Cuando Margie salió a la calle, descubrió que era pleno día. El sol la deslumbró y parpadeó como un perrito de las praderas que emerge de su búnker subterráneo.
La comisaría estaba situada en el complejo municipal junto con el ayuntamiento y los juzgados; era la zona del casco antiguo de la ciudad y todos los domingos se montaba allí un mercado al aire libre. Ella se consideraba afortunada por no haber tenido que pisar nunca la comisaría, ya que hacerlo significaba que te había pasado algo malo: habías perdido algún objeto preciado, te habían robado el coche, te habían hurtado algo, o tú misma habías cometido alguna ilegalidad.
En la zona de recepción había un agente tras una mampara de seguridad; había carteles informativos sobre seguridad en las paredes y un tablón donde colgaban multitud de tarjetas comerciales y anuncios de todo tipo: fianzas relámpago, un abogado que te defendía si habías conducido borracho, panfletos de la Cámara de Comercio, e incluso un menú del restaurante de Cubby. Sus carnes a la brasa eran famosas entre los polis, quienes preferían sus platos a los de sus propias madres; de hecho, al mediodía siempre solía haber personal de oficina y agentes entre los comensales que llenaban el restaurante.
La condujeron a una pequeña y desnuda oficina donde la recibió una mujer. Era la inspectora Glover y tenía lo que su madre solía describir como un «look al estilo hippie de Austin»: cabello salpicado de canas y rostro sin maquillar y surcado de arrugas debido al efecto del sol y el tabaco.
—Mi función es ayudarte a aclarar lo que pasó anoche.
Margie no contestó. Tenía la cabeza embotada, le dolía todo y estaba tan, pero tan cansada…
—¿Cómo estás? —preguntó la inspectora Glover—. Soy consciente de que es un momento muy duro, debes de estar exhausta, pero es importante oír tu versión de los hechos.
Margie dirigió la mirada hacia la puerta. Era de cristal y tenía persianas. Había un espejo en la pared opuesta, huelga decir que era uno de esos en los que te veían desde el otro lado. En el restaurante de Cubby había uno detrás de la caja registradora.
—Aquí estás a salvo —afirmó la inspectora, y le dio una botella de agua—. Si tienes hambre…
—No —contestó. No tenía intención de volver a comer en toda su vida—. La mujer… Brenda, la señora Pike, del centro de asistencia a víctimas de violación. Dijo que estaría aquí.
—Puedo hacer que alguien la llame por teléfono.
La inspectora se levantó de la silla y entreabrió la puerta y habló brevemente con alguien. Entonces regresó al escritorio y sacó un portapapeles, algunos formularios, varios bolígrafos y un bloc de papel amarillo. Uno de los manuales que tenía sobre el escritorio llevaba como título Normas y procedimientos para supervivientes de agresiones sexuales.
—Grabaré esta conversación para asegurarnos de que no pasamos por alto ningún detalle.
—Se ve que lo tiene todo bien preparado —dijo Margie, con la mirada puesta en las dos cámaras de vigilancia situadas en las esquinas.
—Es para tu propia protección.
«Y la tuya también, seguramente», pensó Margie, que había visto algún que otro video en Internet.
—Empecemos por tu nombre y dirección.
La parte en la que facilitó la información básica fue simple. Marjorie Salinas, la llamaban Margie, dirección, lugar de empleo, estudios. Había entrado a trabajar en el restaurante de Cubby tres años atrás; se había mudado a una casa amueblada situada junto a Banner Creek el año anterior.
—Vale, ahora me gustaría que me hablaras un poco de ti misma. Tómate tu tiempo.
Margie fijó la mirada en la superficie del escritorio. Verde y lleno de rasguños, como el de una profesora. Siempre le había gustado mucho ir al colegio, le encantaba leer. Mientras su madre estaba ocupada preparando sándwiches, ella solía acurrucarse en un rincón y leer para sentirse acompañada. Había ido a clases intensivas de matemáticas en el cole, le encantaba aprender español y practicaba el idioma con las ayudantes de la cocina comercial. Varios profesores la habían animado a que se inscribiera en la universidad, pero le había parecido que eso sería como intentar clasificarse para las olimpiadas. La entristeció tener que dejar los estudios antes de que terminara el curso, pero no tuvo más remedio que hacerlo.
