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Salt no fue un exitazo nada más abrir sus puertas, pero tampoco fue un fracaso. Según el equipo de administración, la cosa iba bien en cuanto a reservas, número de comensales, visitas en la página web, presencia en los medios, seguimiento publicitario, impacto en las redes y satisfacción de los clientes. Y, por encima de todo, Salt estaba cumpliendo los objetivos en lo referente a los ingresos obtenidos. Incluso se rumoreaba que podría obtener un premio Divina, uno de los más importantes del sector.

Margot dejaba ese tipo de cuestiones en manos de la empresa de relaciones públicas y se mantenía totalmente centrada en la calidad de la comida y del servicio que recibían los clientes. Aunque era increíble hasta qué punto su propia identidad estaba ligada al restaurante, la verdad; a veces era incapaz de separar ambas cosas. Su autoestima subía y bajaba en función de cómo funcionaran las cosas en su negocio y, aunque no puede decirse que eso fuera positivo para su salud mental, era algo difícil de evitar.

Algunas noches regresaba a casa sumida en una neblina de puro agotamiento, caía rendida en la cama junto a su gato y dormía unas horas como un tronco. En otras ocasiones no podía dormir por los nervios debido a problemas con el personal, con los proveedores, con las cuentas o con la normativa. Sin embargo, últimamente, conforme Salt empezaba a alzar el vuelo, estaba empezando a relajarse un poco y a veces incluso era capaz de dormir como una persona normal.

Tal y como le había aconsejado Anya, procuró encontrar tiempo para actividades que no estuvieran relacionadas con el restaurante. Se subía al coche para ir a la playa de Punta Reyes y recorrer la región vinícola y también se apuntó a un club de lectura y no se saltaba ninguno de los libros, consciente de que le habían servido de refugio en distintas etapas de su vida. La librería del otro lado de la calle organizó una salida ornitológica para recaudar fondos para la Audubon Society, y recorrió la bahía de Tomales para observar los nidos de distintas aves limícolas.

Jerome la invitó a salir a navegar.

—Yo creo que te gustará —le aseguró.

Aceptar la invitación de un tipo con el que compartía la cocina parecía una insensatez, pero entonces pensó en lo amable y considerado que era, en su innegable atractivo, y no pudo contenerse.

—Sí. Sí, por favor, me encantaría ir —contestó, al tiempo que le venía a la mente una imagen de las embarcaciones meciéndose sobre las aguas de color jade y de las velas extendidas cual gráciles alas.

Quedaron en un pequeño puerto deportivo donde Ida y él tenían un velero que, según él, habían comprado años atrás.

—¿Piensas navegar vestida así?

Margot había tardado una eternidad en decidir lo que iba a ponerse, quería tener un aspecto atlético a la par que sexy. Al final se había decidido por una camiseta con escote, unos ceñidos pantalones cortos y chanclas.

—¿No voy bien?

—Tienes que abrigarte más. Perdona, tendría que haberte avisado —dijo. Agarró una mochila de lona que tenía en el velero y sacó un chubasquero enorme y unos pantalones—. Ten, ponte esto. Hace calor, pero la cosa cambia cuando estás navegando.

Genial, adiós a la idea de estar sexy. No obstante, Margot olvidó por completo su aspecto en cuanto el velero estuvo surcando el agua y, una vez que se alejaron de la costa, se alegró de llevar aquellas capas de ropa extra. Mientras él le enseñaba unas nociones básicas, se dio cuenta de que aquello no se parecía a nada que hubiera hecho antes. Era complejo, un desafío ligeramente peligroso.

Con un entusiasmo que a ella le pareció adorable, Jerome le mostró cómo se movía la embarcación bajo el impulso del viento, y cómo ajustar las velas para que formaran un alerón que alzara el casco en la dirección deseada. Le enseñó a emplear la caña para mantener la embarcación perpendicular al viento y la vela mayor hinchada. Mientras le daba instrucciones, estaba sentado muy cerquita de ella y tenía la mano sobre la suya para ayudarla con el manejo. Hubo un triunfal momento en que consiguió que la vela adoptara la forma exacta; el viento se deslizó con fuerza por la curvada superficie de la lona e impulsó al velero hacia delante. La sensación fue indescriptible.

