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La noche estaba envuelta en un manto de niebla, pero Jerome Sugar vio las estrellas. Su cabeza había golpeado con tanta fuerza contra el suelo que estaba un poco aturdido. Durante unos alarmantes segundos, fue incapaz de respirar. Se llevó la mano al bolsillo para sacar su Ventolín, el inhalador que usaba para el asma, pero no hubo suerte. Lo más probable era que se lo hubiera dejado en el coche. Logró rodar hasta quedar tumbado de costado mientras luchaba por respirar, sus gafas habían salido volando y estaba prácticamente ciego sin ellas.

Gimió y tomó una profunda inhalación de aire. Fue incorporándose hasta quedar a cuatro patas y palpar el áspero pavimento en busca de sus gafas, hasta que las encontró a algo menos de un metro de distancia. Uno de los cristales se había rajado, qué bien.

Se levantó y notó que le estaba saliendo un chichón en la parte posterior de la cabeza. Mierda. Que una loca con coleta lo derribara no estaba entre sus planes para esa noche, la verdad.

Se dirigió a la puerta que daba a la cocina. En un principio, no tenía pensado ir, pero Verna había enfermado y, dado que los niños estaban con su ex, se había ofrecido a ir en su lugar. De joven, cuando estaba empezando en el oficio, detestaba que le tocara el primer turno, pero Ida B. había insistido en que, para aprenderlo todo sobre aquel oficio, se tenía que trabajar en todas las áreas del negocio.

Malhumorado, marcó los números del código en el panel y entró en la cocina. Vio a la chica allí parada, con la espalda pegada a uno de los mostradores y un móvil en la mano. Vale, no era una chica, sino una mujer… una joven y rubia enfundada en una minifalda vaquera y unas botas vaqueras, y con unas piernas desnudas que quizás sabría valorar en su justa medida si estuviera de mejor humor.

—¡Voy a llamar a la policía! —le advirtió ella, móvil en ristre y con el pulgar a un suspiro de distancia de la pantalla, listo para marcar.

Él suspiró con cansancio y se frotó la nuca mientras se quitaba la sudadera. Se acercó entonces al fregadero para lavarse las manos.

—¿Qué vas a decirles? ¿Que he llegado para ponerme a trabajar? —dijo poniéndose su delantal blanco, y se volvió para mirarla—. Adelante, hazlo, llama a la policía. No sería la primera vez, aunque supongo que será la primera que me pasa estando en mi propio negocio.

Ella bajó el móvil y miró atónita su delantal. Tenía Sugar bordado en el bolsillo superior.

—¡Ay, Dios! ¡Eres Jerome!

—Y tú debes de ser Margot.

Se secó las manos y la miró de arriba abajo.

—¡Cuánto lo siento! —exclamó ella, mientras Jerome se quitaba las gafas y las limpiaba con un trapo. El cristal roto tenía una raja que lo atravesaba de punta a punta—. Te pagaré un cristal nuevo.

—Tengo unas gafas de repuesto en casa —contestó él, antes de volver a ponérselas.

—¡No me puedo creer lo que acabo de hacer! ¡Lo siento muchísimo! Estaba organizando algunas cosas antes de la inauguración y pensaba que estaba sola y… me has sobresaltado.

—Lo mismo podría decir yo.

Tomó nota de la coleta, de los ojazos azules y de aquellos labios rosados fruncidos en un gesto de preocupación. Intentó no bajar la mirada hacia sus piernas de nuevo. Así que aquella era la nueva propietaria del restaurante, ¿no? Su madre le había hablado muy bien de ella; según sus propias palabras «Mi menudita muchachita blanca es una monada, y lista como ella sola». Aunque no había mencionado un carácter violento.

—Por cierto, ¿dónde has aprendido esa técnica?

—En clase de defensa personal —contestó. Sus mejillas se sonrojaron y agachó la cabeza. Se la veía avergonzada—. Perdona que te haya tratado como si fueras una amenaza.

—La mayoría de las chicas que tienen tu aspecto piensan lo peor al conocer a un tipo como yo.

Estaba familiarizado con ese tipo de humillaciones, pero minaban su ánimo.

—No estoy… No he pensado en nada, lamento haber tenido esa reacción instintiva. No quiero actuar así, pero no esperaba que hubiera alguien rondando por aquí a la una de la madrugada.

—No estaba rondando.

—Estaba oscuro. Y te reitero mis disculpas, lo siento muchísimo.

—Un consejo: cuando estés aquí sola de noche, quizás sería mejor que no salieras al callejón.

—Tienes razón. He actuado sin pensar, lo que significa que he incumplido la primera regla de la defensa personal. ¿Qué tal está tu cabeza? Necesitas hielo…

—Tengo que ponerme a trabajar, hoy me toca suplir una baja.

—¡Vaya! ¿Puedo echar una mano?

El rostro de Jerome debió de reflejar su reacción ante aquella propuesta, porque ella se ruborizó aún más.

