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Banner Creek, Texas, 2007

 

 

 

Encontrar el punto justo de azúcar y de sal era la clave para conseguir una salsa barbacoa perfecta. Sí, tratándose de la salsa en cuestión, huelga decir que cada uno tenía su propia opinión sobre la combinación de acidez, especias, fruta y condimentos —ese indescriptible sabor único conocido como umami— que conseguía que cada bocado fuera tan sabroso, pero Margie Salinas tenía muy claro que la base de todo eran el azúcar y la sal.

De modo que, cuando Cubby Watson le dio la oportunidad de producir su propia salsa especial para los clientes del restaurante, la bautizó con el nombre de sugar+salt. Imprimió etiquetas en la biblioteca pública porque su presupuesto no daba para más, pero se prometió a sí misma que algún día tendría una diseñada por profesionales, una que le daría a su salsa un aspecto tan fino y selecto como el de una botella de vino del caro.

Cuando terminó su jornada de trabajo sirviendo mesas en el comedor, se dirigió a la despensa y contempló la hilera de botes de su salsa. Tenía un intenso color burdeos y estaba moteada de las especias que ella misma tostaba y molía en su pequeña cocina.

—La cosa esa está vendiéndose como sandía en un día de calor —comentó Cubby al entrar en la despensa. La ardiente parrilla exterior donde asaba la carne había impregnado su camisa y su delantal de humo de mezquite—. Espero que estés lista para preparar un montón más.

Ella sonrió con cansancio y dejó en el canasto de la cocina su delantal, que llevaba bordado el logo del restaurante.

—Más que lista, no te preocupes. Esta noche me pondré a preparar una tanda cuando llegue a casa. La dejaré cocinando a fuego lento hasta mañana.

—Calculo que hoy hemos vendido unos seis litros, aquí tienes tu parte.

Le entregó un bolsito de dinero cerrado con cremallera y repleto de billetes.

—Gracias, Cubby, ¡eres el mejor!

Lo dijo porque era la pura verdad. No había día en que ella no recordara sentirse agradecida por el hecho de que tanto él como Queen, su mujer, estuvieran en su vida. Ellos le habían dado una oportunidad justo cuando pensaba que se había quedado sin opciones.

Fue al vestuario, se puso la ropa de calle — minifalda y botas vaqueras— y saludó a Nanda, que acababa de llegar junto con el personal de limpieza. Se soltó el moño y se miró al espejo, junto al cual habían colgado un recorte de periódico enmarcado de la revista Texas Monthly, la más admirada de todo el estado. El recorte en cuestión contenía una reseña donde se hacía mención especial a sus salsas. El autor, Buckley DeWitt, las había descubierto en el mercado al aire libre y había seguido comprándolas desde entonces. Era obvio que ella le gustaba, aunque fuera un poquito, porque se le enrojecían las orejas y tartamudeaba cuando hablaban, pero, en cualquier caso, era un escritor muy bueno y destacaba especialmente a la hora de escribir sobre restaurantes especializados en platos a la brasa. Una buena valoración en Texas Monthly podía provocar una estampida.

Buckley le había confesado que, en realidad, lo que quería era escribir sobre temas judiciales, sobre crímenes y castigos. Incluso tenía un blog electrónico al margen de la revista, uno llamado Lone Star Justice que publicaba usando un pseudónimo porque expresaba opiniones que podrían cabrear a más de uno.

Al salir del restaurante por la puerta trasera encontró a Cubby contemplando las estrellas mientras disfrutaba de su cigarro de todas las noches, un Black & Mild, acompañado de un trago de Hennessy.

—Mi propiedad está sujeta a una servidumbre de derecho público, ¿te lo había dicho?

—¿Eso es malo?

Margie apenas sabía lo que era una servidumbre.

—Significa que el condado podría construir un rascacielos justo encima de mí y yo no podría decir ni pío.

—Venga ya, Cubby, nadie va a construir un rascacielos en Banner Creek.

—Quién sabe, espero que tengas razón —dijo reclinándose hacia atrás en su silla.

—¡Claro que la tengo! Adiós.

—¡Ve con cuidado!

