, cadete!" "Sí, señor", gritaba yo en respuesta, automáticamente, pensando en lo ridículo que eran aquellos ejercicios y la pérdida de tiempo que significaban.
Por la tarde, asistíamos a las conferencias brindadas por el capitán Glasson o el coronel O'Brien sobre la historia militar estadounidense y la lectura de mapas, las cuales disfrutaba porque a mí me gustaba aprender sobre el pasado, pero aun así me desagradaba vestir uniforme militar y practicar ejercicios. Eventualmente, sin embargo, la obligación de llevarlo me libró de mi temor a los hombres vestidos de uniformes verdes; lo más importante fue que eso le agradó a mi papá. Cuando unos meses después, en las vacaciones de Navidad, le di una foto donde yo aparecía en uniforme, él dijo: "Estoy orgulloso de ti, mijo. Cuando eres pobre puedes superarte y llegar a ser alguien en el ejército".