25

 

 

 

 

 

Margot estaba deseando largarse de Texas, pero había algo que quería hacer antes. Puso rumbo al restaurante de Cubby en su coche de alquiler y le encontró atareado en la parrilla. La imagen era tan gloriosa como la recordaba: parecía un dios rodeado de una nube de humo de color gris azulado, manejando sus tenazas cual director de orquesta. Se sorprendió al verla y, después de hacerle un gesto a su ayudante para que se encargara de la parrilla, salió a su encuentro a toda prisa.

—Vaya, ¡la señorita Margie! Pero mírate, ¡si estás hecha un primor! Y yo con estas fachas, sudoroso y oliendo a humo.

Ella le abrazó de todas formas, embargada por una profunda gratitud; en otra época de su vida, Queen y él habían sido su única familia.

—Se te ve muy bien, Cubby. Aquí estoy, lidiando con más problemas.

—Sí, ha salido en los periódicos.

Se limpió las manos en un trapo y la condujo a su despacho, que había sido remodelado junto con el resto del restaurante.

A juzgar por el equipamiento de última generación, el negocio iba viento en popa. Había una impresora de alta velocidad para imprimir los menús, un ordenador en cuya pantalla había un programa de gestión del inventario y una segunda pantalla donde aparecían imágenes de todas las cámaras de seguridad.

Queen estaba trabajando en el ordenador y soltó una exclamación de alegría al verla:

—¡Estás fantástica! —Después de un fuerte y largo abrazo, le indicó una silla—. Siéntate un ratito.

—La demanda ha sido desestimada —les explicó Margot—. No habrá vistas ni juicio, la han desestimado sin más.

—Pues claro —dijo Queen—. La verdad es tu defensa y por fin has podido contarla.

A Margot todavía le costaba asimilar cómo había terminado aquel asunto. Les contó lo del cambio de juez a última hora.

—Precisamente eso ha dicho la jueza Falcon: que, en un caso de difamación, injurias o calumnias, la verdad es una defensa absoluta ante las alegaciones. Ha afirmado que, como lo que yo conté es cierto, no hay caso.

—Muy bien, me alegro de haber votado por ella en las pasadas elecciones.

—Los Hunt ya están amenazando con apelar —advirtió Margot, y se estremeció—. Creen que podrían salirse con la suya si se encargara otro juez… su amigo Shelby Hale.

—Qué va, no se lo permitirían —dijo Cubby con firmeza—. Hale está liado desde hace años con la señora Hunt, todo el mundo lo sabe. Vienen al restaurante todos los martes porque es el día en que Roy va al club de campo para participar en la liga regular —explicó, e indicó con un gesto las imágenes de las cámaras de seguridad—. La verdad termina por salir a la luz, incluso tratándose de los Hunt.

Margot se quedó asombrada. Puede que ese fuera el motivo de la súbita «emergencia familiar» del juez Hale.

—Ah, y traigo otra noticia. Acabo de enterarme mientras salía de los juzgados y Buckley DeWitt ha dicho que es oficial: el proyecto del estadio ha quedado cancelado. No habrá ninguna jodida estatua en memoria de Jimmy Hunt, ni van a convertir vuestro restaurante en un aparcamiento.

—¿En serio? —Queen y Cubby intercambiaron una mirada—. ¿Estás segura?

—Según Buckley, la noticia saldrá mañana mismo en los periódicos.

—Gracias a Dios —suspiró Queen, y se llevó la mano a la frente.

Cubby le dio un tranquilizador apretón en el hombro a su mujer y dijo, con una sonrisa de oreja a oreja:

—¡Y gracias también a nuestra Margie! Si no hubieras contado tu historia, habrían demolido este lugar.

—Bueno, no sé si he tenido algo que ver…

—¡Claro que sí! —insistió Cubby con firmeza.

—Yo también estoy convencida de ello —afirmó Queen—. Eres un tesoro, ¡eso es lo que eres!

Margot sintió una oleada de afecto hacia ellos. Le habían abierto las puertas de su casa, le habían enseñado un oficio, la habían cobijado en su comunidad religiosa.

—Sois más de lo que llegué a merecer en mi vida. Jamás podré agradeceros lo suficiente que fuerais mi apoyo cuando nadie más estaba a mi lado.

—Ay, pequeña… cuánto me alegra volver a verte —dijo Queen, y le regaló la más dulce de las sonrisas.