Frente al restaurante, algunas de las chicas se dirigían a las camionetas de los chicos con los que habían quedado, dispuestas a disfrutar de la velada bailando en el Greene’s Dance Hall o nadando en el Blue Hole. En ocasiones, sus compañeras de trabajo y ella iban a la ciudad para ver actuar a los Austin Lounge Lizards.

Ginny Coombs le hizo señas con la mano para que se acercara.

—¡Eh, Margie! ¿Dónde está Jimmy? ¿Os apetece venir a nadar?

Margie eludió su mirada y agachó ligeramente la cabeza antes de admitir en voz baja:

—Lo mío con Jimmy se terminó.

—No lo dirás en serio, ¿verdad? —Ginny le dio una calada a su Virginia Slim—. Joder, chica, ni siquiera le diste una oportunidad. He visto plátanos con una fecha de caducidad más larga que tus novios.

Margie sonrió al imaginarse a Jimmy Hunt como un plátano pasado.

—En fin, supongo que vuelvo a estar en el mercado.

—Joder, ¿qué fue lo que pasó? Erais la pareja perfecta; además, estamos hablando del mismísimo Jimmy Hunt.

Ginny pronunció su nombre con la reverencia que se le profesa a un heroico conquistador. Y, de hecho, así se le consideraba en aquellos lares, ya que los Hunt eran una familia más que conocida por la gran fortuna que habían amasado gracias al petróleo, por su atractivo físico y por su poderosa influencia. En un pueblo como aquel, uno lo bastante pequeño como para que todo el mundo se conociera, esos tres factores tenían mucho peso y, dado que Banner Creek estaba a poca distancia del capitolio de Austin, la influencia de aquella familia llegaba a la legislatura estatal.

Había conocido a Jimmy en un salón de baile al que había ido con unas amigas. Era un chico de cuerpo macizo con el cabello oscuro y ondulado, una mandíbula cuadrada y ojos chispeantes, y le había llamado la atención de inmediato. Era uno de los jugadores estrella de los Aggies de Texas, uno de esos que salían al terreno de juego en casi todos los partidos; según decían, era el pateador con más talento de la liga universitaria.

Ella se había sentido atraída por su sentido del humor, por la soltura con la que se desenvolvía en la pista de baile y por aquellos ojos azules de mirada cautivadora. Después la había llevado a casa en su ranchera último modelo con Waylon sonando en la radio, una escopeta en la parte de atrás del vehículo y una botella abierta de cerveza Shiner entre los muslos. Según le explicó él con su risa de barítono, un Hunt podía tomar un trago estando al volante sin ningún problema: su hermana era ayudante del sheriff; su primo favorito, jefe de policía; y Briscoe, su hermano mayor, tenía intención de presentar su candidatura a fiscal del distrito. Una gran familia feliz.

Margie no tenía experiencia en ese aspecto, en lo de tener una familia, una gran familia feliz.

Le había invitado a entrar al llegar a casa y, después de charlar un rato sobre fútbol americano — el año próximo sería su última temporada como jugador en la liga universitaria, pero iban a seleccionarlo para jugar en la NFL—, compartieron unos besos y caricias. Él le dijo que era tan guapa que estaba haciéndole olvidar que era un caballero.

Era un chico divertido y Margie se sentía sola, así que, cuando tuvo otra noche libre, le invitó a volver a casa con la promesa de prepararle una cena casera. Le había servido pollo aderezado con una pizca de adulación, porque era una jovencita texana de pies a cabeza y era fan del equipo de fútbol americano de la universidad. Él se había mostrado abierto y encantador al hablar de sí mismo, de su familia, de los grandes logros que habían conseguido, pero no mostró demasiado interés cuando ella le contó que su madre había fallecido. La gente tenía tendencia a eludir el dolor ajeno. Quizás fuera ese el motivo de que a Margie le gustara tanto ir a la iglesia con Queen y Cubby todos los domingos, porque los feligreses no rehuían el dolor.