Mamá pasaba mucho tiempo enferma y todo el dinero que tenían se destinaba a pagar sus medicinas y tratamientos. «Ay, mamá, ¡cuánto te necesito!»
—Cuando tenía catorce años, Del vino a vivir con nosotras. Delmar Gantry —dijo con voz ronca.
—Ah, entonces es tu padrastro.
—No, no estaban casados. Del y yo, pues… perdimos el contacto tras la muerte de mi madre —explicó, sin mencionar las miraditas que él solía lanzarle—. Ahora no tenemos ninguna relación.
—¿Todavía conservas su teléfono? —hablaba con voz serena y pausada, mostrando mucha paciencia.
—Lo tengo en el móvil. ¿Dónde…? Necesito mi móvil.
La inspectora se acercó a la puerta de nuevo y, minutos después, el móvil llegó en el interior de una bolsita de plástico con cierre. Lo sacó y lo depositó sobre el escritorio frente a Margie. Estaba manchado, lleno de salpicaduras oscuras.
Margie lo abrió y en la pantallita apareció una foto de Kevin. Fue a Contactos y le mostró el número de Del a la inspectora.
—Gracias —dijo, e hizo unas anotaciones—. Bueno, vamos a avanzar. Necesito que me cuentes lo que pasó anoche.
Margie intentó centrar su dispersa mente. Le contó que había sido una noche como cualquier otra en el restaurante. Cubby siempre cerraba a las diez, incluso los sábados; según solía decir, a partir de esa hora nunca pasaba nada bueno. Banner Creek había sido en el pasado una de esas poblaciones donde los negros no podían salir a la calle después del atardecer porque, de hacerlo, quién sabe lo que podría pasarles a manos de los blancos. Según contaba Cubby, su padre recordaba aquellos tiempos a la perfección y lo que le había contado al respecto no sonaba nada agradable.
Margie le explicó a la inspectora que las chicas la habían invitado a salir a divertirse.
—¿Sueles salir después del trabajo? ¿Bebes alcohol? ¿Vas a bares, a bailar y tal?
—A veces.
—¿Todas las noches?
—No. Una o dos veces por semana, quizás.
—¿Conoces a hombres en esas salidas?
—Sí, claro.
—¿Te acuestas con ellos?
—¿Qué tiene que ver eso con lo de anoche?
—Me limito a intentar hacerme una idea de las circunstancias.
—Sé lo que está preguntando. Tengo veinte años y dejé los estudios; trabajo de camarera y preparo salsa barbacoa; salgo a veces con chicos; de vez en cuando me acuesto con alguno. Igual que muchas otras chicas.
—Entonces, ¿conociste a James Hunt y saliste con él?
—Sí.
—¿Y te liaste con él?
—Sí.
—O sea, que mantuviste relaciones sexuales con él.
—Sí. Al principio me pareció agradable, pero resulta que estaba equivocada. —Y hasta qué punto—. Rompí con él. Y entonces se presentó en mi casa y me violó.
La recorrió una furia ardiente que irradió a través de sus dedos, de sus ojos.
—Lamento que esto te altere, pero debo tomarte declaración lo antes posible después del incidente. ¿Saliste con Jimmy antes de anoche?
—Acabo de decírselo. La noche que nos conocimos, yo estaba en un baile con las chicas; varias noches después, le preparé la cena y pasó la noche en mi casa. Al día siguiente, se ofreció a llevarme a un campo de tiro.
—¿Ah, sí? ¿Te gusta disparar?
