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El papel crujía bajo el cuerpo de Margie mientras permanecía tumbada en la camilla. Era un papel como el de las carnicerías, el que se usaba para envolver los pedidos de carne del restaurante. Cubby trataba la carne con esmero porque se trataba de la piedra angular de su negocio, aquello que atraía a montones de personas a su restaurante; para él, la manipulación segura de los alimentos era poco menos que una religión, y se aseguraba de que tanto ella como el resto del personal observaran en todo momento las normas de seguridad e higiene.

Cuando se había dado cuenta de que ella iba muy en serio con lo de aprender el arte de la barbacoa texana, Cubby le dijo que lo primero era obtener los mejores ingredientes: reses alimentadas con pasto y criadas al aire libre, a las que no se les hubiera suministrado hormonas. La llevó a la granja orgánica de los Meister, donde las prácticas de sacrificio de los animales estaban certificadas. Ella creía que se sentiría descompuesta, pero no había sido así, ni siquiera cuando el cuerpo del animal había sido alzado y drenado. Ese mismo olor la envolvía ahora por completo, intenso y penetrante como el cobre o el hierro.

Porque ahora ella misma era un trozo de carne. Era un trozo de carne extendido sobre el blanco papel de carnicero y estaba helada. Puede que no tanto como la nevera donde Cubby guardaba la carne, pero tenía tanto, tanto frío, que prácticamente estaba a punto de estremecerse convulsivamente. Y estaba húmeda y pegajosa, tan pegajosa… La sangre era como brea que le manchaba el estómago y las piernas desnudas, que le apelmazaba el pelo. Intentó levantarse como un resorte de la camilla, salir corriendo y huir lo más lejos posible.

Tenía las manos sujetas a algo y le entró el pánico. ¿Estaba inmovilizada? ¿Por qué?

Sus manos, sus muñecas… Jimmy Hunt le había sujetado las manos por encima de la cabeza.

—¡Soltadme! —De su boca no emergió sonido alguno, pero no cesó en su empeño de hablar y de liberarse—. ¡Necesito las manos!

Una mujer vestida con ropa quirúrgica y una bata blanca le dijo algo en voz baja a otra que estaba presente, quien se acercó a su vez a la cortina marrón y habló con alguien. Al cabo de unos segundos, se volvió hacia ella y le dijo:

—Lo lamento de verdad, pero no podemos hacerlo.

Según la placa que llevaba prendida en la bata, se llamaba Brenda Pike y pertenecía a un centro del condado de Hayden para la asistencia a víctimas de violación.

—Cuando nosotras terminemos, la policía tendrá que hablar contigo.

—La policía —alcanzó a decir Margie con voz ronca.

Ah, sí, había intentado llamar al 911, ¿no? Y entonces Jimmy la había atacado como una fiera salvaje.

Tuvo flashes de terror y dolor. Gritos. Los gritos habían hecho que él la golpeara y entonces la había estrangulado hasta hacerla callar. Había intentado arañarlo y la había golpeado otra vez. Y otra. Ella había buscado a tientas, su mano había encontrado la pistola enfundada y entonces…

¡Bang!

—Necesito que te quedes quieta, por favor. Te prometo que aquí estás a salvo.

Fue la otra mujer quien le dijo aquello con voz firme, pero amable.

Según la placa identificativa que llevaba prendida en la bata, se llamaba Angela Garza y era enfermera. Tenía un aro en la nariz, un tatuaje en la muñeca y unos ojos de mirada aguda que la estaban recorriendo de arriba abajo como si estuviera leyendo una especie de código.

—Soy enfermera examinadora de agresiones sexuales y examinadora forense de agresiones sexuales, estoy especializada en realizar este tipo de exploraciones.

Una nube de irrealidad nubló la mente de Margie. «Soy Angela, hoy seré tu proveedora de servicios relativos a las agresiones sexuales.»

—¿Sabes dónde estás?

Una clínica, vete tú a saber dónde. Techo de azulejos, cortina marrón, el rítmico sonido de algún monitor cardíaco, el susurro de un ventilador. Negó con la cabeza.

—Estás en el Hospital Católico St. Michael’s, en Alameda.

Eso estaba a varios pueblos de distancia de Banner Creek. No sabía cómo había llegado hasta allí. La sangre, tanta sangre, ríos y ríos. Se desmayó, despertó cien años después.

