Comencé la segunda mitad de mi primer año sintiéndome menos preocupado por mi familia y más confiado en la universidad. Mi tía Chana, que estaba cuidando a mi papá en México, le escribió a mi mamá diciéndole que él seguía enfermo física y mentalmente pero que, con la ayuda de una curandera, se iba recuperando lentamente. Ella le dijo a mi mamá que él rezaba por nosotros todos los días. Roberto y su esposa le brindaban apoyo y consuelo a mi familia visitándola a menudo y ayudándoles económicamente. Mi mamá empezó a trabajar en una procesadora de verduras congeladas durante los días de semana. Trampita seguía trabajando como conserje para la Santa Maria Window Cleaners y mis otros hermanos le ayudaban a mi mamá trabajando con ella en el campo los fines de semana. Yo seguía enviando dinero a casa siempre que me fuera posible.
Además de llevar diecisiete unidades y media en créditos académicos ese segundo semestre, y de disfrutar todas mis clases, encontré también un alma gemela que me hizo sentir más a gusto en la universidad.
Conocí a Laura Facchini en panorama de literatura latinoamericana II, impartido por la profesora Hardman de Bautista. Laura sobresalía entre los miembros de nuestra pequeña clase porque todos los demás habíamos tomado la primera parte de ese curso el semestre anterior y además porque era la única novata y no era hablante nativa de español. Los demás estudiantes eran centroamericanos, sudamericanos y caribeños. Ella atrapó mi atención inmediatamente, cuando la vi por primera vez en esa clase. Tenía grandes ojos castaños, tez morena clara, frente amplia, barbilla fina, ligeramente redonda, y cabellos castaños cortos que se recogía en el peinado. Me recordaba a una muchacha de la que yo había estado secretamente enamorado cuando estudiaba en la junior high school. Yo siempre me sentaba junto a Laura porque raras veces lograba verla fuera del aula y cuando la veía parecía estar siempre de prisa, corriendo de un lado a otro del campus, aferrando sus libros bajo el brazo.
Un día ella llegó a clase unos minutos tarde y un poco alterada. Se sentó junto a mí y abrió su antología de literatura latinoamericana en la sección que trataba de Rubén Darío, un escritor nicaragüense cuya poesía debíamos haber leído y estudiado como tarea. Me asomé y vi que ella había escrito con lápiz en los márgenes abundantes apuntes y también la traducción al inglés de prácticamente todas las palabras que figuraban en español en el texto. Ella captó mi mirada, se sonrió y acercó más el libro hacia ella, cerrándolo parcialmente. Yo me sentí avergonzado y desvié la vista en otra dirección. La profesora de Bautista hizo algunos comentarios sobre Darío y nos asignó a cada uno de nosotros un poema diferente para leer en voz alta y para analizarlo. Yo me sentía nervioso e intimidado mientras escuchaba a los estudiantes leer con dramatismo y con aplomo. Sin embargo, me sorprendió que la profesora de Bautista tuviera que darles tantas indicaciones para que pudieran hacer el análisis. Ése no fue el caso con Laura. Aun cuando tenía un leve acento cuando hablaba, su lectura fue fluida y su interpretación los impresionó a todos, especialmente a la profesora. Al final de la clase la seguí fuera del aula.
—¿Dónde aprendiste a hablar tan bien el español?—le pregunté, tratando de mantener el ritmo acelerado de su paso. Una ligera brisa empujaba su vestido floreado de algodón contra sus piernas ligeramente arqueadas.
—Pero yo no hablo el español bien—me miró de reojo y sonrió.
—Sí que lo hablas muy bien—me gustaba su modestia.
—Me gusta el español y estudio mucho para aprenderlo. Por eso es que decidí especializarme en él. Yo disfruto aprendiendo idiomas. Supongo que eso lo heredé de mi abuelo, que estudia por su cuenta francés y español.
Cuando le dije que estaba impresionado con la interpretación que había hecho de "Canción de otoño en primavera", de Darío, ella me explicó que su profesora de secundaria le había enseñado a analizar obras literarias.
—Yo todavía estoy luchando con el inglés.
—Yo quisiera saber el español tan bien como tú sabes el inglés.
—Quizás podríamos estudiar juntos—nos acercábamos al Salón Nobili—. Te ayudaré con el español y tú puedes ayudarme con el inglés.
Ella frunció el ceño y dijo:
—Bueno, ya llegamos. Por suerte no tengo que subir tantas escaleras. Vivo en el segundo piso. Gracias por acompañarme.
—De nada. Te veré en la clase—abrí la puerta de entrada y ella subió corriendo las escaleras. Quizás pensó que yo estaba siendo muy atrevido.
Durante los días siguientes no la acompañé a la salida de clases, aunque habría deseado hacerlo. Luego, para mi sorpresa, la vi entrar una tarde en el laboratorio de idiomas que estaba ubicado en la Biblioteca Varsi. Yo estaba trabajando ahí, poniendo a funcionar las grabadoras magnetofónicas y despachando los cassettes grabados, y cerrando el laboratorio por las noches.