—No, no tengo ni idea de cómo se hace, pero sonaba interesante, una actividad entretenida —dijo. Fijó la mirada en su regazo. La camiseta prestada que llevaba puesta estaba arrugadísima. La inspectora quería que relatara una y otra vez lo mismo, y resultaba agotador—. Pero al final no fuimos porque me lo pensé mejor, decidí que él y yo no encajábamos como pareja.
—¿Qué te hizo llegar a esa decisión?
Jimmy no se había molestado en ayudarla a lavar los platos, había dejado las toallas tiradas por el suelo del baño y…
—Le pedí que usara un condón y no lo hizo.
—¿Estás segura de eso?
—Sí. Puede preguntárselo, no lo negará.
La inspectora la miró de forma rara. Fue una mirada fugaz, pero Margie la captó.
—Más tarde, ese mismo día, le dije que no quería ir al campo de tiro. Que no quería volver a verlo.
Recordó el aluvión de mensajes de texto que habían colapsado su móvil después de eso, antes de que optara por bloquear el número de teléfono de Jimmy. Se frotó el cuello. Le costaba reconocer su propia voz, le dolía el cuerpo entero.
—¿Puedo irme ya? Tengo que darle de comer a mi gato —explicó frotándose las muñecas con las manos—. Si rescatas a alguien, tienes que alimentarlo y cuidarlo bien.
La inspectora dejó pasar unos segundos antes de contestar.
—Vamos a repasar esto, es importante. A ver. Llegaste a casa, ¿qué pasó entonces?
Era como si hubieran transcurrido cien años desde que había vivido aquello. Desde que estaba en la cocina, preparando la salsa barbacoa con los botes alineados cual soldaditos a lo largo de la encimera, con las tablas de cortar y el pelador y el cuchillo preparados. Recordaba haber cantado al son de las canciones que iban sonando en la radio… Brandi Carlile, Dave Grohl y los Plain White T’s. Le encantaban esos artistas, pero sabía que jamás sería capaz de volver a escuchar sus canciones.
Su voz carecía de fuerza mientras relataba que había visto las luces de los faros de un vehículo, que había pensado que serían los vecinos…
—¿Tienes amistad con ellos?
—Bueno, supongo que tenemos una relación cordial. Son adolescentes.
La inspectora le pidió sus nombres y los anotó.
—Pero los faros… no eran los vecinos.
—No, no eran ellos. Era… Jimmy me sobresaltó.
—¿Se acercó a ti con sigilo?
—No, es que… no le esperaba.
—¿Forzó la puerta de tu casa?
—No.
—¿Le dejaste entrar?
—No. Supongo que la puerta no estaría cerrada con llave, yo acababa de llegar.
—¿Sueles dejarla abierta?
—La cierro de noche. Es que tenía pensado trabajar un rato, preparar mi salsa, pero él entró de buenas a primeras y… me sobresalté.
—¿Recuerdas la conversación?
—No. Hablamos de naderías, sacó una cerveza de la nevera.
—¿Estaba bebiendo?
—Ya estaba borracho.
—¿Cómo te diste cuenta?
—Por sus ojos. Los tenía nublados, hablaba arrastrando las palabras.
—¿Qué cerveza estaba bebiendo?
—Una Shiner. En la botella chata, no era de las de cuello largo.
—Tenías cerveza en la nevera. ¿De dónde la sacaste?
—Del propio Jimmy. Había dejado un pack de seis botellas.
—¿Cuándo?
—Antes de que rompiera con él.
Empezaba a confundirse ella misma. Jimmy había llevado un pack de seis botellas a su casa la noche en que le había preparado la cena y su comportamiento había sido bastante bueno en esa ocasión, aunque se había mostrado un poco fanfarrón al hablar de sí mismo y de su familia. «Briscoe, mi hermano mayor, es abogado. Algún día llegará a ser el fiscal general del estado, espera y verás. No me extrañaría que llegue a ser gobernador, tiene inteligencia de sobra. Yo seré la estrella de fútbol de la familia.»
—¿Estaba el pack de cervezas completo anoche?
—¿Qué? —Estaba exhausta. Bostezó, estaba desesperada por dormir. ¿Conseguiría volver a dormir alguna vez?—. Cinco, había cinco.