—O sea… Me gustaría ayudar, me siento fatal al ver que hemos empezado con mal pie —añadió Margot.

—Es la una de la madrugada —le recordó él.

—No tengo ni pizca de sueño, estoy muerta de los nervios por la inauguración del restaurante. Se me da bien trabajar en la cocina, te lo juro. Me gustaría ayudar.

Jerome le indicó con un ademán de la cabeza la hilera de chaquetillas limpias que colgaban de los percheros que había junto a la puerta, y ella esbozó una sonrisa que iluminó la cocina entera antes de quitarse las botas y sustituirlas por unos zuecos. Mierda, estaría encantado de pasar la noche entera viéndola realizar aquella simple tarea… Se obligó a apartar a un lado aquellos pensamientos. Trabajo, estaba en el trabajo.

—Sabía que no podría pegar ojo —comentó ella, mientras se lavaba las manos en el fregadero—, así que he venido para ultimar algunos detalles. Estoy hecha un manojo de nervios.

Jerome recordaba bien esa sensación de nerviosismo. Años atrás, cuando había tomado las riendas de la panadería, su primer proyecto había sido cerrar para realizar unas reformas. Había sido una decisión arriesgada, ya que se trataba de hacer cambios en un lugar que había sido uno de los pilares de la comunidad desde los años setenta.

—Primero las barras de pan rústico, las largas suelen ser las primeras en venderse.

Jerome notó el peso de su mirada mientras lo observaba con atención; al cabo de unos minutos, empezó a ayudarlo y a emular sus movimientos mientras él llenaba las amasadoras. Saltaba a la vista que era una cocinera experimentada, manejaba las manos con seguridad y permanecía atenta. Mientras los ganchos de la amasadora iban rotando, fueron preparando juntos las bandejas de fermentación —harina de maíz para las baguetes, semillas de sésamo para las barras de pan italiano…—, y después colocaron la masa en una mesa para dejarla reposar.

—Yo creo que te irá bien. Mi madre trajo a casa varios platos que le diste para probar; todo estaba espectacular.

—Gracias, me alegra que te gustara.

—Mis hijos lo devoraron, cualquiera diría que habían estado muriéndose de hambre en una celda.

—Tu madre adora a esos niños. Asher y… perdona, no me acuerdo de cómo se llama el otro.

—Ernest. Llevan los nombres de sus abuelos.

—Qué bien.

Se le notaba cierto acento de Texas. Jerome no sabía gran cosa sobre ella, pero Ida B. había mencionado que procedía de allí. Según había leído en una revista de negocios local, aquella nueva andadura contaba con el respaldo de un prestigioso grupo de financiación privada especializado en abrir restaurantes. Había deducido que Margot Salton sería una de esas princesitas privilegiadas que disfrutaban de un fideicomiso, y que quizás se había encaprichado con tener un restaurante; al fin y al cabo, no sería la primera vez que veía a alguien así: gente a la que le encantaba la idea de tener un restaurante, pero que no sentía tanto entusiasmo a la hora de trabajar duro para conseguir que el negocio prosperara. Sin embargo, al observarla ahora, al verla medir con suma eficiencia la masa para dividirla en porciones, se dio cuenta de que a lo mejor estaba equivocado y la había juzgado mal.

Puede que tuviera pinta de princesa de cuento de hadas, pero trabajaba duro y colaboró con empeño mientras él iba enseñándole a marcar las distintas clases de pan y a ir colocándolas en la zona de fermentación. A lo mejor no era tan insoportable como él esperaba. Mientras trabajaban codo a codo, el ambiente fue relajándose y entablaron una conversación.

—¿Y tú, qué?, ¿tienes hijos?

Creyó notar que a ella se le tensaban un poco los hombros y que titubeaba por un instante. Le resultó extraño, porque era una pregunta donde bastaba con responder un «sí» o un «no».

—No, en mi casa solo estamos mi gato y yo. Ah, y el huerto de plantas aromáticas que tengo en la terraza.

—Ida B. me comentó que eres de Texas.

—¿Así llamas a tu madre?

—Sí. Empecé a trabajar aquí a los catorce años y no quería que la gente pensara que recibía un trato especial por el mero hecho de que ella fuera mi madre.

—Yo también trabajaba con la mía. Llevo planeando abrir mi propio restaurante desde hace mucho —comentó. Un pequeño estremecimiento de nerviosismo la recorrió—. ¡No me puedo creer que mi sueño esté haciéndose realidad por fin!

—Salt. Me gusta el nombre.

—Gracias. Podría decirse que fue lo primero que elegí.

—A mí me parece un buen nombre para un restaurante, la verdad.

—Espero que le guste a la gente. De hecho, cuando estaba buscando un local adecuado, supe que este sería el elegido al ver que la panadería se llama Sugar —dijo, y su rostro se iluminó—. ¡Ahora vuelvo! —Fue a toda prisa a una de las despensas y regresó con un bote de una salsa casera llamada sugar+salt—. Llevo preparando esta salsa desde que conseguí mi primer trabajo en un restaurante de carnes a la brasa, cuando era adolescente.