Dejó que Jimmy le hiciera el amor porque tenía unos labios bonitos y plenos y olía de maravilla y estaba un poco achispada y se sentía terriblemente sola. Sacó un condón del cajón de la mesita de noche —su madre siempre decía que era inútil esperar que un hombre fuera a acordarse de eso— y él lo aceptó con una carcajada complaciente, pero a la mañana siguiente encontró el paquetito en el suelo. Estaba abierto, pero el condón todavía estaba dentro.

Cuando le recriminó al respecto, él reaccionó con esa misma carcajada sexy.

—No me gusta bañarme con las botas puestas —se había limitado a decir.

—Pues tendrás que hacerlo la próxima vez, si es que quieres que haya una próxima —había contestado ella, mientras le preparaba beicon y huevos para desayunar.

Abrió la cajita donde tenía las píldoras anticonceptivas con la intención de doblar la dosis como precaución, para contrarrestar el descuido de la noche anterior, pero no le quedaba ninguna. La receta había caducado, había gastado todo su dinero en pagar la renta y los ingredientes para la salsa y todavía no había acudido a la clínica para que se la renovaran. Era algo que sucedía algún que otro mes.

Él la invitó a ir al campo de tiro para practicar y la idea le llamó la atención porque jamás había disparado un arma. «No sé, puede que vaya», le había contestado.

Jimmy subió a su ranchera y se largó con un fuerte acelerón que hizo que la gravilla del suelo saliera disparada hacia el porche. Kevin, el gato de Margie, se llevó un susto, y ella lo alzó en brazos para calmarlo mientras seguía la ranchera con la mirada. A través de la polvareda alcanzó a ver una pegatina de una bandera confederada y un símbolo de la fraternidad Kappa Alpha.

Dejó a Kevin en el suelo y dio media vuelta. Entonces recogió la toalla que Jimmy había dejado tirada en el suelo del baño, lavó los platos del desayuno y barrió el polvo que él había metido con sus botas la noche anterior.

Pensó en el condón sin usar y en el hecho de que él no le hubiera preguntado ni una sola cosa sobre sí misma. De haberlo hecho, quizás le habría explicado por qué estaba sin blanca y cómo pensaba salir del agujero en el que estaba metida; quizás le habría hablado de lo que ocupaba sus pensamientos y sus sueños.

Y pensó también en el hecho de que, mientras él la abrazaba y le hacía el amor, se había sentido más sola que nunca.

Le llamó al día siguiente para cancelar la salida al campo de tiro. Entonces respiró hondo y le dijo que no quería volver a verlo.

—Pues eso es una lástima, nena, y un error. Sería una lástima que te perdieras toda la diversión, sé cómo tratar de maravilla a una mujer.

Ella no había visto nada que confirmara semejante afirmación, pero optó por contestar:

—Sí, ya lo sé. Supongo que tienes razón, pero es que ahora tengo muchas cosas en mente y no estoy en un buen momento para tener pareja. Esperaba poder solucionarlo, pero me equivoqué.

Era consciente de que estaba intentando suavizar el golpe. La explicación que estaba dándole tenía como objetivo evitar herir sus sentimientos, como si esa fuera responsabilidad suya. «No es por ti, sino por mí.»

Lo que tendría que haberle dicho si hubiera tenido las agallas necesarias era que había sido un capullo con lo del condón, que había mostrado una total falta de respeto hacia ella. Tendría que haberle dicho que un engaño como ese suponía una brecha insalvable en cualquier relación, incluso en una esporádica. Puede que su madre le hubiera dado más consejos respecto a los hombres si siguiera viva, en plan cómo mantenerse firme cuando los deseos de una estaban en conflicto con el sentido común, o cómo encontrar hombres que te trataran bien. Aunque también cabía la posibilidad de que su madre no hubiera sido de mucha ayuda, porque, tratándose de hombres, no podía decirse que hubiera tomado las mejores decisiones.

—Bueno, pues qué pena —dijo Jimmy.

—Gracias por comprenderlo. Lo siento de verdad, Jimmy.

—Vale. Nos vemos, nena.

Margie regresó al presente cuando Ginny Coombs le dio un pequeño codazo.

