Yo tenía que decirle a Laura la verdad. No podía seguir ocultándole mi secreto. Después de haber cerrado una noche el laboratorio de idiomas, nos sentamos lado a lado en las gradas frontales de la Biblioteca Varsi mirando en silencio los pececillos dorados en una pequeña fuente circular a unos cuantos pies de distancia. En su centro una estatua blanca, maltratada por los rigores del clima. La imagen representaba a un niño que sostenía en su hombro un jarrón había que vertía un chorrito de agua en la fuente. De vez en cuando nos mirábamos mutuamente y sonreíamos.
—¿En qué estás pensando?—preguntó Laura.
—Tengo algo importante que decirte—respondí—: ¿Quieres acompañarme a tomar una taza de café?
Mi idea era que nos alejáramos del campus porque no quería que nadie más oyera lo que yo iba a decirle. Caminamos por la Franklin Street, buscando una cafetería. Pasamos por la Wade's Mission Pharmacy, la University Electric Company, el Santa Clara Movie Theather y el Genova Delicatessen. No encontramos nada. Finalmente, descubrimos una en Sherman Street. Abrí la puerta para que ella entrara. Ella sonrió. Nos sentamos junto a una mesita, el uno frente al otro, y ordenamos dos tazas de café. Me hizo falta juntar todo el valor que tenía para animarme a decirle mi secreto.
—He querido decirte esto desde hace mucho tiempo.
—¿De qué se trata?—ella frunció levemente el ceño.
—Yo no nací en este país. Nací en México—dije precipitadamente. Ya. Al fin lo había dicho.
—¿Era eso?—ella me miró desconcertada—. La mayor parte de mi familia tampoco nació aquí.
Ella me contó entonces que su abuelo materno, Arrigo Descalzi, había emigrado a los Estados Unidos desde Sestre Levante, un pueblito ubicado en el norte de Italia. Siendo muy aventurero, él abordó un barco a la edad de dieciséis años y desembarcó en Nueva York, pasando por la Isla de Ellis. Él no sabía ni una palabra de inglés, y terminó en California trabajando en las granjas y vendiendo verduras en un carretón de caballos. Conoció a Caterina Zunino y se casó con ella, quien también procedía de Italia. Ella trabajaba como camarera en San Francisco. Los abuelos paternos de Laura, Ferdinando y Rosa, nacidos también en Italia, se establecieron en San Francisco y montaron un pequeño negocio.
Laura se detuvo y dijo:
—Cuéntame más sobre ti. ¿O eso era todo lo que me querías decir?
Sintiéndome más en confianza, yo le conté sobre la forma en que mi familia y yo cruzamos la frontera ilegalmente cuando yo tenía cuatro años, y de la vez que fuimos atrapados por la patrulla fronteriza y deportados de regreso a México diez años después. Yo le describí la vida de mi familia los años siguientes, incluyendo la partida de mi papá. Era como una confesión personal. Hablé durante largo rato y, cuando finalmente me detuve, Laura me dirigió una dulce sonrisa y colocó suavemente su mano derecha sobre la mía. Sentí una paz interior. Después de un largo silencio, yo le pregunté:
—¿Sabes hablar italiano?
—Sí, de hecho, en casa yo hablaba más el italiano que el inglés. Pues, mi mamá falleció cuando yo tenía nueve años. Ella murió de una esclerosis múltiple...—Laura se detuvo. Sus ojos se llenaron de lágrimas y sus manos temblaron mientras se abotonaba su suéter blanco, tratando de ganar tiempo para recobrar la compostura—. Así que ... yo fui criada por mis abuelos maternos, que en la casa sólo hablaban italiano.
—Lo siento. Ella debió haber sido muy joven.
—Tenía sólo treinta y dos años. Nadie sabía qué mal era el que la aquejaba cuando ella se enfermó. Empezó a perder lentamente la vista y el control de sus piernas hasta que no pudo ya ni ver ni caminar. Finalmente, ella quedó confinada a la cama. Yo me sentaba en el borde de su cama y les leía en voz alta a ella y a mi hermana menor, Lynn, todos los días cuando regresaba de la escuela. No teníamos seguro médico, así que mi papá trabajaba todo el día atendiendo la pequeña tienda de abarrotes en Brisbane, de la que te hablé, y en la noche tocaba el acordeón en los clubes nocturnos o, los fines de semana, en las bodas, para cubrir los gastos del hogar. ¡Pobre papá! Su cabello se puso completamente gris y perdió muchísimo peso. Yo me sentía tan impotente—la mesera se acercó y la interrumpió.
