Cuando Margot regresó a la zona de la bahía, el mundo le parecía distinto. Se sentía como si se hubiera marchado de allí cien años atrás, como si hubiera envejecido diez años de golpe. Su avión aterrizó en San Francisco un domingo por la mañana, y al llegar a casa tomó en brazos a Kevin y lo apretó contra su pecho. Una vecina se había encargado de darle de comer, pero estaba tan hambriento de afecto como ella misma. A pesar de la hora que era, se acurrucó en la cama y durmió hasta pasado el anochecer.
Despertó sintiéndose ligeramente desorientada. Eran las diez de la noche pasadas, pero ahora estaba demasiado despejada como para seguir durmiendo. Vale, pues a trabajar.
Se dio una ducha, se cambió de ropa y puso rumbo a Salt en su coche. Al ver que el lugar estaba desierto, decidió aprovechar para despachar la miríada de tareas que había ignorado durante su ausencia: correos electrónicos, papeleo y una ojeada general para ponerse al día. La plantilla había perdido algún miembro, se habían incorporado varias personas nuevas y el menú había experimentado algún que otro cambio.
Se sobresaltó al oír que llamaban a la puerta. Ida y Frank estaban fuera, saludando con la mano para que los dejara entrar.
—Hemos visto que la luz estaba encendida. ¡Bienvenida a casa! —dijo Ida.
—¿Habéis salido a disfrutar de la velada? —les preguntó, al ver que llevaban ropa formal: ella un elegante vestido de noche que le llegaba por encima del tobillo y él un traje de etiqueta.
—Sí —contestó Frank—. Hoy era la noche del estreno de Bus Stop, una vieja obra de teatro que ha vuelto a los escenarios. ¿Te apetece un café? El capuchino descafeinado me sale muy bueno.
—Genial, suena bien —asintió Margot.
—Pon el mío en un vaso para llevar, pronto me iré a la cama —dijo Ida.
—A sus órdenes, señora.
Frank se dirigió a la panadería para usar la reluciente cafetera que había allí.
—Bueno, sobre lo tuyo con Jerome… —dijo entonces Ida, sin andarse por las ramas.
—¿Leíste el artículo?
—Sí.
—En ese caso, sabes por qué tuve que marcharme —dijo Margot, y sintió el ardor de las lágrimas que pugnaban por brotar de sus ojos—. Aunque me fui de Texas, lo que pasó allí me perseguirá el resto de mi vida. Eso es algo que había olvidado gracias a Jerome. Me dejé llevar por lo que sentía por él, por esta familia, por la vida que soñaba compartir con él, y me perdí en ese sueño. Lo siento. Deseaba con todo mi corazón que esto funcionara, pero es demasiado complicado.
—Ah, te refieres a Florence —afirmó Ida, y apretó los labios—. Fue mi nuera durante diez años y la conozco. Tiene que acostumbrarse a ti, a tu historia. Lo que hiciste para salvar tu propia vida… Fuiste como una especie de fiera protectora, tal y como es ella con sus hijos. Se dará cuenta de ello cuando tenga tiempo de digerir mejor la situación. Necesita un poco de tiempo, eso es todo.
—No sé, Ida…
—Pues yo sí. Mira, a Jerome se le rompería el corazón si te marcharas y a ti también, pero si te quedas es posible que termines con algo que yo tardé cincuenta años en encontrar.
Frank llegó con el café en ese momento y charlaron sobre otros temas: la obra de teatro, el tiempo, los nietos de ambos. A Margot le encantaba ver lo felices que eran juntos, lo mucho que se adoraban. Pensó para sus adentros que una felicidad como esa incluso podía cambiar el mundo.
Cuando se fueron, recorrió con la mirada el apretado espacio que se había ido creando para trabajar. En el tablero de corcho situado por encima de la mesa tenía colgada la foto con su madre, unas cuantas de Kevin y otra más, una donde salía con Jerome y los niños en Angel Island. No tenían aspecto de ser su familia, pero su corazón le había hecho creer que aquello era posible, que podían tener un futuro juntos.