—¿Estás total y absolutamente segura de no querer darle otra oportunidad a Jimmy Hunt? Quién sabe, a lo mejor resulta que la cosa sale bien. Tendrías la vida resuelta, los Hunt están forrados de dinero. Podrías decirle adiós al trabajo de camarera.

—La verdad es que me gusta este trabajo. Y, en cuanto a Jimmy… no terminamos de encajar.

—Bueno, no pasa nada. Aún eres joven.

Ginny apagó el cigarrillo en el cenicero que había en la calle y se llevó un chicle a la boca.

—Gracias por comprenderlo. A lo mejor necesito un descanso y no salir con nadie, al menos por una temporada. En fin, ¡que os divirtáis esta noche!

Jimmy llevaba toda la tarde mandándole mensajes de texto. Oyó una nueva notificación procedente de su bolsillo mientras entraba en el coche y se tomó un momento para bloquear su número antes de salir del aparcamiento y poner rumbo a casa.

Se alejó del pueblo por la estrecha y serpenteante carretera, manteniéndose alerta por si se cruzaba en su camino un armadillo o un ciervo mulo. Banner Creek discurría por el camino en el vado y el agua salpicó el chasis del coche cuando pasó entre los postes de hormigón.

Su casita estaba situada junto al río; en otros tiempos había sido un pabellón de pesca. Era sencilla a más no poder, una estación de paso para una persona que todavía no estaba segura de cuál era su papel en la vida. Era el primer hogar de verdad que había tenido desde la muerte de su madre y, aunque no era más que un lugar donde poner sus pertenencias, contaba con una buena cocina de gas y al casero no le importaba que tuviera un gato. Los vecinos de la casa de al lado, los Pratt, tenían varios hijos adolescentes de lo más ruidosos, pero no eran una molestia para ella.

En cuanto metió la llave en la cerradura y abrió la puerta, Kevin bajó de la barandilla del porche y se restregó contra sus tobillos.

—Venga, colega, vamos a preparar un poco de salsa.

Encendió la luz mientras el gato la precedía al interior de la casa. Era un chiquitín feúcho y había sido bastante arisco de pequeño, pero ella lo había llevado a casa y había ido acostumbrándolo a su nueva vida a base de paciencia y cariño. Ahora era su mejor amigo y permaneció atento a cada uno de sus movimientos mientras ella guardaba la bolsa de dinero en el cajón. Siempre estaba al borde de la bancarrota porque, a raíz del accidente que había sufrido el año anterior, una compañía de facturación médica se llevaba una buena tajada de su mensualidad. Cubby era consciente de la situación y le pagaba en efectivo siempre que podía.

Abrió una botella de Shiner y puso música. Aún no tenía edad para comprar cerveza, pero Jimmy había dejado un pack de seis en la nevera.

Tenía la cocina entera organizada en torno a la producción de su salsa: cuatro ollas de cocción lenta colocadas en fila en la encimera; mantenía una envasadora a presión y una esterilizadora en la cocina de gas; tenía macetas de hierbas aromáticas en el porche, y tostaba y molía sus propias especias.

Le encantaba experimentar con sus salsas. El punto de inicio de todas ellas eran el azúcar y la sal; después solía añadir vinagre y cebollas y tomates, pero, a partir de ahí, probaba todo tipo de ideas: que si un toquecito de bourbon, que si una pizca de mostaza molida a la piedra, que si unos chiles en adobo, o ideas descabelladas como una vaina de vainilla de Madagascar, chocolate amargo, Coca-Cola, café, anís estrellado, tamarindo, calamondines de Florida… Anotaba detalladamente cada mezcla de ingredientes, se mantenía informada de cuáles eran los sabores que estaban más de moda e iba añadiendo sus propias recetas al tesoro más valioso que le había legado su madre: una enorme carpeta llena a rebosar de recortes y recetas escritas a mano.