—¿Quién se bebió la sexta?
—La abrí para bebérmela mientras cocinaba.
—Entonces, estabas bebiendo.
—Sí.
—¿Cuánto bebiste?
—A ver, no lo sé. Estaba en mi propia casa, había… había terminado mi jornada de trabajo.
Santo Dios. Un tipo la había violado, y ¿resulta que lo que le preocupaba a aquella mujer era que hubiera bebido alcohol sin tener la edad mínima?
—¿Sueles beber mucho?
—No, para nada —afirmó ceñuda—. En fin, como le decía, Jimmy estaba borracho anoche y tenía ganas de sexo. No se tomó muy bien que cortara con él, pero yo no esperaba que se presentara en mi casa de improviso y me atacara.
—Háblame de eso. Apareció y te sorprendió.
—Él había estado bebiendo —repitió. Los ojos, la forma en que arrastraba las palabras—. Le pedí que se fuera. Intenté ser amable, pero estaba cabreado.
—¿Cómo te diste cuenta de eso?
—Actuaba con mucha brusquedad. Me agarró con fuerza, intentó besarme.
—¿Cómo ibas vestida?
Margie la miró atónita.
—¿Disculpe?
—¿Ropa de calle? ¿Te cambiaste al llegar a casa?
—¿Qué más da lo que llevara puesto? Estaba preparando salsa barbacoa.
—Todos los detalles son importantes.
—Botas y una falda. Llevaba una blusa que no quería que se me manchara de aceite, así que me la quité y me puse un delantal. Uno de esos con peto del restaurante de Cubby —explicó, y se tocó el cuello—. Me apretó el cuello con la tira de tela de ese delantal.
—¿Lo hizo justo en ese momento?
—No solo en ese. Agarré un cuchillo al ver que no me soltaba.
—¿Qué clase de cuchillo?
Ella se lo describió y le relató que él se había cortado al intentar arrebatárselo.
—Fue sin querer. Y entonces me dijo que era una tonta por querer enfrentarme a una pistola con un cuchillo. Pensé que estaba bromeando, pero me mostró su pistola.
—¿Qué tipo de pistola?
—No lo sé. Una especie de revólver, la llevaba enfundada en una sobaquera. Yo no sabía si estaba cargada ni si tenía el seguro puesto, ni cómo se comprueba una cosa así. Es que… no entiendo de armas.
—Pero te interesaban, has comentado que ibas a ir al campo de tiro con él.
—También he comentado que cancelé esos planes. Me asusté al ver la pistola en mi cocina, le pedí que la guardara.
—¿Lo hizo?
—Ajá.
—¿La enfundó en la sobaquera?
—Sí. Pero se negaba a irse. Me di cuenta de que no iba a dejarme en paz, así que fingí que le seguía el juego.
Describió a continuación las distintas tretas que había intentado: pedirle que salieran a dar una vuelta, decir que tenía que ir al baño, decir que volvería a acostarse con él.
—Antes has dicho que no querías hacerlo.
—Quería que se fuera y me dejara en paz. Intenté actuar como si estuviera cooperando. Hasta que pudiera huir y tal, ya sabe.
—¿Huir de tu propia casa?
—Sí, ir a la de los vecinos.
—En ese caso, podrías haberte marchado antes de que la cosa fuera a más.
Margie sintió una punzada de indignación.
—Lo intenté, se lo aseguro, pero me tenía acorralada.
—¿Podrías contarme lo que dijiste e hiciste llegados a ese punto?
—Le ofrecí otra cerveza y le invité a ir al dormitorio. Para ganar tiempo. Propuse que podríamos tener sexo, como la otra vez.
—¿Le invitaste a tener relaciones sexuales contigo?
—Lo dije por decir. Estaba borracho como una cuba y pensé que sería una forma de distraerlo hasta que pudiera huir, llamar a alguien. Dudo mucho que se diera cuenta de que yo estaba temblando de miedo. Pensé que… no sé lo que pensé. Que él terminaría rápido, que se quedaría dormido y podría aprovechar para ir a pedir auxilio. No lo sé.