—Siento haber tardado tanto en volver, pero es que no quería perjudicaros con mi presencia. Sin embargo, siempre habéis estado en mis pensamientos, os lo aseguro.

—Ven a vernos siempre que quieras, ¿me oyes? —aseguró Cubby.

—Sí, puede que lo haga. Y me sentiría honrada si pudierais venir a visitarme alguna vez.

—Me gusta la idea —asintió él.

—¿Estás feliz, cielo? —le preguntó Queen, mientras la acompañaba a la puerta—. Sé que te va bien, pero ¿eres feliz?

Margot ni siquiera intentó eludir la pregunta con una respuesta superficial, porque Queen siempre había sabido leerla como si fuese un libro abierto.

—Estoy en ello —dijo, con voz enronquecida por la emoción—. He estado trabajando muy duro, más de lo que jamás creí posible. He abierto un buen restaurante, he hecho buenos amigos, e incluso me he enamorado de un buen hombre.

—Bueno, eso es perfecto, ¿no?

—Pues… lo era. Quizás podría serlo algún día. Él tiene hijos y yo un pasado, y… es complicado —concluyó, e hizo el esfuerzo de sonreír para ellos—. Supongo que tengo la felicidad que merezco.

 

 

Margot pasó su última noche en Austin en el Driskill. Aquel opulento hotel había sido un refugio seguro para Kevin y para ella en una ocasión y, aunque parecía un capricho excesivo, decidió concedérselo. Estaba agotada, cualquiera diría que había corrido un maratón o que había hecho un turno de doce horas seguidas en el restaurante. Aquella jornada la había dejado exhausta tanto mental como emocionalmente, lo único que quería en ese momento era una copa y puede que comer un bocado en el bar del restaurante.

Subió la amplia escalinata que conducía hacia allí. Era un espacio poco iluminado con un techo de cobre batido y un cráneo de cuernos largos montados sobre la chimenea. Se sentó en un apartado reservado y pidió un Wild West, que contenía cuatro medidas de alcohol. Los ardientes sabores fueron relajándola poco a poco y permaneció allí sentada, oyendo la música que sonaba de fondo y algún que otro estallido de carcajadas masculinas. Recibió un mensaje de texto de Lindsey Rockler: Nos gustaría verte si tienes tiempo.

Se debatió sin saber qué hacer mientras intentaba imaginar cómo sería ver al niño que había depositado en los brazos de sus padres al nacer. Estaría bastante crecido a esas alturas. Tomó un sorbito de su copa y contestó: Vale.

Se produjo entonces un breve intercambio de mensajes. Ellos la invitaron a ir a su casa, pero no estaba segura de que fuera buena idea. Había vivido momentos inolvidables en ese lugar… Tenía recuerdos de la luminosa casita de invitados con jardín, de la enorme cocina y de las veladas que había pasado junto a personas que tenían fe en ella, pero esos recuerdos debían quedarse allí.

Además, no confiaba en absoluto en los Hunt. Cabía la posibilidad de que estuvieran espiándola, quién sabe, y no quería conducirlos a la casa de Miles. De modo que quedó en verse con ellos a la mañana siguiente en el parque Zilker, que quedaba cerca de los jardines botánicos. Era extraño estar de vuelta en Texas después de tanto tiempo, ver los lugares a los que solía ir con su madre. No tenía ningún sentimiento de nostalgia ligado a aquel lugar, pero recordar a su madre traía consigo aquella vieja y profunda pena. Cuánto la echaba de menos.

Solo había visto a Miles en fotos. Lindsey y Sanjay le habían contado lo de la adopción desde el primer momento y, conforme fue creciendo, respondieron a sus preguntas con sinceridad y le aseguraron que podía plantearles cualquier duda que tuviera. Al final terminaría por saber todo lo que él quisiera sobre su propio nacimiento y eso era algo en lo que ella estaba totalmente de acuerdo. El niño merecía conocer su propia historia personal, incluso las partes difíciles. Y eso incluía la forma en que había sido concebido. Según le aseguraron Lindsey y Sanjay, no era más que un niño feliz, un hermano, y el orgullo y la felicidad de sus papás.

Alguien se deslizó en el reservado de buenas a primeras, se sentó frente a ella y depositó sobre la mesa un vaso de tubo medio lleno de un líquido ámbar.

