Eviernes 22 de noviembre yo estaba emocionado porque en cinco días más iría a casa con motivo de la fiesta de Acción de Gracias, las cuales eran mis vacaciones favoritas. No era la celebración en sí la que tenía mayor significado para mí, sino la época del año en que se daba. En la escuela siempre la celebrábamos, pero en casa no. Desde el tiempo en que yo tenía seis años hasta que tuve trece, nosotros pasábamos los meses de invierno en Corcoran, California, pizcando algodón todos los días, incluyendo el de Acción de Gracias, a menos que lloviera. Usualmente, unos pocos días antes de Acción de Gracias, yo empezaba a ir a la escuela por primera vez cada año. Me encontraba muy atrasado en los estudios pero aun así yo me sentía siempre feliz de regresar a la escuela. Por esta razón el día de Acción de Gracias tenía para mí un significado especial.
La noche del jueves, me acosté a dormir muy tarde porque estuve estudiando para mi curso de historia de la filosofía, que se impartía a las 9:10 de la mañana tres días por semana. Ese viernes unos cuantos de nosotros nos quedamos en el aula después de clase para hacerle al padre Fagothey algunas preguntas relacionadas con nuestras lecturas de La República de Platón. Yo estaba tan fascinado por sus explicaciones que perdí el sentido del tiempo y llegué tarde a mi clase de las 10:10 de la mañana, que era historia de los Estados Unidos. Salí corriendo de Montgomery Labs y me dirigí a O'Connor Hall. En el camino me encontré con Smokey, que tenía lágrimas en los ojos.
—¿Qué pasa? ¿Estás bien?
—Balearon a Kennedy—yo no podía creerlo—.
—¿Estás seguro?—le pregunté.
—Completamente seguro—respondió bruscamente.
—Nuestra clase ha sido cancelada. Voy de regreso a nuestro cuarto a escuchar las noticias—dio la vuelta y se alejó en dirección a McLaughlin Hall. Yo seguí caminando rumbo a mi clase, rezando para que lo que me había dicho Smokey no fuera cierto. Al entrar a la clase, noté que las luces estaban apagadas y que todos los pupitres estaban desocupados. El profesor James Hannah, el instructor, estaba inclinado detrás del podio, con la cabeza agachada. Sostenía un pañuelo blanco en su mano derecha y estaba temblando por el dolor. Sus gruesos anteojos, sus libros y sus apuntes para la clase estaban sobre el escritorio. Levantó la vista y me miró, se limpió los ojos y señaló al pizarrón, donde había escrito "Clase cancelada".
Yo me quedé ahí de pie en silencio unos cuantos segundos y luego regresé aturdido a mi residencia. Mientras subía las escaleras hacia el segundo piso del McLaughlin, y mientras caminaba a lo largo del pasillo, podía oír sonar aparatos de radio en varios cuartos sintonizados con las noticias. Cuando llegué a mi cuarto, Smokey estaba sentado ante el escritorio, pegado a la radio. Sus ojos estaban rojos y lagrimosos. Yo sentía un nudo en la garganta. Me senté en el borde de mi cama y me puse a escuchar las noticias.
"Éste es un boletín de Radio KNPR de San Francisco. La caravana del presidente Kennedy recibió tres disparos en el centro de Dallas. Los primeros informes indican que el presidente Kennedy ha sido herido gravemente por los disparos".
Yo me quedé rezando para que él sobreviviera. Durante el tiempo que Kennedy estuvo en campaña para la presidencia, mi mamá lo apoyaba porque él ayudaría a la gente pobre. Y cuando resultó electo, ella dijo: "Me alegro de que Kennedy haya ganado. Él nos infunde esperanza". Sentí ganas de llamarla, pero no teníamos teléfono en casa. Entonces, a eso de las once y media, oímos las trágicas noticias finales: "Desde Dallas, Texas, un cable de la Associated Press ha confirmado que el presidente Kennedy murió a la una en punto, Hora Estándar Central, dos en punto, Hora Estándar del Este".
—¡Oh, no!—exclamó Smokey, golpeando encima de su escritorio con el puño cerrado.