Dicho en voz alta, la verdad es que su plan sonaba absurdo. ¿Ofrecerle sexo a un tipo para que te deje en paz?, ¿en serio?
Retorció el cordón de sus pantalones con nerviosismo.
—Fui a la nevera a por la cerveza. Mi móvil estaba sobre la encimera, así que llamé al 911. Él me vio, se cabreó muchísimo otra vez y me atacó.
—¿Podrías ser más específica?
—Tiró de la tira del delantal, me agarró del pelo, me llevó a la fuerza al dormitorio —recordó. Empezó a hiperventilar, tomó un poco de agua y estuvo a punto de vomitar de nuevo. Respiró entre dientes y fijó la mirada en sus desgarradas uñas—. Le arañé con todas mis fuerzas.
Había visto suficientes series policiacas como para saber que eso era importante y por qué.
Relató cómo la había agarrado, había apretado la tira de tela alrededor de su cuello y le había sujetado las muñecas, cómo la había golpeado cuando ella había gritado, que le había roto el cierre delantero del sujetador y le había rasgado las bragas; describió cómo la había inmovilizado, cómo la había penetrado de golpe y había empezado a moverse como un pistón; el olor a sudor y a cerveza, la sensación de estar muriendo por falta de aire.
Su mano encontrando un objeto duro, la pistola enfundada.
—¿Él tenía su pistola encima mientras practicabais sexo?
No estaban practicando sexo, fue una violación.
—Yo intentaba empujarlo, quitármelo de encima, y la toqué. La pistola, la toqué.
Describió de nuevo que él la llevaba en una sobaquera, contra la caja torácica.
—¿La funda estaba cerrada?
—No lo sé.
—¿Tú la abriste?
—No. A lo mejor. No lo sé.
—¿Tú la sacaste de la funda?
—No lo sé —respondió. Se llevó una mano a la mejilla, la tenía hinchada, amoratada y dolorida. Recordó a Jimmy apretándole aún más la tira alrededor del cuello, recordó haber visto estrellas y notar que la vejiga se le aflojaba y se vaciaba—. Noté el gatillo. Con mi dedo corazón, noté el gatillo.
—¿Estaba puesto el seguro?
—No lo sé, no entiendo de armas.
—¿No sabes cómo funciona el seguro?
—No.
—¿Sabes cómo funciona un gatillo?
—Pues… es un gatillo. Aprietas, lo echas hacia atrás. Todo el mundo lo sabe.
—Dices que notaste el gatillo. ¿Lo apretaste?
Margie bajó la mirada hacia su propia mano derecha. La flexionó. Tenía las uñas rotas, pero estaban limpias gracias a la ducha. Abrió y cerró el puño. La pistola era pequeña, como un juguete.
—Sí, supongo que sí que lo hice.
—¿Qué fue lo que hiciste?
—Apretar el gatillo.
—¿Hubo descarga?
Descarga. Recordó que Angela le había comentado que podría tener una descarga de adrenalina después de la exploración y de todo lo ocurrido.
—¿La pistola disparó? —insistió la inspectora.
¡Bang!
—Sí.
—¿Una vez? ¿O fueron más?
—Una única vez. Creo.
—¿Estás segura?
—No.
—¿Qué pasó a continuación?
—No… No me acuerdo —contestó. Se frotó el codo, lo tenía lleno de moratones y le dolía—. No podía respirar. Él estaba apretando, aplastándome.
El enorme peso encima, ese calor asfixiante, los terribles gemidos roncos de placer de Jimmy. Y entonces un completo silencio, él aplastándola con todo el peso de su cuerpo.
—¿Qué te pasó en el codo? —preguntó la inspectora.
Le habían hecho una radiografía en Urgencias y habían descubierto que lo tenía dislocado. Estaba gritando de dolor cuando alguien —un médico bajito y un enfermero— le había dado un tirón en el brazo y ella había gemido como un animal herido. Entonces el codo se le había puesto en su sitio y el dolor había remitido.