—¿Qué estás haciendo aquí?—le pregunté.
—El doctor Vari me contrató para que ayudara en el laboratorio. Supongo que vamos a estar trabajando juntos.
Aquella noticia era como música para mis oídos. Eso me daría la oportunidad de verla más a menudo. Y efectivamente, a medida que transcurrieron los días, después de cerrar el laboratorio pasábamos algún tiempo juntos, sentados en las gradas frontales de la Biblioteca Varsi, intercambiando historias sobre nuestra niñez. Una vez le conté sobre mis esfuerzos para pizcar algodón cuando apenas tenía seis años de edad. Mis papás solían estacionar nuestra vieja carcacha al final del campo de algodón y dejarme solo en el coche cuidando a Trampita. Yo detestaba quedarme solo con él mientras ellos y Roberto se iban a trabajar. Pensando que si yo aprendía a pizcar algodón mis papás me llevarían con ellos, una tarde, mientras Trampita dormía en el asiento trasero del coche, caminé hasta el surco que estaba más próximo y traté de pizcar el algodón. Pero ese trabajo resultó ser más difícil de lo que yo pensaba. Pizcaba las motas una por una y las iba apilando en el suelo. Las púas filosas de la cáscara me rasguñaban las manos como las uñas de un gato y, a veces, se me metían en las esquinas de las uñas y las hacían sangrar. Al terminar el día, yo estaba cansado y frustrado porque había pizcado muy poco. Para empeorar las cosas, yo me había olvidado de Trampita y cuando mis papás regresaron se molestaron porque yo había abandonado a mi hermanito menor, quien se había caído del asiento del coche, había llorado y se había ensuciado en los pañales.
—Pobre Trampita ... y pobre de ti, también—dijo ella. Se levantó, se abotonó el suéter de lana tejido, miró a las estrellas, suspiró y me contó cómo ella le ayudaba a sus papás en su tienda de abarrotes cuando ella tenía seis años de edad. El nombre de la tienda de su familia era Hilltop Market y tenía un rótulo con este lema: "No es la más grande, pero sí la mejor". Los clientes eran personas que se habían mudado desde el sur rural de Oklahoma y vivían en modestas casas enclavadas en las colinas de Brisbane, encima de la tienda. Hacían sus pedidos de pollos cada semana para sus cenas dominicales, y Laura y su mamá limpiaban y empacaban los pollos para ellos. Los sábados, los clientes llegaban a la tienda y recogían sus pedidos o bien el papá de Laura entregaba los pollos a domicilio junto con los pedidos de provisiones.
Ella me contó que su papá compraba los pollos en una granja avícola en San Francisco, y ella a menudo lo acompañaba para ver cómo eran procesados los pollos. Los pollos eran mantenidos en unas jaulas cuadradas de unos dos pies de alto y formando rimeros con cuatro o cinco jaulas cada uno. El papá de Laura escogía los pollos que él quería y luego los pollos eran entregados en un cuarto grande y ruidoso donde los mataban y les quitaban las plumas. Las encargadas de hacer ese trabajo eran unas mujeres que vestían delantales, botas y guantes de hule negro. Una vez que las plumas eran removidas, las cabezas y las patas eran envueltas en papel de carnicero y los pollos puestos en cajas de embalaje, y Laura y su papá los llevaban a la tienda. Laura le ayudaba a su mamá a preparar los pollos de acuerdo con los pedidos. Ellos cubrían la mesa de la cocina con capas y más capas de periódicos. Su mamá abría entonces los pollos y ella y Laura removían cuidadosamente los intestinos, el corazón y el hígado.
—Yo solía jugar con las patas. Jalando uno de los tendones, las hacía moverse como si estuvieran caminando—agregó ella, riéndose.
—Roberto, mi hermano mayor, también acostumbraba a hacer eso. Él agarraba la pata del pollo y nos decía que era una pata de gallo. Jalaba entonces el tendón lo más rápido que podía y nos perseguía a mis hermanos y a mí gritando que era la pata del diablo. A nosotros eso nos parecía divertido.
—¿Por qué decía él que era la pata del diablo?
—Porque hay una superstición de que el diablo tiene las patas de gallo cuando se transforma en hombre.
—¿De veras? Pero tú no crees en eso, ¿verdad?
—Yo no, pero alguna gente sí.
De repente me di cuenta de que yo había interrumpido su relato.
—Lo siento—dije—. Termina de contarme cómo preparaban tú y tu mamá los pollos.
—No queda mucho más que contar. Pienso que mi mamá se sentía realmente orgullosa de que ella podía cumplir todos los pedidos a tiempo de modo que la gente pudiera tener una buena cena los domingos—sonrió, miró su reloj y dijo—: Se está haciendo tarde. Es mejor que hagamos ya nuestra tarea.
La acompañé caminando de regreso a Nobili y observé cómo subía de prisa las escaleras. Ella y yo continuamos intercambiando historias todos los días después que cerrábamos el laboratorio. Mientras más tiempo pasábamos juntos, más apreciaba su amistad. Aprendí a confiar en ella y llegué a tenerle un profundo afecto.