—¡Dios mío! ¿Por qué?—me lamenté. Me sentía impresionado y confuso. Hubo una breve pausa. Entonces el locutor de la radio continuó: "El vicepresidente Lyndon Jonson ha salido del hospital en Dallas ... Presumiblemente, le tomarán juramento pronto como el trigésimosexto presidente de los Estados Unidos".
Inmediatamente, las campanas de la Misión empezaron a repicar. Mientras las campanas seguían tañendo, Smokey y yo salimos del cuarto y nos juntamos con otros estudiantes, miembros del profesorado, y personal administrativo en la Iglesia de la Misión. Nosotros confluimos en varias corrientes dentro de la iglesia como ríos que se juntan y desembocan en un lago. El padre Theodore Mackin, director del Departamento de Teología, dio la misa. Nosotros oramos y nos condolimos juntos como una familia en crisis, consolándonos unos a otros.
Después de pasar el fin de semana guardando duelo por la pérdida del presidente Kennedy y tratando de hallarle una explicación a todo aquello, empaqué unas cuantas cosas para ir a pasar a casa la fiesta de Acción de Gracias. Al finalizar la tarde del martes, después de clases, Pat Hall y yo le pedimos un aventón a Tom Maulhardt y nos dirigimos al sur en su Volvo blanco por la carretera 101. Estaba lloviendo a cántaros. Pat, que vivía en San Luis Obispo, nos ofreció a Tom y a mí quedarnos a dormir en el Ranchotel de sus padres, el cual era un motel ubicado en el Bulevar de Monterrey al pie de las arboladas colinas al norte de la ciudad. Pasamos la noche en cabañas de estilo español separadas, que eran cálidas y tranquilas y tenían una cama confortable, un baño y un inodoro. Yo me sentía en el paraíso.
Dormimos hasta muy entrada la mañana, tomamos un desayuno tardío en el motel, y pasamos la lluviosa tarde viendo las noticias en la televisión sobre el asesinato del presidente. Discutimos sobre los posibles motivos de su asesinato y nos preguntábamos si Lee Harvey Oswald había actuado solo o si había sido contratado para cometer el crimen. Estuvieron pasando una y otra vez el pasaje de la filmación en el cual el presidente Kennedy es impactado por las balas, su esposa se arrastra hacia la cajuela de la limusina convertible y un agente del Servicio Secreto corre detrás del coche, salta sobre la parte trasera y la empuja de regreso hacia el interior del coche antes de cubrir con su propio cuerpo a ella y al presidente. Esas imágenes quedaron grabadas en mi mente. Ellas me recordaron las historias que me contaba mi papá sobre la época en que él participó en la Rebelión de los Cristeros en México en 1926. Él tenía dieciséis años y fue herido en la rodilla y encarcelado durante seis meses. "Aquéllos fueron tiempos duros", me decía. "Se sentía el olor de la muerte en el aire. Los campos estaban regados con sangre y los hombres colgaban de los árboles como frutas podridas". Yo no podía entender la violencia, la cual me asustaba y me confundía.
A inicios de esa tarde, Tom y yo le agradecimos a Pat por su hospitalidad y salimos de San Luis Obispo a bordo del coche. Estuvo lloviendo durante todo el camino hacia Santa Maria. Tom me dejó en la casa de mi hermano mayor, en Donovan Road, el cual no quedaba tan lejos de su ruta como el Racho Bonetti, y continuó rumbo a su casa que estaba en Oxnard. Roberto y su familia se habían mudado desde su pequeño apartamento a una casa de dos dormitorios.
—¡Qué agradable sorpresa! Es un placer verte—dijo Darlene, dándome un caluroso abrazo y un ligero beso en la mejilla.
—De verdad que lo es, Panchito—dijo Roberto, rodeándome con sus brazos.
—Yo también estoy encantado de verlos. Espero que no les moleste que haya venido primero aquí, antes de ir a mi casa. Le salía más fácil a Tom dejarme en esta casa.
—Claro que no nos molesta. Te llevaré en nuestro coche a casa después que conversemos un rato—dijo Roberto.
—¿Cómo está la pequeñita Jackie?
—La acabamos de acostar. Ella se va a poner muy emocionada de verte—dijo Darlene.