—Se me ha ocurrido pasarme por aquí —dijo Briscoe Hunt—. Quería ver si estabas planeando hacer algo más para arruinar la vida de mi familia.

Margot sintió que se le helaban las entrañas. Se parecía más que nunca a Jimmy, tenía los ojos desenfocados por el alcohol y la boca humedecida.

—Me has seguido hasta aquí.

—Es un país libre.

—Lárgate.

—Ni hablar, nenita. Has encontrado mi bar favorito.

La expresión de su rostro, lacónica a la par que hostil, desencadenó una respuesta inmediata en ella. Sin pensar siquiera, de forma automática, sintió cómo su cuerpo evaluaba la situación y sopesaba sus opciones. Se le aceleró el pulso, su piel se acaloró.

—¿Estás buscando más problemas, Briscoe? ¿En serio?

Margot sabía que no habría forma de deshacerse de él y no estaba de humor para aguantar aquella situación. Dejó su bebida a medio terminar y se fue del bar. Decidió no ir directamente a su habitación por si la seguía y, al ver el cartel de un baño de señoras al final de un pasillo con suelo de mármol, optó por esperar allí. Se sintió aliviada al ver que estaba vacío. Se apoyó en el lavamanos y cerró los ojos; el corazón le latía a mil por hora.

«Cálmate», se dijo. «Cálmate.» Aquel tipo era un abusón borracho, al igual que su hermano, pero ella ya no era una víctima.

Abrió los ojos y se miró en el espejo. Ojos azules como su madre, ¿los tendría Miles del mismo color?

Estaba pensando en que iba a verlo en persona por primera vez cuando la puerta del baño se abrió y apareció Briscoe Hunt. Se dio la vuelta como una exhalación y la sorpresa dio paso a la indignación y la furia.

—¿En serio? —preguntó en voz bien alta.

—¿Aún no te has dado cuenta? No acepto un no por respuesta —repuso él, y se abalanzó hacia ella.

«No, ¡ni hablar!»

Todos aquellos años de práctica y entrenamiento no habían sido en vano ni mucho menos: ejecutó un lanzamiento en cuatro direcciones, aprovechando la inercia de su oponente para lanzarlo contra el duro suelo de mármol. Oyó cómo el impacto le vaciaba el aire de los pulmones y vio cómo abría los ojos de par en par mientras luchaba por respirar. Pasó junto a él y dijo antes de salir:

—Espera aquí, voy a avisar a seguridad.

 

 

A la mañana siguiente, Margot acudió a su encuentro con Lindsey y Sanjay en el parque Zilker. No habían cambiado prácticamente nada. Eran todo sonrisas mientras, enfundados en ropa de ciclismo de alta costura, dejaban a un lado sus bicis y se apresuraban a acercarse a ella.

Después de una ronda de abrazos, Sanjay le dijo sonriente:

—Gracias por acceder a vernos.

A continuación indicó el sendero bordeado de árboles:

—Miles está allí. Su hermana está aprendiendo a ir sin ruedines y está ayudándola.

Margot sintió que se le aceleraba el corazón. Dirigió la mirada hacia un niño esbelto de cabello dorado que seguía el paso de una niña morena que avanzaba tambaleante en una pequeña bici de color rosa. «Hola, Miles.»

Un agridulce dolor emergió en su pecho.

—Qué hijos tan preciosos tenéis.

—Son el centro del universo —afirmó Lindsey.

El destello de los rayos de sol que se colaban entre las ramas de los árboles la deslumbró y se puso la mano a modo de visera.

—Mi madre solía traerme a este parque. En los días de mercado, el food truck solía estar allí, junto a Barton Creek.

—Se habría sentido muy orgullosa de ti por lo bien que lo has hecho —dijo Sanjay—. Y hemos oído que lograste que los Hunt se quedaran con el rabo entre las piernas.

Margot se estremeció al pensar en la noche anterior. Había informado a los de seguridad del hotel de que había un borracho tirado en el suelo del baño para señoras de la entreplanta, y entonces había subido a su habitación. Le habían hecho falta tres botellitas de alcohol del minibar para calmar los nervios, pero, después de eso, se había quedado dormida como un tronco.

—No estoy hecha para tanto drama. Me alegra que haya acabado todo, espero que no haya próxima vez.