Y la primera vez que navegó a barlovento fue incluso más estimulante. Se oyó un sonido sordo cuando la vela se hinchó con una nueva racha de viento. Jerome señaló hacia un barco bastante grande que creaba una estela a su paso.

—No te sientas intimidada, ¡esta es la parte divertida!

Lo dijo con la boca muy cerquita de su oído y eso la estimuló en otro sentido. La sensación fue más que bienvenida. La cercanía física era inevitable en un velero de aquel tamaño. Ella siempre había dado por hecho que no le gustaba tener demasiado cerca a nadie, pero puede que estuviera equivocada.

Atravesaron la estela de la embarcación grande y contuvo el aliento cuando escoraron hacia un lado. Aunque él le aseguró que el velero no volcaría si mantenía la calma y se limitaba a maniobrar con la caña para aproar al viento, el vertiginoso movimiento la impresionó.

—¡Madre mía!

—La quilla evitará que volquemos —afirmó él. Apenas había terminado de hablar cuando les golpeó otra racha de viento. Sonrió de oreja a oreja al verla soltar un chillido y aferrarse a una cornamusa—. Si tienes ganas de vomitar, ve a la parte de sotavento.

—¡Podría caer por la borda!

—El chaleco se infla cuando se moja. Si te caes, no te dejes arrastrar por el pánico. Quédate donde estás. Puede que parezca que me alejo, pero tengo que hacerlo para poder dar la vuelta. Debes tener fe en que siempre volveré a por ti.

—La tengo —afirmó ella, con la mirada puesta en su rostro; aquella mandíbula se había convertido en su nuevo objeto de ensoñación preferido.

Aprendió a dejarse guiar por el viento, por el agua y por el propio barco. Poco después ya era capaz de manejar por sí misma una racha de viento y la estela de una embarcación grande. Al oír que la vela flameaba, la cazaba y estaba pendiente del movimiento del agua, consciente de que su ondeante forma vaticinaría un cambio inminente del viento.

En una ocasión consiguió hacerlo todo a la perfección sin ayuda de Jerome. La vela quedó en silencio, lo único que se oía era el susurro del velero cortando las aguas y el soplo del viento. Sintió una conexión casi primaria con las olas.

Un león marino emergió del agua en ese momento, como un súbito signo de puntuación que reflejaba la dicha que la embargaba, y se echó a reír con abandono.

—Me gusta oírte reír —dijo Jerome.

—Pues sigue trayéndome a navegar y me oirás hacerlo a menudo —contestó ella.

Seguro que estaba despeinada y con el maquillaje hecho un desastre por el viento y el agua, pero no podía dejar de sonreír.

Jerome la ayudó a desembarcar cuando regresaron a puerto. Margot sintió que le flaqueaban las piernas al pisar tierra firme, pero él evitó que cayera y la alzó en sus brazos antes de depositarla en el suelo.

Se quedó mirándolo obnubilada, sin saber qué decir. Él se sacó un Ventolín del bolsillo, inhaló dos veces y volvió a guardarlo antes de decir, como quien no quiere la cosa:

—Me dejas sin aliento.

—Eso es muy cursi.

Margot sintió que las mejillas y las orejas le ardían de rubor.

—La culpa la tienes tú. Anda, vamos a comer algo.

 

 

Margot salía a navegar con Jerome siempre que el tiempo y sus respectivas agendas se lo permitían. Según le contó él, Ida había sido una apasionada de aquel deporte desde joven. Le había inculcado esa afición desde niño, y se había convertido en una actividad que compartían. Le contó también que tanto en el instituto como en la universidad había sido miembro del equipo de vela, y que ahora estaba enseñándoles aquel deporte a sus hijos.

—¿Tú practicabas algún deporte cuando estudiabas?

Ella soltó un bufido burlón.