—Se interesa por todo, quiere saberlo todo y tiene una gran imaginación—dijo Roberto orgullosamente—. Salió a su tío favorito. El otro día estábamos sentados a la mesa del comedor y ella estaba mirando el candelabro. Tú sabes que tiene bombillos con unas sombras encima de ellos, que parecen vasos de beber, y entonces dijo:
"Mira, papi, los vasos se están bebiendo la luz." Todos nos reímos y estábamos todavía riéndonos cuando tocaron el timbre de la puerta. Roberto miró su reloj pulsera.
—No estamos esperando a nadie—se levantó y abrió la puerta—. Mamá, ¿qué ha pasado?
Mi mamá entró trastabillando y llorando histéricamente. El frente de su suéter abotonado estaba manchado con gotas de sangre. Su labio superior estaba hinchado y su cabello estaba húmedo y despeinado.
—Mamá, por favor cálmese—dije yo, abrazándola. Sentí latir mi corazón apresuradamente, pensando que ella había sufrido un accidente—. ¿Qué le pasó? ¿Está lastimada?
—Ay, mijo, no, no ... es tu papá, tu papá...—Roberto y yo la sentamos ante la mesa de la cocina. Darlene llevó una de las cobijitas de Jackie, envolvió con ella los hombros de mi mamá y le limpió la cara con una pequeña toalla.
—¿Está lastimado?—la voz de Roberto era temblorosa.
—Él ha estado tomando ... se montó en el coche con Trampita, aceleró, perdió el control y terminó en una zanja, cerca del rancho. Él no se lastimó, gracias a Dios. Trampita estaba muy asustado. Dijo que tu papá se desplomó sobre el volante y se puso a llorar. Trampita lo sacó del carro y se lo llevó de arrastras a la casa. Tu papá les gritó a Torito y a Trampita y los corrió de la casa. Yo dejé a Rorra, Rubén, Trampita y Torito en el rancho con Joe y Espy...¡Ay, mijo, ya no sé qué hacer!
—Él la golpeó, ¿verdad?—dije yo enojado. Recordé la vez que mi papá me abofeteó en el rostro con el dorso de su mano derecha cuando él amenazó pegarle a mi mamá y yo intervine.
—Lo hizo, pero fue sin querer, mijo—dijo ella sollozando y tocándose levemente el labio lastimado y alisando el frente de su suéter. Me miró, luego bajó la cabeza y añadió—. No pudo mantener el equilibrio y cuando estaba a punto de caerse traté de agarrarlo y accidentalmente me pegó con el codo—yo traté de mirarla a los ojos, pero ella desvió la vista.
—¿Está él ahora en la casa?—preguntó Roberto.
—Sí, mijo, pero yo no quiero regresar, tengo miedo—ella se frotó las manos y empezó de nuevo a sollozar.
—No se preocupe, mamá, usted quédese aquí con Darlene. Panchito y yo iremos al rancho y hablaremos con él.
El viejo DeSoto estaba estacionado frente a la casa, detrás del coche de Roberto. Nosotros nos montamos en su auto y nos dirigimos al Rancho Bonetti. Mi hermano y yo íbamos callados. Cada uno sabía lo que el otro sentía. Al doblar hacia la East Main Street y cruzar el camino de Suey, pensé en la emoción que yo solía sentir siempre que nuestra familia regresaba al Rancho Bonetti cada año a finales de diciembre o inicios de enero, después de que terminaba la cosecha de algodón en Corcoran.
Una vez que doblamos hacia el rancho, Roberto manejó más despacio, dando saltos arriba y abajo y dando bandazos de un lado hacia el otro, cuando las llantas pasaban sobre los baches llenos de agua. Estaba muy oscuro y lloviznaba. Roberto estacionó frente a nuestra barraca y sacó de la cajuela del coche una pequeña linterna de mano, la enfocó en dirección a la casa y gritó repetidamente:
—Papá, ¿está usted bien?
Los perros vagabundos ladraban cada vez que oían nuestras voces. Nos acercamos lentamente a la casa y encontramos a mi papá gimiendo y tendido en el patio delantero, cerca de un nopal quebrado. Tenía espinas de cactus clavadas en el mentón y en las manos. De su boca goteaba sangre.
—Papá, aquí estamos para ayudarle—dije yo, frotando su hombro derecho.
Él murmuró algo y trató de sonreír. Su aliento olía a alcohol. Roberto y yo le ayudamos a levantarse y lo sentamos en las gradas del frente. Un pequeño revólver cayó del bolsillo de su pantalón. Roberto y yo nos miramos uno al otro asombrados.