Las cebollas solían provocar ríos de dolorosas lágrimas, pero había aprendido que el truco era refrigerarlas y, posteriormente, cortarlas rápidamente en daditos con un cuchillo muy afilado. Cantando al son de una canción de Brandi Carlile, sacó su cuchillo de finísima hoja de cerámica y se puso a pelar y a cortar mientras tomaba algún que otro traguito de cerveza de vez en cuando. La salsa de esa noche llevaba manzanas Ozark Granny, unas verdes y lustrosas que había comprado en el mercado al aire libre. Quería intentar caramelizarlas junto con las cebollas antes de añadirlas a la olla. La enorme sartén de hierro fundido salpicaba grasa por todas partes, así que se quitó la bonita blusa de rayón que llevaba puesta por miedo a que se echara a perder. Entonces se colocó el delantal con peto encima del sujetador y prosiguió con su tarea.

Mientras preparaba todo lo necesario para las ollas de cocción lenta, se puso a planear la velada perfecta: se daría un largo baño mientras leía un libro. Aparte de cocinar, la lectura era lo que más disfrutaba en el mundo. Leía libros que la llevaban a lugares lejanos, que le permitían experimentar una vida distinta, que hacían que viera el mundo bajo otro prisma. De no haber tenido que dejar los estudios por culpa de Del, lo más probable habría sido que su afición por la lectura la hubiera llevado derecha a la universidad, por inusual que eso pudiera parecer en una chica con unos orígenes como los suyos. Su consejera del instituto le había asegurado en multitud de ocasiones que estaba más que capacitada para ir a la universidad, como si el dinero necesario para pagar unos estudios fuera a aparecer por arte de magia.

El resplandor de unos faros barrió por un momento la cocina, deslizándose por el mobiliario barato que ya venía con la casa al alquilarla. No prestó demasiada atención, supuso que sería alguno de los hijos de los Pratt, pero entonces, en la pausa entre Brandi Carlile y Dave Grohl, oyó un portazo y vio a alguien en su porche.

La puerta mosquitera se abrió de golpe y, de buenas a primeras, Jimmy Hunt estaba allí, plantado en el umbral de su casa, con la cadera ladeada a un lado, un pulgar metido en la presilla del cinturón y una sonrisa en la cara. Tenía los ojos ligeramente desenfocados, seguramente había estado bebiendo o fumando hierba. Del bolsillo superior de su chaqueta vaquera asomaba un paquete de Swisher Sweets.

«Nos vemos, nena.» Esas habían sido sus palabras cuando le había dicho que no quería volver a salir con él. Ella no se las había tomado de forma literal, pero, a juzgar por la situación, tendría que haberlo hecho.

Sintió que el alma se le caía a los pies, ¿qué parte de «lo nuestro ha terminado» no había entendido?

—Hola, Jimmy.

—Eh, nena, no me gusta la forma en que hemos dejado las cosas. Creo que deberíamos hablar.

La luz tenue le daba un aspecto ligeramente misterioso… y amenazador. Se le veía totalmente seguro de sí mismo mientras la miraba de arriba abajo y se centraba en sus piernas.

La recorrió un estremecimiento.

—Mira, Jimmy, hablar sería una pérdida de tiempo. Ya te lo dije, tú y yo no somos… la cosa no funcionaría.

Él se acercó a la nevera como si estuviera en su casa y sacó una cerveza.

—Apenas nos has dado una oportunidad, nena. Puedo tratarte de maravilla, eres lo más bonito que he visto en mi vida.

No era el primero en decirle algo así. Margie había salido a su madre y, al igual que esta, no había tardado en aprender que ser guapa no siempre era una ventaja. A veces atraía la atención de gente indeseable.

—Te agradecería que te fueras. Ahora mismo, por favor.

—Todavía no he terminado mi cerveza —contestó él, antes de tomar un largo trago.

Margie lo contempló desde el otro extremo de la cocina. Estaba allí plantado, mirando alrededor como si fuera el dueño y señor de aquel lugar. Sintió un hormigueo en la nuca, un temor incipiente.

—Dejémoslo ya. Estoy ocupada. Por última vez, Jimmy: vete de mi casa, te lo pido por favor.

Él apuró la cerveza en un par de tragos, dejó a un lado la vacía botella marrón y en sus húmedos labios se dibujó una sonrisita torcida. Y entonces bajó la mirada hacia su sujetador, uno fino y delicado que apenas quedaba cubierto por el peto del delantal.