Sobre la mesa tenía un montón de cartas por abrir, y cajas y paquetes que habían sido entregados. Agarró un cúter y procedió a ir abriéndolos y organizando el contenido de forma metódica. No es que fuera su parte favorita del negocio, pero era una tarea ineludible. Cuando la voluminosa papelera azul estuvo llena de papel y cartón, se levantó para estirar las piernas y fue a vaciarla en los contenedores del callejón de atrás.
El amanecer empezaba a teñir el cielo y se oían los sonidos de la ciudad al ir despertando. Había perdido la noción del tiempo. Abrió el gran contenedor metálico, vació la papelera, se dispuso a regresar a la cocina… y se sobresaltó al ver la figura de un hombre corpulento.
Alzó las manos en actitud defensiva, pero entonces lo reconoció.
—Jerome.
—Bueno, esta situación me suena de algo. Puedes bajar la guardia, Margot. Has pasado la noche entera aquí, ¿verdad?
—No podía dormir, así que vine para poner al día el trabajo atrasado.
—¿Qué te parece si te pones al día conmigo?
Estaba tan atractivo, tan guapo, que Margot sintió que le daba un brinco el corazón. Se le veía especialmente arreglado, llevaba unos pantalones de vestir y una camisa blanca perfectamente planchada. A lo mejor tenía algún compromiso.
—Tu madre te ha dicho que estaba aquí.
—Será mejor que entremos.
Margot recordó su primer encuentro, cómo le había derribado llevada por el pánico. Y recordó también algo que él le había dicho la primera vez que la había llevado a navegar: Debes tener fe en que siempre volveré a por ti. Jerome había resultado ser una persona que jamás le haría ningún daño; la única persona que la veía de verdad y no apartaba la mirada.
Se sentaron el uno frente al otro en una de las mesas de la panadería. En el vacío local reinaba una profunda quietud a aquellas horas de la mañana. El aire estaba impregnado del cálido aroma del café y el pan recién salido del horno.
—Adelante, habla —dijo Jerome—. ¿O lo de hablar ya no se lleva?
Se le veía dolido y Margot sintió una punzada de dolor en el corazón.
—Me daba miedo dejar que formaras parte de mi vida, así que salí huyendo. Lo siento. No supe qué hacer.
—¿No podrías haber confiado en mí?
—Confío en ti, Jerome. Siempre lo he hecho, pero es que los Hunt… son implacables. Y muy vengativos —añadió, y se estremeció al recordar la cara de Briscoe al abalanzarse hacia ella—. Tienes hijos, una casa, un negocio. Gente que depende de ti. Y la madre de los niños… admítelo. Si no me conocieras, ¿querrías que una persona como yo formara parte de la vida de tus hijos?
—Pero sí que te conozco y sí que quiero que formes parte de su vida. Lo que me lleva al segundo punto: hay otro tema del que deberíamos hablar.
—¿De qué se trata?
—De una boda.
Margot soltó una exclamación ahogada.
—Jerome…
—Tranquila, me refiero a la de Ida. Dijiste que vendrías, ¿has cambiado de idea?
Le amaba tanto que sentía que le iba a estallar el corazón. Quizás fuera así cómo funcionaba eso del amor: si eras capaz de lidiar con el dolor, terminas por encontrar la dulce recompensa.
—No, en absoluto.
Jerome condujo a Ida por el pasillo. Era un arreglo poco convencional, pero lo mismo podía decirse de todo lo relacionado con la historia de amor de aquella pareja. Margot no había vivido jamás un ambiente familiar como aquel: dos clanes distintos que ahora estaban unidos. Parecía algo sacado de un cuento de hadas.