—¿Qué está haciendo con un revólver?—preguntó Roberto. Mi papá de nuevo murmuró algo incomprensible. De repente, unos rayos de luces rojas y amarillas atravesaron la oscuridad, y se oyó el sonido de una sirena.
—Allí viene la chota—dijo mi hermano. Alguien debió haber llamado a la policía. El coche policial frenó dando un chirrido detrás del coche de mi hermano y nos envolvió la luz de un foco. Miré hacia abajo, tratando de evitar la cegadora luz tal como lo había hecho cuando hombres armados vestidos de uniforme invadieron el campamento de migrantes en Tent City, moviéndose a través de las carpas, buscando a los trabajadores indocumentados. Me sentía como el niño asustado que era yo en aquel entonces. Los oficiales de policía se nos acercaron y nos pidieron que nos identificáramos. Ellos explicaron que habían recibido una llamada diciendo que se habían oído disparos procedentes de nuestra casa. Entonces uno de los oficiales recogió el revólver, que estaba en el suelo cerca de las gradas.
—¿Esto es suyo?—preguntó en un tono áspero y apuntando con su foco directamente al rostro de mi papá. Sus ojos enrojecidos estaban desenfocados y su cuerpo endeble y flojo se doblaba hacia delante. Mi papá masculló una respuesta y apartó bruscamente la cara.
—¿Es suyo este revólver?—repitió el oficial.
—Nuestro padre no entiende el inglés—dijo Roberto. El oficial hizo un gesto de disgusto. Roberto continuó—. Sí, el revólver es de él, pero está desorientado; no le quiere hacer daño a nadie.
—Quizás no a ustedes, ¿pero qué tal si se hiere a sí mismo?—respondió el policía—. Creo que es mejor que lo tomemos bajo custodia por esta noche hasta que recobre la sobriedad. Ustedes pueden ir mañana por la mañana a la estación de policía para recogerlo.
Los policías confiscaron el revólver, esposaron a mi papá, lo empujaron hacia el asiento trasero del coche policial y se lo llevaron. Roberto y yo estábamos desconcertados. Regresamos a la casa de mi hermano, le dijimos a mamá lo que había sucedido y le aseguramos que mi papá estaba a salvo. Ella se calmó un poco, pero sollozó durante todo el tiempo que yo conduje el coche hacia el Rancho Bonetti. Esa noche ninguno de nosotros durmió.
A la mañana siguiente, día de Acción de Gracias, mamá, Trampita y yo fuimos a la estación de policía de Santa Maria para recoger a mi papá. Mis hermanos menores y mi hermana se quedaron en casa con nuestros vecinos Joe y Espy. Roberto se nos unió en la estación y los cuatro juntos esperamos nerviosamente en la antesala, después de habernos reportado en la recepción. Un momento después, de repente vi a mi papá que arrastraba los pies al avanzar por el corredor. Lo acompañaba un oficial de la policía. Sus zapatos estaban desabrochados y llevaba su arrugada camisa descolorida parcialmente fajada en sus sucios pantalones kakis. Estaba pálido, sin afeitar, y tenía profundas ojeras y los ojos enrojecidos.
—¿Cómo están?—preguntó, saludándonos con una inquietante sonrisa.
—Bien, papá—respondimos Roberto, Trampita y yo. Roberto le dio un abrazo y Trampita y yo lo abrazamos también. Pero, extrañamente, me sentía incómodo y distante. Mamá estaba de pie detrás de nosotros.
—¿Cómo se siente?—preguntó ella. Su tono de voz sonó frío. Mi papá no respondió.
El oficial de policía llamó a mamá a la recepción para firmar unos papeles y después de firmarlos, salimos de la delegación policial. Todos íbamos callados. Trampita abrió la puerta trasera de nuestro DeSoto y Roberto y yo ayudamos a mi papá a sentarse en el asiento trasero. Él se deslizó en el asiento y le ordenó a mamá que se sentara junto a él. Ella se negó. Ésa fue la primera vez que yo había visto a mamá desobedecer a mi papá. Ella me pidió las llaves del coche, yo se las entregué y ella manejó llevándonos de regreso a casa.