—Nena, tus labios dicen que no, pero ese cuerpecito tuyo dice que sí.

Margie hizo una mueca al oír semejante estupidez.

—Venga ya, no quiero montármelo contigo.

Hey There Delilah había empezado a sonar en la radio. Lanzó una fugaz mirada hacia su móvil, lo había dejado sobre la encimera mientras se cargaba. No iba a tener que llamar a la policía para que se lo llevaran de allí, ¿no?

¿Y si tenía que hacerlo? En ese caso, quizás apareciera alguno de los primos de Jimmy.

—Claro que quieres —afirmó él con toda naturalidad—. Puedo tratarte de maravilla, nena. De hecho, estar conmigo puede venirte de maravilla, apuesto a que no sabes lo que dice la gente de por aquí a tus espaldas. Te ven como un bicho raro que se dedica a preparar brebajes como una bruja y que va a la iglesia negra como si fuera lo más normal del mundo. Allí no pegas ni con cola.

Margie no contestó, no tenía sentido darle conversación.

El aire estaba impregnado del olor de las manzanas y las cebollas caramelizándose. Apagó el fuego de la sartén de forma instintiva y entonces le espetó, más que un poco cabreada:

—Mira, estoy ocupada. Vete a buscar una fiesta. Algunas de mis compañeras de trabajo pensaban ir al Blue Hole o…

—Aquí mismo tengo tu fiestecita.

De repente, con un rápido movimiento que la tomó por sorpresa, la atrajo contra su cuerpo para que notara su erección, y entonces se inclinó hacia ella y la besó con fuerza.

Margie le apartó de un empellón y retrocedió contra la encimera, atónita y furiosa.

—¡Déjalo ya, Jimmy, si no quieres que…!

—¿Que qué? ¿Qué piensas hacer? —preguntó él con una carcajada burlona, mientras iba desabrochándose la chaqueta.

Ella agarró el cuchillo como una exhalación. Ardía de furia, una furia avivada por el miedo.

—¡Lo digo en serio! ¡Lárgate a tu casa!

—Qué graciosa eres —dijo haciendo ademán de arrebatarle el cuchillo.

Margie giró la empuñadura para amenazarle con la afilada hoja, estaba claro que él no tenía conciencia del filo quirúrgico que poseía un cuchillo de cerámica. Le cortó la piel como si de mantequilla se tratara, justo entre el pulgar y el índice.

—¡Ay, Dios! ¡Lo siento! —exclamó al ver brotar sangre de la herida—. Ha sido sin querer.

—¡Mieeerda! Sabía que eras tonta, pero no tanto.

Margie agarró un rollo de servilletas de papel y, al volverse de nuevo hacia él, vio que estaba desenfundando una pistola de una sobaquera que llevaba bajo la chaqueta.

—Tan tonta que quieres usar un cuchillo para enfrentarte a una pistola.

Soltó una exclamación ahogada, el cuchillo se le cayó al suelo y oyó que se hacía añicos. Ese era el problema de los de cerámica: eran letalmente afilados, pero frágiles. Su acelerado pulso le resonaba en los oídos, un profundo miedo le martilleaba en las entrañas. Puede que la pistola no estuviera cargada; a lo mejor era un juguete, tenía pinta de serlo; puede que tuviera el seguro puesto; no tenía ni idea de cómo era el seguro de un arma; no tenía ni idea de cómo funcionaba un arma. Lo único que sabía era que nunca le habían gustado, que solo traían desgracias.

—Venga ya, Jimmy, no estoy buscando pelea. Guarda eso —dijo ofreciéndole una servilleta de papel—. Ten, límpiate la mano. Es lo primero que hay que hacer. No era mi intención herirte, ha sido sin querer.

—Ya, lo imagino.

El negro cañón de la pistola apuntaba directamente al pecho de Margie.

—Te estoy pidiendo que guardes eso, por favor.

—No, no me apetece. No estás siendo nada amable conmigo.

Ah. Lo que quería era que fuera amable con él.