Luces estroboscópicas a través de la ventana, policía y enfermeros en su casa. «¡Apartadlo de mí!», había intentado gritar, pero se había quedado sin voz. Alguien cortó la tira del delantal, la cubrió con una sábana blanca, le cubrió la nariz y la boca con una mascarilla y le pidió que respirara.

Voces tensas hablando entre ellas, el chasquido de una radio.

A la de tres. Una, dos, tres… y entonces estaba tumbada en la camilla de traslado, la alzaron y la sacaron de la casa. Collarín cervical alrededor del cuello, sujeto con velcro bajo la barbilla. Sintió que la asfixiaba, le entró el pánico, forcejeó mientras luchaba por respirar, y entonces hubo una especie de flash y después… nada.

—Lamento que hayas pasado por esto —estaba diciéndole Angela—. Espero que me des toda la información posible sobre el incidente. Denunciarlo puede ayudarte a sentir que recobras algo de control.

Era como si las palabras fueran cayendo del techo: que si había un equipo de respuesta ante las agresiones sexuales, que si ese equipo iba a encargarse de organizar la investigación… La información ganaba velocidad y pasaba de largo, como los objetos de Dorothy en el tornado de El mago de Oz. Flashes y motitas de luz, torbellinos.

¿Quieres que llamemos a alguien?

No, no tengo a nadie.

¿Algún amigo, quizás?

Su mejor amigo era Kevin, un gato.

Kevin. Le dijo que tenía que dar de comer a su gato, pero de su boca no salió sonido alguno.

La enfermera tenía un listado de cosas que debía ir comprobando. Y entonces llegó una asistente con hojas de papel y bolsas; con un carrito, un peine de cerdas finas, formularios, un portapapeles, una cámara, tubos de ensayo y placas transparentes, un rollo de etiquetas impresas; con bastoncillos, tanto largos como cortos, alineados y listos para ser introducidos; con unas tijeras raras y un hemostato. Le tomaron muestras de las manos y embolsaron los bastoncillos.

—Tengo que hacer pis.

Sus palabras emergieron en un susurro. Jimmy la había estrangulado. Había silenciado su voz, la había borrado hasta convertirla en un mero susurro aterrado.

—Intenta aguantar —le pidió la enfermera—. Es difícil, pero necesito que aguantes un ratito más.

—Tengo… tengo que hacer pis, me estoy…

Demasiado tarde. Se meó encima. Nunca había hecho algo así… excepto la noche anterior, cuando él estaba estrangulándola. También se lo había hecho encima.

La enfermera y su asistente fueron catalogando todas las prendas que llevaba encima… delantal, sujetador, botas, bragas, falda. El sujetador y las bragas estaban hechos jirones. Hicieron fotos y documentaron las heridas, las mordeduras, las amoratadas marcas de dedos en sus pechos, una uña rota, los signos claros de estrangulación, las heridas que indicaban que había sido golpeada en varias ocasiones y que la habían sujetado a la fuerza.

La sangre era un río de pegajosa brea. Tanta y tanta sangre. ¿La había partido Jimmy por la mitad? ¿La había hecho sangrar a chorro como una manguera?

Angela fue narrando cada paso con voz carente de inflexión, dictando las heridas. Se midieron las laceraciones que tenía en el rostro; había una lámpara como las que usan los dentistas. Había ido al dentista una única vez en la vida, cuando un diente le dolía un montón y le dio fiebre. Mamá se encontraba mal, así que había sido la enfermera del cole quien se había encargado de llevarla a la consulta.

Un absceso, eso habían dicho que era. Ella solo quería que se lo quitaran. «Sacadlo, arrancadlo, que se acabe ya esta agonía», había intentado rogarles; lo que fuera con tal de poner fin a aquel dolor. Les había oído discutir sobre el pago de la visita, hasta que al final la enfermera había claudicado y había decidido pagar de su propio bolsillo.

Había gritado al sentir el profundo pinchazo de la enorme aguja y el diente había salido entonces en un río de pus que había salpicado la lámpara. El alivio había sido inmediato. La habían mandado a casa con unas pastillas, después de aconsejarle que acudiera al dentista con regularidad. Sí, claro, como si su madre pudiera permitirse semejante gasto.

