Mi papá no nos permitía ni a mis hermanos ni a mí asociarnos con niños que se metieran en problemas. Él solía decir: "Dime con quién andas y te diré quién eres". Cuando Laura me presentó a su buena amiga Emily Bernabé, supe que ella se convertiría también en mi amiga. Emily iba un año detrás de mí en la universidad y se especializaba en español y, a diferencia de la mayoría de los estudiantes de Santa Clara, tenía un empleo de medio tiempo, vivía en su casa y se trasladaba a la universidad en auto. Nosotros no nos veíamos mucho en el campus, pero cuando nos encontrábamos hablábamos sobre nuestra familia.
Sus abuelos maternos, Margarito y Luz Cardona, abandonaron el estado de Aguascalientes, México, en 1920, con sus cinco hijos, viajaron en tren a El Paso, Texas, y se establecieron en Redwood City, California. Ellos vinieron a los Estados Unidos a trabajar y buscar una mejor vida para sus hijos. Siendo la hija menor, Juanita, la mamá de Emily, tuvo que abandonar la escuela en el octavo grado para ayudar a sus papás a mantener a la familia. Ella luego se casó y tuvo dos hijos: Gilbert y Emily. Gilbert era cuatro años mayor que Emily. A inicios de la década de 1950, Juanita se quedó sola y tuvo que luchar duramente para cubrir los gastos familiares, trabajando en la fábrica de conservas Del Monte y en la empacadora Stokeley en San José. A menudo trabajaba en dos o tres empleos a la vez en los meses de verano para que Emily y su hermano pudieran asistir a las escuelas católicas en las que estaban inscritos.
Un viernes, Emily y yo hablamos sobre las dolorosas experiencias que sufrimos en la escuela primaria. Yo le conté sobre la forma en que fui suspendido en el primer grado porque no dominaba bien el inglés, y cómo se burlaban de mí debido a mi acento al hablar en inglés, y también sobre cómo a Roberto y a mí no nos permitían hablar en español en la escuela, a pesar de que era la única lengua que sabíamos.
Emily me dijo que a ella en la escuela tampoco le permitían hablar en español. Su mamá hablaba el inglés tan bien como el español, así que Emily sabía ya inglés al entrar a la escuela. Sin embargo, ella se sentía herida y ofendida siempre que los niños señalaban el color oscuro de su piel. Yo le dije que mi mamá pensaba que la gente que tenía prejuicios era ignorante y estaba cegada por el demonio. Emily y yo estuvimos de acuerdo en eso: la ignorancia era el demonio.
Emily nos invitó a Laura y a mí a cenar en su casa ese fin de semana. La tarde del sábado, pasó a recogernos frente a McLaughlin Hall en su viejo Volkswagen azul y nos llevó a su casa, que estaba a unos diez minutos de la universidad.
—Estoy tan encantada de verte otra vez, Laura, bienvenidos—dijo Juanita al recibirnos—. Es un gusto conocerte, Panchito.
—Yo también estoy encantado de conocerla, señora Bernabé.
Ella tenía cabello corto negro rizado, cara redonda, ojos castaños chispeantes y una pequeña y ancha nariz. Su cordialidad me recordó a mi mamá. La pequeña sala de estar estaba limpia y escasamente amoblada, con fotos familiares colgadas en las paredes. Nos sentamos a la mesa de la cocina y disfrutamos de mi comida favorita: frijoles refritos, arroz, carne con chile y tortillas de harina recién hechas. Con el rabillo del ojo vi un molcajete que estaba sobre el mostrador de la cocina. De lo alto de la pared colgaba un calendario mexicano. Me sentía completamente en casa.
Yo visité a Emily y a su mamá varias veces después de ésa y cada vez que lo hacía me parecía estar con mi propia familia.