—¿Más café?
—No, gracias—ella pareció asustarse.
—Lo siento. No era mi intención hablar y hablar sin parar.
—Está bien; gracias por contármelo—dije torpemente. No lograba encontrar las palabras para consolarla.
Ella recobró la compostura y añadió orgullosamente:
—Así que ... crecí hablando italiano en casa. De hecho, no sólo hablábamos italiano, sino que vivíamos en un vecindario italiano, comprábamos en negocios pertenecientes a italianos y comíamos comida italiana casi todo el tiempo.
Admiraba sus sentimientos respecto a su herencia italiana. Yo también estaba orgulloso de mi herencia.
—¿Qué puedes contarme sobre tus antepasados?—me preguntó.
Le conté que mis abuelos eran campesinos pobres de Los Altos de Jalisco. Mi abuelo paterno, Hilario, tenía una pequeña granja. Él murió en 1910 cuando mi papá tenía sólo unos cuantos meses de edad. Durante los primeros once años de su vida mi papá, quien era el menor de dieciséis hermanos, fue criado por mi abuelita, Estefanía, que era en parte india huichol, y muy religiosa. Pasó los cuatro años siguientes viviendo en forma ambulante. Pasaba unos meses aquí y otros allá, viviendo con sus hermanos y hermanas mayores que ya estaban casados. Nunca asistió a la escuela, y al cumplir los quince años se había independizado y se mantenía solo, trabajando como peón agrí- cola en El Rancho Blanco. A la edad de veintisiete años conoció a mi mamá y se casó con ella en Tlaquepaque. Ella tenía dieciséis. Mi abuelo materno, Salvador Hernández, era arriero. Él se casó con mi abuela, Concepción Moreno, que era también muy devota. Ella le ayudaba a vender leña.
Después de intercambiar otras cuantas historias familiares, Laura y yo salimos de la cafetería y regresamos a la universidad. En el camino, pasamos por una vieja tabaquería.
—Ésa se parece a la tienda que teníamos en Brisbane—dijo ella—. Entremos—el lugar era pequeño, mal iluminado y estaba abarrotado. Los estantes estaban repletos de cajas de puros, con diferentes tamaños y formas. Algunas tenían las tapas quebradas y los rótulos desteñidos. En la esquina trasera del cuarto había una máquina de pinball. Sus luces parpadeantes, que se reflejaban en el oscuro techo, eran lo único alegre de la tienda.
—¿Quieres jugar una partida?—dijo ella, jalando la palanca y soltándola rápidamente. Busqué en el bolsillo de mi pantalón, saqué una moneda de 25 centavos y la puse en la ranura de la máquina—. Cuesta'sólo cinco centavos el juego—dijo ella.
—Muy bien. Jugaremos cinco partidas.
Ella insistió en que yo jugara primero. Al cabo de unos segundos, yo perdí el primer juego. Penosamente, me hice a un lado para permitirle jugar. Soltó la primera bola con tanta fuerza que ésta salió disparada hacia delante, haciendo sonar campanas y encendiendo luces multicolores. Ella balanceaba los hombros y movía los brazos y las manos, tratando de guiar la bola hacia la cumbre del tablero. En perfecta sucesión cinco campanas sonaron y un número 10 en rojo apareció brillando en la pantalla del puntaje.
—¡Gané 10 juegos!
—Eres una profesional—continuamos jugando, ella ganando y yo perdiendo. Ninguno de los dos pensaba en el tiempo o en las tareas académicas. Abandonamos la tienda resueltos a regresar para desafiar a la máquina de pinball, lo cual hacíamos cada vez que salíamos juntos. La opción era perfecta. Nuestra amistad crecía y nuestra diversión nos costaba sólo cinco centavos.