La enfermera Angela tomó una foto de su cuello. «Signos claros de estrangulamiento.»

Los restos que tenía bajo las uñas fueron a parar a una pequeña placa de cristal que fue depositada en un recipiente.

Preguntas, tantísimas preguntas personales. La historia de su vida. Era una chica de veinte años, ¿qué historia iba a tener a sus espaldas? Se había criado en un parque de casas móviles llamado El Arroyo, situado en un barrio marginal del oeste de Austin. No había llegado a conocer a su padre, tanto su madre como él eran unos críos cuando ella había nacido. En serio, sus padres no eran más que unas personas normales y corrientes cuyo único problema había sido que eran demasiado jóvenes. «No quería saber nada de nosotras», le había explicado mamá cuando ella tuvo edad suficiente para preguntar. Al parecer, cuando mamá les reveló a sus propios padres que estaba embarazada, la echaron de casa. Eran de la vieja escuela y dijeron que no podían soportar semejante deshonra.

La enfermera y su asistente lo guardaron todo —pelo, ropa, saliva…— para ser analizado. También tomaron nota de que tenía un diente roto y una muela medio suelta.

Bastoncillos por todas partes, en lugares donde jamás habría pensado que pudiera introducirse uno. Exámenes internos de la boca, la vulva, el ano.

—¿Te han hecho alguna vez un examen pélvico? —le preguntó la enfermera.

No tenía voz, así que se limitó a negar con la cabeza.

Angela procedió a explicarle el procedimiento paso a paso, pero eso no sirvió para que resultara menos impactante ni doloroso. La oyó tomar nota de la presencia de flujo vaginal, que parece ser que indicaba una elevada fertilidad.

Se oyó el sonido de pasos que se acercaban a toda prisa más allá de la cortina.

—¿Dónde está? —gritó una mujer a viva voz—. ¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde está mi Jimmy?

«¿¡Qué!?» Margie miró frenética alrededor, ¿Jimmy Hunt estaba suelto por ahí? ¿Dónde? ¿Dónde estaba?

—Octavia, por favor, no puedes entrar ahí —contestó alguien.

Octavia. ¿De qué le sonaba ese nombre? Octavia.

—¡Tengo que ver a mi hijo! —gritó la mujer.

¿Jimmy estaba allí? ¿Dónde? Le entró de nuevo el pánico mientras le buscaba con la mirada.

—Tranquila, no te va a pasar nada —le aseguró Angela—. Estás a salvo, nadie va a hacerte ningún daño. Ya casi hemos terminado la exploración.

Las voces se perdieron en la distancia. Por fin terminó todo. Dejaron de toquetearla y examinarla, de recoger muestras con bastoncillos, de hincarle agujas y hacerle pruebas.

—¿Puedo irme a casa y asearme? Por favor.

Su voz era un susurro impregnado de miedo.

—Puedes ducharte aquí.

Siempre le había encantado la bañera que tenía en casa. No era gran cosa, una de esas antiguas con patas de león y un par de manchas de herrumbre en el desagüe. Queen le había regalado unos jabones y unas toallas preciosas por su cumpleaños, y era el lugar donde se relajaba y disfrutaba de los libros. En ese momento estaba leyendo uno titulado La ladrona de libros. Iba de una chica que sobrevivía a algo terrible en la Alemania nazi.

—Solo me queda comentarte un par de cosas —le dijo entonces la enfermera—. Tienes derecho a recibir tratamiento para enfermedades de transmisión sexual.

Margie asintió. Jamás había contraído una de esas enfermedades, practicaba sexo seguro, pero no podía decirse lo mismo de Jimmy Hunt.

—¿Podrías decirme si estás embarazada?

—No.

—¿No lo estás o no lo sabes?

—No.

—¿Cuándo te vino el último periodo?

—No me acuerdo —dudó. Su voz sonaba susurrante y extraña—. Espera, sí, fue un domingo. Me acuerdo porque fui a misa.

Estaba arreglándose para encontrarse con Cubby y Queen, e iba de acá para allá por la habitación cuando se dio cuenta de que le había bajado la regla. Qué lejano parecía ahora ese momento.

—Hace dos domingos —añadió.