—Solo si consideras un deporte huir corriendo de las abusonas. A diferencia de ti, no fui a colegios de gente finolis.

—Ah, ¿ahora resulta que soy un finolis?

Jerome no era consciente de ello, pero los privilegios que él había tenido la habrían dejado pasmada en su juventud. A veces se sentía tentada a revelarle más cosas, pero se resistía a hacerlo porque estaba disfrutando demasiado de aquello como para arriesgarse a perderlo.

Cuando completó el primer recorrido por sí sola, se sentaron en la cubierta de popa y Jerome abrió una botella de prosecco para brindar.

—¡Brindo por poder salir un rato de la cocina! —dijo ella.

—Esto sí que es vida, practicar el deporte que amo mientras me enamoro.

Margot estuvo a punto de atragantarse con el vino.

—¡Eh!

—¿Qué pasa? ¿No te gusta oír eso?

A decir verdad, sí que le gustaba oírlo a pesar de que era increíblemente romántico y sorprendente. Jamás había conocido a nadie como él. Lo que sentía por Jerome era como navegar… una sensación de plenitud rebosante, de liviandad. Era como deslizarse veloz por las titilantes olas, era mágico.

Él debió de notar que estaba mirándolo con fijeza, porque sonrió y frunció el ceño a la vez. El resultado fue una especie de mueca.

—Estoy intentando adivinarte el pensamiento.

—No sabía lo sola que me sentía hasta que apareciste tú y me enseñaste cómo me siento al no estarlo —reconoció sin pensar.

Mantenía un montón de cosas ocultas, pero no era una mentirosa.

Él dejó a un lado su copa, se giró hacia ella en el banco y posó la palma de la mano en su mejilla.

—No sé si eso me entristece o me alegra.

—Escoge lo segundo. No querría causarte tristeza por nada del mundo.

—Teniendo en cuenta cómo me siento en este momento, nunca lo harás.

—Quién sabe lo que nos depara el futuro.

Él soltó una carcajada al oír aquello y exclamó sonriente:

—¡Hablas como mi madre!

—Me lo tomaré como un cumplido.

Ninguno de los dos dijo nada durante un largo momento y fue él quien rompió finalmente el silencio.

—Estoy pensando en intentar localizar al tal Francis LeBlanc, el tipo que salía en aquel viejo artículo que estaba escondido en la cocina. ¿Qué te parece la idea?

—No sé, creo que sería muy difícil encontrarlo. Y, suponiendo que lo consiguieras, ¿qué ganarías con eso?

—Mi madre lleva mucho tiempo sola. A lo mejor está aferrándose a lo que fuera que tuviera con él.

—Me parece una locura. No son los mismos de antes, cuando se enamoraron locamente. Lo más probable es que ese hombre tenga familia, una vida. O puede que haya muerto. A lo mejor lo mataron en Vietnam o regresó con daños irreparables por el trauma.

—Me encanta tu optimismo —repuso él.

—Es que creo que tu madre podría llevarse una decepción. Puede que incluso termine sufriendo. Seguro que él le rompió el corazón cuando eran jóvenes.

—En ese caso, a lo mejor le sirve para dar carpetazo al asunto.

—¿Después de todo este tiempo? ¿Acaso quieres que se embarque en una búsqueda de su antiguo amor?

—Quizás debería hacerlo.

—A lo mejor se abriría una vieja herida, ¿has pensado en eso?

Él estiró sus largas piernas y pasó el brazo por la regala que ella tenía a su espalda.

—Por eso no le he dicho a mi madre que lo he localizado.

Margot estuvo a punto de atragantarse de nuevo.

—No lo dirás en serio, ¿verdad?

—Completamente en serio. La verdad es que tampoco fue tan difícil. Se cambió de nombre, ahora se llama Frank White. Trabaja en el hospital de veteranos.

—¿Aquí, en la ciudad?

—Sí.

—Y no se lo has dicho a tu madre.

—Aún no. Ni siquiera sé si querría tener esa información.