Ida lucía un precioso vestido de color marfil; a Frank se le veía alto e imponente enfundado en un esmoquin; en cuanto al lugar elegido para la boda, era realmente excepcional: la Hacienda Bella Vista, rodeada por los campos de árboles frutales y los viñedos de Sonoma. Los padrinos eran los nietos de la novia; Grady, el hijo de Frank, ejercía de oficiante.
Ida miró a Frank a los ojos y dijo, con una cálida sonrisa:
—En el mismo momento en que te conocí, te instalaste en mi corazón. He sido bendecida con una vida plena y maravillosa, y tú la has enriquecido aún más —aseguró. Hizo una pequeña pausa y dirigió la mirada hacia Jerome por un instante—. En cierto sentido, estuviste siempre conmigo, incluso cuando no sabía dónde estabas. Ahora estamos juntos con el apoyo de nuestras familias y todos los sueños que he tenido en mi vida están haciéndose realidad por fin.
Frank tuvo que carraspear varias veces para aclararse la garganta, y entonces sacó un pañuelo del bolsillo para secarse la frente y los ojos. Margot sintió que se le formaba un nudo en la garganta al contemplarlo. No le conocía demasiado bien, pero reconocía a la perfección las emociones que se reflejaban en su rostro.
—Nuestro amor es tan fuerte hoy como lo fue antaño —dijo él—. Todavía te conozco, Ida, pero sé que hay mucho por aprender sobre ti y pienso pasar el resto de mi vida redescubriéndote.
Al verlos rodeados de sus respectivas familias, Margot pensó maravillada que no había duda de que la dicha del amor verdadero podía cambiar una vida en una miríada de formas… no, no solo una vida, sino muchas. Era una luminosa fuerza que irradiaba hacia fuera en círculos cada vez más amplios.
Miró de soslayo a Jerome, alto y guapo, sentado junto a ella con la espalda erguida. Empezaba a ver por fin la vida que podría estar a su alcance si se permitía a sí misma dar rienda suelta a lo que sentía por él. Había recorrido un largo camino hasta llegar a ese punto. Se había desorientado, se había desviado de su curso debido a una horrible situación, y había tardado años en reajustar las velas y maniobrar hasta encauzarse de nuevo. Quizás fuera por lo bella que era la ceremonia, repleta de música y de gente dichosa, o quizás, después de todo, estaba tan emocionada porque por fin podía imaginarse viviendo un amor como ese.
—¿A qué vienen tantas lágrimas? —le preguntó Jerome.
Se sacó un paquete de pañuelos de papel del bolsillo y se lo dio.
—No quiero tardar cincuenta años en darme cuenta de que eres mi media naranja.
Él le cubrió la mano con la suya. Siguió mirando al frente, no dijo nada, pero Margot sintió de forma casi palpable la oleada de calor que emergió de su cuerpo junto con una sensación de expectantes posibilidades, unas posibilidades que de repente parecían muy reales.
El banquete se celebró bajo las titilantes luces del huerto de árboles frutales de la hacienda. El menú lo preparó la legendaria cocina del lugar y el vino procedía de las vecinas Bodegas Rossi. Era un opulento banquete elaborado con productos de proximidad que tuvo como colofón un espectacular pastel elaborado con limones orgánicos y glaseado de crema de mantequilla. La puesta de sol bañaba el lugar con un cálido manto dorado. Llegó la hora de los brindis y los hubo de todo tipo: graciosos y ocurrentes, tímidos, emotivos. Hubo música en vivo, y entre las canciones interpretadas se incluyeron muchas de las que se oían en el San Francisco de principios de los setenta. Jerome y Margot intentaron poner en práctica algunos de los movimientos que habían aprendido en las clases de baile, pero ella terminó por retirarse de la pista porque se moría de vergüenza.
—Tienes cara de necesitar una copa con urgencia —dijo Ida, antes de entregarle una copa de champán.
Ella la aceptó con una sonrisa.
—Gracias.
Ida la condujo entonces hacia una de las mesas.
—Ven, siéntate. Cuéntame lo que te pasa.
