Karl Korn, Die Sprache in der verwalteten Welt [El lenguaje en el mundo administrado], Frankfurt a. M., Verlag Heinrich Scheffler, 1958.
Desde que se reflexiona de manera crítica sobre el uso de la lengua alemana –probablemente esto lo hizo con ánimo manifiestamente polémico por vez primera Schopenhauer–, la lengua escrita, y luego también la hablada, no ha dejado de deteriorarse. Como el mal no cesa, el deterioro progresa. Lo más inalterable amenaza ruina; cada instante parece el último, y ello suscita toda clase de ideas sobre la decadencia del idioma que, frente a la mendaz apología, sostienen la verdad de que las cosas no pueden ir peor. La lengua está entrampada en la dinámica de la creciente contradicción entre la verdad que hay que decir y el uso de los medios que impiden decirla. Pero la reflexión sobre el lenguaje no debe, por causa de esta dinámica, agotarse en monótonas jeremíadas, sino comprender su objeto en cada una de sus situaciones concretas. Karl Kraus, que como un Dante redivivo aún veía el infierno en artificiosos grados, cumplió del modo más riguroso con esta exigencia. Su crítica del lenguaje era esencialmente una crítica al discurso liberal; una crítica a la maldición de que el mismo derecho de todos a la comunicación privara de todo derecho a la cosa y a la expresión. Ciertamente no se limitó a esto, o lo hizo tan poco como puramente liberal era aún la sociedad en que vivió. No solo se percató del proceso de descomposición bajo el dominio total y las formas del espíritu objetivo que lo imitaban; en la Tercera noche de Walpurgis aparece ya el «Geht in Ordnung», una forma autosatisfecha e inhumana de presentación que solo hoy, tras la caída de Hitler, se ha transformado en bien popular.
El libro de Karl Korn sobre El lenguaje en el mundo administrado, publicado en 1958 en Frankfurt por la editorial Heinrich Scheffler, hace ahora el diagnóstico sobre la situación más reciente. La obra de Kraus se halla aquí implícita; pero lo que en ella se dibujaba como nuevo círculo del infierno por debajo del anterior, el de la negligencia producida por la estupidez y la vulgaridad, es el que ahora impávidos pisamos. Verdaderamente impávidos. Pues en él no nos sirve la guía de ningún Virgilio: ya no hay canon alguno de lo correcto y lo incorrecto al que el lenguaje pueda ajustarse, y al oído crítico no le queda más remedio que entregarse desamparado a su falsedad. Un importante filólogo me dijo hace algún tiempo que pueden documentarse las más monstruosas deformaciones del lenguaje del mundo administrado. Quiero creer lo que dice, pero las deformaciones las mejora tan poco su cédula de sangre como cualquier otra cosa que señale su origen; lo que importa no es el origen de las palabras, sino la expresión que históricamente les correspondió y el valor de las palabras en la situación de la lengua. El libro de Korn es una aportación inestimable a la fisiognómica de tal expresión.
El lenguaje en el mundo administrado ya no es lo que esencialmente era el lenguaje que Kraus desenmascara, el parloteo tan pronto como desastrado del intermediario y sus compadres en el negocio de la opinión pública. Ahora está liquidada la diferencia entre inmediatez y mediación, entre el habla de la gente y la jerga del negocio; y alcanzada la falsa unidad de sujeto y objeto. Que es una burla de la reconciliación real, que se deja de lado. Ligera, libre y alegremente habla la gente como cree que las poderosas instituciones hablarían para hacerse grato a estas, a Dios y a los hombres; y las instituciones a su vez rivalizan con los individuos, cada uno de los cuales ha devenido en órgano de sí mismo cual pequeña institución. Si Karl Kraus ocasionalmente lanzaba el dardo sobre aquellos que se hacían los importantes expresándose personalmente como los periódicos, con el tiempo esto se ha socializado: così fan tutti. Una vez oí en la vía pública que una mujer corpulenta decía a un hombre igual de corpulento «Auf Wiederhören», y ningún rayo del cielo fulminó al monstruo. Tal es la situación metafísica de que trata el libro de Korn. No existen palabras para conjurar su horror, y ello justifica la resignación que Korn, no sin prudencia estratégica, mantiene.