—Ojalá —dijo Sanjay—. Oye, estás increíble. Cada vez que apareces, me quedo esperando a que empiece a sonar el tema principal de una película.

—¡Venga ya! —exclamó ella, y lanzó otra mirada hacia el sendero para bicicletas.

—¿Lista para saludar? —le preguntó él.

Margot asintió y respiró hondo.

—Sí, me encantaría.

Ahora ya se sentía lo bastante fuerte, más fuerte que el dolor que la consumía después de entregarles el bebé a sus papás. Se sentía capaz de hacer aquello.

—¡Miles! ¡Jaya! Venid, quiero presentaros a la señorita Margot. Quiere deciros hola.

El niño aminoró la marcha hasta detener del todo la bici. Y entonces pareció olvidarse de su hermana, se volvió hacia Margot y la saludó.

—Hola.

—Me alegra conocerte —dijo ella.

Miles la observó con unos grandes ojos azules, unos igualitos a los de su abuela. Y puede que fuera por pura fuerza de voluntad, pero Margot no vio en él ni rastro de Jimmy Hunt. No quería que se sintiera avergonzado ni culpable jamás. Un niño merecía enorgullecerse de su propia identidad, sentirse feliz siendo quien era. Eso era todo cuanto Margot deseaba para él, ya que todo lo demás florecería a partir de ahí.

—Eres mi madre biológica.

—Sí.

Miles retrocedió un paso, sus mejillas se sonrojaron y bajó la barbilla en un gesto de timidez.

—Ah. Eh… hola.

—Quería ver qué tal estás. Le dije a tus padres que puedes preguntarme lo que quieras y cuando quieras con total libertad, así que… ¿hay algo que quieras preguntarme?

—Me parece que no —respondió encogiéndose de hombros.

—Lo más probable es que ya sepas esto, pero quería decírtelo yo misma. He hecho un montón de cosas en mi vida hasta el momento, y supongo que haré muchas más, pero tú eres la más importante. Ser tu madre biológica es lo mejor que he hecho en toda mi vida. Y dejarte con tus papás está en segundo lugar.

—Vale —dijo él, sonrojado aún—. Eh… ¿gracias?

Su actitud ligeramente titubeante la conmovió.

—No tienes por qué darme las gracias —repuso ella, y le entregó una tira de fotomatón en un sobre de celofán—. Esto es una copia de mis fotos preferidas junto a mi madre, son de cuando yo tenía tu edad más o menos. Puedes quedártelas si quieres.

Eran las fotos que su madre y ella se habían sacado en un fotomatón en Corpus Christi. Había escrito un mensaje en la parte de atrás. Puede que Miles lo viera, puede que no.

El niño se quedó mirando los dos rostros de las imágenes durante un largo momento. Ella se preguntó qué estaría viendo, qué estaría pensando. Deseaba con toda su alma conocerlo, saber quién era y quién llegaría a ser. Era consciente de que ella no podía ser parte de eso… pero, al mismo tiempo, siempre lo sería.

—Gracias —repitió él. En esa ocasión no lo dijo en tono interrogante—. Papá, ¿me lo guardas?

—Papi, ¿podemos comer helado? —preguntó la niña.

Su lustroso cabello estaba sujeto en dos coletas que se le habían ladeado; era una auténtica monada.

—Sí, enseguida vamos —contestó Lindsey, mientras guardaba la tira de fotomatón en su mochila con sumo cuidado—. ¿Te apuntas, Margot?

«Sí. Con todo mi corazón, sí.»

—No, tengo que ir ya al aeropuerto. Miles, Jaya, me alegra haber podido conoceros.

—Sí, lo mismo digo —dijo el niño, mientras su hermana se aferraba a su mano.

Margot se dispuso a cruzar la calle en dirección al aparcamiento. Sentía tal batiburrillo de intensas emociones que le costaba identificarlas: orgullo agridulce, anhelo, alivio… Miles era un niño maravilloso y precioso, se le veía tan ingenuo y alegre como una florecilla primaveral. «Intenta permanecer así», pensó, antes de mandarle una silenciosa despedida. «Te deseo todo lo bueno del mundo.»

Una vez que llegó al otro lado de la calle, se volvió y los vio alejarse. Los cuatro iban dados de la mano formando una cadena, iluminados de forma intermitente por el sol que se colaba entre los árboles.