—Tienes razón, Jimmy —asintió luchando por evitar que le temblara la voz. Sí, tenía que seguirle el juego, porque estaba claro que tenía las de perder empleando la fuerza—. No te he tratado con amabilidad y lo lamento. Mira, te propongo una cosa: salgamos a dar una vuelta. Es sábado noche, ¿qué te parece si vamos a escuchar algo de música al Tierney?

Él sonrió de nuevo y enfundó el arma en la sobaquera que tenía bajo el brazo izquierdo.

—Así me gusta más.

La recorrió un alivio tan grande que sintió que le flaqueaban las piernas.

—Vale, muy bien. Espera un momento, me… me cambio de ropa en un santiamén.

Pasó por su lado procurando mantener las distancias y entró en el dormitorio, que estaba a unos pasos escasos de la puerta. La indignaba que estuviera haciéndola sentir incómoda allí, en su propia casa, justo donde se suponía que debería sentirse a salvo.

—Qué monada, el delantal ese encima del sujetador queda muy sexy.

No se había dado cuenta de que la había seguido. Intentó agarrarla del brazo, pero ella lo esquivó.

—Tengo que ir al baño, espera aquí. Echa un poco de agua en ese corte, tómate otra cerveza.

No tenía ni la más mínima intención de ir con él a ningún sitio, pero estaba atrapada en su propia casa. Tenía que encontrar la forma de salir de allí.

Él no le hizo ni caso. En vez de esperar, entró tras ella en el dormitorio.

—La otra noche nos divertimos de lo lindo en esta habitación —le dijo, mientras iba acorralándola hacia la cama—. Vamos a divertirnos un poco más.

—Dejémoslo para después, en el Tierney siempre hay buenos músicos tocando.

—Aquí hay alguien que también es bueno tocando —afirmó él con una sonrisita sugerente, mientras bloqueaba el paso hacia la puerta.

Margie intentó colarse por debajo de su brazo y la detuvo con un rápido movimiento, como un cepo que se cierra de golpe. A pesar de estar borracho, conservaba los rápidos reflejos de un atleta. Sus musculosos brazos la rodearon cual duras e inamovibles tenazas.

—¡Eh, frena un poco! —le pidió, luchando por no dejarse arrastrar por el pánico—. Salgamos a dar una vuelta, a pasarlo bien.

—Ya estoy pasándolo de maravilla, nena.

La echó hacia atrás para hacerla caer en la cama. Empleó tanta fuerza que Margie rebotó de forma casi cómica en el colchón y se quedó sin aliento.

—¡Joder, Jimmy! ¿No me dijiste que eras un caballero? —le espetó indignada.

—Claro que lo soy —contestó. La aprisionó contra la cama, metió una rodilla entre sus piernas y le sujetó ambas muñecas por encima de la cabeza—. Estoy hecho todo un caballero. El caballeroso Jimmy, ¡ese soy yo!

Margie forcejeó y se retorció para intentar liberarse, pero él siguió sujetándola con aquella mano que parecía un cepo de hierro. Entonces, empleando la que tenía libre, le apartó el delantal a un lado con un fuerte tirón.

—¡Eh! ¡Ya basta! —exclamó ella en voz alta y cortante, mientras la tira de la prenda se le hundía en el cuello como una soga.

Él rompió el cierre delantero del sujetador y se quedó mirando fijamente sus pechos.

—Ah, qué delicia.

—En serio, ¡para ya! —Tenía la garganta constreñida por el pánico, le costaba articular palabra—. ¡No tienes por qué ser tan brusco! —Su mente iba a toda velocidad, la instaba a intentar calmarlo—. Hagámoslo como la otra noche. Lentamente, sin prisa.

—Sí, así me gusta.

La besó con brusquedad, hundiendo la lengua hasta el fondo.

Margie se quedó inmóvil, contuvo el aliento, esperó a que el beso terminara y entonces susurró:

—Oye, tengo que ir al baño. Y de paso te traigo otra cerveza.

—Sí, me apetece otro trago —respondió, y le soltó las muñecas.

—Enseguida vuelvo —dijo ella posando las palmas de las manos en sus hombros e intentando que se echara hacia atrás—. Espérame aquí.