Pero el lenguaje del mundo administrado no debe confundirse con el lenguaje administrativo al viejo estilo que aún pervive patético en las secretarías. Sin quererlo, este ha hecho honor al lenguaje hablado, vivo, justamente con su hostil oposición al mismo: en su distancia del alemán de las actas, que a nadie se le ocurriría hablar, lo humano se conserva hasta cierto punto intacto. Pero esto se ha acabado. La distancia se reduce. La jerga del mundo administrado exhibe rasgos del lenguaje administrativo junto a muchos otros que son residuos del servicio militar, del Tercer Reich, de la insolencia de los adolescentes y de la locuacidad de representantes y delegados, pero todo esto se ha fundido en una como papilla de bismuto, metálica y sin contornos, que a la gente le sale de la boca. Lo que la gente quiere expresar, si algo quiere expresar, y el lenguaje que usa ya no se avienen; sin embargo, ese lenguaje es el corriente, como si fuese la propia voz de la gente. Lo externo se hace interno, sin que se haya interiorizado, mediante un simple proceso de adaptación al poder, del que los impotentes necesitan para actuar como delegados suyos.
Korn podría haber descubierto entre los orígenes históricos de este lenguaje uno de los más asombrosos. Está confirmada la tesis de que, cuando se planea algo para la cultura, se está haciendo un mal a la cultura. La Sociedad Lingüística Alemana, de la que uno se acuerda sobre todo por sus razias de palabras extranjeras, también se empeñó en hacer, como se dice, algo positivo, y en 1890 hizo propuestas de germanización. Entre las palabras de la lista que, sin duda de buena fe, confeccionó, y que Korn reproduce, son abundantes las que mostraban su verdadera fisonomía en el acervo del mundo administrado. Así, por ejemplo, el horrendo sufijo «-mässig», que permite convertir cualquier sustantivo en un adjetivo y, de ese modo, laminar la diferencia entre sustancia y cualidad, que la lengua no reglamentada retiene. La Sociedad Lingüística recomendaba ya las palabras ordnungsmässig, würdenmässig, vertragsmässig y listenmässig1. También encuentran allí cabida expresiones como Grossgewerbe2; e igualmente la perífrasis, muy rechazada no solo por los oídos más sensibles, de verbos mediante construcciones con sustantivos, como «eine Kundgebung veranstalten» en lugar de demonstrieren3. Esto ofrece un cursillo de dialéctica: el intento de liberar a la lengua de palabras extranjeras, de cosas intercaladas, conduce a que las raíces germánicas que las sustituyen padezcan ellas mismas la rigidez cadavérica de la que deben curarse, hasta que finalmente la cantidad se convierte en cualidad y la lengua entera se hace ordnungsmässig.
Imposible dar en una breve reseña una idea suficiente a partir no solo de los abundantes ejemplos, sino sobre todo de las categorías teóricas del libro de Korn. Es preciso leerlo, y hacerlo además sin la ilusión de que ello afecta a otros, y no a uno mismo, cuyo lenguaje es intachable. Sin respeto por lo que la lengua del mundo administrado distingue como supuestamente perteneciente al plano más elevado del espíritu, busca Korn sus ejemplos también en conocidos sociólogos y en filósofos como Lukács y Heidegger; en este último, la contradicción entre su odio al pensamiento cosificador basado en la distinción entre sujeto y objeto y su participación en el lenguaje del mundo administrado es particularmente flagrante: en Ser y tiempo aparece «daseinsmässig». Pero uno de los hallazgos más singulares de Korn es lo que él llama el lenguaje del fanfarrón. Lo define así: «Por fanfarronería se entiende hoy generalmente una actividad y una actitud que se exhibe a sí misma y sus logros, su propio prestigio y su importancia logrando convencer» (52), y ofrece ejemplos: «La fanfarronería es lo que el hombre corriente cree que tiene que aprender del papel de la publicidad en la vida económica» (53). Se trata, pues, de una identificación, pero sin perspectiva alguna. La descripción de Korn se aproxima angustiosamente a su objeto: «Son típicos los juegos con las palabras, como “de ningunísima manera” o “con todo frivoloteo”. El primero que los usó poseía un indudable humor. La repetición convierte estos giros en frases hechas. No puede negarse en la jerga del fanfarrón cierto panfilismo pequeñoburgués, que grotescamente trata de codearse con el gran mundo» (57). Notemos solo que en este capítulo no faltan muestras de expresiones de sabor judío: los espíritus de los asesinados rondan la lengua que ordenó su asesinato y en la que quedó se escribió «En todas las cumbres reina la calma»4.