La barrera se alzó de golpe de forma automática, era un reflejo. Margot no estaba acostumbrada a tener cercanía con la gente, y mucho menos con alguien que le importara de corazón. Alguien como la madre de Jerome.
—Es una boda de ensueño, no quiero echarla a perder con lo mal que bailo.
—No digas eso. Solo se baila mal si una no está disfrutando al hacerlo.
—Lo tendré en cuenta. A Jerome se le da de maravilla.
—Puede que sea por la conexión que tiene con su pareja —sugirió Ida, y sonrió al ver su cara de sorpresa—. Nunca le había visto así, está radiante de felicidad. Es una dicha para mí.
—No sabes cuánto significa para mí oír eso. Ida, esta es la imagen que me viene a la mente cuando pienso en lo que significa tener una familia —confesó, e hizo un amplio gesto para indicar la idílica escena, la amplia extensión de terreno bañada por el sol crepuscular, los sonrientes invitados.
—Todos estamos procurando portarnos bien —comentó Ida. Su mirada se posó entonces en Asher, que estaba junto a la mesa de los postres con Jordan, llenándose los bolsillos de almendras—. Bueno, casi todos, pero gracias por decirlo. Mi concepto de lo que es una familia ha evolucionado con todo esto, te lo aseguro.
Jerome se acercó en ese momento a la mesa.
—¿Sobre qué están cotilleando estas dos bellezas?
—Sobre ti —le contestó su madre—. Bueno, tengo que ir en busca de mi nuevo marido, para que vuelva a bailar conmigo.
Se alejó con un revuelo de faldas de color marfil ribeteadas de encaje.
Jerome la siguió unos segundos con la mirada y entonces se volvió de nuevo hacia Margot.
—Así que estabais hablando de mí, ¿no? —dijo con una sonrisa traviesa.
—Eres lo que tu madre y yo tenemos en común. Es una gran mujer, Jerome.
—Y tú también —repuso. La acercó a su cuerpo y depositó un beso en su sien—. Vayamos a otra boda juntos, me gusta asistir a bodas contigo.
—¿Ah, sí? Pues lo mismo te digo —contestó, y buscó con la mirada a la hija de Frank, Jenna, que había atrapado el ramo de novia. Acababa de pasar por una ruptura difícil y volvía a estar soltera, pero era obvio que anhelaba encontrar el amor—. ¿Crees que es demasiado pronto para Jenna? O sea, lleva menos de un año divorciada, pero quizás…
—Margot. Uno de estos días voy a casarme contigo, te lo digo en serio.
—Venga ya, ¡no digas tonterías!
Se le aceleró el pulso y, a pesar de todo, la embargó una oleada de dicha y esperanza.
—¿Crees que no puedo lidiar contigo?
—Estoy segura de que puedes lidiar con lo que sea, Jerome. El problema soy yo, no tú.
—¿Por qué no dejas que sea yo quien juzgue eso?
La tomó de la mano y la condujo a otra mesa, una situada en un rincón alejado de la gente.
—Nunca antes me había enamorado —dijo ella, con la cabeza gacha—. Apostar por mí podría ser un riesgo innecesario.
—Pero abriste un restaurante de comida a la brasa en la ciudad más cara de América, no eres una persona que evite asumir riesgos.
—No, en el trabajo no, pero contigo… —Le miró por encima de la mesa. Santo Dios, ¿cómo podía ser tan guapo?—. A veces… la mayor parte del tiempo, me abruma lo que siento por ti.
—¿Y eso es malo?
—Temía que si llegabas a conocerme, a conocerme de verdad, no quisieras estar conmigo. Y no solo por lo de la demanda, ni siquiera por lo de tu ex, sino porque… soy esa persona, la que acabó con la vida de un hombre.
—No, eso no te define como persona, eso es lo que hiciste porque no tuviste alternativa. Y no sabes cuánto agradezco que sobrevivieras y que ahora estés aquí, conmigo. A ver, ¿a qué le tienes miedo?