—Me caí —contestó.
—¿Dónde?
—En el suelo. Del… del dormitorio.
Estaba resbaladizo, como si hubiera un charco de aceite.
—¿Te levantaste? ¿Te ayudó alguien?
Recordó unas luces estroboscópicas, haces de luz de linternas en movimiento, alguien llamando a la puerta. El dolor era tan intenso que sintió que se mareaba, a lo mejor había perdido el conocimiento. Más luces, un fuerte sonido de pasos, una mascarilla que tenía un olor peculiar, camilla y sentir que la volteaban y oír que alguien contaba hasta tres y el papel que crujía y la fría luz de la sala de Urgencias; la cortina marrón, tijeras y bastoncillos.
Temblaba con tanta fuerza que tuvo que aferrarse al borde de la mesa.
—Estoy muy cansada, tengo que irme a casa. Hoy me toca jornada partida en el restaurante.
Lo que fuera que le diera un resquicio de normalidad, que le devolviera algo de su vida cotidiana.
La inspectora Glover se acercó de nuevo a la puerta, la entreabrió y murmuró algo. Varios minutos después, depositó sobre el escritorio un sobre de manila que contenía un documento.
—No es más que un documento donde se constata que, hasta donde tú sabes, tu declaración es veraz —explicó, y puso una tarjeta sobre la mesa—. Puedes llamarme a cualquier hora si recuerdas algún detalle más, o si quieres modificar o corregir algo.
Margie leyó la tarjeta, vio que ponía Investigaciones Criminales. «Yo no soy la criminal en todo esto», pensó para sus adentros.
—Firma y pon la fecha al pie del documento, por favor. Me encargaré de archivarlo.
Esta declaración, consistente en seis páginas, es cierta a mi saber y entender, y la ofrezco con el conocimiento de que, en caso de ser presentada como prueba, podré ser procesada en caso de haber declarado deliberadamente en la presente algo que sepa que es falso o que no crea cierto.
Nunca se había sentido tan cansada en toda su vida. Escribió su nombre y la fecha. Se sorprendió al ver la hora que se reflejaba en la hoja impresa.
—La hora está mal, no es posible que sean ya las 13:45.
No cuadraba con el reloj que había visto en la zona de recepción.
La inspectora echó un vistazo al documento.
—La impresora debe de estar mal configurada, después lo corrijo.
—¿Puedo irme ya a casa?
A ver cómo se las arreglaba para regresar. Puede que la mujer del centro de asistencia a víctimas de violación, Brenda Pike, accediera a llevarla en su coche. ¿No se suponía que tendría que estar allí? Por cierto, ¿dónde estaba la cajita rosa con las pastillas y los folletos? «Tienes que tomártelas tal y como se te indica.»
—Espera aquí, enseguida vuelvo.
—Estoy harta de esperar —repuso, y se levantó de forma tan súbita que volcó la silla—. Tengo que ir al baño, ¿dónde está?
Volvía a tener náuseas.
La inspectora se levantó a su vez con toda rapidez y se limitó a mirarla con ojos de halcón. La puerta se abrió y dos agentes entraron en la habitación: una mujer con el pelo sujeto en un moño y un hombre que le resultó ligeramente familiar y que dijo sin más:
—Marjorie Salinas, está usted arrestada por el asesinato de James Bryant Hunt. Tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga puede y será utilizada en su contra en un tribunal de justicia. Tiene derecho a un abogado. Si no puede pagar un abogado, se le proveerá uno a costas del Estado.
No estaba segura de haber oído aquello correctamente. Sintió que le flaqueaban las piernas, estuvo a punto de derrumbarse.
—Pero qué… ¡No!
Aterrada, confundida, lanzó una mirada hacia la inspectora, que estaba parada junto a la puerta.
Con un chasqueo metálico, las esposas le rodearon las muñecas como gélidos brazaletes.