Cosas no menos soprendentes aparecen en el capítulo siguiente, que exhibe un título aparentemente tan inocente como «El lenguaje de la domesticación». Esta alude a las marcas que el irresistible y brutal proceso de adaptación ha dejado en el lenguaje de quienes tienen que a acomodarse a la tendencia prevaleciente; marcas de la esclavitud que se propaga, con esa ambivalencia de colaboración y disimulo que corresponde a un proceso aceptado en el interior del hombre y del que ese interior nota sin embargo la violencia que le hace. «El giro “estar enterado” se mantendrá mientras haya una prosperidad general que permita a cada cual la ilusión particular de escapar, por medio de la información, a la suerte de las masas» (78). También encontramos esto otro: «En la observación de que alguien no ha estado acertado se percibe la alegría del subalterno por el mal ajeno, con la cual se venga de no poder tener una opinión propia» (79). Korn arremete con ganas contra el parloteo cultural: «Lo más atroz está revestido de cultura porque la cultura no se puede abarcar. Los que así hablan demuestran que su uso culto o cultivado de las palabras hace tiempo que echó por la borda la cultura» (82 s.). Poco interés tiene que Korn explique deformaciones sociológicas, vocablos del lenguaje de la domesticación tales como «relación», a partir del mecanismo de la competencia cuando en la época en que triunfan esos vocablos dicho mecanismo ya no es determinante. Pues las señas lingüísticas del mundo administrado son todas productos petrificados de la era liberal. Lo que, cuando se habla de relaciones, socialmente se revela es probablemente que en la fase más reciente el mercado ya no determina el destino de los hombres, sino las constelaciones actuales, de efecto inmediato, del poder. Por eso las viejas virtudes de la mediación cambian completamente su sentido y se convierten en condiciones de la autoconservación: todos creen que deben inmediatamente hacerse recomendar en cuerpo y alma, sin base objetiva alguna, casi solo como personas, a los poderes. Acaso nada demuestre mejor la legitimidad de la crítica de Korn que el hecho de que detecte estos matices sociales justamente allí donde no reflexiona sobre la sociedad, sino sencillamente se abandona a sus inervaciones. Así cuando dice en términos muy exactos: «Las relaciones –tal significa la nueva palabra– deben ayudar al interesado a saltarse el aparato sofocante, anónimo, incomprensible e inaccesible de las instancias normales». Y poco después, en una formulación que hace precisa referencia a la muy característica liquidación de las instancias intermedias autónomas de la sociedad, se lee: «Mediante las relaciones se intenta acortar la cadena, saltar eslabones, para acceder a aquellas partes del aparato en las que están las charnelas y las palancas» (87).
Sin duda una lectura provechosa, como lo demuestra un detalle que no quiero dejar de mencionar. Durante mucho tiempo sentí repugnancia por la expresión «mover ficha», que intentaba más o menos precisar. Solo el capítulo de Korn sobre la domesticación me ha aclarado completamente la falsedad que encierra: en esta expresión, el mundo está encerrado como en una partida de ajedrez o de damas en la que cada uno tiene sus piezas y sus jugadas posibles, y en la que la vida del individuo depende esencialmente de que se gane; pero ni en la más mínima oportunidad hay –pues hará lo inevitable– nada que provenga de su voluntad, de su libertad ni de su espontaneidad. En la medida en que la expresión «mover ficha» codifica una situación real, en gran medida ya realizada, posee su verdad; pero el gesto verbal que encima aprueba dicha situación y, al pretender tener una perspectiva soberana de la partida preestablecida, en la que la teoría de la apertura o del final del juego prevé todas las jugadas, confirma que todo está en orden según uno mueva o no ficha, es desagradable.
No tendría respecto a este libro otro deseo que el bien modesto de que una nueva edición del mismo tomase nota de algunas de mis manías lingüísticas, como la ostentosa expresión-acertijo «in etwa»5, o «procedimiento», que significa lo contrario de un procedimiento, esto es, de la serie de actas supuestamente requeridas para una información previa a la toma de una decisión, o que trate de la fisiognómica de giros hechiceramente amistosos como «enseguida estoy con usted» o «es usted muy amable». En el ordo del desorden, de la ontología negativa del lenguaje, que Korn expone, sin duda todo esto está igualmente planeado.
1958