Sin honores

Para el 50 cumpleaños de Heinrich Böll siento la necesidad de decir una cosa –puedo decir más, pero desgraciadamente no en este momento–. Böll es uno de los prosistas alemanes de mayor éxito de su generación, de fama internacional. También se lo considera, desde sus comienzos, un autor progresista; nadie le habrá acusado de tener un concepto retrasado y conservador de la cultura. Y también es católico activo, practicante. La constelación de estos momentos no fáciles de conciliar le habría predestinado a ser el literato alemán oficial, o, como se dice, el escritor representativo. Se lo habrían apropiado como testigo de la situación presente sin que se hubiera hecho sospechoso de ser su ideólogo, y de ese modo se habría causado a la vez un perjuicio a la ideología dominante. La aprobación general no se habría expuesto, en su modernidad, a la sospecha de reaccionarismo; uno se habría podido calentar éticamente en su compromiso, y su fidelidad a la Iglesia apenas habría supuesto un riesgo. Esa aprobación se habría acompañado de discursos interminables de oradores ceremoniosos acerca del auténtico compromiso. Resistir la atracción por todo esto requiere, por mucha ironía que haya que emplear, una extraordinaria fuerza espiritual y moral. Böll la tuvo. Las uvas no pendían muy alto para él: él las escupió. Con una libertad verdaderamente sin ejemplo en Alemania prefirió el estado del independiente y solitario a la alegre complicidad, que sería una vergonzosa equivocación. No se contentó con declaraciones generales sobre la maldad del mundo, o con la exhibición de una pureza que no se mancha. Él golpeó donde duele: a lo malo, para lo que empleó los epítetos más duros, y a él mismo, que tuvo que elegir esos mismos epítetos para aquello con lo que inicialmente estuvo identificado. Realmente se ha convertido en representante intelectual del pueblo en cuya lengua escribe, mientras que si él mismo se hubiera tomado esa representanción, la habría traicionado. Ningún conformista y apologista podrá referirse a él como ejemplo a seguir; por eso él es ejemplo. No necesitaría más que un gesto, un tono imperceptible de lo que llaman actitud positiva para ser el poeta laureatus. Quizá ni siquiera con plena conciencia, sino, más exactamente, por su manera de reaccionar, por puro asco, se negara a ello, incapaz como es de ceder aun si para ello hubiera mostrado solo una condescendencia mínima, o guardado una noble actitud. Al no ofrecerse como poeta oficial, se ha convertido en lo que la aprobación oficial rebaja. Él se ha desprendido de aquella tradición alemana aborrecible que hace equivaler el logro intelectual al carácter afirmativo. Mi fantasía es exactamente suficiente para que me pueda imaginar la medida de hostilidad y rencor que se ha atraído; un hombre de su sensibilidad difícilmente la soportaría. Desde Karl Kraus no se ha dado un caso semejante entre escritores alemanes. A mi manifestación de admiración agradecida añado el deseo de que la fuerza que le inspiró quiera también protegerlo del sufrimiento que su comportamiento le ocasiona, y que le depare tanta felicidad como le sea posible en una situación general en la que toda felicidad individual es un insulto. Si alguien tiene derecho a ella, es sin duda Heinrich Böll.

1967