La asistente salió de nuevo al pasillo y regresó poco después con una cajita rosa de plástico y una bandeja que contenía paquetes de pastillas, un peine y un cepillo de dientes.

—De enfermería —le dijo.

—¿Puedes tragar una pastilla? —preguntó Angela.

Sí, sí que podía. Le hicieron tragar más de una.

—Estamos dándote tratamiento para cubrir todas las enfermedades de transmisión sexual, incluyendo el VIH. Hemos hecho una prueba de embarazo que daría positivo en caso de que estuvieras embarazada de dos semanas o más. Vas a recibir anticonceptivos de emergencia: una píldora ahora, otra dentro de doce horas.

—Vale.

—Tienes que tomártelas tal y como se te indica, ¿podrás hacerlo?

—Vale.

—Es importante.

Brenda le entregó un panfleto que tenía por título Tú no tienes la culpa: qué hacer después de sufrir una agresión sexual.

¿Qué hacer? Lo único que ella quería era dormir durante mil años.

—… para tomarte declaración —estaba diciendo Angela.

Margie estaba demasiado cansada como para pedirle que lo repitiera.

Se oyeron nuevas voces procedentes del otro lado de la cortina. Angela se asomó para hablar con alguien.

—Tiene que darse una ducha —dijo. Se oyó una respuesta ininteligible—. Venga ya, está cubierta de… —Margie no entendió lo que decía—. A ver si hay alguna agente que pueda… —Su voz se volvió ininteligible.

Margie se quedó dormida unos cinco segundos… o cinco horas, no habría sabido decirlo. La cortina se abrió y una mujer uniformada y con el pelo recogido en un moño entró sin más. Tanto Angela como la otra mujer la miraron ceñudas, pero se apartaron a un lado. Una mujer asiática enfundada en ropa quirúrgica desbloqueó las ruedas de la camilla, la sacaron de allí y la condujeron por un pasillo. Luces en el techo, mostradores con ordenadores y pizarras blancas pasaban de largo con rapidez; un gran ascensor de carga las bajó una planta, dos, las puertas se abrieron y salieron a otro pasillo; doblaron una esquina y cruzaron una puerta con un cartel donde ponía Ducha.

Había un vestuario adyacente a una ducha con azulejos en la pared, dotada de una cortina casi transparente y dispensadores de jabón y champú. Había toallas, varios artículos de aseo y una bata desechable de color rosáceo envuelta en film transparente para después de la ducha.

La mujer uniformada le quitó una esposa y después la otra. Aquello la dejó atónita, no sabía que fuera eso lo que habían usado para sujetarla. ¿Por qué se las habían puesto?

Flexionó las muñecas, le dolió todo cuando fue incorporándose apoyada en los codos hasta sentarse en la camilla. El gel y el ungüento que había usado Angela eran pegajosos. Tocó la sábana y la bata que la cubrían y alzó la mirada hacia la agente de policía.

—Disculpe —susurró.

—¿Qué quiere?

—¿Puedo tener algo de intimidad? Al ducharme —aclaró, intentando enunciar las palabras con claridad.

—No voy a moverme de aquí.

Margie estaba demasiado cansada para discutir. Se sentía muy mal. La habían toqueteado y examinado como si fuera una res de primera en el mercado de ganado. En la sala de observación, todo el mundo había visto hasta el último recoveco de su cuerpo, habían examinado sus zonas más privadas, habían recolectado sus flujos íntimos en bolsas y tubos. Que la observara una mujer más no era nada del otro mundo; a esas alturas, ya no había nada del otro mundo.

Se mareó un poco al bajar de la camilla. Dejó caer la sábana y se quitó la suave y descolorida bata de hospital. Unas pequeñas escamas herrumbrosas salpicaron el suelo. Se dio cuenta de que tenía los pies muy sucios… tenía herrumbre bajo las uñas de los dedos de pies y manos, y unos largos manchurrones amarronados le bajaban por las piernas.

Se metió en la ducha y la encendió. Se encogió al recibir el chorro de agua fría, retrocedió y esperó a que saliera caliente. La herrumbre se convirtió de nuevo en sangre que bajaba en ondulantes regueros hasta el desagüe, donde giraba lentamente como si de la escena de una película de terror se tratara.

