Memorial vienés
Comienzo. La primera tarde en la ciudad, los trazados de cuyas calles son irreconocibles desde el taxi solo porque el viaje transcurre a empujones, tomé el té, a hora ya avanzada, en casa de un joven ruso que vive en la Laudongasse. Hasta que se acercó la medianoche no me separó de las enormes ventanas abiertas de par en par y del mobiliario apretado contra la pared para llevarme al cercano hotel. La Laudongasse está mal iluminada, como todo Josefstadt, y quizá la mayoría de los barrios exteriores. En el aguanieve de marzo caía sobre la armería del Barroco y sobre un café con llamas de gas, que se veían borrosos e indistinguibles en sus esquinas. Las calles siguientes parecían aún más oscuras en su trazado desordenado. Al fin, un cruce con una calle más ancha semejaba un calvero que no se imponía a los huecos de las galerías laterales, más o menos cerradas. En la calle ancha nos salió un grupo de cinco o seis jóvenes. Estaban borrachos; aún dueños de sí, pero cada uno visiblemente afectado en su estabilidad corporal y buscando apoyo por todos sitios. Marchaban juntos por la ancha calle y parecía que iban a sacarnos de la acera. Cuando, al cabo de unos segundos, los tuvimos cerca, se dividieron en dos filas y nos abrieron un hueco. Uno de ellos nos habló en voz alta en el tono del Führer: «¡Señores! ¡No pasa absolutamente nada!». Nos dejaron pasar y siguieron mudos su camino.
Imagen. La tarde siguiente, alrededor de las cinco, salí para orientarme. Me guió una joven dama que sabía por dónde iba. Como sabía por dónde iba, apenas me enseñó a mí. Se mostraba recelosa y no parecía cansarse, y me dijo los nombres de todos los edificios y plazas. No me dijo cuál era la situación de unos respecto a otros, y en la penumbra yo no podía averiguarlo. Nos encontramos frente a la catedral de San Esteban cuando creía que aún estábamos en el distrito octavo. Renuncié a entrar. Luego seguí a la joven dama hasta el Café Herrendorf, donde estaba citada con una amiga. Allí estaban sentados en varias zonas muchos caballeros mayores, todos con el mismo aire retraído, jugando sobre mesas de ajedrez u otras más grandes. Tuvimos que pasar entre ellos hasta encontrar a la amiga de la dama. La amiga tenía manos largas y finas y una voz quejumbrosa, y se llamaba Elsie. Después de tomarnos un dulce y pesado café con leche, ambas mujeres decidieron, no sin vacilar, enseñarme más cosas de la ciudad.
Ca. 1930