—Se han abierto negocios por motivos más locos.

—Vaya, ¿ahora resulta que estoy chalada?

—¿No lo estamos casi todos los que trabajamos en este sector? —dijo él, mientras se frotaba el chichón.

En ese momento, la puerta se abrió y Omar entró en la cocina.

—Eh, os he oído. ¿A quién estáis llamando chalado?

Se acercó y se hicieron las presentaciones de rigor. Era obvio que había quedado impactado al verla e intentaba disimularlo.

Margot se volvió entonces hacia Jerome.

—¿Quieres hacer un descanso y venir a ver mi local?

—Vale.

A decir verdad, sentía curiosidad por ver cómo había quedado. Había pasado buena parte de su infancia campando a sus anchas por la cocina y el restaurante adyacente, La Comida Perdita. Solía juntarse con los hijos de los Garza, correteaban por el barrio y habían pasado infinidad de horas jugando con el aro de baloncesto que había en el callejón.

Asher y Ernest eran los que jugaban ahora allí cuando estaban con él. Se preguntó qué recuerdos de infancia les quedarían a sus muchachos. Daba la impresión de que estaban tomándose bastante bien lo del divorcio, pero sabía que estaba siendo duro para ellos. Florence y él habían iniciado su relación con las mejores intenciones y grandes esperanzas. El matrimonio no se había desmoronado de repente, había sido una lenta erosión de un amor que antes parecía lo bastante fuerte como para mantener el universo intacto.

Ella ya había vuelto a casarse y los niños mantenían un muro de silencio entre una y otra casa. En cuanto a él, aliviaba la soledad trabajando demasiado y pasando más tiempo en el puerto deportivo donde su madre le había enseñado a navegar.

Margot abrió la puerta que daba al comedor y encendió unas luces. Ida B. había comentado que el lugar había quedado muy bonito, pero se había quedado muy corta. Estaba resplandeciente. Tenía una vibra acogedora y cómoda, una buena distribución, y la iluminación y la acústica eran excelentes. La barra era el punto focal y, según le explicó Margot, procedía del viejo hotel Winslow de Oakland, un lugar donde los reclutas se alistaban tiempo atrás para servir en la guerra hispanoamericana en Filipinas.

—Me gusta. Cuando me dijeron que era «un sitio en plan barbacoa y platos a la brasa», imaginé una decoración tipo restaurante de carretera, llena de pintorescos letreros de metal.

—Venga ya, el diseñador habría salido corriendo. ¿De verdad te gusta?

—Sí.

Jerome se acercó a ver de cerca unos estantes iluminados donde se habían dispuesto hileras de botes de su salsa sugar+salt. También había unos frascos más pequeños que contenían mezclas de especias para aliños, y otros con sales aromatizadas.

—Por lo que se ve, estás lista para poner esto en marcha.

—No, no lo estoy —admitió ella, con una pequeña sonrisa de cansancio—, pero no pienso dejar que eso me detenga. Si esperara a estar lista al cien por cien, no llegaría a abrir jamás.

Regresaron juntos a la cocina, donde el turno de mañana proseguía con el runrún constante de las mezcladoras y los cortapastas como telón de fondo.

—Será mejor que me ponga a trabajar en serio —dijo él—. Gracias por enseñarme tu restaurante antes del gran estreno.

—De nada. Ah, por cierto, encontré algo hace un rato —recordó, y le entregó el viejo suplemento dominical—. Esto estaba metido detrás de un viejo certificado enmarcado. Es de 1972 y sale tu madre, ¡mira lo joven que está!

Jerome sintió curiosidad y echó una ojeada. Ida B. había alcanzado la mayoría de edad en los setenta, era hija de un predicador y una profesora. En las fotos se la veía de adolescente en una especie de manifestación de protesta, acompañada de un tipo alto y blanco. Ella nunca le había contado gran cosa sobre aquella época de su vida, más allá de que finalmente había terminado por dejar atrás la necedad y había hecho lo que la tradición familiar y el buen Señor esperaban de ella: casarse y formar una familia. El matrimonio había terminado cinco minutos después de que él se fuera de casa para ir a la universidad.

—Gracias por dármelo, apuesto a que se alegrará de que lo hayas encontrado.

—Será mejor que me vaya —dijo ella, antes de dejar su chaquetilla en el canasto de ropa sucia—. Ha sido un placer conocerte, Jerome. Bueno, no es que haya sido muy agradable en un primer momento…

—Ya, y que lo digas. En fin, para mí también ha sido un placer.

Ella se inclinó hacia delante para ponerse las botas. Madre mía, qué piernas. Apartó la mirada a toda prisa cuando ella se irguió.

—Perdona de nuevo por lo de… —dijo Margot señalando hacia la puerta trasera con un gesto de la cabeza.

—Sobreviviré.

—Te debo unas gafas.

—Qué va, no te preocupes por eso.