Había tantísima sangre… ¿de dónde salía?, ¿de su entrepierna? ¿Le había bajado la regla? ¿Le salía de las entrañas? Vomitó de improviso una bilis amarillenta que giró y giró en el desagüe.

La envolvió una nube de vaho y se perdió allí con la mente en blanco, sin pensar en nada. Alzó el rostro hacia el chorro de agua. Inhaló tan hondo bajo aquella ardiente lluvia que estuvo a punto de atragantarse. Le flaquearon las piernas. Tanteó a ciegas hasta que su mano encontró el agarrador que estaba sujeto a la pared. Se mojó bien el pelo y lo lavó con champú. Frotó y frotó hasta el último milímetro de su cuero cabelludo.

Entonces procedió a ir lavando a conciencia cada parte de su cuerpo: cara, orejas, cuello, pecho, brazos, muslos, entrepierna… todo. Repitió el proceso entero dos veces más. El jabón y el agua hacían que le escocieran las heridas y saboreó el dolor, se sintió purificada por él.

—Vaya terminando, lleva demasiado tiempo ahí metida —dijo la agente, y se abanicó con el portapapeles para intentar disipar el vaho.

«Voy a quedarme aquí para siempre», contestó ella para sus adentros.

Y entonces pensó en su casa. ¿Podría regresar sabiendo lo que le había ocurrido allí?

—Mi gato, tengo que darle de comer —musitó.

Cerró el grifo y se envolvió en una toalla, una acartonada y áspera que le irritó la piel. A continuación se escurrió el pelo e intentó peinárselo con los dedos. Tenía dolorida la parte lateral de la cabeza, Jimmy le había tirado del pelo con tanta fuerza que creyó que se lo había arrancado.

Había unas bragas de papel de lo más raras. Según la etiqueta, la bata desechable de color rosa era una XS, pero le quedaba muy grande y holgada. Se ciñó el cordón de la prenda alrededor de la cintura, se puso los calcetines amarillos con puntitos de goma antideslizantes en las suelas y metió los pies en las fundas desechables.

El kit que le habían dado contenía un cepillo de dientes y un pequeño tubo de pasta, un peine y una loción. El espejo situado encima del lavamanos estaba empañado; despejó una pequeña zona con el dorso del puño.

La imagen que tenía ante sí la sobresaltó, el ser que la miraba desde el espejo era una parodia grotesca de la Margie de antes. Tenía un ojo morado y prácticamente cerrado; varios hematomas ensombrecían la mejilla y la barbilla; tenía la amoratada impronta de una mano alrededor del cuello; descubrió el aspecto que tenía una laceración en la cara. Tenía además mordeduras en el cuello y en el hombro; que ella recordara, era la primera vez que le mordían… bueno, que lo hacía un ser humano.

Bajó la mirada hacia su escote y vio más moratones y mordeduras salpicándole los pechos. Él le había dicho que era tan guapa que estaba haciéndole olvidar que era un caballero.

«¡Deja de pensar en eso!»

Intentó controlar los abominables pensamientos que se arremolinaban en su mente.

—Tengo que irme ya. Mi gato, y tengo que ir a trabajar —acertó a decir.

Sí, exacto, el trabajo. Un punto de normalidad, pero entonces se dio cuenta de que no tenía forma de regresar a casa. No tenía su billetera, ni una tarjeta de crédito, ni dinero en efectivo. Y tampoco su móvil.

—Eh… tendría que llamar a alguien, para que venga a buscarme.

No sabía qué hora era, ¿habría amanecido ya? No tenía ni idea, no había visto ningún reloj. Ni ventanas. No sabía si era de día o de noche.

La agente titubeó antes de contestar.

—Vamos a ir a comisaría, tiene que presentar declaración.

«Lo que tengo que hacer es dormir», pensó, un poco tambaleante.

—Necesitan su versión.

—Mi versión —repitió, y su voz se quebró.

—Sí, su versión del incidente.

—¿Sigue aquí la mujer del centro de asistencia a víctimas de violación?, ¿la señora Pike? Me dijo que se quedaría conmigo.

—Vamos, tenemos que ir a comisaría.

Margie estaba demasiado exhausta para seguir con aquel intercambio de palabras. Después de lo que acababa de ocurrir, quizás fuera aconsejable no apartarse demasiado de la policía.