—No lo sabrás hasta que se lo preguntes —señaló Margot, y titubeó por un instante—. ¿Has hablado con él?

—No.

—Quizás esté felizmente casado. O casado y amargado. A lo mejor es un capullo. ¿Seguro que quieres arriesgarte a provocarle un caos mental a tu madre? ¿Quieres sacar a la luz antiguos recuerdos, cuando ese hombre podría ser alguien que es mejor que permanezca en el pasado?

—Bueno, se me ocurre una forma de averiguarlo. Vayamos a verlo.

—¿Lo dices en serio?

—Muy en serio. Si es un capullo, no hará falta que le mencione el tema a Ida, pero, si al conocerlo me da la impresión de que podría estar interesada en volver a verlo, dejaré que sea ella quien decida.

 

 

—Doctor White, doctor White, acuda al mostrador de enfermería cuatro-este, por favor.

Frank White no reaccionó al aviso mientras palpaba el vientre de su paciente y procedía a escuchar por el estetoscopio. Se sintió aliviado al oír movimientos normales de los intestinos y al no notar ninguna anomalía en el abdomen.

—¿No es usted al que están llamando? —le preguntó el señor Johnson, antiguo sargento segundo en el ejército.

—Sí. Ya casi hemos terminado. Siga mejorando y podremos hablar de darle el alta.

—Genial, me gustaría salir de aquí.

—Apuesto a que sus nietos también estarán encantados.

Johnson tenía una foto en la que salía con tres niños sonrientes y un castillo de arena. Frank siempre intentaba conectar con sus pacientes a nivel personal. La mayoría de los médicos habían dejado de hacer rondas de visitas y dejaban esa tarea en manos del personal hospitalario, pero él seguía la evolución de sus pacientes como una gallina clueca con sus polluelos. Podría llevar varios años jubilado, pero prefería seguir trabajando porque era una forma de ocupar sus días.

Mientras iba rumbo al mostrador de enfermería, enderezó los hombros y recurrió al método que usaba desde tiempos inmemoriales para intentar soltar lastre y liberar la mente: inhalar; exhalar; mirar hacia arriba.

Había sido una mañana dura. Había tenido que certificar la muerte de un paciente, un teniente segundo que sirvió en la primera Guerra del Golfo y regresó a casa con heridas que había arrastrado durante décadas. Al final había terminado por sucumbir bajo el peso del dolor y el agotamiento de aquella dura lucha. Se le había comunicado el fallecimiento a la familia. Después de la fúnebre tradición de envolver el cuerpo con la bandera, la camilla había salido de la habitación con lentitud, acompañada del toque de silencio, mientras el personal hospitalario se congregaba en el pasillo. Algunos de los pacientes se habían unido al saludo desde la puerta de sus respectivas habitaciones. Los civiles se habían llevado la mano al corazón; los veteranos habían ofrecido un saludo militar.

Frank había pasado por aquel proceso muchas veces, pero jamás había logrado acostumbrarse. Aunque podría decirse que ahora se le daba mejor lidiar con la situación. Había dedicado su vida a cuidar a los hombres y mujeres que habían cuidado a su vez de la nación y, después de todo ese tiempo, esperaba poder decir que había aportado su granito de arena.

En el mostrador de enfermería había dos personas esperándole: una mujer rubia de piernas largas y botas vaqueras, y un hombre negro bastante alto vestido con pantalones chinos y zapatillas náuticas. Quizás fueran familiares de algún paciente, pero no habría sabido asociarlos a ninguno de los suyos.

—Soy el doctor White, ¿en qué puedo ayudarles?

—¿El doctor Frank White? —El desconocido le ofreció la mano y se dieron un apretón—. Soy Jerome Sugar y ella es Margot Salton. ¿Puede dedicarnos unos minutos?

Frank lanzó una mirara al reloj del vestíbulo.

—Sí, claro.

Les condujo a una zona de espera llena de folletos y revistas.

—No queremos hacerle perder el tiempo, iré al grano. Mi madre se llama Ida B. Miller, creo que usted la conocía años atrás.