Vi por primera vez a Rafael Hernández una tarde cuando iba camino a clase. Él estaba en el corredor del segundo piso del McLaughlin Hall vaciando un cubo de basura dentro de un carrito de limpieza, el cual contenía una bolsa negra de basura, una esponja y suministros para servicios sanitarios. El carrito me recordó al que yo había usado cuando trabajaba limpiando la Compañía de Gas en Santa Maria.
—Hola—dije yo. Él sonrió y asintió con la cabeza. Tenía la piel cobriza, brillantes ojos negros, altos pómulos y pelo largo, grueso y liso.
Después de ese día, intercambiábamos saludos cada vez que nos veíamos, pero no conversamos realmente sino hasta que nos encontramos un día en la Iglesia de la Misión.
Yo asistía a misa cuando de repente lo vi sentado unas cuantas bancas delante de mí. Después que terminó el servicio, me acerqué a él y me presenté. Él me reconoció pero se veía reservado y tenso. Cuando le hablé en español y le conté que mi papá era del estado de Jalisco, en México, sus ojos se iluminaron.
—Nuestros papás son paisanos—dijo sonriendo—. Mi papá nació en Lagos de Moreno.
Dimos un paseo por de los Jardines de la Misión, hablando en español acerca de nuestras familias y de nuestro trabajo. Dijo que había comenzado hacía poco a trabajar de conserje en Santa Clara, después de haber trabajado en el campo pizcando frutas y verduras en el Valle de San Joaquín y en Salinas. Cuando le dije que yo también había trabajado en el campo y como conserje se mostró sorprendido. Los surcos marcados en su rostro se volvieron más pronunciados.
—¿Cómo lograste estudiar en la universidad?—preguntó.
—Conseguí algunas becas y préstamos. Y mi familia ha hecho muchos sacrificios para que yo pueda estar aquí.
—Tú eres muy afortunado de tener todas estas oportunidades que hay aquí. En México todo es mucho más difícil.
Cuando llegamos a mi dormitorio, él me indicó que vivía a sólo dos cuadras de distancia, en una casita. A partir de ese día, nosotros platicábamos un poco cada vez que nos veíamos por casualidad.
Él había nacido y crecido en Paredones, una pequeña aldea cerca de Guadalajara, México. Cuando su papá murió, él dejó la escuela y se puso a trabajar para ayudarle a su mamá viuda a pagar los gastos del hogar. Rafael y su mamá hacían cada día un largo viaje en autobús para ir a trabajar en la casa de un hacendado rico. Ella trabajaba como empleada doméstica y él como peón agrícola. Más tarde, Rafael se casó y formó su propia familia. Tuvo dos hijos, un niño y una niña. Cuando perdió su trabajo y su esposa cayó gravemente enferma, decidió dejar a su esposa y sus hijos al cuidado de su mamá y dirigirse a los Estados Unidos, con la esperanza de hallar trabajo para enfrentar los gastos médicos de su mujer y a la vez mantener a su familia. Tomó un autobús a Ciudad Juárez y, con ayuda de un coyote, cruzó la frontera en El Paso. Desde ahí, se trasladó hasta el Valle de San Joaquín, a Salinas y luego a Santa Clara.
Varias semanas después de que nos conocimos, él me invitó a su hogar, que era una habitación alquilada en una casita de madera ubicada en la esquina de las calles Market y Lafayette. Dijo que tenía algo que contarme y un regalo para darme. La entrada estaba al lado sur de la estructura blanca de madera.
—Aquí tiene su casa—dijo, dándome la bienvenida y ofreciéndome una silla de madera para que me sentara. El cuarto no tenía ventanas y se percibía un fuerte olor a sal y a sudor. En la esquina trasera había una pequeña mesa de cocina. Encima de ella había una bandeja de cocinar eléctrica y dos ollas y una sartén abolladas. Debajo de la mesa había un lavamanos de aluminio, una pila de alimentos enlatados, algunos refrescos embotellados y una caja de macarrones. Sobre su cama portátil estaba colgado un calendario con la imagen de la Virgen de Guadalupe. Cerca de su cama había un cajón de madera lleno de libros y revistas que llevaba la etiqueta de la empresa Del Monte. Se sentó en un taburete de madera, a la derecha de la entrada. Como de costumbre, iba vestido con pantalones kakis y una camisa azul de algodón de manga larga, abierta ligeramente en el cuello.
—Me alegro de que vinieras. No podía haberme ido sin despedirme antes de ti.
—Irse, ¿pero por qué?—yo estaba sorprendido y decepcionado.
—Me voy de regreso a Paredones. Echo de menos a mi familia y a mi país. He estado enviando dinero a casa cada mes para pagar los gastos del doctor y, gracias a Dios, mi esposa ya se alivió. La vida es muy dura para nosotros en este país. Hay gente aquí que piensa que nosotros, los mexicanos, no somos más que animales. En Texas yo vi carteles en los restaurantes que decían "No se aceptan perros ni mexicanos". Eso es humillante.
—Sí, lo es—sus palabras me recordaron a Díaz, un contratista de mano de obra que yo había conocido en otro tiempo. Él trató de obligar a un bracero a jalar del arado como un buey y, cuando el peón se negó, el contratista hizo que lo deportaran de vuelta a México.
—Pero soportamos esos sufrimientos por el bien de nuestros hijos—dijo él con una chispa brillándole en los ojos. Se santiguó tres veces y agregó—: Y gracias a la Virgen de Guadalupe y a los bondadosos padres jesuitas de Santa Clara, ahora puedo ya regresar a mi casa y estar con mi familia.
Yo me sentía contento por él y alegre de que su esposa estuviera bien ahora, pero me entristecía verlo irse. Él se levantó, caminó hacia el cajón de Del Monte, sacó un libro muy gastado y me lo entregó como un regalo.
—Muchas gracias—le dije, echándole una mirada al título, La patria perdida, y preguntándome por qué el autor lo habría llamado así.
—Una amiga que estimo mucho me dio esta novela y me suplicó que no viniera a los Estados Unidos. Ella dijo que su papá había muerto en el desierto tratando de cruzar la frontera y no quería que yo corriera la misma suerte. El autor vivió en San Antonio, Texas, unos cuantos años. Y mientras él vivió ahí, sufrió la discriminación y, al igual que yo, echaba mucho de menos su patria. Él escribió sobre eso en esta novela, así que cuando la leas acuérdate de mí.
—La leeré. Es un gran regalo. Gracias de nuevo—dije. Nos despedimos y nos prometimos mutuamente mantenernos en contacto. Nunca volví a saber nada de él, pero me sentía agradecido de haberlo conocido. Él me ayudó a comprender mejor los anhelos de mi papá por su patria y su prolongado sueño de regresar a México con toda su familia.