Margot se dio cuenta de que había cosas peores que la pesadilla que había vivido en Texas.
—A perderte. Cuando fui a Texas te echaba tanto de menos que quería morirme.
—¿Ah, sí?
Margot exhaló una exclamación ahogada al verle sacarse del bolsillo una cajita redonda. Se quedó enmudecida, olvidó hasta cómo se respiraba. Tuvo la impresión de que se le detenía el corazón, aunque sabía que eso era imposible.
—A ver, que no te entre el pánico —dijo Jerome—. He pensado que esto podría ser un paso en la dirección correcta —explicó, y abrió la cajita. Contenía un colgante con un diamante tan reluciente que parecía una de las estrellas que pendían del cielo nocturno—. No era así como lo había imaginado, pero no quiero esperar ni un minuto más. Esta es la promesa que te hago. Una promesa. No estoy pidiéndote nada ahora mismo. No tienes que hacer nada más allá de ser tú misma.
Margot estaba tan atónita que seguía sin poder articular palabra y dio la impresión de que él no sabía qué hacer al verla así, callada como un pasmarote.
—Eh… es un diamante del Kalahari, escogí un corte cuadrado porque parece un cristal de sal.
Ella alargó la mano por encima de la mesa y posó dos dedos en sus labios para silenciarlo.
—Es lo más bonito que he visto en mi vida.
Se le quebró la voz, una intensa emoción le inundó el pecho. Tenía los sentimientos a flor de piel, se sentía demasiado frágil para soportar el peso de un amor tan enorme. Los Hunt la habían hecho dudar de si merecía un amor así, una vida como aquella. Era la primera vez que se enamoraba y no sabía si sería capaz de manejar la situación; el trauma había dejado cicatrices indelebles en su corazón; entre Jerome y ella había cierta diferencia de edad y eran de razas distintas; él tenía hijos, se convertiría en madrastra; en caso de tener hijos con él, se enfrentaría al delicado desafío de criar a un niño birracial… Todas sus dudas explotaron en su interior.
—Soy un desastre, Jerome. Y no quiero echar a perder esto.
—Te ocurrió algo muy malo, pero podemos hacer que de esa experiencia salga algo bueno. Y puedo lidiar con un desastre, sé cómo ser cuidadoso. Y paciente. Mira, no eres ninguna criminal. Ni una víctima. Eres una superviviente. Quiérete a ti misma, cielo. Ama a aquella muchacha que perdió a su madre a una edad demasiado temprana y que eligió al tipo equivocado y que tuvo que luchar por defenderse. Ama a aquella muchacha, porque yo la amo.
Margot posó las palmas de las manos sobre la mesa y sintió que el corazón le batía como las alas de un pájaro enjaulado. Entonces cerró los ojos porque no se sentía capaz de mirarlo, y susurró:
—Jerome, si… si seguimos adelante con esto, no va a ser un camino fácil.
—No pasa nada. Te amo. Amo los trocitos rotos y las partes que son perfectas y todo lo demás, te amo por completo. No te abandonaré jamás ni dejaré que te pierdas en mí —aseguró.
Se puso de pie y la tomó entre los brazos. Margot apoyó el oído contra su pecho y oyó los latidos de su corazón. Y, en esos breves momentos, sintió que algo cambiaba en su interior. Sí, era un desastre, pero no era frágil. No iba a quebrarse.
A lo largo de su vida se había sentido indefensa y desamparada en muchas ocasiones, pero al empuñar por fin su propio poder se había dado cuenta de que dicho poder siempre había estado allí, a la espera de que lo encontrara en su interior. Y daba la impresión de que Jerome era consciente de ello. Él era su puerto seguro. Por fin tenía un sentido de pertenencia y era él quien lo definía, quien definía quién estaba a su lado apoyándola, quién la veía y la amaba.
—Eres como un sueño para mí, Jerome —susurró.
—En ese caso, sigue soñando, cielo. Sigue soñando.