Él se echó a un lado, se estiró en la cama y se apoyó cómodamente en el cabecero de hierro.

La invadió un alivio abrumador y aprovechó para levantarse a toda prisa y apretar el delantal contra su pecho desnudo. Oyó el taconeo de sus propias botas mientras se dirigía a la cocina. Kevin estaba allí, agazapado junto a la puerta, moviendo la punta de la cola y mirando alerta a un lado y otro. No se fiaba de los desconocidos.

Abrió la nevera y sacó la última botella de cerveza. Su móvil estaba encima de la encimera. Lo agarró, lo abrió y su pulgar se deslizó a toda prisa por el teclado.

911, ¿cuál es su emergencia?

Tenía la mano en la puerta de la calle cuando sintió la mano de Jimmy en la nuca. Agarró la tira del delantal y tiró con tanta fuerza que la hizo caer de espaldas contra su pecho. El teléfono salió volando y la botella de cerveza cayó al suelo, pero no llegó a romperse.

—¡Socorro! ¡Que alguien me ayude! —lo gritó tan fuerte como pudo, con la esperanza de que los vecinos la oyeran.

Quizás se produjera un milagro y la operadora de emergencias siguiera aún al otro lado de la línea.

—Venga, nena, deja de berrear.

La apretó contra su cuerpo, la alzó del suelo y la llevó de vuelta al dormitorio. Margie le arañó las manos y echó los brazos hacia atrás para intentar arañarle la cara y el cuello.

—¡Ay! ¡No hagas eso, joder!

Llegó a la cama en dos zancadas, se dio la vuelta y la echó de espaldas sobre el colchón con brusquedad.

Ella soltó otro grito, una especie de incoherente sonido animal, y él tensó la tira del delantal para cortarle la respiración. No podía emitir sonido alguno, no podía respirar, ¡no podía respirar!

Él le alzó la falda de golpe y tironeó de sus bragas hasta que logró rasgarlas.

La tira del delantal la estaba estrangulando, el corazón le atronaba en los oídos. Arqueó el cuerpo y se retorció de lado a lado. Vio las estrellas cuando él le propinó un sonoro bofetón, unas estrellas que se convirtieron en mariposas que se alejaron volando. Puede que perdiera el conocimiento, porque cuando parpadeó él tenía los pantalones abiertos y sus propias piernas también estaban abiertas. La penetró con una fuerte embestida.

Le mordió el hombro con todas sus fuerzas y él gritó de dolor y le propinó otro bofetón en el mismo lado de la cara. Margie notó que algo se rompía, pensó que era un hueso… no, había sido un diente.

Consiguió torcer la mano derecha hasta liberarla de su férrea sujeción e intentó arañarle los ojos, pero él hundió la cara en la almohada y soltó un gemido ahogado. Notaba la presión de su codo hincándosele en las costillas… No, no era su codo, era la pistola, la que llevaba en la sobaquera.

No intentes enfrentarte a una pistola con un cuchillo, no intentes…

Maniobró con la mano hasta que logró agarrar el arma. No sabía qué parte tenía aferrada, pero él seguía embistiendo una y otra y otra vez y ella no podía respirar. No tenía ni idea de armas, pero sabía distinguir un gatillo. Sabía lo que se sentía al ahogarse, lo que se sentía al asfixiarse. Quería perderse en el olvido, dormir para siempre.

Su dedo corazón se deslizó por el patrón del gatillo. ¿Y si estaba puesto el seguro?, ¿y si no estaba cargada?, ¿y si…?

Echó hacia atrás el dedo y apretó. Nada.

«¡Ahh!» Le oyó exhalar un gemido al correrse. Recordaba ese mismo sonido de placer de la otra noche… «¡Ahh!»

Notó que la parte inferior del cuerpo de Jimmy se relajaba contra el suyo, pero él apretó con más fuerza la tira de tela y la sensación de asfixia se acrecentó. El pulso le martilleaba en los ojos como si su corazón estuviera intentando latir a través de ellos y vio estrellas y apretó el gatillo de nuevo y con más fuerza y su dedo corazón apretó y entonces…

¡Bang!